Tlacotalpan

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Tlacotalpan

Angeles Eraña

 

Mariana Yampolsky

Como un abrir y cerrar de ojos. O quizá como una serie de ellos. Por lo veloz de su tránsito. Por su fugacidad aparente. Pero también por su inagotable acontecer, su impalpable presencia. Así el fandango. Acaba pero se queda. La fiesta, esta fiesta. En mí dejó una serie de cortes temporales que se suceden con celeridad. Escisiones que dejan ver trozos y que, al mismo tiempo, forman una única imagen continua que no se detiene. Su recuerdo es por ello como un parpadear.

Aparecen en mi mente miradas profundas, voces antiguas. Todavía escucho el sonido tenaz del perene zapateado. Ese mismo que a tantas desvela. Que el sueño de tantos acompaña. Ese que deja una sensación de oleaje en el cuerpo, en el alma. Percibo aún la música, advierto cómo da vida a los cuerpos. La siento aguzar mi cuerpo, despertar mis sentidos. Miro los torsos, diviso a los pies hablar. Recupero afectos, encuentro nuevos. Atesoro el pasado que me permite acariciar tanta cercanía con quienes hoy son mi familia.

Al cerrar los ojos miro miradas. Muchas. Múltiples. Huelo la alegría, el encuentro desbordado que nos abraza y nos invita a regresar. Mañana, luego, ojalá siempre.

 

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Las rezanderas

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Las rezanderas 

José Samuel Aguilera Vázquez

 

 

SAN JOSÉ DE ABAJO es un ingenio azucarero. La tierra es roja; porosa en tiempos de zafra pero barrialuda en tiempos de agua. El camino que corre rumbo a levante se bifurca y su mano derecha pasa frente al panteón en que descansan los huesos de mi padre. Casi llegando al viejo palo de mango jobo se da el envión a mano zurda, cruza dos arroyuelos, pasa frente al brocal de pozo que construyera Guadalupevelásquez y remata en un caserío; remataba porque ya nomás quedan los huapinoles y el recuerdo de casi nada. 

Hasta aquellos terregonales llevaron sus pasos a Macaria, la curandera de almas, negra espigada siempre de mandil a cuadros ribeteado de encaje blanco. La recibimos con alegría yo, las gallinas y los tecomates.

Luzbravo mi abuela tenía los ojos emocionados como el agua de la jarra en que menguaba su fatiga la visitadora. Cuando Macaria lo dispuso, pasó a la casa grande junto con mi abuela y ordenó señalándome con el arco de las cejas. 

—Tú vente pa’ que ayudes. Entramos. En la cama, toda tapada de pies a cabeza estaba mi tía Paulina temblando de las calenturas. Al pie sobre una silla, un desenfriol y dos mejorales. 

Mi abuela sacó del ropero un cesto con siete huevos de gallina, luego trajo una vela de a real, tres veladoras en vaso grande, un medio de aguardiente y media vara de listón carmín. Macaria metió las manos a su mandil y sacó los ingredientes que de su parte traía; varios alfileres nuevos, dos alcanforinas, tabaco en hoja y unas hierbas desconocidas entre las cuales mi abuela reconoció el azomiate. El resto lo mandaron a buscar conmigo; ramas de cocuite y brotes de mulato. Cuando regresé del patio la casa estaba extrañamente iluminada; eran las doce del día pero parecían las cinco de la tarde. Mi abuela se había cubierto la cabeza con su rebozo de hilo azul y Macaria tenía recogido el pelo por la nuca con un amarre de listón que me dejaba ver dos arracadas de oro. Las veladoras estaban colocadas en ambos lados de la cabecera y una más en la piecera. La vela grande brillaba encima de la cara de Paulina que tenía una cara de mujer en agonía. 

—Se está muriendo pero no lo sabe— dijo Macaria y yo sentía ganas de llorar y de salir corriendo hasta los cañales para decirle a mi tío que se le moría su negra.

—No te muevas hijo —dijo mi abuela tocándome la nuca— pase lo que pase, no te muevas, nomás quédate quietecito en un rincón y reza con tus manitas cruzadas un ángel de la guarda.

Macaria pidió una sábana blanca que mi abuela le entregó y luego solicitó la botella de aguardiente. Le quitó el olote a la botella y le dio dos tragos largos y asentados, luego hizo un buche y lo roció con fuerza sobre del cuerpo inerme de Paulina que se retorció con el aroma.

—No te vayas que todavía falta —dijo Macaria con una risotada y supe claramente que los dos tragos de aguardiente la pusieron borracha porque cerraba los ojos y neceaba con las manos igual que mi abuelo los domingos en la noche que regresaba tragueado de la tienda de Machorro.

La ventana de la casa gimió cuando Macaria comenzó a decir cosas con su voz estropajuda: 

Tú no te muere nega. Si con ala de imán volara con ella me arrejuntaba contigo que lo male que te tratan son mayore por tanta envidia que te tié. Voy a prendé la santa vela del milagro y con su lú te alumbro lo camino: quédese quieta sombra de misterio que la onda divina aluza la oscurana. Santa mare en gracia, princesa quieta que morite del vagido malino de sultán y a media noche recobrate aliento de animá y güelve sin ojo sin tato a soplá la nuca del ejpanto… 

Aquí prendió la curandera un cigarro puro con un cerillo de vela blanca mientras que mi tía Paulina se incorporaba del catre viejo con una mirada sin rumbo en sus ojos perdidos. 

