La nostalgia de los huapangos nopalapeños

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

La nostalgia de los huapangos nopalapeños 

Andrés Moreno Nájera

Silvia González de León

 

En la década de los 1930-1940 Nopalapan era una comunidad pequeña con sus casas de adobe y techos de palma en la mayor parte de los casos, sus hombres dedicados a sembrar la tierra o la ganadería. Se respiraba paz y tranquilidad que lo daba un destacamento militar y la guerrilla nombrada por la comunidad, las personas acudían a realizar sus compras a San Andrés Tuxtla través del ferrocarril cuya parada se encontraba en Cañada, lugar hasta donde acudía la gente a esperar a sus familiares para llevarlos a sus comunidades montados a caballo, en carretas tiradas por bueyes o a pie. 

Los pobladores del lugar eran muy alegres y divertidos, había muchos músicos y bailadores porque la única forma de divertirse de las personas era el fandango, estos se realizaban cada ocho o quince días en el centro de la comunidad, ubicado en ese tiempo entre la escuela primaria y la farmacia del lugar. Los músicos se organizaban con los bailadores para llevarlos a cabo y se corría la voz invitando a las personas de gusto. En ese tiempo la comunidad no contaba con luz eléctrica, por lo que se mandaba a buscar al campo cuatro horquetas, mismas que se enterraban cerca de las esquinas de la tarima, amarrando en cada una de ellas un toche o bruja, (candiles de petróleo de doble mecha), de esta manera se iluminaba el lugar. Los fandangos por lo regular iniciaban al caer el sol, momento en que las personas empezaban a congregarse, prolongándose hasta altas horas de la noche, por lo común eran puras personas mayores quienes acudían a la diversión, cada familia llevaba sus taburetes o largas  bancas que se colocaban al frente y a los costados de la tarima donde se sentaban las bailadoras, colocándose los músicos en uno de los costados.

 Los más esperados eran los fandangos de medalla que iniciaban a partir del tres de mayo, día de la Santa Cruz y terminaban el veinticuatro de junio con la fiesta de San Juan, patrono del lugar, entonces se hacían cada semana y las damas organizadoras elegían a la familia a la que había que ponerle la medalla para realizar el fandango.

Hubieron buenos músicos, destacando Cutberto Martínez (papa de Teodoro Martínez) con su guitarra entera, Eliodoro Ortiz Arano (tío Chíchiri) que tocaba una guitarra grande (leona) de cuerdas entorchadas, le llamaban a su instrumento “la vaca”, porque mugía como una de ellas y se escuchaba muy lejos su sonido, Leobardo Jiménez (recién acaba de fallecer en diciembre pasado a los 102 años de edad) con jarana y su hermano Nicolás Jiménez con un requintito, Tomas Cruz y Sebastián Cruz con jaranas terceras, posteriormente surgieron más músicos como Manuel Enríquez Lara (Peludo), Eliodoro Cortes (Yoyo), Cutberto Parra (Mocorrito), don Adauto el del panteón, entre otros.

Los cantadores de mucho renombre en la zona fueron Sebastián Parra, Faustino Herrera, Melquiades Herrera, Cirilo Hidalgo (tata Reo) y Arcadio Hidalgo. Había un señor que solo versaba en diciembre con el canto de las limas llamado Valente Domínguez, tenía muy buena voz y sabía muchos versos, pero no le gustaba cantar en los fandangos.

Las bailadoras de gusto y retozo en la tarima, las más entusiastas de esos tiempos fueron Mercedes Cruz, Estefanía Ortiz, María Cruz, Anacleta Cruz, Felipa Ortiz, Severina Ortiz, Rosa Reyes Ortiz, Eduarda Román, Juana Patraca, Imelda Patraca, Susana Domínguez, María Domínguez, Rita Domínguez, Natividad Domínguez, Teodora Cortes (hoy cuenta con cien años de edad), Abrahana Monterrubio, Elena Parra Pimentel, y posteriormente sus descendientes, que también fueron buenas y grandes bailadoras de tarima como María Ruiz Navarrete, Tita Domínguez, Genara Cruz Domínguez, Alejandra Cruz Domínguez, Julia Parra, Lina Cruz Martínez, Lorenza Cruz Cortes, Josefa Cortes, Cristina Cárdenas, Natividad Cruz Domínguez, Aidé Cruz Domínguez, Piedad Cruz Domínguez, entre otra más.

Entre los viejos bailadores de antes estaban Emiliano Parra Hernández, Manuel Vázquez Armas, Cutberto Martínez, Leonardo Cruz, Crescencio Cruz Ortiz, Pedro Ortiz, y sus descendientes Juan Cortes Román, Teodoro Martínez, Genaro Martínez, David Martínez, Tomas Martínez.

Era costumbre de esos tiempos que los bailadores acudían hasta donde estaban sentadas las bailadoras frente al entablado y le colocaban el sombrero en la cabeza para invitarlas a bailar cuando se trataba de sones de pareja o cuadrilla, si la muchacha no deseaba bailar se quitaba el sombrero y lo entregaba con respeto disculpándose, si salía a bailar, pero ya tenía pretendiente, este le colocaba el sombrero sobre el sombrero del bailador para dar a entender que ya había compromiso.

En los fandangos de medalla asistían muchos bailadores y bailadoras de otros lugares, quienes llegaban a caballo desde San Benito, Mata de Caña, Isleta, Palo blanco, la Cañada o el Blanco.

Otra de las fechas esperadas por esos viejos bailadores nopalapeños era la celebración de las fiestas de la Virgen de la Candelaria que se realizaban en el Blanco, la tierra de Goyo Acevedo, buen cantador de su tiempo, estas festividades se realizaban los días primero y dos de febrero, eran las fiestas grandes del lugar, dos días de fandango hasta el amanecer, a caballo o en carretas llegaban las mujeres de por todos los rumbos a toparse con otros músicos, otros cantadores y bailadores.

Hoy Nopalapan vive de la nostalgia, después de tantos músicos solo quedan Cutberto Parra (Mocorrito) y Eleodoro Cortez (Yoyo) entre los de mayor edad, y algunos jóvenes interesados en esta expresión cultural del pueblo que están trabajando para recuperar parte de ese esplendor del son de un ayer lejano.

 

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Bertha Llanos

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

Bertha Llanos

Testimonios recogidos por Alec Demster       en Santiago Tuxtla, 2005 

 

* Entrevista y grabados tomados del libro: Ni con pluma ni con letra. Testimonios del canto jarocho. Investigación y grabados de Alec Dempster. 2° edición 2022, Fogra Editorial, México.

 

 

Mi papá murió en 1955. El 21 de mayo cumplió cincuenta años, y él murió de cincuenta y cuatro años. Ahora, échale cuál fue su año; de muerto tiene cincuenta. Aquí hay muchas personas que lo conocieron, pero ya muchos han muerto, personas muy ancianas. Mi papá era campesino, sabía muchas cosas. Él aquí tenía una tiendita. Aquí, esta casita estaba arriba de un barranco, era de caña, era de palos de antes. Pero él desde chamaco dice que empezó a componer palabras. Toribio Guzmán fue su maestro. Aprendió tercer año, y ya. Supo muchas cosas, sabía leer y escribir. No aprendió más que tercer año, pero es que antes era tercer año, no que ahora las niñas de tercer año no saben ni cuántos gramos tiene el kilo. Entonces, yo estudié dos meses de primer año, dos meses de primaria tengo; ni siquiera me medio explico. Muchas veces la atención, ¿verdad? A mí me ha gustado mucho leer libros. En libros, en revistas, en periódicos, se encuentran palabras que se pueden utilizar. Mi papá también lo miraba. Llegó el tiempo que ya no miraba: mi mamá y yo le leíamos, y si venía una persona, y decía: “Le voy a hacer una poesía; ¿cómo es?”. Le decía cómo es, porque no lo miraba. Se relacionaba con el gobierno, cuando fue presidente de la república Lázaro Cárdenas; fue en el cuarenta y seis. La relación del código de Ley de Tierras Ociosas. Él se hizo representante, y con la ley en la mano invadió las tierras de por acá que estaban ociosas. Pero ya después ya no lo dejaron, porque aquí hubo un tiempo que todo eso por acá eran ejidos; todavía, donde viven ahí Margarita y mi hijo Diego. Es ejido en La Octava. Ahí todos eran ejidos. Entonces vino la ley, que todo el que tenía el ejido lo  entregara a su dueño. Los terrenos los volvieron a entregar. Los de Ángel Carvajal, Rosario Carvajal, todos esos terrenos habían agarrado para sembrar: sembraron mango, cedro, chagani, muchas cosas, y se los dejaron a los señores dueños, porque así vino la ley. Hasta mataban; como en la política. Pero ahora no hacen lo de antes. Un tostón y pa’dentro. Un tostón, y a comprar gente. Porque unos cincuenta centavos ganaba un hombre trabajando en el campo. Claro: les dan su tostón y pa’dentro. Así les quitaban gente. ¡Era una cosa! Se mataron, y se hicieron. Peligroso. Mi papá cantaba en mexicano. Tiene unas décimas en español y mexicano: 

Al pie de una colina 

donde la rosa creció 

vine a contemplar tu nombre 

con todo mi corazón. 

Pero ese dice en mexicano: 

Itzintlan ce tepetontli, 

campa xochitl mohuapana, 

iceizoctzin noyolotzin quitilana. 

Él lo aprendió todo en mexicano y los arregló; como usted sabe su idioma, usted arregla a su idioma, y ya lo compuso. Pero usted puede fundarse. No deje pasar el tiempo. Ponga su fun-damento, que el libro lo tiene aquí [señala su cabeza]. Bueno, póngate a pensar. 

Mi papá estaba durmiendo y decía: —¡Catalina, levántate! Mi mamá se levantaba. —¿Qué quieres, Juan? —¡Escribe! —ya se ponía a escribir un sueño que soñó—: 

Soñé con una fortuna hace muchísimos días, que algún día yo sería hombre de mucho poder, que llegaría a tener lo que ninguno tenía. 

Esos estribillos, mi papá los hizo. 

Según decían antes mis antepasados, lo embrujaron. No sé qué. Él ya estaba malo, estaba enfermo. Era muy enamorado, así como estaba, todo chueco, todo chirrisco, y él para el amor fue “del alacrán la cola”: 

He llegado a esta función 

a ver si doy golpe en bola, 

para cantar este son 

entre rosas y amapolas, 

porque yo para el amor 

soy del alacrán la cola. 

Fue muy enamorado, pero borracho no. Eso fuelo que tuvo Juan Llanos. 

Chano Escribano es su consuegro de Manuel, mi hijo. Ese tiene mucho verso que le ha comprado. Le compró a mi papá mucho verso. Ese tiene unos versos que dicen: “¿Cuáles son las cuatro esquinas / del reglamento sumario?”. Pero ya no me acuerdo. Tengo muchos escritos, pero mi gente no quiere luchar, arreglarlos. Pero si ellos me los leyeran, yo los compongo. Tanto que cantaba era Manuel Valentín. Venía aquí: mi papá le enseñó todas las tonadas. Aquí fue conocido cantador, pero ya los cantadores viejos, ahora ya no dan. Nicho Vichi sabe muchos versos, porque aquí compró también, y aquí venía a aprender con mi papá. Le apilaban con su jarana, con su requinto, la segunda, la tercera, violín, y era un alboroto que hacía mi papá, y tenía una tiendita. Vendía mercancía de abarrotes. Vendía entonces, no era alcohol, era aguardiente: un poquito, así, en un vaso, verde, verde. Era yerba. Dos centavos. Te lo tomabas. Ya, venían: 

—Un dos. 

—¿Qué quiere? 

—Hierba. 

Al aguardiente le metían hierbabuena, y salía verde, verde. Muchos licores hacia mi papá: manzana, perón, membrillo; muchas cosas hacía. Hacían vino; vendían aquí, en las fiestas, las botellas. Nanches. ¿Cuánto, no? Todavía nanche, pues, está privando; pero los demás, ya. Gabriel Arnau es el que hacía también. Aquí venía con mi papá. ¡Bueno! Muchas cosas que hoy no las oigo. Eso fue antes. Aquí venían muchos cantadores a cantar y no sé qué tanto. Venían de por allá, hablándole en mexicano, y él contestaba. Cantaban en mexicano y contestaba como hoy que cantan en inglés. Cantan como quieren. Por ejemplo, usted llega y me dice: 

—Chimotal. 

—Ya nana (`buenos días’). 

Ya sé que me dijo buenos días, pero yo le respondo: “chimotal”; siente, pero ahorita hay todavía personas grandes de edad que saben mexicano. 

Había un compositor que le decían el Vate Comoapefío, era Crescenciano Brígido. Lo vino a saludar en versos, y mi papá contestando, y se lo dijo hablado y luego cantado. Ya mi papá le siguió cantando, y ya no dio el otro la medida. En Comoapan hay personas que saben mucho, y en Soconusco. En San Andrés hay mucho anciano que toca jarana y la guitarra, o, como digo, guitarra de sones. ¡Mi papá, pa’l requinto! Requinto, segunda, tercera, de todo. Guitarra de son. Canciones. Don Ricardo Castellanos también hizo mucho verso; un señor que se llamaba Manuel Guzmán, Felipe Palma: eran cantadores. También se alcanzaban con cualquier cosa. Mi hija, Rosa Lara, también se alcanza. Mi hija mayor sacó el corrido de Colosio, cuando mataron a Colosio, y La Laguna Verde: de repente, cuando puede, le alcanza. Mi papá se vivía nada más escribiendo. Por eso, cuando le venían hablando en verso, enseguida contestaba. No eran versos ya sabidos, sino nacidos del pensamiento. Hubo uno que llegó bien pelado, todo rapado, y estaban dos ahí, y le sale uno: 

En la cumbre de un taray 

cantó un pájaro gorrión. 

¡Hombre, qué tijeras traes! 

Es bonito ser pelón, 

pero no de a tiro ráiz. 

Entonces, el otro le dio coraje: 

—Contéstalo. 

—No vaya a haber tiros. 

—No. Si hay tiros, yo respondo. Yo aquí traigo. 

Porque era en Cabada. Porque ahí la gente le gusta mucho. Entonces, dice mi papá: 

En una naranja vana, 

yo recuerdo que te di. 

Anda, avísale a tu nana 

que si me rasuré así 

fue porque me dio la gana, 

no por darte gusto a ti. 

