Recuerdos de un jaranero que no fue

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Recuerdos de un jaranero        que no fue

 

Para Luz Gayol

Victor Gayol

 

Mariana Yampolsky

 

Ayer fue cumpleaños de Luz, mi madre. Cumplió 92 años. Con ellos a cuestas, cada vez que suenan las jaranas se alegra, se levanta y se pone a bailar lo que el peso de los años le permite. Su bastón acompaña su zapateo. Lo disfruta. Un, dos (pies), tres (bastón); repica y redobla feliz mientras le pregonamos algún son tras la comida dominical familiar.

Escribo esto a escasos días de emprender el viaje desde el Bajío michoacano al XLIV Encuentro Nacional de Jaraneros y Versadores de Tlacotalpan. Una cascada de rememoraciones acuden a mi mente y me interpelan: ¿cómo demonios caí en las redes del son jarocho? Pues gracias a Luz, hace ya más de cuarenta y cinco años.

Porque fue justo antes de que se inauguraran los encuentros tlacotalpeños como los conocemos al día de hoy. Corría, creo, el mes de noviembre el año de 1978 y mi madre, gran melómana que aprecia tanto la música de concierto como la tradicional, me dijo: “Nos vamos a Tlacotalpan porque anunciaron por Radio Educación que el Negro Ojeda preparó algo allá como homenaje a Agustín Lara”. Y para allá nos fuimos. No está por demás decir que mi madre, a la menor provocación, agarraba su coche, me metía en él, y recorría una cantidad inmensa de kilómetros hasta llegar al destino que había elegido. Era característica de su personalidad, de su libertad e independencia que siempre he admirado, lo que nos llevó a recorrer una buena parte del territorio mexicano y centroamericano.

Llegamos a Tlacotalpan justo para comer después de haber pernoctado en el puerto y pasado parte de la mañana viendo los barcos entrar. La Flecha era el único lugar decente para comer y ahí caímos, para luego buscar la Casa de la Cultura que dirigía Humberto Aguirre. Cuando llegamos ahí era todo un desgarriate pues los técnicos de Radio Educación tenían problemas para colocar la antena y enlazar la transmisión. Creí reconocer la voz de Emilio Ebergengy, aunque luego nunca estuve seguro. Lo que sí puedo decir con seguridad es que el evento tardó en comenzar y a quienes nos alejamos un rato mientras se organizaban, nos tocó escuchar todo después desde la puerta. ¡No cabía ni un alfiler! En cuanto se arrancaron, la gente se apelotonó en la casa, que entonces era pequeña y residía en otro lugar distinto, más céntrico.

A pesar de que estábamos a pie de calle, lo que escuché ahí esa tarde cambió completamente mi idea del son jarocho, que solamente había escuchado en las grabaciones comerciales y en los portales del puerto. Algo me pasó en el cuerpo y en el alma. Y aunque me encontraba enojado por no haber podido escuchar y ver desde adentro todo lo que pasó, mi persona había cambiado.

Más tarde, después de oscurecer, fuimos a tomar algo a esos comederos construidos con tablones de madera que penden al lado del malecón, sobre el río. Yo me estaría comiendo una tostada o algo así cuando a mis espaldas reconocí una voz que me era familiar por lo que se escuchaba en casa. ¡El Negro Ojeda! Echándose unos toritos le sonsacaba a alguien que no puedo identificar versadas de diferentes sones.

Tan encantado estaba que a las pocas semanas yo estaba de regreso en Tlacotalpan para quedarme en casa de un compadre de mi tío Raymundo, don Manuel Naranjo Naranjo, que vivía al ladito de San Miguelito. Yo estaba dispuesto a aprender todo eso de la jarana y la versada. Pero eran vacaciones de diciembre. Los jaraneros que comenzaban a dar talleres en la Casa de la Cultura se habían regresado a sus localidades y no había nadie que te enseñara el rasgueo. Así, a mis catorce años me pasé una semana y pico llenándome los sentidos de las ramas tlacotalpeñas.

 

Revista en formato PDF (v.15.1.0):

 

 

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