Apiádate purísima María que me arremajo lumbre de humo y de tabaco y subo escalera de marfí en tierra mora ¡ay, Santa Cecilia bendita! virgen y mártir obligada en martirio de amore que sufrite al malino Valeriano y obligá te llevaron a la Roma de lo Césare ¡ay cantadora! Santa como tú e La Madalena; enciende y prende tu labio dulce en ete vino que derramo y a falta de uva, rejponso e caña me conviene que a lomo de mula fermenta guarapo e trapiche.

Paulina se incorporó y se quitó de golpe el camisón quedando al aire su cuerpo de canela como si fuera ella sola sin sus pensamientos y vi el fulgor oscuro de su carne dura iluminado por la lumbre de las veladoras que chisporroteaban por la voz animada de la rezandera 

…Oh piedra legua, júchite cascorbo, pingüica, lezna y faca de Fermine, abredura en roca, debastadora lima, santo machete, sapientísimo Abelardo, prudente Juana, sancocho eterno, braza y talimana; Oh visión que llega, tembladera regia, a ti resisto y rendija soy pó donde cuela café y canela, piedra lumbre, santa laja, imana y generala. Ay vientre dulce de guayaba, retorcida flama… 

En ese punto Macaria envolvió a Paulina en la sábana blanca y tornó a darle buches a la botella y atomizarlos a lo largo de la curada que se fue inclinando sobre el catre como si fuera caña de los caminos, al punto que mi abuela rezaba la magnífica y Macaria cantaba un lelelé prodigioso: 

aleléeee, leléle, lele leléeeee, le, alelé, lele, lele, le lé,leleleeeeeé, lele, le,le, eeeeeeé… 

Cuando la curada quedó totalmente recostada las dos mujeres se tomaron de la mano y mi abuela cerró los ojos y comenzó a recordar sus juegos de chiquilla al mismo tiempo que la morena se estremecía de los hombros y soltaba palabras desmayadas… 

Siento que llega cantando viene que viene y va bali bamá, bantiquera, baltique, yemayá, señor del gallo como retorcida espuma, danelayá, ventisquera, ventí venera veranera, azumaya y acuyá, yerba santa, adormidera por ti mi mano se levanta, tu ere la vara, la que florea, la regidora, sitio y muralla, yo soy camino, arroyo de agua, luna de llama, serpenteadora, collá de monte, noche y aurora, tu ere el humo, leña y pandora, breve esperanza, cama cantora, cantido y canto, ave canora, cañuela etérea, peñón que llora. Mira tu hija resquebrajáa, sin monte y mata, leña mojáa, bejuco y palma, ¡dime que tiene! ¿No sabe náa? ¡perro malváo que te repren¬do, a ropa y pita, la negra e brava y si se enoja a la candela sí que te manda! Así que suelta, dime la gracia, el nombre, el temple, dime la cuadra…!

Se convirtió en silencio la negrura de la casa y en ese mar de calma solo vibraba la oración reposada de mi abuela, al estilo de las viejas parteras de la tierra. 

Santa vara que doblada en el espinazo de nuestro señor amantísimo empapaste tu vena con su preciada sangre, e aquí que te llamo y que te imploro, por tu poder bendito oh santo chicote que a los santísimos varones infundes miedo y pavor, cuantimás a los seres oscurísimos que se atreven a enlodar tu santo nombre y con ello, el vaso sagrado de la fé. Por los cuarenta clavos del aromático madero que se resguardan en secretísimo lugar, imploro tu beneficio y tu fuerza para que ésta tu sierva pueda ser el camino de tu sagrado paso, he aquí que te hago sacrificio en virtud de la sangre simbolizada en mi dolor y te ofrezco vientre fertilísimo para que tu dulce hombría hoy cimbre la cadera de la tierra y con la fervientísima semilla de tus dones, la plata de tu fuerza nos dicte tus magníficos deseos. 

En ese instante despertó de su letargo la oficiante y abriendo los descomunales brazos, miró directamente a los ojos de Paulina, redondos ya como platos. 

Oh santísima malanga que de tu olorísimo sancocho detiene con tu fuerza piquete de culebra y ponzoña de alimaña. Oh ajo bendito; detén la furia que erremete esta casa y que su turbio hedor rebote en el acero de la yagua. Oh vendaval que detiene la bocana y arrebola la crencha e la palma. Retén en el aire la tarasca filosa de la muerte y que esta sierva que me pone en la mano sea salva de todo mal. Te lo pido por la santa gracia que te dinate poné en fuelza de eta tú vasalla ¡Oh señora onipotente! 

Al pronunciarse la última palabra Paulina escupió sin fuerza una pasta rojiza que empapó la sábana. Cuatro pollitos aún sin emplumar también arrojó por la boca y fueron a rodar desguanzados a los pies de ambas rezanderas que al unísono se trenzaron en un rezo circular y sollozante. 

Si limpiaste las llagas de tu hijo, conjura este dolor en la bondá del que te honrra santa fuerza del milagro eterno, rescoldo de Bruñilda, peñón de oro, regio acantilado, barba de elote, invisible ogú, oh santo bembé, mítica fiebre, por tu nombre, por tu santísimo nombre, oh príncipe de los que nada tienen, señor de mis dolores, padre de nuestras lágrimas, sombra e malanga, talimán, gallo berrendo, oblita sacra, misericordia divina y lanza de furor dame tu luz y aleja de esta tu niña todo dolor, toda envidia y por los dones que este día has dispensado recibe de tus siervas gratitud eterna y lealtad a tu divino nombre. 