Hay que tener coco. El cerebro es pura bolita que está trabajando. Inmediatamente, acomodar esa palabra; ahí está el chiste. Pero en un huapango llega uno y canta y el otro le contesta; como el argumento, ¿no? Los versos picones. El poeta nace, no se hace. Ahora estudian poesía, para componer estudian poesía. 

Antes le decían a mi papá: 

—Tú tienes el bastón del diablo, porque enseguida respondes. 

—Déjenme de salvajadas. Busquen ustedes el motivo en su propia cabeza, que para eso la tienen. 

Y así es. Póngase a pensar. Cuando duerme, cuando está solo, póngase a meditar, y va a ver cómo las palabras le nacen y usted las pone. Por ejemplo, estás viendo la tele y de todas las musarañas que están naciendo, ¿usted se alcanza un verso? Ahí lo saca. 

Digo que ahora las palabras son otras, hay que buscar. Como viene usted, de por ahí, viene buscando otra palabra, otra idea, y la encuentra. Porque todavía hay. Yo voy a dejar muchas cositas el día que me marche de aquí eternamente, pero mis hijos pues no las aprecian. Yo no, yo aprecié todo lo de mis pa-dres, pero ahora, en esta época que ya estoy perdiendo la vista, ¡cuántos papelitos ando guardando! Cuando me muera, me van a buscar todo. 

Yo hice una poesía conforme a la Biblia, pero esa poesía es de un texto. Salmo 105 o 119. Ya no me acuerdo. Ese dice: 

Sostenido por la fe, 

llegaré yo a mi destino, 

porque Tu palabra es 

Tu altísimo Dios divino: 

lámpara a mis pies,

 lumbrera a mi camino. 

Es un texto; porque la Biblia dice: “su pálabra es lámpara a tus pies y lumbrera a mi camino”. Es salmo, 105, 119. 

Ya no me dieron esperanza de que vuelva a ver. Pero, si Dios quiere, ¿verdad? Todo lo sabe Dios. Nosotros queremos componer, pero para nosotros todo es dificil. Pero para Dios todo es fácil. Muchas veces, lo que a nosotros se nos hace dificil —pues somos mundanos, somos terrenales—, pero el Padre Celestial lo sabe todo. Ya no hay otro. ¿Cuántos dioses hay? Un solo Dios verdadero, y si hay mil dioses se encierra en uno. Aquí en el mundo, pues, muchos dioses y diosas. ¿Cuántos quieren ser dioses y diosas? Pero no se puede. 

¿Ya no se acuerda de Salomón? 

Cuando me pongo a trovar, 

en versos dibujo historia. 

Ahora te voy a contar 

lo que hizo la reina mora: 

a Salomón fue a tantear 

dónde estaba su memoria. 

Yo quisiera adivinar 

como el Sabio Salomón, 

pero me pongo a pensar 

que puedo perder la acción 

en la suma de quebrar. 

Una reina a Salomón 

lo tanteó de tal manera, 

como hombre adivinador, 

que al momento le dijera: 

“Dígame, de estas dos flores, 

¿cuál será la verdadera?”. 

Luego dijo Salomón 

que lo esperara la reina, 

y al momento sacó 

la abeja real montera, 

y ni así le adivinó 

cuál sería la flor de cera. 

Arrodillada la Reina, 

no le pudo adivinar. 

Dijo la reina: `¿Cuál era 

la rosa más natural, 

porque una es hecha de cera?”. 

Salomón quedó pensando, 

cómo podía adivinar, 

en su mente descifrando, 

dijo que: “La abeja real 

puede irme asegurando 

cuál será la natural”. 

Profundamente, no pudo 

el gran sabio Salomón: 

quedó en duda y no seguro, 

no le dio contestación. 

A tiempo dicen mis labios, 

sin perder las amistades: 

¿para qué tener agravios? 

Toditas son vanidades, 

ni Salomón siendo sabio 

adivinó las verdades. 

Ni el gran sabio Salomón 

adivinó la verdad: 

según su declaración, 

fue la reina de Sabá 

la que le ganó la acción. 

No quiero ser Salomón, 

ni tampoco un adivino. 

Será la declaración 

que la ley de los destinos 

es del cielo a la mansión. 

Me dicen que Salomón 

era un sabio muy profundo; 

no tenía competidor, 

porque era un rey sin segundo, 

pero le ganó la acción 

una reina de este mundo. 

Y él, que era sabio, nada… 

Todos los versos los debe de tener en la memoria. Hay que argumentar en cuentas. El otro que dice del “artículo sesenta”, cómo se quiebra una cuenta. Muy bonito. De quebrados y multiplicados: 

Si yo tuviera cien pesos, 

no los había de cambiar, 

porque después del ingreso 

a no se puede contar, 

porque en tostones hay progreso 

de a veinte ni decimal. 

La suma y resta es unión 

a la cuenta de un ingreso. 

Dividir una porción 

es muy poquito progreso. 

Doscientos tostones son 

la cantidad de cien pesos. 

De plano lo que argumente 

esta contabilidad, 

que suma y resta se cuente, 

multiplicando igualdad, 

que son quinientos de a veinte 

cien pesos la cantidad. 

Las cuentas son muy cabales, 

todas van en progreso; 

suma y resta son iguales, 

multiplicando es impreso: 

mil monedas decimales 

es el total de cien pesos. 

En las notas de este verso

 los dos totales se ven. 

Si quieren ver el progreso, 

no lo traten con desdén: 

mil décimos son cien pesos, 

y dos mil quintos también. 

La suma y la resta pone 

igual multiplicación; 

la división dispone 

a verificar la acción; 

la quiebra es la que compone 

la cuenta y aclaración. 

Cuando me pongo a trovar, 

mi corazón se contenta. 

Los versos de argumentar 

del artículo sesenta, 

en la forma de sumar 

cómo se quiebra una cuenta. 

Hay que sumar y restar 

y multiplicar también. 

Dividir, primer lugar, 

como aquí se nos presenta, 

que sea sin modificar 

el artículo sesenta. 

Vamos a poner: cien pesos, 

¿cuánto viene a resultar? 

En la cuenta de progreso 

hay que sumar y restar, 

y en la división, por eso 

la voy a multiplicar. 

—¿En tostones, cuántos son 

la cantidad de cien pesos? 

—De la misma cuenta hoy 

en la suma del progreso: 

doscientos tostones son 

la cantidad de cien pesos. 

El argumento es patente; 

lo que de plano confieso 

con mi humilde pensamiento, 

digo lo que es el ingreso: 

que son quinientos de a veinte 

la cantidad de cien pesos. 

Primero buscaban que rime el verso, y ahora ya no. Ya no hay rimo. Na’más como sale. El rimo va con tres o cuatro palabras adelante, y no es como primero. Son versos viejos: 

Por esta calle me voy, 

por la otra doy la vuelta, 

porque me tienen cautivo 

los claveles de tu huerta. 

Fíjate. Antes no creas que eran tontos los viejos; que viejos antiguos no sabían, también. Los versos viejos que hicieron, que dice: 

La tierra no sé en dónde 

celebran no sé qué santo 

y rezando no sé qué 

se gana no sé qué tanto. 

Tenían su cabecita. Antes cantaban y hablaban, y ahora no. Cantaba mi papá: comentaba y cantaba y hablaba, y luego volvía a tocar a la última palabra. Otra vez ya cantaba. Si alguien se atreve a cantar como antes, va a ser admirado, porque ya nadie canta así. Nicho Vichi cantaba también, pero no le da. El que daba muy bien era Venancio Mendoza; ese sí cantaba muy bonito, Manuel Valentín, ya se murieron. 

“El borracho”, nada más que lo sepan bailar. Aquí habían unos señores que bailaban muy bonito “El borracho”. Cada quien agarraba su botella y se ponían a danzar. Hasta chocaban las botellas muy bonito. 

El que toma aguardiente 

de sinvergüenza se pasa, 

de la tienda se hace cliente 

y se olvida de su casa. 

Hoy nada más están gritando. “El palomo”, ya cuando mundanceaban, para atrás, para atrás, para atrás. Para ‘lante, para ‘Iante, para ‘Iante. Muy bonito, pero hay que saberlo bailar. “La guacamaya”, “El pájaro manzanero”, “Los chiles”, “El venado”; pero la danza del venado, ya no. Ya todo es moderno. Antes no eran brincoteos, como ahora. Bailaban “La bamba”, pero bien asentadito: estiraban una banda, sea de cinta o sea de tela, lo estiraban con los pies, y como ellos saben bailar “La bamba”, lo amarraban. Amarraban la banda y la desataban entre los dos bailadores. Aquí se rifaron con reloj en mano, y ganaron los de Catemaco. 

Versos del pájaro manzanero 

Vengo de la serranía 

de los campos de Guerrero; 

qué suerte será la mía, 

y qué viaje tan rastrero, 

les diré cómo decía 

el pájaro manzanero. 

Qué bonita cuando llueve, 

que suena la songonera: 

dan las ocho, dan las nueve, 

y yo sin verte siquiera. 

Vámonos, si tú me quieres, 

a la tierra manzanera. 

Cantando dijo un gorrión 

cuando levantó su vuelo: 

“Mira qué bonitos son 

los ojitos de mi cielo”, 

como dijo el guapetón 

pajarito manzanero. 

Cantaba el pecho amarillo, 

y le contestó el jilguero: 

“Vámonos para el castillo 

de los campos de Guerrero, 

adonde se oye el silbido 

del pájaro manzanero”. 

Ya me voy a mi cantón, 

amigos y compañeros; 

es la última oración 

que les dice un misionero, 

porque aquí se acaba el son 

del pájaro manzanero. 

Muy junto de tu ventana 

voy a poner un letrero: 

“Levántate de mañana, 

y verás lo que te quiero; 

mira, paloma, que te ama 

el pájaro manzanero”. 

Un pajarillo volando 

dijo al pájaro vaquero: 

“Mi pala ando buscando; 

dime, tú que eres matrero, 

adónde nos encontramos, 

soy pájaro manzanero”. 

Para cantar este son 

del pájaro manzanero, 

hay que subir al balcón 

del castillo de Guerrero, 

para ver con atención 

dónde se anida el jilguero. 

 

El pájaro manzanero 

se paró en un arbolito, 

y le cantaba al jilguero: 

“¿Por qué lloras, chiquitito? 

Tu dolor es pasajero, 

dicen que eres muy bonito”. 

Yo le hablo común y corriente, según nuestra amistad, y que usted vea que yo siempre soy sincera. Me gusta el respeto y la sinceridad, la nobleza. Yo soy una mujer de criterio firme y honrado. No quiero más allá ni más acá, ni un punto más ni menos. 

En esta actualidad han cambiado las palabras, porque ya hay tanto estudio. Antes hablaban materialmente, pero hoy ya es de otro. Ya la canción, aunque no rime, habla la canción; ya no buscan el ritmo. 

“El buque de más potencia” lo hizo mi papá: 

¿Quién fuera el buque de más potencia, 

para arrojarme al fondo del mar? 

Para sacarte, perlita hermosa, 

que yo en tus brazos me he de arrullar. 

Tú me juraste un dichoso día, 

y de testigo pusiste a Dios, 

que me amarías sinceramente 

sin separarnos nunca los dos. 

Aquí te dejo estas tres canciones 

para que las cantes, yo ya me voy, 

porque la cantes con tu boquita, 

que son recuerdos que yo te doy. 

Ay, quién pudiera besar los labios, 

o son de azúcar o son de miel; 

pero en mi mente llevo grabado 

el bello nombre de esa mujer. 

Ese es “El buque de más potencia”. Ese, se lo llevó de aquí Gilberto Zapata a la difusora en Veracruz. Entonces, “El buque de más potencia” no era “El buque”, porque mi papá le decía “quién fuera el barco de más potencia”; pero el que se puso como el autor en Veracruz le puso “El buque”. Es todo lo que él le compuso.

“Peregrina de los ojos purpurinas” [sic], también. Muchas, muchas, canciones hizo mi papá. Venía así, una persona como usted, y venía y le decía: “A ver, escríbemelo, voy a aprender la tonada”. Por ahí lo iba a cantar en Veracruz. Ya eso se des-parramó y se desparramó. Ya luego, venían autores de Cosamaloapan, venían autores de Veracruz, venían autores de Xalapa, y así: en esas canciones que mi papá vendió a diez centavos y los versos, ya no me acuerdo. Era puro centavo. Por ejemplo, el que acabo de decir, ese de rosas y amapolas, es una cadena; eso es muy bonito, le habla de todo. 

Grábese un verso de amor. Yo le voy a decir:

 Quisiera que lloraras 

al escuchar mis versos, 

así como he llorado 

al escribirlos yo. 

Quisiera que sintieras 

en cada frase un beso, 

en que la letra vieras 

un sueño de los dos. 

Viene un señor y me compraba el macito de escritos que están todos de a pedacitos y rotos. Yo le digo: 

—No. 

—Se le van a perder. Véndamelos. 

—Ahí que se pierdan. Van a pudrir conmigo.

Un señor de San Andrés, un Isba, un compositor. 

También trataron de comprarme la libreta de pascuas, y ellos vienen a vender aquí porque la gente vienen y compran, y ahí los pasan y ahí los venden, de así, de letras de molde. 

En otro día que usted venga, yo voy con la memoria fresca y voy a buscar un librito, que tengo un librito que mi papá dejó, que habla muy bonito. Muy bonitas poesías, como “El año viejo”; ¿usted ya hizo la poesía del año viejo? Yo hice, pero ya no me acuerdo. Como los Reyes, cuando los Reyes llegaron, y todo eso. Eso tie-nen los nombres, lo que dieron. 

Me arrepentí. Ya no voy a ver. Que el Señor disponga lo que guste. Estoy en sus manos. 

[Entrevistada en 2005, Santiago Tuxtla] 

 

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Carola Blasche

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

Carola Blasche

Una retrospectiva

 

Carola, una mirada breve pero emotiva.

Qué decir de ti, mujer recia, linda, terca, respetuosa, reservada, estudiosa, crítica, muy alemana para muchas cosas, mexicana para algunas otras, sensible, ocurrente, buena conversadora con la que se podía platicar casi de cualquier tema, cariñosa, buena amiga con una particular y especial sensibilidad y mirada para hacer fotografías que transmiten tanto, fotografías que aquí quedan, que son tu legado junto con la huella que dejas en cada uno de los que tuvimos el gusto de conocerte. Aquí sigues, aquí seguirás. 