Todas estas cosas vi y oí. Oí más pero no las recuerdo y vi más pero no quiero contarlas. Solo diré que Macaria abrió los ojos como si hubiera dormido cuatro noches seguidas y con ellos lloró su letanía de perlas blanquísimas porque sabía que esta vez había salido vencedora de la muerte.

Esa tarde, mi tío Pascual tomó las medicinas de patente y las tiró sin rabia rumbo al arroyo del apompo viejo. Cayeron con un ruidito parecido al zumbido de una cigarra, luego se quedaron quietos en el silencio de la hojarasca. Pascual se caló el sombrero hasta más debajo de las cejas y se sentó en cuclillas a la orilla del camino. Lo vi sonreír; mi abuela también reía pero no con la boca sino con los ojos. Esa noche cenamos un conejo y Embajador —mi perro— se dio un banquete con las tripas.

Paulina vivió muchos años. El día de su muerte todos la lloramos… yo todavía la lloro. 

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Acervos en movimiento – Sotavento

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Acervos en movimiento –      Sotavento  INAH

Francisco García Ranz 

 

Félix y Juan Regalado. Ángel González.

 

La colección Acervos en Movimiento, en sus tres vertientes: Huasteca, Sotavento y Tierra Caliente, es un proyecto dirigido por la Mtra. Amparo Sevilla y producido por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) a través de la Coordinación Nacional de Antropología. El proyecto surge a partir de una reflexión colectiva entre músicos, investigadores y promotores culturales, quiénes identificaron una ruptura en la transmisión de los conocimientos dancísticos, líricos y musicales, entre las viejas y las nuevas generaciones de músicos, trovadores, bailadores y danzantes. Publicadas a partir de 2014 en formato digital CD-ROM, estas tres colecciones sonoras, documentadas y acompañadas cada una de ellas de una guía de escucha, buscan regresar a estas regiones parte de su patrimonio musical que se encuentra en las fonotecas más importantes del país, así como de las fonotecas de investigadores y promotores culturales. Además de ser referencias fundamentales para la memoria musical de estas regiones, la difusión de estas colecciones tiene el propósito de servir como material didáctico a la importante labor de quienes se dedican a la enseñanza de las nuevas generaciones de músicos y trovadores. 

La colección del Sotavento

Los 355 registros sonoros seleccionados grabados in situ, interpretados por músicos locales y representativos de las regiones y localidades más importantes de la geografía musical campesina del Sotavento, cubren un periodo de más de 50 años. Las grabaciones más antiguas datan de finales de la década de los años 1950, mientras que los ejemplos más recientes fueron registrados en la primera década de 2000. 

El conjunto de grabaciones realizadas por los etnomusicólogos: José Raúl Hellmer Pinkham, Arturo Warman Gryj, Thomas Stanford, Alejo Yescas y el equipo formado por Baruj Lieberman, Enrique Ramírez de Arellano y Eduardo Llerenas, cubren un periodo de 25 años y representan los acervos sonoros más antiguos conocidos. Aproximadamente el 50% de la presente colección está integrada por ejemplos sonoros de este periodo provenientes en gran parte de los fondos y acervos fonográficos que se conservan en la Fonoteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH); Fonoteca del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical “Carlos Chávez” (CENIDIM); Fonoteca Nacional (CONACULTA); y Fonoteca del Centro de Investigación y Documentación “Alberto Beltrán” (CIDAB).

Cabe mencionar que algunas de las grabaciones incluidas de esa etapa han sido publicadas con anterioridad y son relativamente bien conocidas. No menos importantes en nuestro estado del conocimiento actual de la música jarocha tradicional resultan las grabaciones de campo realizadas en los últimos 25 años. La mitad de las grabaciones seleccionadas e incluidas en la colección corresponden a este segundo etapa y fueron realizadas principalmente entre 1985 y 2010. Este conjunto de grabaciones recientes, muchas de éstas publicadas otras inéditas, viene a complementar de manera significativa nuestro conocimiento de los diferentes estilos y particularidades musicales de otras regiones al interior del Sotavento, localidades e interpretes importantes que no habían sido registrados anteriormente. Ese acervo representa el fruto de iniciativas diversas, algunas personales o independientes como es el caso de la importante colección de Alec Dempster especializada en la región tuxteca (2001-2008) o de las grabaciones producidas por José Félix y Rubí Oseguera de la música de la región sureña del Sotavento; otras por iniciativa institucional como es el caso del acervo formado y publicado entre 2001 y 2010 a través del Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento (CONACULTA), y conformado por los trabajos de campo de diferentes investigadores que se han sumado para completar el panorama geográfico y musical del Sotavento. De igual manera, la presente compilación se ve enriquecido con grabaciones de proyectos independientes publicados pero poco conocidos, como es el caso, por ejemplo, de los casetes: Sones Campesinos de la Región de los Tuxtlas (1995), Son de Santiago Vols 1 y 2 (1996 ) y Homenaje a Los Juanitos del grupo Cultivadores del Son (1998); o de los discos compactos: Las voces del cedro (1998), Soneros del Tesechoacán (2004) y Pilares del Viejo Son (2010). Se suman también algunas grabaciones registradas por Radio Educación durante los Encuentros de Jaraneros en Tlacotalpan Veracruz, en particular las realizadas en sus primeras ediciones durante la década de los 1980. 

Como parte de la colección se ha incluido una selección de programas de radio de la serie Folclor mexicano de Radio UNAM, producidos entre 1962 y 1964 por José Raúl Hellmer sobre temas relacionados con la música del Sotavento. Así también se incluye el programa especial sobre don Arcadio Hidalgo realizado por Felipe Oropeza y emitido por Radio Educación en 1979, así como una entrevista de Isidro Nieves grabada en 2008 por Alec Dempster en San Juan Evangelista.

continúa…

 

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Registros de laudería antigua

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Registros de laudería antigua

Ruy Guerrero

 

La memoria, elemento crucial de la identidad. Ahí está la clave. Así, mostrar algunos ejemplos de instrumentos jarochos “antiguos”, resulta de vital importancia. Sobre todo hoy que las jaranas y guitarras de son se han popularizado y cuya construcción y ornamentos se han estilizado y tecnificado grandemente. 

Se muestran a continuación registros fotográficos, medidas y observaciones de dos instrumentos que he tenido la oportunidad de registrar, provenientes de San Andrés Tuxtla y Hueyapan de Ocampo, Ver., y conservados prácticamente intactos desde 1978 y 1980, respectivamente. Se trata de una jarana primera, de acuerdo con la clasificación local de San Andrés Tuxtla, y una guitarra de son.

Hoy en día, muchos de los instrumentos antiguos sobrevivientes han sido reparados o reconstruidos modificando en ellos aspectos que parecen menores (como la posición del puente o el tamaño de la boca acústica), buscando una sonoridad más aguda y brillante, y cambiando las características acústicas del instrumento antiguo apreciadas seguramente en otro tiempo. Por otra parte, plantillas tomadas de instrumentos antiguos también se han utilizado para la construcción de una nueva generación de instrumentos con características modernas: brazos largos y más esbeltos, bocas de mayor diámetro, trastes de metal, además de nuevos elementos ornamentales, quedando así diluidos, en mayor o menor grado, los rasgos locales característicos del instrumento. Aprovechamos esta sección para llamar a la reflexión sobre la diversidad sonora, estética y estilística de las jaranas y guitarras antiguas, de las cuales espero escribir con mayor profundidad en otra ocasión.

continua…

 

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Los violineros

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Los violineros

Andrés Moreno Nájera

 

Deborah Small

El violín en los Tuxtlas fue un elemento que no podía faltar en un huapango, construido de manera rustica en la mayor parte de los casos, vaciados como se hace con  las jaranas, pegado con sajcte en los tiempos en que no existía el resistol, cuyo arco o vara se tallaba con sangre de palo mulato para poder sacarle los sonidos.

Instrumento relacionado con el mundo cosmogónico del campesino en estas tierras de encantos y de magia, cuya función era alejar el mal o al “amigo” de la fiesta para que no hubiera violencia, generada en muchas ocasiones por el apasionamiento de los músicos y cantadores.

De la década de los sesenta para atrás había muchos músicos en las comunidades y varios ejecutantes de ese instrumento, ya que la música cubría parte de las necesidades cívico-religiosas en los asentamientos nahuas y mestizos de nuestra región. 

Se tenía la idea que cuando moría una persona los ángeles lo recibían con música, por esta razón ellos lo despedían del mundo terrenal con música y cantos. Se tocaba durante el deceso, en la media velada, (siete días), durante el novenario en el levantamiento de la cruz, a los cuarenta días con el recogimiento de la sombra y en el cabo de año, en el despojo del luto.

También la música estaba presente en una velación de santos, en las bodas, en las entregas, o amenizando la fiesta de la comunidad, en cada una de ellas no podía faltar la presencia del violinero.

En cada comunidad había más de uno, así se pueden mencionar a Genaro Sixtega y Tranquilino Malaga en Tepancan, Rodolfo Cobix y Manuel Catemaxca en Texcaltitan, Ignacio Bustamante en Buenos Aires Texalpan, Pascual Mozo en San Isidro Texcaltitan, Santos Escribano en el Nopal, Rosendo Escribano y su hijo Carlos Escribano en Benito Juárez, Modesto Xolo en San Andrés, Santos Xolio en los Méridas, Sabino Toto en Xoteapan, entre otros, la presencia de ellos daba tranquilidad y estabilidad emocional en los músicos de un huapango.

El oficio de músico se trasmitía de padres a hijos y no era remunerado económicamente, pero se compensaba con la buena atención hacia ellos y sus acompañantes, la generosidad de la gente les procuraba alimentos (tamales, pan, tatabiguiyayo, pinole, etc.), para ese momento y para llevar a casa. En más de una ocasión eran compensados también con gallinas, huevos, maíz, frijol, queso, plátano, etc.

Al perderse las razones que hacia posible la presencia del violín, se fue perdiendo el gusto por su ejecución y su alejamiento de los huapangos.

Genaro Sixtega fue un violinero de la comunidad de Tepancan recordado por los ancianos del lugar, quien desde muy joven aprendió a tocar, según ellos el instrumento más fácil, tocaba un medio violín que emitía un sonido dulce de las cuerdas de tripa de su época, trascendiendo a distancia las notas de esos viejos sones de rancho.