La amistad comenzó de lejos, después de aquel concierto en el jardín botánico, poco a poco aparecieron pláticas de infancia, de tierras lejanas y de otros tiempos, algunas visitas y paseos, el descubrimiento de muchos aspectos en común a pesar de las diferencias, anécdotas, risas, a veces lágrimas, experiencias compartidas, muchas conversaciones. En esta amistad breve pero emotiva es tanto lo que quedó pendiente. Gracias Carola por esta mirada del mundo desde otro ángulo.

Mónica Aburto

 

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Ni con pluma ni con letra

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

Ni con pluma ni con letra

Testimonios del canto jarocho

Alec Dempster

Anona Books Fogra Editorial

 

 

 

Me dicen que eres poeta,

porque eres muy alcanzado;

pero tú no me sujetas,

aunque seas muy estudiado,

ni con pluma y ni con letra,

ni en versos argumentados.

                 Feliciano Escribano

Ni con pluma ni con letra es una colección en la que Alec Dempster reúne testimonios de cantadores de la región de los Tuxtlas, a quienes conoció y entrevistó, en principio, por su profunda curiosidad en la música jarocha. Cuando conversó con ellos, la mayoría rondaban los 70 años; Alec pudo recoger sus recuerdos, vívidos y profundos, del tiempo en que anduvieron cantando, tocando y algunos bailando en los fandangos regionales, que a mediados del siglo XX representaban aún una forma festiva fundamental, en pueblos y comunidades rurales. Para cuando estos cantadores fueron entrevistados, su paso por los huapangos y parrandas —salidas en grupo durante las fiestas de fin de año para entonar “Las pascuas”, cantos navideños tradicionales— era, para la mayoría, cosa del pasado; con el interés y la sensibilidad de Alec, recordaron vívidamente momentos de su devenir como cantadores. El presente volumen reúne estos pasajes importantes de su vida que, luego de una esmerada transcripción y edición, llegan hoy a los lectores al cabo de algunos lustros de haber sido registrados.

En los Tuxtlas, y probablemente en otras regiones del sur de Veracruz, el de cantador era un oficio medianamente especializado: el que cantaba versos no estaba obligado a tocar un instrumento; así lo muestran los testimonios de varios de los entrevistados, quienes, aunque vivieron en un entorno de grandes músicos, no tenían por fuerza que pulsar un instrumento ellos mismos para desarrollar su actividad. No es el caso de todos, por supuesto, pues hay los que tocaban y los que bailaban; eso sí, se asociaban con buenos músicos para poder desarrollar su arte, en cualquier caso.

En las entrevistas y en varias de las coplas que entonan, los cantadores se refieren a su arte como algo que no se aprende en el ámbito escolar, reconocen su falta de conocimiento de la escritura, y sin embargo sostienen que la facultad de cantar es un don que se trae de nacimiento y que no se puede aprender en la escuela, como lo indica esta copla “para presumir” del repertorio de Juan Llanos:

No creas que soy buen poeta, 

de pensamiento elevado;

no conozco mucha letra, 

porque no soy estudiado, 

pero tú no me sujetas, 

aunque seas muy alcanzado.

Don Leoncio Tegoma, por su parte, describe: “Yo creo que el que va a ser músico ya viene de allá; cada uno Dios le da su destino”. De esta capacidad innata, de este “destino” reconocido por los cantadores se desprende el título del volumen, fragmento de una copla, variante de la anterior y transmitida a Alec Dempster por don Feliciano Escribano, que podría ser dirigida en una controversia a un contrincante de quien se dice que es “poeta”, “muy alcanzado” y “muy estudiado”. Sin embargo, él cantador declara que el letrado rival no podrá sujetarlo “ni con pluma y ni con letra / ni en versos argumentados”. Así pues, no basta con conocer la letra para llegar a ser cantador; pero ¿qué es, entonces, lo que se requiere?

El que quiera cantar versos debe tener, además de la voz y el gusto para entonarlos, la memoria para conservarlos en la mente. Advierte don Martín Coyol que “tampoco tuve escuela”; en los fandangos, dice: “así, un cantador, nada más con oír el verso que me dijera, [me] lo grabé”. De manera que el que quisiera cantar debía “poner cuidado” en lo que otros cantaran y además, como veremos, podría auxiliarse en su quehacer de los escritos, e incluso de las coplas y las letras de las canciones que se tocaban en la radio; pero, en cualquier caso, debería desarrollar una gran memoria para llevar a cabo su quehacer.

Los entrevistados conocieron en su infancia y vivieron en su juventud un ambiente de fandangos y parrandas que favorecía la labor de tocadores y cantadores, que encontraban un espacio singular para manifestar sus talentos, hacer brillar sus instrumentos con afinaciones diversas, lucir sus habilidades como bailadores y vincularse estéticamente con sus comunidades para celebrar la belleza, encontrar el amor, disfrutar el momento. Y algo más que eso: establecer una comunicación, un diálogo poético con los otros cantadores, como lo menciona don Raymundo Domínguez: “tú vas buscando al otro, cómo van sus versos; tú vas buscando, y, si él es abusado, también va buscando los tuyos. Mira: salen unos versos a todo dar, porque ya van los dos versos, se van combinando […] es que él va buscándote, como tú vas, va buscándote un pie de tu verso, un piecito de en medio, o el último, o el primero. Él te lo va buscando, para que vaya combinándolo”; así lo muestra este par de coplas de la versión de “El zapateado” cantada por Dionisio Vichi y Salvador Tome, entre muchas otras estrofas sucesivas donde los cantadores “van buscándose”, y sus coplas “se van combinando”:

Al cortar un lirio blanco,

yo creía que era azucena,

porque trascendió bastante, 

igualito a una gardenia;

también de tu amor me encanto, 

hermosísima trigueña. [Vichi]

Y en un jardín de azucenas, 

flores me puse a cortar. 

Que me gusta tu cadena 

cuando sales a bailar:

con el rocío del sereno,

de lejos se ve brillar. [Tome]

El cantador ha de comprender, pues, que en su actividad debe procurar el diálogo: no canta solo para sí mismo, canta para los otros y con los otros. De modo que en los fandangos los cantadores encontraban ocasión para manifestar su sensibilidad y oficio: el vestido de las bailadoras era un motivo recurrente para acomodar un verso en el momento, y elogiar la belleza de la mujer, declarar el sentimiento que el cantador sentía por ella, e incluso solicitar veladamente que le dijera su nombre, como en esta copla del vasto repertorio de don Martín Coyol:

De ladrón me dan la fama, 

pero yo nada robé;

sé que me robó la calma 

la del vestido café,

que no sé cómo se llama.

Había que “adaptarles sus versos”, como dice don Leoncio Tegoma; en esta, y en muchas otras coplas, el impulso lo constituía el color del vestido que llevaban. Por su parte, las buenas bailadoras podían, por su belleza y su habilidad, ver coronada su cabeza con los sombreros de los asistentes, que cambiarían al final de la ejecución del son por un refresco. Y además de estas recompensas o galas, gozarían, por supuesto, de los versos que los cantadores les dedicarían, aunque en ocasiones podrían causar incomodidad a algunos oyentes, tanto como la habilidad de los bailadores o la pericia de los músicos para tocar un son o dominar una afinación desconocida para otros.

 Los cantadores tenían en su actividad, además, la satisfacción de pasear y divertirse; viajar era parte de su destino, según lo pregonan estos versos de don Félix Machucho que nuevamente culminan con la declaración de su invencibilidad en las controversias:

Soy hombre de garantía 

cuando me pongo a versar: 

paseando todos los días,

te lo puedo comprobar 

que el que me llega a ganar 

no ha nacido todavía.

Tanto los cantadores como los músicos concurrían a los fandangos, organizados por motivos religiosos o de esparcimiento, y lo hacían por gusto; excepcionalmente eran remunerados. Eso sí, en los fandangos había alcohol y lo probaban; algunos sí llegarían a enviciarse, pero no necesariamente bebían para embriagarse en los huapangos, sino para inspirarse, acaso, pues el alcohol era “un material que es buenísimo pa la versada”, como dice don Leoncio Tegoma; asimismo, podía servir a los cantadores para entonarse y disponer la garganta, como lo describe don Salvador Tome, quien bebía: “Unas dos, tres copitas, no pa pasarse, porque si tomas de más, ya no sirves pa un carajo; na’más pa ponerte al punto y la garganta componérsela”.

Según lo mencionan varios de los entrevistados, entre los cantadores había una competencia tácita, tanto por la claridad y potencia del canto como, sobre todo, por la capacidad para cantar coplas de repente y, de ser necesario, sostener un debate en “versos picados” con otro, ya fuera con versos sabidos de antemano o con versos improvisados “nacidos del pensamiento”, como los llama Bertha Llanos. En la controversia, los cantores podían echar mano de los “versos de argumento”, es decir, aquellos que en los que se plantea al contrincante una reflexión sobre un tema determinado, o podían adaptar o improvisar coplas que hicieran referencia a la situación, como piropos, saludos o alusiones a los asistentes a la fiesta. El secreto era aguantar, responder, no quedarse callado ante los versos del otro, como se lo dijera don Juan Llanos a don Feliciano Escribano: “cualquier cantador que viene por la mano y te dice un verso, tú le contestas enseguida y le das la respuesta, y como que tú vas a salir adelante después de él”. Sin embargo, siempre se corría el riesgo de que el contrincante no supiera perder…

Muchas veces, a medida que el alcohol iba surtiendo efecto, la tensión entre los cantadores se evidenciaba, las interpelaciones se hacían manifiestas y no pocas veces terminaban en la violencia física, como lo manifiesta más de algún cantador, víctima de un rival vencido por la efectividad de sus versos. Los fandangos formaban, pues, un espacio de convivencia, pero también de conflicto: no era muy bien visto que un cantador fuera a otra comunidad y destacara por encima de los locales, a riesgo incluso de su propia vida.

Por otro lado, amén de estos peligros terrenales, don Dionisio Vichi aclara que el fandango es música “del pecado”, en la que el maligno se recrea y, aunque nadie lo pueda ver, anda bailando en la tarima con la gente que se divierte en la fiesta, procurando la burla y el escándalo. Y la aparición de este personaje se vuelve aún más perturbadora en los relatos de don Leoncio Tegoma, cuya actividad como curandero lo llevaría a tener encuentros con este singular “amigo”. Así, los cantadores deben encomendarse a Dios en su labor, por todos los riesgos que implica concurrir a los fandangos.

En el panorama que los cantores refieren, destaca el nombre de un trovador que alimentó fuertemente la tradición de la poesía popular en la región de los Tuxtlas. Se trata de Juan Llanos (ca. 1901-1955), gran cantador e improvisador, hablante de náhuatl que podía incluso cantar coplas en esa lengua. Aunque sabía tocar el requinto y la jarana, y aunque enseñaba no solo los textos sino también las tonadas a los cantadores, los testimonios no dan cuenta de que participara en los fandangos; probablemente porque quienes lo recuerdan lo conocieron ya en su madurez, en la tienda donde ofrecía lo mismo víveres que aguardiente y versos, aquellas “palabras que componía” —como señala su hija, Bertha Llanos—, que le compraban los cantadores de fandango de la región. Pero cuando iban a buscarlo a su  tienda, don Juan podía responder y salir airoso con el canto, con los instrumentos y los versos ante cualquiera que quisiera poner a prueba su gran talento poético y musical. Además de su padre, Bertha recuerda otros cantadores que fueron importantes en su época, como Ricardo Castellanos, Manuel Guzmán, Felipe Palma, Venancio Mendoza y Manuel Valentín.

Si bien la actividad de estos juglares se centra en la memoria y la tradición oral, la escritura aparece como un referente que se suma al entorno mágico y permea la vida de los cantadores; los libros, las libretas y los cancioneros son objetos poderosos que no solo conservan los textos y auxilian la memoria del cantador, sino que pueden representar por sí mismos conjuros eficaces para deshacer enredos y vencer dificultades. Con el apoyo de los versos comprados y con la capacidad memorística de cada cual, los cantores llegaban a atesorar un repertorio que constituía un patrimonio fundamental, del cual se vanaglorian, y que les permite salir airosos en los fandangos.

Así pues, los cantadores aprendían sus coplas de otros, con el auxilio de la radio o en los papeles que compraban; debían repasar los versos “pa’cá y p’allá en el pensamiento”, dice Dionisio Vichi; “recorriendo en el pensamiento”, dice Feliciano Escribano. De tanto conocer y cantar los versos “que traían”, los “versos sabidos”, estos llegaban a salir “de repente” como hechura del cantador que en determinadas circunstancias y en apego a su sensibilidad y talento podía variar y adaptar, reelaborar, o bien, crear, en términos de un acervo y una estética tradicionales que conocía y que actualizaba en su voz. A fin de cuentas, ese es el sentido de la tradición oral: la apropiación y la reelaboración de un patrimonio común en un momento dado.

El conocimiento y la conciencia de su talento y oficio no dejan de ser motivo de orgullo para los cantadores: su capacidad para trovar, la cantidad de coplas que atesoran en la memoria, así como la claridad y potencia de su voz, son todos rasgos que ellos ponderan y a los cuales hacen referencia en sus testimonios y en sus versos, como lo podrán constatar los lectores en este volumen que reúne una buena cantidad de coplas provenientes de la memoria y de los escritos de los cantadores entrevistados. Por supuesto, abundan las coplas de amor y hay otras sobre asuntos diversos, pero la capacidad y la actividad del cantador es un tema recurrente en el repertorio de muchos de los juglares de Ni con pluma ni con letra.

La amplitud y la riqueza de las entrevistas dan cuenta no solo del gran interés de Alec Dempster en el oficio de los cantadores, sino que muestra la manera en la que pudo intimar con ellos en fluidas y sensibles conversaciones, en las que se nota cómo el entrevistador pudo ganarse la confianza de sus interlocutores. La curiosidad y el esmero de Alec en el registro han permitido que podamos contar hoy con un rico y vívido acervo de relatos personales y textos poéticos que son a la fecha irrecuperables en su mayoría. Quien quiera adentrarse en la vida y el oficio de estos juglares veracruzanos tiene aquí un documento inigualable, lo mismo que quien quiera conocer las viejas coplas que cantaban, que sin duda permitirán enriquecer el repertorio de los fandangos actuales en los que los cantadores jóvenes han comenzado a interesarse también en el desarrollo de sus recursos poéticos.