Cuando un niño moría ahí estaba presente tocando piezas extrañas que solamente los músicos de antes sabían, lo hacía con respeto y seriedad. Se guardaba un silencio profundo y en las notas de los instrumentos parecía escucharse el llanto del niño con esos antiquísimos sones que solo ellos conocían y que casi no se cantaban. 

Solo era interrumpido el silencio espontáneamente por el ruidoso llanto de la madre que se extendía a otras mujeres, pero los músicos inmutables seguían con su cometido y se volvía a restablecer la quietud.

Don Genaro tocaba también la jarana y la guitarra de son, pero se inclinaba más por el violín porque le parecía más sencillo y le gustaba hacerlo hablar, además enseñar a los jóvenes que tenían interés por la música, Félix Cagal, con sus ochenta años encima continúa tocando, lo que su tío le enseño de niño, el es sobrino nieto de aquel legendario violinero.

Le gustaba limpieza en la ejecución y mantener el ritmo, por esta razón en los huapangos era animoso, guiando a los demás músicos, conservando el ritmo cuando algún bailador correteaba la música, no dejando que la descompusieran.

Hoy día la presencia del violín está casi desaparecida, solo se cuenta con un reducido número de ejecutantes todos ellos mayores de ochenta años que ya cansados por la edad y el trabajo no desean participar en los huapangos.

La esperanza es que el joven músico Joel Cruz Castellano, quien aprendió la ejecución de este instrumento con estos últimos maestros, no cese en su intento de transmitir el conocimiento aprendido entre los jóvenes y niños de Santiago y San Andrés Tuxtla, con la intención de recuperar la presencia del violín en los huapangos de la región.

 

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 El tañido de una noche

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El tañido de una noche

 

para Toño (García de León) e 

Hilario (Diez Campos)

Alvaro Alcántara López

 

Pienso que pudo haber sido exactamente un día como hoy, pero de hace 25 años. Habíamos llegado por la tarde noche a un pueblo en rebeldía, un pueblo habitado por mujeres y hombres que decidieron confrontar al poder y oponerse contundente y enérgicamente a la construcción de un club de golf: Tepoztlán, Morelos. 

 El impulso de aquella visita fue sumarse a una constelación de amigos y conocidos, habitantes y vecinos de aquel pueblo, que habían tenido la magnífica idea de hacer un fandango para acompañar –desde la inteligencia y emoción que surge de la fiesta– la lucha por la defensa de aquel pueblo. El fandango dio comienzo entre titubeos y una emoción contenida ante la posibilidad de aquella celebración en la húmeda plaza del pueblo. Para ese entonces hacía varios años ya que una migración de jarochos y adeptos al son jarocho y fandango se había instalado entre estos cerros del estado de Morelos. No de en balde Tepoztlán se había convertido en el cobijo de uno de los grupos estelares del emergente movimiento jaranero. 

Nada o casi recuerdo del transcurrir del huapango. Sí, que poco antes de terminar, varios de los compañeros soneros subieron a la tarima a bailar un son de a montón, entre risas y desparpajo. En algún momento de la primera madrugada el fandango concluyó sin mucha convicción, pero sí con el cansancio campeando sobre nuestros cuerpos. Tras varios intentos por despedirnos para ir a dormir (cuando parecía que finalmente se lograría el cometido tras algunos intentos previos y fallidos, un nuevo son aparecía, testarudo y enajenado en alguno de nuestros instrumentos, para volver a prolongar la despedida) contundentemente alguien dijo “uunaaa” y solo entonces, como si una voluntad férrea nos ordenara, ahora sí, a emprender el rumbo, empezamos a caminar con decisión, dejando a nuestras espaldas una tarima ahora vacía. Los otros sobrevivientes de la fiesta tomaron el rumbo opuesto. Parecía llegar a su fin aquella jornada fandanguera de diciembre de 1995. No sería así.

Tal vez sólo fueron unos metros los que avanzamos en nuestra caminata, tal vez muchos, no tengo manera de saberlo. Y así, mientras orientábamos nuestros pasos para remontar las faldas de aquellos viejos cerros y sin que hubiese forma de haberlo presentido, justo al lado mío, se escuchó el rugir de una voz potente y recia que volviendo el cuerpo en dirección a la tarimba que recién nos había cobijado, estampó en el viento un tañido sostenido, a la manera de las zalomas que antaño se escuchaban en los mares de viento y vela o en la inmensidad del desierto y la sabana. Fue imposible no voltear maravillados, siguiendo los rastros que aquella voz dejaba en su camino, en busca de quién sabe qué o de quién sabe quién. Al recordarlo pienso que aquel tañido era, tal vez, la voz de la fiesta misma … queriéndonos comunicar algo.

La que sonaba vibrante y gozosa haciendo piruetas en el aíre era la voz de Hilario. No hubo tiempo para esperar. Tan inesperada como la primera, y a una distancia lo suficientemente amplia para que los cuerpos en la noche fueran apenas lucecitas animadas, otra voz igual de potente, igual de mágica, igual de fantástica, le respondió a la primera. Era la voz de Toño que, distante a varios cientos de pasos, respondía animosa a aquel llamado. Y así, aferradas a un fandango que aún no se cerraba, engordando al silencio y entonadas por fantasía, aquellas voces se quedaron abrazadas más allá del respiro, desprovistas de tiempo.