Raúl Eduardo González

 

 

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Guinda 1982

Rancho de Guinda        Santiago Tuxtla, 1982


Pedro Gil Tenorio   guitarra de son

Luis Campos   jarana

Francisco Montes *  jarana


Grabaciones de campo:  Francisco García Ranz

Edición audio: Leo Heiblum y F. García Ranz

Textos: Armando Chacha Antele, Francisco García Ranz y  Alvaro Alcántara López.


Las grabaciones que aquí presentamos, dan fe de un trío de músicos extraordinarios del municipio de Santiago Tuxtla, así como de un estilo campesino poco documentado. Esto último es una de las razones que han impulsado el proyecto de publicar estos registros sonoros, pendientes aun de un análisis y estudio más profundo, que resultarán novedosos para aficionados, músicos y estudiosos, y que representan un buen ejemplo, un destello, de la diversidad musical que existía dentro del son jarocho ranchero todavía en la década de 1980.

 

Pedro Gil Tenorio, Luis Campos y Beto Caporal Melchi.

 


I Textos

La puerta de Guinda, Km 19                                   Un poquito más allá empiezan los llanos.

Armando Chacha.                                                                                                       Sonero, compositor, etnólogo. 

Los Hombres siempre hacen su historia, muy personal, familiar, comunitaria o regional. A veces transgreden esas fronteras y su luz ilumina amplios horizontes. Don Pedro Gil hizo la suya y de las suyas. Un hombre de campo que criaba animalitos para ver crecer a su progenie que, grande era. Aún lo recuerdo, como habría de olvidarlo, aunque me refiero a los inicios de los años 70 del siglo XX.

Un hombre de mediana estatura, macizo, color cobrizo oscuro, sombrero bien puesto, como el bigote que recordaba a aquel actor famoso, un tal Shariff. Hablo de un hombre de campo cuyas frases concluían lo que habían sido internos razonamientos. Caminaba sin dudas, a paso firme y montaba caballo de igual manera. Todo lo veía, todo lo oía y lo semblanteaba  para reafirmar su intuición a vuelo de pájaro.

Don Pedro Gil tocaba el requinto y el son en sus dedos, eran como alas de colibrí o el pelícano que desde las alturas, cae en picada y entra al agua para salir con su presa. Tocaba como quien tiene la ciencia clara de Él y su caballo. A que horas camina, cuando debe trotar, cuando acicatear para tomar vuelo y salir veloz e inalcanzable. Así también paraba, con un jalón de rienda que hacía que el caballo se detuviera limpiamente. Lo hacía con sus puntos, con sus tangueos, para definir la voz del son y mantener la tesitura alta y a galope sin que nada lo detuviera ni le obstruyera el paso. Sabía trotar sobre el encordado a medianoche, al amanecer y cuando el sol poco a poco, lentamente, se pierde en la lejanía del llano.

Que requinto, que chulada, con sus matices y embistes, su zigzagueante ir y venir y no transitar sólo por la recta ni andarse por las sombras. Cómo hablaba y era, tocaba. Su requinto siempre fue la voz de su alma en la punta de los dedos y con la firmeza de la mano derecha en cada cuerda. Sin duda alguna caminando con la pluma de cacho de vaca, de esas que conocía bien porque las criaba desde su nacimiento.

El hombre no se inventa, se forma y se construye y cuando hace el son, toda la vida sale entre sus manos, en su voz, en su verso, en su baile y danza, con el golpe a ritmo de monte, de sierra, de mar o de llano. Su requinto, su sonido, era El.

Don Luis Campos era un hombrón. Lo recuerdo, en esos años adolescentes como de 1.85 de estatura, o más, y fácil de unos 120 kg., o más. En esa armadura humana, cabía una voz para hablar con pájaros, a la distancia, muy lejos, o para erguirse sonoramente en medio del titipuchal de pies zapateando y los soneros sonando a todo lo que da, como quien en medio de las olas navega con la cabeza a salvo de las olas y sus golpes de espuma.

En ese hombro dedicado al campo, de manos fuertes y grandes, que al saludarte sentías que apretaba un fierro cálido y hermosamente humano, habitaba un jaranero consagrado, de los rumbos de por Francisco I. Madero, congregación tierra adentro, del borde de carretera. 

Tocaba una jarana segunda y se veía muy pequeña en medio de su humanidad. La tocaba que parecía que se iba a deshacer entre sus manos. Limpia jarana, como agua clara de arroyo para decir el son y marcar el ritmo al requinto o seguirle en un diálogo donde parecía que a veces se abrazaban, a veces se peleaban, pero siempre juntos en un ritmo envolvente y vertiginoso. Su jarana decía, recitaba la melodía del son. Puro alegro con brío. 

Como su voz, agudos y medios eran los ríos y montañas por donde transitaba sin perder el paso. Un verso de esos que en esos tiempos poquito se oían y a veces nada. Un día le descubrí que la sonoridad y lo metálico de su instrumento estaba en parte en el puente, el cabezal. Ahí no había madera. Por donde pasaba la cuerda y agarraba su carril, era un plástico duro color azul que ayudaba a producir esa peculiar sonoridad.

Siempre enfundado en su camisa caqui y su sombrero. Como Don Pedro a veces colgaba el paliacate rojo del cuello para más rápido secar el sudor en medio de la fragua del son en lugar de doblar y guardar en la bolsa trasera. 

Don Francisco Montes era un hombre más bien menudo y chaparrón, de bigotito y sombrero de palma. También de por los rumbos de Francisco I. Madero. Todos dentro del perímetro del municipio de Santiago Tuxtla, estado de Veracruz.

Don Francisco, también se dedicaba al campo. Quizá para no hacer la variación de los soneros de esa región, hombres de campo que criaban animalitos domésticos en sus parcelas o a la ganadería de vacuno en pequeña escala. Hombres de a caballo. Don Paco tocaba una jarana tercera. Lo recuerdo a veces más callado que don Pedro. Pero su arte estaba en sostener los garigoleos y embistes de los otros dos. Les daba tierra, les marcaba el paso para que ellos hicieran de las suyas arañando desde el llano, cerros, montañas y ríos crecidos. Le daba segundas a don Pedro Campos.

En la voz y la jarana, te oía, te veía y así te hablaba, con pocas palabras o nada. Tenía la templanza del hombre que ve crecer el maíz en las horas y sabe que llegará el día en que estará del tamaño apropiado y bien llegado para ser cortada. Son de tierra y de maíz entre sus manos.

Este trío y nadie más, de Guinda, Santiago Tuxtla, los conocí por ahí del 73 y fue un descubrimiento al oír un son campesino y llanero, que tocaban en otra dimensión rítmica, con un virtuosismo como de caña morada llegada y jugosa. Acostumbrado al son que en la cabecera municipal de Santiago o del Cerro del Vigía, son garigoleado y barroco, más cantado, más danzante, más indígena en sus circularidades y ritualidad; el son del trío, era un remolino, vertiginoso, zapateaba.

Habían conformado una cofradía, donde sí don Pedro decía sí , los otros decían, ya lo dijo el hombre. Si don Pedro decía, pues lo que digan ellos, yo me ajusto, era porque los respetaba, les daba su lugar y reconocía la autoridad que tenían para Él.

Por eso cuando Francisco García Ranz iba a Santiago y le hablé de ellos, para poder grabarlos, primero fue invitarlos, convencerlos y al final ellos decir, está bien Armando, los tres estamos de acuerdo y dile al hombre que venga. 

Don Pedro los recibió ahí en su rancho del km 19. Entrábamos el lado izquierda de la carretera rumbo a Villa Isla, Veracruz, zona piñera y abríamos la puerta del rancho y al fondo estaba la casa donde humeaba la cocina, seguramente preparando los papayanes y el caldo de cola de res que tan rico guisaban doña Medarda y Chabelita. Ahí fue el encerrón inolvidable que después de casi 40 años se traduce en esta memoria sonora de tres virtuosos que vivían en la puerta del llano.

Hasta ahí fue también mi maestro Tomás Stanford cuando lo invite a grabar por mi tierra el son “de a de veras”, alejado a pesar de las inclemencias de la hegemonía del son para el espectáculo y los ballets, de restaurantes o cantinas o de los que loaban a los políticos cuando llegaban en campaña o de visita por esos lares y en gran parte del Sotavento.

Abrazo la memoria de estos tres hombres, soneros virtuosos, cuyo talento no quedará sólo en la memoria del tiempo en que les tocó vivir y sonar el son desde el corazón, sino que ahora, cruzarán tiempo y frontera para deleite de quienes los admiramos y abrazamos amorosamente por lo mucho que nos dieron y enseñaron.

Gracias a Francisco García Ranz por invitarme a esta fiesta y devolver a muchos más el arteson jarocho de don Pedro Gil, don Luis Campos y Francisco Montes.

Cd. de México, junio de 2021

 


Al son de don Pedro Gil y don Luis Campos.                            Notas de campo 

Francisco García Ranz

Conducidos por Armando Chacha Antele, bajando por el camino que va a Villa Isla, llegamos aquel 29 de diciembre al Rancho de Guinda, municipio de Santiago Tuxtla, Veracruz. A la cita con el trío de músicos jarochos del que tanto nos había hablado Armando, nos acompañaron Lucas Hernández Bico y don Juan Zapata. El conjunto lo formaban Pedro Gil con guitarra de son y Luis Campos y Francisco Montes con jaranas; todos ellos músicos campesinos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla. Don Pedro Gil Tenorio era el dueño del rancho y junto con don Luis y don Francisco formaban un trío jarocho que sería recordado en Santiago Tuxtla en la década de 1970, entre otras cosas porque habían tocado en una ocasión en Siempre en Domingo, y que para finales de 1980, cuando don Pedro se retira de la música, el trío se disuelve. Quedan aquí unas breves notas de las grabaciones realizadas aquel día en el Rancho de Guinda junto con algunos otros comentarios y recuerdos. 

I

Aquel día todo sucedió muy rápido: en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos dentro de una habitación amplia de techo alto, con grabadora y micrófonos instalados, músicos afinando y probando sus instrumentos y de pronto… “silencio, cámara, acción”. Se decidió de ultimo momento que don Francisco Montes no tocara su jarana, aunque si cantaría en las grabaciones. Desde luego no hubo muchas pruebas de sonido, todo fue en caliente y los ajustes se hicieron en vivo. En algunos sones se escucha cantar a Francisco Montes y ocasionalmente también a don Pedro responder algunos versos. 

La guitarra de son que don Pedro utilizó en las grabaciones se acercaba más a una “guitarra cuarta”  –aunque más pequeña–, mientras que don Luis grabó con una “jarana segunda” con seis cuerdas; el instrumento sin embargo tenía perforaciones para ocho clavijas. Guitarra y jarana estaban templadas para tocar “por cuatro” y “por dos” respectivamente en tono de Si bemol, como queda registrado en las grabaciones. Lamentablemente no hay registros fotográficos de estos instrumentos ni de la sesión de grabación.

II

Me gustaría escribir más y profundizar sobre el particular estilo musical que escuchamos en estas grabaciones, tan solo diré que se trata de un estilo campesino característico inscrito en una de las canteras musicales más ricas y diversas del Sotavento, la región de los Tuxtlas, la cual seguimos conociendo y reconstruyendo con mayor detalle. 

La forma de tocar de don Pedro y don Luis –la cual me resulta impactante hasta la fecha–, no me tomó por sorpresa aquel día. No totalmente. Un año antes, en la ranchería de El Hato la víspera del 12 de diciembre en pleno fandango, conocí a don Esteban Utrera y sus sobrinos Beto Quinto y Tomás Gamboa en las jaranas, tocando también en un estilo “recio y tupido”. Estos dos grupos y estilos rancheros que tuve la fortuna de conocer in situ, similares en muchos aspectos sin embargo, y a pesar de provenir de localidades muy próximas entre sí, cada uno tenía su propio sonido, su propia voz. 

A su vez estos estilos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla contrastaban fuertemente, no solamente por la velocidad de su ejecución, con respecto a los sones jarochos que se interpretaban en las tierras altas de esa región, por ejemplo, en el mismo Santiago Tuxtla (cabecera municipal), los cuales tuve la oportunidad de conocer muy de cerca, junto con músicos entrañables, en esas dos navidades tuxtecas de 1981 y 1982. 

No era extraño comprobar que músicos, por ejemplo, de estos dos universos sonoros (de tierras altas o tierras bajas) no les resultara tan fácil acoplarse entre ellos y tocar juntos. Recuerda Lucas Hernández Bico, compañero del grupo Zacamandú, que don Isaac Quezada, ilustre jaranero de la vieja guardia de Santiago Tuxtla, consideraba que don Pedro y don Luis tocaban muy rápido, y que era imposible tocar con ellos…

III

Como 10 años después de aquella ocasión en el Rancho de Guinda tuve un encuentro muy breve con don Luis Campos en Santiago en el mes de julio durante uno de los Encuentro de Jaraneros; lamentablemente nunca me lo volví a encontrar. A don Pedro Gil, a quien conocí ese día de 1982, tampoco lo volví a ver más. Las grabaciones que aquí presentamos, dan fe de un trío de músicos extraordinarios del municipio de Santiago Tuxtla, así como de un estilo campesino poco documentado. Esto último es una de las razones que han impulsado el proyecto de publicar estos registros sonoros, pendientes aun de un análisis y estudio más profundo, que resultarán novedosos para aficionados, músicos y estudiosos, y que representan un buen ejemplo, un destello, de la diversidad musical que existía dentro del son jarocho ranchero todavía en la década de 1980. 

Otros datos técnicos

Se utilizó una grabadora portátil Sony modelo TC-D5M, magnífica grabadora de campo, dos micrófonos dinámicos Sony (económicos), cintas de casete BASF chromdioxid super II 60  y soportes para micrófonos con base de metal colado (ruidosísimos como se puede apreciar en las grabaciones). Aquel día fue un sábado, 29 de diciembre de 1982.

Tepoztlán, Morelos, enero de 2023.

 


Guinda – o la memoria que pende de un hilo

Alvaro Alcántara López Centro INAH Veracruz

Cuando Francisco me habló de Guinda –en la histórica región de Los Tuxtlas– y de los interesantes testimonios sonoros que allí fueron registrados a inicios de la década de 1980, me puse a buscar entre mis papeles para averiguar qué tan antigua era aquella ranchería. Uno imagina a veces que los lugares siempre han estado allí, que la gente siempre ha estado allí, pero lo cierto es que las personas y los lugares aparecen y desaparecen en veces sin dejar huella. La búsqueda fue infructuosa y por más que escudriñé en mis archivos nada conseguí. En cambio, y sirviéndome de la ubicación actual de este lugar en la aplicación Google Earth, pude saber que Guinda se ubica en las inmediaciones de lo que a fines del siglo XVIII aparece consignado como Mazatán y, para fines del siglo XIX, en lo que hasta la fecha se conoce como Tibernal. Mejor aún, en un mapa de inicios del siglo XX, queda claro que Guinda y los asentamientos aledaños de por aquel rumbo se ubican en una histórica zona de cruce de caminos, en los que vaya usted a saber cuánta gente no los habrá caminado y cuántas historias no se habrán escuchado mentar al galope de animales y al tañido de las cuerdas. De Bodegas de Otapan a San Juan Sugar, de Tilapan a Nopalapan, de Isletilla a Calería, de Alonso Lázaro a Catemaco, de Santiago a Chacalapan, sin olvidar aquel barullo de gente que transitaba a diario la zona, en los tiempos de El Ramalito, aquel tren que alguna vez unió a San Andrés con El Burro (hoy Rodríguez Clara).

Pasa que a ratos resulta preciso parar la oreja para que la vista se le aclare a uno. Y es que la vida tiene esas cosas y nos empuja por veredas que llevan a percibir como final lo que sólo es un nuevo principio. Se me figura que con las grabaciones y registros debe ocurrir algo semejante. Cuanti más si las cintas luego se desperdigan y quedan en retazos, en manos de unos y otros a distancias luego inalcanzables. Por eso, aunque muchos prefieran presentar el relato de la vida como el resultado de un plan pre-establecido, planeado con toda antelación y cálculo, entre más lo pienso más inverosímil se me hace explicar cómo un par de músicos ya sazones terminaron tocando un vigoroso repertorio de sones jarochos para unos jóvenes practicantes apasionados de la música mexicana, una mañana de diciembre de 1982. Y si algo más fuese preciso atribuirle al azar, eso parece ser la coincidencia venturosa que Francisco conserve intactas esas cintas cuarenta años después, en el año dos de esta pandemia.

Una noche de pronto, me percato que en la bandeja de entrada de mi correo electrónico se encuentra ya todo ese raudal de sonoridades jarochas previamente anunciado. Que tras varias conversaciones preparatorias con F. García Ranz sobre los músicos de Guinda –a quienes él conoció cuando el movimiento jaranero no soñaba siquiera con serlo–, se ha llegado el momento de empezar a escuchar los sones con los que aquellos hombres alegraron tantos huapangos y parrandas de su terruño.

Por esas maravillas que hoy prodiga la tecnología tengo la posibilidad de escabullirme en una esquinita de aquel cuarto, apenas sin ser visto, y escuchar con toda nitidez la fuerza de aquellas voces, de percibir la brillante luz de sus instrumentos. Reconozco a Lucas (Hernández Bico), a Francisco (García Ranz) y a Armando (Chacha Antele) dispersos en aquel cuarto, emocionados y expectantes en aquella habitación amplia y de techos altos, escuchando con convicción plena lo que aquellos señores relatan. Hay más concurrencia, la puedo sentir, pero vagamente percibo sus figuras… no así sus rostros. Huelo la comida que fue ofrecida aquella mañana y reconozco las miradas atónitas de vecinos y familiares, que no alcanzan a saber por qué tanto interés de esos jóvenes fuereños por lo que tocan aquellos dos señores –al cabo suena a lo mismo que ellos han escuchado allí siempre. 

El temple de las cuerdas justamente amarradas al fraseo cadencioso del cantador, me permite observar con absoluta nitidez aquel VW sedán café estacionado afuera de la casa, con el polvo y barro del camino untado a la pintura y al que, con toda seguridad, más de un niño se habrá acercado a contemplar extasiado, preguntándose cómo se sentiría viajar en él –tal y como lo hacía yo cuando niño, al ver un auto extraño estacionado cerca de mi casa en aquellos precisos años, no muy lejos de allí.

Cuando el son de “La Guacamaya” se adentra por mis oídos, las figuras de Pedro Gil y Luis Campos reciben un soplo de vida desde los audífonos por donde ahora me sumerjo en su arte. Sus rostros y manos se me aclaran en la memoria, ganando color y densidad. Puedo recordarlos idénticos a aquella misma versión que fueron esa jornada en que su música fue registrada en una grabadora portátil marca Sony. En sus florituras musicales se condensan –durante instantes que asemejan sueños– los nombres, rostros, timbre y rasgueos de tantos soneros que conocí de chamaco y a los que 

escuché extasiado, como sólo se puede escuchar en la vida al canto del primer amor. 

Vengo del camino real

donde tu amor se apodera

¡ay! yo no te puedo hablar

porque también soy de juera (sic)

ahora acabo de llegar

Y como por un milagro, sin que nadie pudiese imaginarlo ni entonces ni ahora, sus vidas y la mía quedan conectadas irremediablemente. Percibo entonces que idéntico a aquel que me cobijó de niño en el patio de mi casa, un majestuoso árbol de hule sombrea ahora sobre unos jóvenes citadinos recién llegados al rancho de Guinda. Perfectamente pudieron haberse quedado en Santiago Tuxtla o en el vecino San Andrés –al cabo allí sobran buenos y afamados jaraneros– pero no lo hicieron así. Tal vez un día se animen y nos cuenten por qué. De lo que sí estoy seguro es que estos jóvenes curiosos y con ganas de aprender están lejos de imaginar que su presencia aquí, en esta fecha precisa, alterará de manera definitiva el curso de los acontecimientos; la manera en que, transcurridos cientos y cientos de amaneceres, se recordará esta mañana de diciembre, una mañana como tantas otras se le desgranan al calendario. 

La existencia de unas cintas magnéticas, el despliegue vital de una máquina grabadora de sonidos, la contingente presencia de un novedoso soporte de la memoria, están a punto de alterar la historia. Francisco ha oprimido el botón y la rueda empieza a girar: la suerte ha sido echada.

  &&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&

No puedo dejar de reparar en la morfología de la mayoría de los sones jarochos recogidos en esta grabación y en los efectos visibles de los medios de comunicación masiva y el discurso identitario nacional, en la manera en que este repertorio fue recreado. La duración de los sones o la velocidad a raja tabla auto impuesta, incluso a riego de un traspiés, expresan el momento que les tocó vivir. Incluso el repertorio que recuerdan, pero ya no tocan, al menos no en esos rumbos de Guinda, sí en otros lugares –dicen– no muy distantes de allí.

Animado con el café que Francisco ha preparado en la cafetera italiana de siempre comento con Aneleé cuan fácil puede resultar confundirse y creer que, por el simple hecho de que fueron grabados “en campo”, “en comunidad” –como gustan ahora de decir instintivamente académicos, promotores, funcionarios y vendedores de ilusiones–, sólo por eso, dan cuenta de un pasado mítico, ancestral, de un saber-hacer que se hunde sin más en las figuraciones de antaño, como si fuese posible a ciertas personas abstraerse del presente que nos constituye. 

No es mi sentir. Pienso, por el contrario que cada una de estas piezas musicales constituye un documento histórico también del momento en que fueron interpretadas y registradas. De lo que era Guinda en aquel entonces, de las regiones tan diversas que podían reconocerse en Los Tuxtlas, del agua de coco que se ofrecía en los camiones de pasaje colorados que recorrían el Sotavento por ese tiempo; y del mundo todo, con sus guerras frías y crisis petroleras, en aquellos increíbles años cuando la industria petroquímica establecida en Coatza, Mina y Cosoleacaque atraían a miles de trabajadores de la región y el país.

A la distancia no resulta tan extraño que perdamos conciencia de cuánto hemos cambiado, cuánto el mundo con sus transformaciones incesantes nos ha cambiado. Cuando las casetas telefónicas, el perifoneo en los pueblos y los tocadiscos llegaron a las rancherías, ejidos y pueblos parecía que después de eso, ya nada podría sorprendernos. De esa época precisamente nos hablan estas cintas, de la condensación de varias generaciones de soneros jarochos que nacieron poco después del fin de la revolución mexicana (1924 o así), pero justo antes que se comunicara la costa veracruzana, del Puerto a Coatza, por carretera –antes de eso los grandes ríos de la región se cruzaban en pangas. La otra alternativa para realizar este recorrido lo ofrecía, por supuesto, el tren.

Estos registros sonoros remiten entonces a un periodo de la historia de nuestro país en que mujeres y hombres debieron arreglárselas con la falta de acceso a servicios educativos, de salud, de bienestar social, pero que al mismo tiempo eran discriminados, ninguneados y sobajados por no saber leer y escribir, por atender sus enfermedades con curanderas y culebreros o por no apegarse a las ideas y pautas de comportamiento modernizadoras que en aquel momento preconizaban funcionarios y autoridades políticas, profesionistas estudiados y una emergente clase media citadina, ilusionada en habitar un país “moderno” y “progresista”, a imagen y semejanza de lo que se veía entonces en las telenovelas de televisa. En aquella versión de la realidad, la vida de ranchos como Guinda estaba lejos de ser representada y era escasamente conocida por un país que apenas una década antes se había convertido en mayoritariamente urbano.

Las memorias que aquí se asoman capturan una época, no todas, pero sí una en particular, aquella del son jarocho y los huapangos antes del PACMYC y los apoyos institucionales; previa a los festivales y Encuentros de jaraneros, un momento anterior a los programas de desarrollo cultural que florecerían sólo veinte años después, ya entrados los dos miles. En sustancia, capturan un instante preciso en la vida de dos jaraneros jarochos y quienes registraron su música en una región que ya no existe más, como tampoco la estirpe a la que ellos pertenecieron. Quizá nada extraordinario exista en estas grabaciones. Tal vez nada pasado de catorce  pueda admitirse en el arte de estos personajes. Y precisamente por eso –sin paradoja alguna– se condensa en este muestrario de sones jarochos, la vitalidad del tiempo de aquellos atardeceres. 

No descarto la posibilidad que estas grabaciones expresen a su vez otras muchas experiencias organológicas, poéticas o musicográficas, pero eso resulta menester dejarlo a quienes saben y precisan decir. Por mi parte me conformo con especular, por qué no, que las grabaciones de Guinda de Luis Campos y Pedro Gil constituyen un testimonio a pesar de sí, los primeros trazos de un relato polifónico (hasta ahora íntimo o excesivamente cifrado), que animará a reconstruir la historia de un notable grupo de música tradicional mexicana, en el que coincidirían años más tarde algunos de los personajes que arribaron a la ranchería de Guinda, una húmeda mañana de diciembre de 1982. 

La memoria pende de un hilo, hay veces que de muchos. Las grabaciones de Guinda que ahora escucho en El Playón de Los Reyes, me lo vuelven a recordar. Y así, como por un azaroso capricho de la vida, uno se descubre mirándose a los ojos de aquellas otras versiones que también ha sido. Todo esto por obra y gracia de una máquina, de un botón y de una cinta magnética, es decir, de una memoria alterna que ayuda a no olvidar. O, por lo menos, a quedarse guindado del recuerdo de otras y otros. 

(…) a la distancia se escucha clarita la música de don Pedro Gil y don Luis Campos.

Veracruz Puerto, julio 2021.

 

II  Las grabaciones 

* * *

01  La Guacamaya     02  La Bruja     03  El Siquisirí 

04  La Morena   05  El Pájaro Carpintero  06  El Buscapiés 

07  El Colás    08  El Fandanguito con Desenojadas 

09  El Palomo    10  El Cascabel     11  Plática 

12  El Toro    13  El Pájaro Cú     14  Pascuas 

 

01  La Guacamaya

 

02  La Bruja

 

03  El Siquisirí

 

04  La Morena

 

05  El Pájaro Carpintero

 

06  El Buscapiés

 

07  El Colás

 

08  El Fandanguito con Desenojadas

 

09  El Palomo

 

10  El Cascabel

 

11  Plática

 

12  El Toro

 

13  El Pájaro Cú

 

14  Pascuas

 

BONUS TRACKS:

15  El Balajú

 

 

mantarraya 2

La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

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Sayula, un pueblo de Veracruz

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

Sayula, un pueblo de Veracruz 1949-1952 

 

Calixta Guiteras Holmes

 

 

Presentación

En la historia del quehacer antropológico en México la obra de Calixta Guitera Holmes  (1903-1988) ocupa un sitio en la primera línea. Concluidos sus estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (antes obtuvo el doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana), desarrolló investigaciones etnográficas en Chiapas y Veracruz. 

Nacida en 1905 en Filadelfia (hija de padre cubano y madre norteamericana) Calixta Guiteras Holmes llega a Cuba cuando contaba apenas con 10 años de edad. Durante su vida universitaria participó en la lucha contra el tirano Antonio Machado, siguiendo los pasos de su hermano Antonio Guiteras Holmes, sobresaliente lider antiimperialista. En 1935 escapa de la sangrienta represión del dictador Fulgencio Batista, refugiándose en México con su madre María Teresa. Cuatro años más tarde inicia sus estudios de antropología. Despues de graduarse se convierte en titular de la cátedra de Etnología. En 1961 a su regreso a Cuba fue nombrada asesora del Instituto de Etnología de la Academia de Ciencias.

Calixta Guiteras Holmes escribe Sayula como resultado de su participación en el Proyecto de Antropología Aplicada a los Problemas de la Cuenca del Papaloapan, dirigido por Alfonso Villa Rojas. A partir de 1949 realizaría el registro etnográfico en la cabecera municipal y sus cinco congregaciones, localidades en las que sus habitantes miraban optimistas el futuro, considerando que el presidente de la República Miguel Alemán Valdés (quién nació, precisamente, en ese poblado popoluca que hoy lleva su nombre: Sayula de Alemán) estaba obligado “a volcar el cuerno de la abundancia sobre la zona…”, según lo apunta la autora. El trabajo de campo se prolongaría hasta enero de 1952, comprendiendo un total de setenta y cuatro días de estancia en la comunidad y sus alrededores. Ese mismo año se publica Sayula en los Talleres Gráficos del Estado de Veracruz.