Abatimiento de voces a manera de despedida –no imaginaba que esta fuera una posibilidad en el lenguaje. Luego, volvimos en nosotros y el silencio sonó otra vez más recio que el mundo. Los dos hombres viraron sus cuerpos y continuaron la caminata en busca de su destino, como si nada hubiera pasado. Nosotros hicimos lo propio acompañando los pasos de Hilario, ese Hilario luminoso, de sol infantil y de corazón generoso, con el que yo he decidido quedarme. Nada se dijo después o nada recuerdo que se haya dicho –que es casi lo mismo. Sólo seguimos caminando hasta que nos llegó el sueño en la fría noche de aquel diciembre tepozteco.

Aquella voz antifonal armonizada, de dos que se hicieron uno en aquel tañido, se quedó en la noche y se quedó en mí como una caricia a ritmo de bolero, inscrita con carimbo en el recuerdo de mis días. Y me acompaña de cuando en cuando, cada cuarto de siglo o cada nueva ocasión que tengo de volver mirar aquellos cerros y visitar a los queridos amigos que allí sigo teniendo. Aquel abatimiento de voces a manera de despedida sigue sonando en mí, como un fandango que se sueña en un tiempo que no se cierra, como una voz que en el futuro sigue inventando su recuerdo.

 

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Del campo son. Un breve acercamiento

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Del campo son                                       Un breve acercamiento

Presentamos aquí una muestra del libro de fotografías e historias que lleva por título Del campo son. Historias de músicos del municipio de San Andrés Tuxtla, Vol 1, en el que se reúnen crónicas e imágenes de diez músicos campesinos de esta región de Los Tuxtlas. Ellos son: Félix Baxin Escribano, Bonifacio Temich Chibamba, Luciano Temich Xolo, Panuncio Catemaxca Memechi, Arcadio Baxin Escribano, Gumercindo Linares Hernández, Candelario Cota Toto, Sabino Toto Ceba, Lucio Canela Hernández y Pascual Toga Silverio. 

Un proyecto notable con la participación de varios entrevistadores: Julián Alarcón Coss, Alddo Vázquez Flores y Blanca Rosa Moreno Dominguez, así como un buen número de transcriptores. La edición del libro de excelente calidad estuvo a cargo de Elisa T. Hernández y Rocío Martínez Díaz. No solo toda la fotografía, también el diseño y las ilustraciones del mismo estuvieron a cargo de Natse Rojas Zárate. 

Se presenta en Las Perlas del Cristal una selección de imágenes de Natse y algunos testimonios de tres de estos músicos: Pascual Toga Silverio, Lucio Canela Hernández y Candelario Cota Toto. Incluimos la nota editorial que Elisa T. Hernández hace de este magnifico trabajo, que representa de facto un legado para la memoria de la cultura regional y también, como Elisa propone: un material para posteriores estudios del tema o para el análisis de estas historias con otra mirada.

 

Del campo son.                                                                                                              Historias de músicos del municipio de                                                                             San Andrés Tuxtla. Vol I. 

Nota editorial

Este material colecta vivencias humanas extraídas de la memoria de músicos campesinos de la región de los Tuxtlas en Veracruz, testigos de primer orden de la historia de su comunidad. Por distintos factores, como el desinterés o la falta de recursos, no se había hecho este acopio y dada la avanzada edad de los entrevistados nos era apremiante registrar su historia oral llena de saberes.

Para estas crónicas no queríamos una transcripción literal de las entrevistas hechas, que sabemos tienen valor incalculable de carácter antropológico e histórico, sino que queríamos generar relatos que se disfrutaran como quien lee un cuento de abuelos; en ese sentido hay subjetividad en los textos finales. Pero les notificamos que preservamos íntegramente el material original para posteriores estudios del tema o para el análisis de estas historias con otra mirada. Esta es la nuestra.

Las entrevistas y las fotografías se lograron gracias a la amistad y el fuerte lazo que la música generó. El siguiente paso complejo, en el que intervinieron muchas personas, fue generar las transcripciones de los audios. Aunque se intentó que fueran fieles y literales a las grabaciones, la falta de experiencia, la diversidad de criterios para plasmar los textos y lo inaudible o embrollado de las voces —en unos casos— generó toda una gama de escritos primigenios que había que uniformar para darles un sentido más literario que literal en beneficio del lector final. Así que para generar las crónicas lo primero que hicimos fue prescindir de las preguntas, entonces dejamos las respuestas y las completamos con los sujetos o hechos a los que aludía el entrevistador, tratando de conservar la originalidad y la autenticidad del testimonio.

Posteriormente se hizo la edición, en donde se eligieron las crónicas que aparecerían en el libro. Algunas veces los músicos nos contaron anécdotas anidadas en otras anécdotas, todas valiosas, así que con el propósito de no descartarlas y generar una lectura fluida, las deshilamos y les dimos un espacio propio. Ahí de nuevo transgredimos la voz original con un propósito literario, pero sin generar historias ficticias. Asimismo, la edición consistió en sortear las muletillas y repeticiones inherentes a la oralidad, erratas y errores de transcripción. También, en la medida de lo posible, tratamos de evocar la forma de hablar de los entrevistados por lo que utilizamos apóstrofos en palabras como chinga’o, pa’llá, pa’cá, ‘toy para emular la omisión o debilitamiento de sílabas y letras; con frecuencia también nos enfrentamos a la disyuntiva de corregir o no la concordancia en el género y el número, pues en su hablar constantemente anteponían artículos masculinos a sustantivos femeninos, pluralizaban lo singular y viceversa, enmendamos sólo cuando fue necesario para que no perdiera sentido la oración transcrita. Además, en un par de crónicas solicitamos ayuda para revisar el náhuatl pipil que aparece.