El objetivo de esta obra se orientó, básicamente, hacia el diagnóstico de la problemática social confrontada por los popolucas de Sayula, así como al análisis de las actitudes que la población expresaba frente a las dinámicas planteadas por la modernidad. 

Calixta nos ofrece una puntual descripción etnográfica y un panorámico atisbo sociológico en el que advertimos los efectos de la explotación económica, manipulación política, insalubridad y analfabetismo, determinantes de la condición subalterna característica a los pueblos indígenas de entonces y de hoy.

 * * *

Se reproducen aquí estas notas en torno a la salud, las enfermedades, su cura y sanación en el México rural y campesino de mediados del siglo XX, producto del trabajo de campo que la antropóloga Calixta Guitera Holmes realizara en Sayula, Veracruz y que aparecieron publicados en su libro Sayula, cuya primera edición data de 1952 y reeditado más recientemente por la Universidad Veracruzana en 2005.* El pueblo indígena de Sayultepec, existente al momento del arribo de los europeos en la tercera década del siglo XVI, es reconocido en la actualidad por ser uno de los municipios donde aún se habla la lengua mixe-popoluca, aunque es justo decir que, desafortunadamente, ésta se encuentra en riesgo de desaparecer. Para poner en conocimiento de las lectoras, la trayectoria académica de la antropóloga Guitera Holmes reproducimos también unos párrafos de presentación escritos por el reconocido antropólogo Félix Báez-Jorge, y que aparecen igualmente en la citada edición de 2005.

 

Ideas acerca del origen de las enfermedades

El temor y el asco predisponen a la enfermedad.

Las enfermedades causadas por la pérdida del alma o del espíritu favorecen la presentación de otras o acentúan las que ya se padecen.

La llamada espanto se encuentra íntimamente ligada a la pérdida del espíritu que en todos los casos ha sido hurtado por los chaneques. La perdida del espíritu se produce por una caída, por la vista de una víbora, por apariciones raras en la noche, o ruido de pasos cuando no hay nadie, por haber visto u oído a los chaneques, por haber percibido el olor de los chipiles donde no los hay (hojas con que se alimentan los chaneques), por sentir a la “muerte” que pasa, por tocar o tomar alguna cosa que “tiene dueño”, sin antes haber pedido la venia a los chaneques”, por haberse perdido “porque se lo han llevado los chaneques”, por haber sido “jugado de chaneques”, por permanecer mucho tiempo dentro de la casa, con lo cual pesa sobre el individuo “la sombra de la casa”, por asustarse uno sin saber por qué, lo que se atribuye al “aire malo del monte”, etc.

El espanto puede ser directo o indirecto. Directo cuando es la persona que enferma la que experimenta las impresiones arriba enumeradas; e indirecto cuando alguno de la casa enferma, explicándose esto por el hecho de haber sido traídos desde el monte los chaneques por algún miembro de la familia o una visita.

El ojo es originado por un deseo frustrado. La persona que enferma no es aquella que ha tenido el deseo sino aquella que lo ha provocado. El deseo o impulso de besar, abrazar o tocar a una criatura, cuando no se satisface, se enferma a la criatura. Una persona que despierta admiración, alegría o deseo intenso en otra puede ser víctima de “ojo”. Esto es explicado diciendo que le “han calentado la cabeza” aquellas cualidades que le han llamado la atención intensamente. También se atribuye el “ojo” a los “ojos fuertes” o a la “mirada fuerte” de ciertas personas. En este caso se supone que es un mal recíproco, ya que el causante también siente malestar.

En cuanto a enfermedades que tienen un carácter epidémico y por lo tanto carecen de la cualidad de ser personales, se considera que “son mandadas por Dios”. Estas son: el sarampión, la tosferina, la viruela, la varicela, el vómito con diarrea, etc.

El aire. Es necesario considerarlo bajo dos aspectos: 1) como simple vector, y 2) como causa directa de males, una vez que se ha introducido en el organismo.

En el primer casi se encuentran ciertas manifestaciones patológicas que se atribuyen al paso por un panteón o junto a un muerto, y el llamado “mal viento” o “viento malo del monte”, en el que “te pueden enviar algún mal”.

En el segundo caso están comprendidos la mayor parte de los dolores: de cabeza, de oído, de muelas, de garganta, dolores musculares, cólicos, espasmos, catarro, tos, etc. El aire que se introduce en el organismo, generalmente es calificado de caliente o frío, y están más expuestos a ello los individuos que se encuentran en estos estados extremosos de temperatura, los espantados y las criaturas. 

El calor. La presencia de un cadáver y de una mujer embarazada o menstruando agravan cualquier enfermedad o la complican, pudiendo provocar la muerte. Tanto el muerto como las mujeres en esos estados expiden calor, lo cual es muy dañino. Una persona que ha sido picada por una víbora, aun cuando se encuentre en vías de franca curación, muere irremisiblemente a la vista de una mujer embarazada. Un granito o un arañazo se gangrena en la presencia de un muerto o de una persona que regresa de un mortuorio o entierro “trayendo el calor del muerto”.

La vista de un muerto afecta también a la mujer embarazada, haciendo que la criatura nazca en zurrón [sic].

Males Anímicos. Un disgusto serio, el coraje, el enojo o un desengaño, producen bilis, que se manifiesta con un dolor de estómago y que puede causar la muerte. Una mujer murió de una parálisis intestinal, lo que se atribuyó a un disgusto que había tenido con uno de sus hijos.

Antojos. El deseo frustrado de comer una cosa determinada produce granos en diferentes partes de la cara.

Eclipse. El labio leporino es atribuido a que estando una mujer embarazada, mira un eclipse de luna y la luna come el labio del hijo aún no nacido.

Causa sobrenatural. Hay muertes que se atribuyen a un castigo sobrenatural, porque se ha sabido que el difunto cometió alguna falta grave, se expresó irreverentemente acerca de algún santo, etc. En estos casos se habla del “castigo de Dios”, pasando por alto la sintomatología de la enfermedad que padeciera antes de su deceso. Esta explicación es la que acompaña generalmente a la muerte repentina o a una enfermedad incurable.

Herencia. El concepto de la herencia patológica se expresa con respecto al congelo y al pinto, hablándose de “raza de pintos”, y de cómo antiguamente los padres tenían mucha culpa porque dejaban a sus hijas casarse con pintos.

Otras causas. La sífilis se origina por el contacto con mujeres que la tienen.

El “mal de ojo” (conjuntivitis epidémica), se atribuye al calor y se dice que “al pisar la tierra húmeda se sube el calor” a los ojos.

Un malestar o trastorno puede ser provocado porque un alimento “cayó mal” en el estómago.

Comer tierra o barro cocido se dice que produce un estado edematoso (sic).

El “daño” siempre es algo “puesto” o “echado” por “uno que sabe”, ya sea un brujo u otra persona. Existen en Sayula dos tipos diferentes de daño: 1) una forma antigua y muy extendida, en la que el mal es enviado en el viento o introducido en el organismo de la víctima en forma de animalito o de diminuta piedra. El nahual juega un papel importante; conceptualmente ligado al daño, las personas con nahual se transforman en puerco, perro, mazate, venado, tecolote, león, tigre, borrego, o “en lo que quieren” para enfermar o matar. Un hombre relata el hecho de haberle colocado una trampa a un borrego molestoso que después fue quemado y concluye diciendo que “amaneció muerto de quemaduras un brujo”. La transformación en nahual se debe aquí a una fuerza o don especial que poseen ciertos individuos; y 2) una forma reciente que parece tener su centro en la región de Los Tuxtlas, y no aceptada por la gran mayoría de la población sayuleña. En este tipo de brujería, la transformación en nahual se atribuye a “un pacto con el Diablo”. Entre aquellos que la practican se cree que toda enfermedad es daño, es decir, tiene este único origen. Aquí el daño se debe principalmente a muñecos hechos de trapo con la figura de la víctima, que son enterrados en las afueras del pueblo, en un lugar escogido por donde éste acostumbra a pasar camino a su trabajo; el muñeco roba el espíritu del individuo, lo cual es la causa de su enfermedad. En otras ocasiones se trata de un “entierro”: alguien entierra en una casa o en la puerta de ella un hueso de muerto sustraído del panteón, o un frasco conteniendo substancias abominables (sobre las que se guarda un gran secreto), que causa la enfermedad y la muerte de una familia, atribuyéndose a ello cualquier mal que les pueda acontecer.

El daño siempre es atribuido a una venganza por parte de una persona por un mal recibido injustamente, así como por envidias, por el deseo de anular a un competidor –como cuando un brujo quiere eliminar a otro–, en pleitos por una herencia, o cuando una mujer desea deshacerse de otra quien se siente atraído su esposo o amante.

Otro daño es el que consiste en un envenenamiento producido por la ingestión de substancias nocivas, ya de ciertos vegetales, ya de polvo de hueso de muerto, que se ha logrado introducir en la comida o la bebida de la presunta víctima.

Todas las enfermedades pueden a la larga ser atribuidas al daño –salvo las epidémicas–, así como también los golpes, las heridas y la muerte. Las primeras son caracterizadas como daño cuando se resisten a ser curadas por los medios conocidos y practicados. Llagas que se agusanan, que  son purulentas, son “puestas”. Los golpes, las heridas y la muerte que no tienen una explicación natural, se deben a “daño echado”. Una mujer que cae en su patio, lastimándose una pierna que se le infecta y muere, se supone que es víctima de la mala voluntad de otra persona, ya que “su esposo había limpiado el patio el día anterior y no tenía por qué caerse”. Un hombre que se hiere con su propio machete “sin dar un golpe en falso”, es decir, sin tener idea de haber manipulado con descuido su instrumento de trabajo, es víctima de un daño.

Las etapas más generales en la curación de las enfermedades 

La primera tentativa de curación es la del espanto o la del “ojo”, aunque esta última es más bien practicada a las criaturas cuando se presenta una descomposición intestinal, o en adolescentes y adultos cuando han proporcionado un motivo, como lo es el hecho de que una muchacha se pasee con su hermosa cabellera suelta.

Se considera indispensable eliminar el espanto, ya que si existe la condición de espantado “ni el paludismo se cura”. Los curanderos dicen que estando espantado “las medicina sólo envenenan el cuerpo”. 

Hay algunos que comienzan por un purgante o una infusión cuando el mal empieza por un trastorno del estómago, pasando a la cura de espanto cuando no se siente alivio.

Aun en el caso de que se trate de un daño, éste muchas veces va acompañado del espanto, como cuando es traído en forma de un animal, de ruidos extraños, del graznido de un tecolote o de un pájaro. La presencia de estos agentes, causa, en primer término, el espanto.

Cuando estas curaciones no producen el resultado apetecido, se recurre al curandero o yerbatero, siendo esta la segunda etapa en la curación. Es aquí donde parece más fácil la intervención del médico, aunque debería comenzar por la primera para impedir que tome incremento un mal cuya sintomatología pudiera ya estar expresada en ella.

Quizás desde el primer momento el curandero advierte la presencia del daño y trate de conjurarlo, pero hay ocasiones en que, sólo después de una lucha infructuosa con los medios a su alcance, llega a la conclusión de que se trata de daño al no ceder la enfermedad.

La curación del daño es la tercera etapa. Una vez llegado a esta conclusión, en el caso de que no se logre la curación y el paciente muera, la muerte, desde luego, es atribuida a la hechicería.

Pudiera citarse muchos ejemplos acerca de las reacciones personales frente a un malestar, pero baste con uno muy sencillo que no tuvo mayores consecuencias:

Una mujer que no tiene deseos de levantarse por la mañana y cuando lo hace siente el cuerpo pesado, piensa: “¿será porque salí después de la plancha, o será que me ojearon?”. “Debe ser que me ojearon porque mi brazo está bueno”, dice moviendo en todas direcciones el brazo derecho. Al ser preguntada por qué la ojearon, contesta que porque “dije unas cosas que le parecieron chistosas a mi comadre y le debo haber calentado la cabeza, porque mucho se reía”. Una vez convencida mandó a llamar al viejo Juan Sandalio, ensalmador, quien le quitó el “ojo”; la ensalmó y la hizo permanecer en su casa el resto del día “porque el copal es muy caliente”. A la mañana siguiente estaba perfectamente curada.

Los curanderos

 Para suplir la falta de médicos en Sayula, hay personas que poseen diversos conocimientos y experiencia, y que se han especializado en la curación de males.

Hay cuatro parteras, mujeres.

Cinco componedores de huesos o talladores, cuatro hombres y una mujer.

Doce culebreros, hombres.

Diez o doce curanderos, yerberos o brujos, hombres y mujeres.

Las cuatro parteras de Sayula son mujeres de más de 40 años que visten de refajo, dos de ellas muy viejecitas. Ninguna mujer joven comienza a atender partos; siempre es una casada y con hijos. Se aprende con una partera de reputación establecida, a quien la novicia acompaña durante cinco o más años. Es generalmente a la muerte de la maestra cuando la discípula ejerce por cuenta propia. Por un parto se cobran $10.00, más la comida y el aguardiente o tequila.

Los componedores de huesos o talladores atienden las roturas de huesos, venas torcidas, descomposturas, zafaduras, venas encogidas (“cuando se siente una bolita en la vena”), quebraduras, viento o aire. Dan masajes con aguardiente o grasas; untan sebo caliente y envuelven en hojas para conservar el calor; entablillan; vendan; sangran; prescriben dietas; emborrachan al paciente cuando se trata de una cura dolorosa.

Los culebreros se han especializado en la curación de los piquetes de víbora y de la araña capulina. Ayunan durante la Cuaresma desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Resurrección. Mientras están atendiendo a un enfermo deben guardar abstinencia sexual. Pueden tomar bebidas alcohólicas, pero se abstienen de comer carne y chile. Antes de ir a curar a un enfermo, “si cometió algo con su mujer ese día”, tiene que bañarse y mudarse de ropa.

Un culebrero nunca puede matar una víbora, sólo puede sacarle los colmillos. Habla y llama a la víbora mediante una pequeña flauta o chirimía. Los aprendices de culebreros son sometidos por su maestro a ciertas experiencias, en que han de permanecer sin hacer el menor movimiento ni expresar temor cuando las culebras reptan por sus cuerpos desnudos. Dicen que nunca se ha dado el caso de que un culebrero haya sido picado por una víbora.