En el libro aparecen las historias que nos contaron referentes al campo, la cosecha y la vida cotidiana en torno a una casa de vara y zacate; a sus vidas de niños colmadas de juegos y trabajo; a sus abuelos, padres, hermanos, esposas e hijos; donde nos narran cómo fue su primer instrumento, cómo empezaron a tocar su música y algunas crónicas de huapangos de otros tiempos; de las comidas y las bebidas de su región; de los animales de monte, de los zacatales, montes y arroyos que ya no se ven porque entró la rodada o el cultivo de caña; de su medicina tradicional y del encanto.

Elisa T. Hernández                                                      Coordinadora editorial

 

Una leve mirada

Una fotografía es el resumen de toda una historia, es un momento preciso a partir del cual podemos descifrar, imaginar o crear muchas más historias. Este primer volumen del proyecto titulado Del campo son. Historias de músicos del municipio de San Andrés Tuxtla contiene una serie de retratos que no pretenden más que mostrar los rostros de quienes narran las historias que aquí se cuentan. Retratos sencillos hechos en el cotidiano que emplean como fondo el propio entorno de los músicos.

En mi andar fotográfico, ninguna experiencia había sido tan gratificante y bella como la de retratar a quienes son portadores y transmisores de la música que tantas satisfacciones, experiencias y amigos me han dado. Además, al hacerlo en la intimidad de sus casas —contexto distinto a un huapango— uno puede conocerlos un poco más mirando sus espacios, sus gustos, sus tratos familiares, etcétera.

De todas las ramas de la fotografía, el retrato es el que resulta más íntimo e intimidante, ya que es la forma en que se pueden descubrir los misterios que encierra una persona: una leve sonrisa, el brillo en los ojos, una mueca, el ceño fruncido… y es como la persona retratada puede ser “descubierta”. Retratar a quienes no están familiarizados con una cámara, pero no tienen nada que esconder fue a la vez el mayor reto y lo más divertido. Conseguir la confianza casi instantánea para lograr que se movieran —un poquito a la derecha, un poquito a la izquierda, para atrás, para adelante, parados, sentados—, sin que cuestionaran para qué, a pesar de que les pareciera extraño; lograr que sonrieran y que no estuvieran rígidos, venciendo su timidez y sus nervios; tuvo que ver con la convivencia y el trabajo previo que hicieron Julián y Alddo, pues sabían las palabras clave para liberarlos de esa rigidez acrecentada por las constantes visitas de quienes van, los retratan y no vuelven nunca.

Natse Nindú Rojas Zárate / Fotógrafa

 

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Los Arpisteros de Pajapan

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Los Arpisteros de Pajapan                                   memoria viva de una cultura musical  religiosa

Alvaro Alcántara López

(con la colaboración de Isidro Martínez Lorenzo, promotor cultural de Pajapan y el sur de Veracruz)

Imágenes: Carlos Hernández Dávila

A la memoria de don Abad Reyes, músico arpistero de Pajapan

 

Carlos Hernández Dávila

I

En Pajapan, una localidad de origen nahua ubicada al sur del estado de Veracruz, perdura una música ritual de cuerdas que aún puede escucharse en algunas de las ocasiones festivas que, en este lugar, fortalecen los lazos y vínculos sociales de quienes allí viven o siguen vinculados a la vida colectiva del pueblo. Emparentada con la cultura musical del son jarocho, esta manifestación se distingue de aquella por contar con un repertorio que incluye minuetes, danzas, sones, contradanzas o aleluyas que son recreados en velaciones, velorios, mayordomías y en la misa que se realiza en la “casa de dios” (iglesia católica). En esta práctica musical se entremezclan, al menos, un imaginario indígena dinámico y funcional con reapropiaciones seculares de la tradición católica cristiana. Expresan su sonoridad una dotación instrumental que incluye un arpa chica, dos bandolas y dos requintas sin acompañamiento de canto. Los músicos que interpretan esta música, todos ellos arriba de los setenta años, son los últimos depositarios de un saber musical “a lo divino”, que muy probablemente hunde sus raíces en el siglo XVIII, sobreviviendo todo este tiempo mediante mecanismos tradicionales de transmisión y recreación de técnicas y conocimientos que en las últimas décadas han sido alterados de manera dramática.

Los esfuerzos comunitarios e institucionales por transmitir estas prácticas y saberes a las nuevas generaciones de pajapeños no han rendido los resultados deseados, de allí que puede decirse – no sin cierta tristeza – que la música de los Arpisteros se encuentra en inminente riesgo de desaparecer. El material que aquí se presenta – un grabación fonográfica y un registro en video – significa un esfuerzo por registrar y documentar para las futuras generaciones de Pajapan, la región del Sotavento y del país, una cultura musical de inigualable valor, que condensa la memoria social, cultura y representaciones del mundo de un pueblo indígena náhuatl de la Sierra de Santa Marta. 