Usan los colmillos de serpiente venenosa para localizar el piquete: moviendo la aguda punta sobre y alrededor de la parte adolorida, conocen el punto exacto porque “allí se hunde el colmillo” que ellos manejan.

Cuando comenzaron en la zona de Acayucan los trabajos de la Comisión del Papaloapan, quince hombres murieron picados de víbora, pese a los esfuerzos de los médicos. Después de esto y siguiendo los consejos de gente conocedora de la región, el Ing. Beltrán resolvió tener un culebrero a sueldo en cada brigada de trabajadores, desde entonces ninguno murió de piquete de víbora.

Los culebreros son muy celosos en lo que se refiere a las yerbas que emplean en sus curaciones; sin embargo, cuando se mencionó el llamado “bejuco de culebra”, conocido en la huasteca veracruzana, confesaron que ese era uno de los ingredientes que usaban y que debía cortarse el primer viernes del mes de marzo, para conservar su potencia. También se habla de que antiguamente había viejecitos que curaban con su saliva: éstos comían víboras y hacían suertes con ellas, inmunizándose poco a poco. Los culebreros administran ciertas infusiones de yerbas, chupan, dan masajes y tienen cuidado de colocar al enfermo en un lugar de la casa donde no pueda ser visto por una mujer embarazada, lo que sería fatal.

Los curanderos, yerbateros o brujos, conocen las yerbas “buenas y malas”. Curanderos y yerbateros son palabras sinónimas, empleándose la de brujo cuando se hace referencia a un daño o mal causado por ellos, y yerbatero o curandero, cuando se trata de una curación. Entre los curanderos de Sayula hay dos de fama: don Octaviano García y Palermo Hernández. El primero tiene presunciones de médico, estuvo adscrito durante el exilio impuesto por la Revolución y la destrucción del pueblo, al cuerpo médico del ejercito durante los años de 1926-1931, donde, como él dice, aprendió con un doctor. Tiene ahora 75 años. Cuando regresó a Sayula traía un bagaje de ideas acerca de la higiene, algunos nombres de enfermedades, y sabía poner inyecciones intramusculares e intravenosas. Sin embargo, los conocimientos adquiridos fuera no eliminaron su creencia en la brujería. Ahora se lamenta de no poder aplicar sus ideas modernas y, aunque inyecta, receta medicina de la botica y no está de acuerdo con las sangrías que se hacen con colmillos de serpiente para curar los dolores de los miembros, se ha unido al curandero Palermo Hernández, siendo ambos muy respetados y colmados de obsequios, por temérseles como brujos. Palermo es discípulo de un negro de San Andrés Tuxtla llamado Severiano, que vive en Acayucan, donde goza de gran renombre.

Entre aquellos que han adquirido la reputación de brujos existe gran temor; se oye decir que Palermo tenía miedo a la vieja Eulogia, y sólo después de su muerte trabaja él con más tranquilidad.

Los curanderos o yerbateros curan toda clase de enfermedades, excepción hecha de aquellos males que han dado origen a las especialidades mencionadas, como la partería, culebrero, copalero, etc.

La gran mayoría de los curanderos posee exclusivamente el conocimiento de las yerbas con que fabrican sus remedios y los antídotos de los venenos más usuales. Una minoría “que ha platicado con el Diablo”, tiene un jefe de acuerdo con el cual actúa previa consulta. Estos últimos tienen que haber ido a los tres cerros de la región de Los Tuxtlas: al San Martín, al Mono Blanco y al Santa Marta, “donde viven los jefes de los brujos”. Los aprendices de brujo escalan uno de estos cerros el primer viernes del mes de marzo, después de quemar unas velas ante la Virgen del Carmen de Catemaco. “Al subir al Mono Blanco deben ir dejándolo todo; allí deben cortar las yerbas que “salen de noche”, descender a las diez de la mañana, antes de oír los tronidos del cerro que empieza a moverse por el dragón infernal”. Estos curanderos son los que conocen la manera de desenterrar muñecos, localizar y extraer “entierros”, etc., deshaciendo definitivamente de esta clase de amenazas a sus clientes. Por una operación como ésta, que se ejecuta rodeada de misterio ante la familia sobre3cogida por el espanto, cobran hasta $300.00. 

Debido al hecho de que la mayor parte de los sayuleños no cree en esta forma de daño, los curanderos que la conocen también suelen ser buenos yerbateros, que se pliegan a la antigua manera de curar cuando sus sugerencias acerca de un posible “entierro” son rechazadas. 

Existe entre ambos tipos de curanderos o brujos, una diferencia en la manera de realizar el diagnóstico de la enfermedad, así como en los métodos curativos. Los del tipo más antiguo diagnostican mediante el pulso o sólo mirando al enfermo y generalmente haciéndole preguntas. Los del segundo tipo utilizan la baraja española: “La baraja dice lo que le han dado al enfermo; se ve si es en la copa o en la comida; si es para morir salen juntos los bastos, ya no tiene vida, es de luto, allí también se mira si es entierro”. En este caso, las curaciones deben ser nocturnas y el viernes es el día favorable.

Así como los culebreros practican el ayuno, también lo hacen los curanderos y yerbateros o brujos. Si un curandero abusa de una mujer como pago de una curación, muere al poco tiempo.

Los curanderos dan masajes y fricciones, usan sangrías, cataplasmas, purgantes, vomitivos, dietas, lavados intestinales; soplan con aguardiente o con yerbas y aguardiente la parte afectada; desinfectan heridas y llagas; lavan y vendan, lavan los ojos, fabrican remedios de todas clases, prohíben el baño en días determinados, recetan medicinas de patente, uno sabe poner inyecciones, beben y dan de beber aguardiente al enfermo en ciertas circunstancias, desentierran objetos mágicos tirándolos al agua o enterrándolos para evitar toda contaminación, etc.

Para los lavados intestinales existe ahora un recipiente moderno que es propiedad de don Octa, quien lo facilita a sus pacientes. En caso de no poderlo pedir prestado, se recurre a lo que antes usaban: una botella, una tripa y un pedazo de carrizo cortado en el monte.

Los ensalmadores o copaleros curan el espanto y el “ojo”. No todos curan ambos males –hay más curadores de espanto que de “ojo”–. Algunas veces los curanderos y las parteras también saben curar estas enfermedades. Se aprende con uno que sabe, que generalmente es de la familia y se comienza a trabajar, cobrando fama con el éxito obtenido. El copal y el rezo son indispensables en estos tipos de curaciones.

Manera de curar el espanto: En muchos casos es necesario ir al lugar donde la persona se espantó, aunque se cura sin hacer esto en la propia casa del paciente. En el primer caso, se encaminan, ensalmador y familiares del enfermo, al sitio indicado. Se habla con el chaneque, quien tiene en su poder el espíritu, diciéndole: “Suéltalo, suéltalo”, a la vez brindándole aguardiente, cigarros, tamalitos de chipile, y se mata una gallina que después comen todos al regresar a la casa. El aguardiente se riega en el suelo y allí se depositan los demás obsequios tentadores. Durante todo el camino de regreso el ensalmador va llamando al espíritu por su nombre.

Otras veces se cura haciendo una cruz en el piso y echando aguardiente sobre ella “para convidar al chaneque”; encima se coloca una jícara con agua del pozo o de un cántaro de donde ha sacado agua; se riega con aguardiente el suelo en circunferencia alrededor de la jícara. El copalero toma siete bolitas de copal que va echando en el agua; aquellas que se van al fondo se extraen para sustituirlas por otras nuevas hasta que todas flotan y se colocan alrededor de las paredes de la jícara. Una vez logrado esto el enfermo debe estar curado. Durante este proceso, los copales giran en el agua y el ensalmador dice que esto se debe a que no saben qué hacer porque “el chaneque los va persiguiendo”. Entonces aquél habla con voz monótona pero con énfasis, diciendo: “Levántate, espíritu. Santo Cristo, Santo Cristo, Santo Cristo, María. No hay trago, chaneque. Levántate, espíritu. Santo Cristo, Jueves Santo, Santo Cristo. No hay trago, no hay casa; sin trago, sin casa; Santo Cristo, etc. Levántate espíritu”. Y los están revueltos. El ensalmador dice: “Te espantaste por una víbora en el agua donde te ibas a bañar”. Y efectivamente, el enfermo había visto a la luz de la luna una víbora en el pozo en que se bañaba. Continúa el rezo; poco a poco se van eliminando los copales que se hunden “porque los jala el chaneque”, y cuando todos están a flote y siguiendo el contorno de la jícara, el espíritu del hombre ha sido devuelto. El copal, una vez echado al agua, no vuelve a servir porque “lo lleva su amo”, y con él el enfermo es copaleado o sahumado. A veces es necesario repetir la curación varias veces. En algunas ocasiones también se administra algún remedio al enfermo.

El “ojo” se cura de la manera siguiente: Se talla el cuerpo y la cabeza del enfermo en forma de cruz con un huevo acabado de poner, “y si es de gallina negra, mejor”. Después se rompe el huevo dentro de un vaso de agua o de aguardiente y “allí se mira el ojo, allí queda cocido”. Luego se echa aguardiente en la cabeza, frotándose con fuerza. Inmediatamente se talla al enfermo con un manojo de yerbas mojadas con aguardiente, poniendo énfasis en la cabeza, la espalda y las articulaciones de los miembros superiores e inferiores, y finalmente se atan estas yerbas a la planta de los pies para “bajar el calor”. El ensalmador reza y habla con el enfermo mientras realiza las operaciones antes descritas.

Los animales son atendidos por los curadores de personas según la enfermedad que padecen: curanderos, culebreros, copaleros, parteras; aunque en la mayoría de los casos sus propios dueños saben curarlos o buscan a uno que sabe y aprenden.

 

 

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Jarana al hombro

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

Jarana al hombro

 

Patricio Hidalgo Belli

 

La música y el verso han estado en la sangre de mi familia a través de varias generaciones. En estos tiempos puedo contemplar y disfrutar a la quinta generación. La música acontece a partir del fandango, me refiero también al zapateado, al son jarocho. Los abuelos de mi padre se dedicaron al cultivo del verso, a la palabra rimada del son tradicional. Y en el caso de mi abuelo Arcadio Hidalgo, él puso su versada también al servicio de la Revolución Mexicana desde 1906.

En la cuna nuestra madre Margarita nos cantaba:

Al Arrullo meme

que este niño no se duerme

Al arrullo de la luna

que este niño quiere cuna…

Y a veces, que batallaba para dormirnos, nos cantaba:

Duérmase mi niño

duérmaseme ya,

que si viene el chango

se lo va a llevá.

Por su lado, nuestro padre Patricio, todas las tardes, ya después de haber trabajado en la milpa, descolgaba la guitarra y se ponía a cantar sus boleros preferidos. El que más me gustó es un bolero que se llama Flor sin retoño. Al poco tiempo todos en la casa cantábamos su repertorio. Aunque era niño, las letras de esos boleros me llamaban mucho la atención, me gustaban. 

Quiero decir que, el gusto por la versada estaba en la familia, pero también en muchos señores de Apixita y en congregaciones aledañas había ese gusto. Don Nicolás Chibamba de La Redonda andaba recitando versos por los caminos, José Pólito -El Chaparro-, Beto Chingo y don Ignacio Pólito, campesinos de Dos Aguajes, tenían sus buenos repertorios de coplas también y les gustaba amenizar los ratos libres de la plebe.

José Pólito llegaba a caballo y decía:

Acabo de llegar del Ahualulco

de bailar este jarabe moreliano,

como dicen que lo bailan y lo cantan

las mujeres bailadoras de los llanos.  

Con el tiempo conocí el son llamado “Ahualulco”.

En una ocasión, estando en Dos Aguajes, fui a comprar un refresco y la muchacha que atendía el negocio abrió la nevera y en ese momento don Ignacio le dijo:

-¡Ten cuidado!- la joven se sorprendió y él a continuación le dijo:

Por qué vuela

del nido la guacamaya

para que así vueles tú

cuando conmigo te vayas.

Entonces ella sonrió y en ese preciso momento me di cuenta de que uno podía enamorar en verso. En ese tiempo Apixita era una congregación, cuando mucho, de unas veinte casas con techo de palma y sin luz eléctrica. Estaba rodeada de un monte alto y espeso donde decían que habitaban los chaneques.

El son jarocho era la música, el fandango era la fiesta, la marimba y el tocadiscos en la punta de una caña le hacían contrapeso. Naturalmente el monte estaba lleno de pájaros que con el tiempo y la tala fueron emigrando. Algunos pájaros como el pepe y la pupuxcala cantaban desesperados, otros como la tortolita se escuchaban  tristes y uno que otro como la calandria y la primavera hacían gala de su espectro vocal. Era natural imitarlos.

En las reuniones familiares mi padre comúnmente declamaba dos décimas que a todos dejaba contentos y yo, de tanto escucharlas, me las aprendí. Esas décimas me provocaban algo en el interior, como si hubieran tenido una especie de chispa: una luz como la de los cocuyos, bichos luminosos que en abundancia son capaces de igualar a la noche más estrellada.

A mi abuelo lo conocí como a mis diez años, en su casa en Minatitlán. Los Mono Blanco estaban ahí ese día. ellos fueron quienes me regalaron la primera edición de la versada de Arcadio Hidalgo y me contaron cosas de él. En poco tiempo me sabía toda la versada de ese libro. Contenía versos bravos como éste:

A darle un topo a mi gallo

nomás me determiné.

Todo aquel que ande a caballo

que baje y se me eche a pié

pa darle el primer ensayo.

También versos pícaros:

Corté la flor de la ilama

y también del algodón,

recuerdo que una ocasión

te dije voy a tu cama

y tuviste el corazón

de decírselo a tu mama.

Ese libro habla del campo, de sus amores, del compromiso con la tierra por la que luchó durante la Revolución. Y empecé a comprender la importancia del verso; me di cuenta de que la palabra cobra mayor relevancia y respeto cuando es dicha en verso. Conviví con él en algunas vacaciones de verano y en su casa pude rasguear por primera vez una jarana (su jarana). Mi padre ya nos había hablado de esa jarana llamada La Mona, -Es una jarana suave que da todos los tonos, y hasta canciones se pueden tocar con ella, nos dijo emocionado. Pero el abuelo siempre estaba pendiente de sus cultivos y de unas vacas que tenía. Yo me daba cuenta de que en medio de sus labores le llegaba la inspiración, dejaba tirado el machete o la tarpala y se iba a su casa rápidamente para apuntar las ideas. Luego regresaba al trabajo, o no. Tocaba poco en su casa. sólo cuando tenía visitas. Lo buscaba mucha gente y él contaba historias, hablaba de la Revolución, de la música y de sus giras.

Ya en la Telesecundaria, el profesor Macdiell Villegas nos leyo algunos clásicos como Calderón de la Barca, Quevedo y Machado. Recuerdo que cuando nos leyó éste último: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada.”, nos dejó malheridos en el salón y dolió durante toda la adolescencia. También nos leyó a Neruda, a Octavio Paz y a Nicolás Guillén que con su Sóngoro Cosongo nos hizo entrar a otro ritmo, tenía otra cadencia, se podían oler entre sus frases los cueros de los tambores. Fue muy importante, para mí, el haber conocido a estos poetas.

Para ese momento creí entender la estructura de las cuartetas y las sextillas, y tal vez ya empezaba a surgir la inspiración. Entonces se llevó a cabo un concurso de versos para la Telesecundaria, que tenía como tema la Bandera Nacional, y por primera vez me atreví a escribir veinte cuartetas, pero finalmente decidí no participar. Y no fue sino hasta la preparatoria cuando me iba cuajando como músico y gané el concurso de poesía con motivo del Centro de Bachillerato Tecnológico y Agropecuario No. 69 de Chupio, en Tacámbaro.

Y por fin se llegó el glorioso momento de empezar a cantar todo ese acervo de versos que me sabía, en 1986, cuando inicié mi trayectoria como jaranero con el grupo Mono Blanco. Y para el siguiente año empece a escribir para los sones del fandango en cuartetas, quintillas, sextillas y seguidillas; sones como: El Cascabel, Siquisirí, El Toro Zacamandú y El Zapateado, entre otros. Las décimas vinieron a partir del año 88, después de un análisis profundo de las décimas de mi abuelo Arcadio, Tío Costilla y Paco Píldora. Claro está que en el afán de saber, averiguamos un poco y dimos con el creador de este tipo de estrofa literaria: don Vicente Espinel, quien fue un prolífico músico y poeta de Ronda, España.

La música y la poesía vienen de las profundidades del mundo que le dieron origen a los seres hablantes. En este sentido, comunicarse con los demás creando mi propia música, nunca ha sido un proyecto, sino una necesidad. De pronto en la cabeza aparece alguna frase musical, una idea, una palabra, un ritmo… aparentemente de la nada, pero que suelen definirse en una pieza musical que tiene que ver con el mundo que nos ha formado. Y por otro lado, improvisar es asistir a otros mundos, quizá a los mundos que influyeron para constituir el nuestro.

La improvisación es la armonía del tiempo y de todo cuanto existe.

Creo que es necesario decir que escribo desde que sentí la necesidad de expresar en versos muchas cosas: no solamente lo que sucede en el interior de las venas, sino también los significados de nuestra fiesta de tarima, con su paso por la historia regional y su apego a la tierra, los sueños, la vida real y cotidiana a través del son, que por su espíritu es un género festivo pero también contestatario. Gracias a la palabra rimada -que se expande a los festivales y modernos escenarios- es más viva y dinámica la cultura del fandango.

Aquí voy cultivando el verso con la jarana al hombro, por las distintas geografías poético-musicales de esta tierra, que no se ha cansado de danzar sobre su propio eje.

Febrero 2012

Minatitlán Veracruz

 

* “Jarana al hombro” es el texto que sirve de prólogo al libro: Patricio Hidalgo Belli. Rebeldíoa del alma / Antología poética. Edición de Rocío Martínez Díaz: Palabra de Son. Primera edición 2013, Amecameca, México.

 

 

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Registros de laudería antigua III 

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

Registros de laudería antigua III 

 

Ruy Guerrero

 

 

En esta tercera entrega, es un placer tornar la mirada a otra de las vastas regiones culturales de Mexico. En particular presentar dos instrumentos originarios de la región de Tierra Caliente, Michoacan. Obras de un afamado constructor. Mucho se habla de él, originario de San Juan de los Plátanos, es para muchos, innegable referencia. Seguramente son numerosos los instrumentos de su autoría que persisten. Aun así, pocas son las publicaciones y registros sobre sus instrumentos. Presentamos una breve muestra de las hábiles manos del maestro Luis Espinoza Magaña “El Jalmiche”, quien fue constructor de arpas, guitarras de golpe, vihuelas y violines.

Sirva esta breve muestra como invitación al estudio profundo a este tipo de instrumentos y en homenaje a constructores como Hermelindo Rios Magaña, Epifanio Magaña, Jerónimo Tapia, Jose Luis Sanchez, Miguel Cuevas, Ruben Cuevas, Manuel Perez Morfín, Fernando Mendoza Madrigal, Pedrizo Ricos, Refugio Landa Sanchez, Dolores Gomez “Don Lolo”, y en especial a don Mariano Espinoza, hijo de Luis.

Vihuela; 1980, Luis Espinoza Magaña,                                                             San Juan de los Plátanos, Michoacán.

Instrumento cordófono de 5 cuerdas dispuestas en 5 órdenes simples. En excelente estado de preservación y sin modificación alguna, el instrumento cuenta con 2 barras simples debajo de la tapa, de elegante silueta y ornamentación sobria y discreta. El fondo y los aros son de triplay de cedro rojo, tapa de taco, puente y brazo de madera sólida de cedro rojo, diapasón de bálsamo, clavijas de encina y rejilla superior de ébano.

El mango es corto (correspondería a un brazo de 11 trastes a la caja), tiene una inclinación positiva respecto al plano de la tapa. Este elemento es consistente en varios de los instrumentos de Espinoza. Esta característica es visible en vihuelas y guitarras de golpe. Resalta el tallado del brazo:  una sola pieza de madera en corte tangencial con líneas sencillas que unen palma, mango y tacón.  La presencia de solamente 3 trastes elaborados de doble filamento sintético, indican una concepción rudimentaria del instrumento, posiblemente dedicado a la interpretación rasgueada y armónica de piezas sencillas con pocos acordes.  Otro elemento interesante es la presencia de un filete externo que enmarca tapa y fondo. Esta es una particularidad de algunos instrumentos de Jalisco y Michoacan, sobre todo vihuelas, guitarras de golpe y guitarrones. Al respecto, resultaría interesante el estudio de este elemento y las posibles vetas de información que podrían derivar de ello.

El instrumento no ha sufrido ninguna modificación desde su adquisición en 1980. Colección particular. 

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Arpa Grande; 1980, Luis Espinoza Magaña,                                                      San Juan de los Plátanos, Michoacán.

El instrumento se mantiene en estado prístino, se preserva tal cual lo elaboró el autor. Presenta algunos deterioros, mismos que evitan su actual uso. Resaltan las rajadas en la segunda boca de la tapa (en la zona de cacheteo o tamboreo) y en el diapasón. Se trata de un arpa grande de 35 cuerdas con caja de resonancia tipo vaso elaborada de una sola pieza de triplay delgado de cedro.

El instrumento preserva las siguientes características. Resalta en primer lugar que las cuerdas no son paralelas. Tomando como referencia la vertical del mástil, el ángulo de las cuerdas se hace más agudo de los trinos a los bordones. En segundo término, resalta el uso de clavijas de madera. A diferencia de muchas arpas modernas, o modernizadas, la clavija funciona a su vez como limite de la cuerda vibrante, ademas que determina la alineación y espacio entre cuerdas.

El diapasón presenta una inclinación calculada (obsérvense las fotos cenital y nadiral) y que prevé la acción tirante de las cuerdas.

Varias de las características de este tipo de arpas, resultan en una ventana histórica a  la organología de arpas novohispanas.

Elementos tales como la presencia de bocas en la tapa (véanse ejemplo de arpas tradicionales de Peru, Venezuela y arpas como las empleadas en San Juan Chamula y la de la danza de Moctezuma en la huasteca Potosina), la carencia de botones para fijar las cuerdas entre otros elementos. Arreglos como este son cada vez menos comunes debido a la influencia de sistemas mas modernos que agregan a las arpas mexicanas, pivotes de acero e incluso elevadores para modificar la afinación.

Al igual que en otros ejemplos, en particular uno de autor anónimo usado por la agrupación Los Madrugadores de Chon Larios, el diapasón se inserta en el cabezal de manera excéntrica, siendo centrado únicamente respecto a la caja en el extremo correspondiente al mástil o poste.

Sobre las fotografías presentadas en este artículo se considera que son en su mayoría fotografías de carácter técnico que puedan ayudar a constructores a resolver plantillas, diseños y criterios de construcción a partir de las imágenes. Sirva esta publicación como ejemplo y sugerencia de método para el registro de los instrumentos mostrados.

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Notas

Con relación al término antiguo, agradezco los comentarios que algunos lectores han tenido a bien mencionar que “antiguo” debería comprender un periodo de al menos 100 años. Para el caso de las publicaciones de esta sección, consideramos que si bien los instrumentos señalados no cuentan con esa edad, si lo son sus elementos y características constructivas, resultado de un largo devenir en el que se conservan elementos y características relevantes e históricas.

Para mas información sobre el arpa, instrumentos y música de Tierra Caliente se sugiere la consulta de estas publicaciones: 

Hernandez Vaca, Victor; Martinez De la Rosa, A.; y Martinez Ayala, J.A.; El Arpa Grande de Michoacan, Cifra y Método para tocar arpa grande; El Colegio de Michoacan; 2005; México.

Hernandez Vaca, Victor; Martinez De la Rosa, A.; Herrera Castro, M.; y Martinez Ayala, J.A.; Con mi guitarra en la mano, Tablaturas para guitarra de golpe y vihuela; El Colegio de Michoacan; 2005; México.

González, Raul 2009. Cancionero Tradicional de la Tierra Caliente de Michoacan; Universidad Michoacana de San Nicolas de Hidalgo, México.

 

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La cosmovisión de un  huapango campesino

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La cosmovisión de un  huapango campesino

 

Andrés Moreno Nájera

 

Deborah Small

 

Un instrumento para el músico campesino, representa una extensión de su cuerpo y un bálsamo para su alma. Le permite complementar su vida anímicamente a través de la diversión, llega a conocerlo  tanto que sabe cómo encordarlo, que afinación le acomoda y como tocarlo para obtener los mejores sonidos, por eso  lo cuida, le da mantenimiento, lo restaura cuando lo requiere y lo protege contra todo mal. 

La jarana o la guitarra de son,  por su forma o sonoridad despierta la admiración de unos y la envidia de otros, ya que a todos le gusta que suene y destaque entre los demás, siendo a través de una buena encordadura o las afinaciones pertinentes que se logra hacerlos resaltar durante un huapango.

La envidia  nace de las  personas que no saben reconocer la capacidad del ejecutante, la calidad del instrumento y el conocimiento que se tiene sobre el mismo,  esto ha dado origen  a  una  serie de artificios que llevan la intención de causar daño ya sea en el músico o lo que el músico ejecuta.

Hace tiempo, esta forma de concebir el mundo entre la gente del campo, era práctica común, y sobre todo cuando se asistía a algún huapango, hoy solo quedan algunos remanentes entre los viejos tocadores.

En algunos lugares los músicos  ponían los tonos muy altos, de tal manera que, cuando otros participantes se afinaban a la misma altura, se les arrancaba el puente, o les reventaban las cuerdas. 

Había quienes cuidaban que no le echaran humo de cigarro a la boca de su instrumento, porque  tenían la idea que perdía  la voz y una jarana sin sonido dejaba de ser útil, cosa difícil de asimilar para un músico que se encariña con  el objeto que toca.

Otros más, estaban atentos de  que nadie escupiera la tapa de su jarana, ya que se creía   que  en el escupitajo iba una maldición que la podía romper.

O aquellos que creían que algún rival en la música le rezaba alguna oración mala, en los momentos en que a su instrumento se le empezaba a reventar las cuerdas o  no se podía afinar, entonces tenía que echar mano de la contra y si no la traía, dejaba de tocar.

Estas  mismas ideas llevaron a los músicos a buscar la forma de cómo protegerse y proteger su instrumento: Todo tocador se cuidaba siempre las manos, no mojándolas cuando tocaba por largos periodos, untándose petróleo cuando dejaban de hacerlo. 

Algunos esperaban el primer viernes de marzo  para ir a buscar otro tipo de protección, entonces se hacían poner  tres puntos en forma de triángulo, hechos con una extraña tintura que le llamaban unicornio, y por lo regular se lo hacían entre el  dedo pulgar y el dedo índice o en la muñeca de la mano, esto era para protegerse  contra todo mal que le quisieran hacer o  todo mal aire que le pudiera llegar.

Pero también encontraron la manera de proteger ese madero que les brindaba placer y diversión de  formas diversas: Había quienes limpiaban o rameaban su instrumento con arrayan al pie del altar, por la creencia de que así como el arrayan apaciguaba las tormentas, de la misma manera alejaría cualquier negro nubarrón dirigido hacia él. Aún hay músicos  que cuando llegan a  un velorio, lo primero que hacen es  encaminarse al altar para ramearse y limpiar su jarana.

A muchos les  gusta pegar en el fondo de su jarana  una estampita del santo de su devoción,  con la firme idea de que el santo les cuidara en su andar por donde vaya.

Otros acostumbran amarrar en el cabezal (clavijero) una cinta colorada, o atar un hilo  con siete colorines, o incrustar algunas piedras coloradas, porque el color rojo brinda protección y representa la llama ardiente del espíritu santo, y con esto se protegía de todo  mal, esto es lo mismo que se hace cuando se tiene un hijo de brazos, para protegerlo de los chaneques o evitar el mal de ojos se le ata en la mano una cinta roja, o colorines o un ojo de venado.

Otros más pegaban un espejito, para evitar que los malos aires u oraciones malas llegaran al instrumento y el espejo pudiera reflejarla hacia la persona que enviaba las malas energías.

Esta era la lucha silenciosa entre lo divino y lo maligno que se libraba en un huapango campesino de un ayer lejano.

 

 

 

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