Pero quizá por el nexo profundo e íntimo que esta práctica musical ha tenido en la vida espiritual y organización comunal de este espacio vale la pena preguntarse cómo es que una tradición musical festiva tan importante se encuentra a un punto de desaparecer.  Cuándo una música desparece de manera definitiva ¿De qué se pierde el mundo?, se ha preguntado en alguna ocasión el etnomusicólogo Gonzalo Camacho, equiparando la desaparición de una lengua a la de una cultura musical que se extingue. Teniendo el gusto de conocer desde hace varios años a los músicos arpisteros de Pajapan, conversado y convivido con ellos en más de una ocasión, disfrutado su música y compartido comida y bebida con ellos, ensayo esta respuesta: una cultura musical que desaparece es una forma de decir el mundo que se agota en su imaginación; una manera de darle a las cosas del mundo, a los seres que lo habitan y a las energías que lo mueven una denominación, un lugar y su razón de ser. Esas latencias, sensibilidades e imaginaciones que se convocaban al llamado de la música deben entonces encontrar otras formas de expresión.

Por esos misterios de la vida, las no más de ocho personas en las cuales se encuentra depositada esta música ritual de cuerdas continúan viviendo en el lugar que los vio nacer. Pero cómo saber por cuánto tiempo más. Sea pues este material fonográfico de Los Arpisteros de Pajapan una ventana a un tiempo que no se ha ido del todo, el testimonio sonoro de un tiempo otro cuando los animales hablaban el lenguaje de los hombres y Sintiopilsin – niño dios del maíz – y los señores del monte cuidaban de todo y de todos.

II

Aunque con toda seguridad Pajapan era un asentamiento indígena a la llegada de la población española en las primeras décadas del siglo XVI, una de las primeras referencias documentales a Pajapan se encuentran un siglo más tarde, en la merced de tierra que Francisco Dávila Baraona solicitó en términos de Pajapan, en la margen izquierda de la actual Laguna del Ostión en 1606. Una segunda referencia  proviene de inicios del siglo XVIII en la cual se alude a Paxapa como una pequeña hacienda de ganado mayor en propiedad de los Figueroa, una familia de españoles criollos asentados en Acayucan. Sin embargo, la información que resulta más interesante de recuperar es la que refiere entre 1758 y 1759 a la compra por parte del pueblo de Minzapan – hoy una ranchería del municipio de Pajapan –de cuatro sitios de ganado mayor denominado Pajapan, que hasta ese momento habían pertenecido a la Cofradía de Nuestra Señora de Los Dolores. Mediante esta compra, los indios nahuas de San Francisco Minzapan oficializaron su posesión sobre este espacio (aunque de hecho el análisis histórico sugiere que se trata de una recuperación de este territorio tras un despojo ocurrido a inicios del siglo XVII), apareciendo en lo sucesivo Pajapan como el rancho donde los naturales de Minzapan guardaban su ganado. 

Vale la pena resaltar que en la carátula del mencionado documento puede leerse “Licencia concedida a los indios de San Juan Pajapan para la compostura de cuatro sitios de estancia de ganado mayor”; lo cual no sólo muestra que al momento de su adquisición ya era un asentamiento poblacional de indios nahuas minzapeños, sino de manera por demás significativa, el vínculo de este pueblo con la figura de San Juan de Dios, advocación que también han incorporado los músicos de arpa, llamando a su agrupación “Arpisteros de San Juan de Dios”.

Para la segunda mitad del siglo XIX y en medio del proyecto liberal de privatizar las tierras comunales de los pueblos indios, la población de Minzapan empezó a extenderse y desplazarse hacia Pajapan hasta que el pueblo fue refundado en la otrora ranchería y, la antigua sede del pueblo (es decir Minzapan), perdió protagonismo político. Para 1889 un decreto gubernamental formalizó la posición relevante de Pajapan al establecer los límites entre el municipio de Mecayapan y el emergente municipio pajapeño y diez años más tarde otro decreto declaró a Minzapan como congregación de Pajapan. 

En la segunda década del siglo XX, la expedición arqueológica encabezada por Franz Bloom y Oliver Lafarge en su recorrido desde Catemaco a Chinameca – siguiendo el camino antiguo que atraviesa la Sierra de Santa Marta – transitó por algunas localidades del hoy municipio de Pajapan y los pueblos indígenas nahuas y zoque popolucas asentados en aquella serranía, como Tatahuicapan, Mecayapan y Soteapan. Describe a ésta como una zona de montaña, lluviosa y extremadamente fértil; que en las partes bajas se encontraba cubierta por una selva espesa; mientras que la parte alta de la sierra, quizá por el cambio de suelo, eran una campo despejado donde abundaban los robles. Uno de los mayores intereses de estos arqueólogos fue alcanzar la cima del volcán San Juan Pajapan (también conocido como Cerro de San Martín por los lugareños) y conocer lo que actualmente se conoce como el monumento I, de San Juan Martín Pajapan, que hoy puede admirarse en el Museo de Antropología de Xalapa. El volcán o cerro de San Martín ha sido y es considerado como un lugar sagrado por los indígenas de esta región, no sólo porque se han encontrado varias piezas arqueológicas de diversos tamaños, sino porque en la creencia popular debajo de este cerro se encuentra el Taalogan un paraíso acuático subterráneo, morada de seres sobrenaturales, donde reside el Dueño de los Animales o Chaneco mayor.  

En sus descripciones sobre esta región Bloom presenta a estos pueblos como un conjunto de chozas pobres en medio de la selva, viviendo sus habitantes principalmente de la siembra del maíz, cazando animales silvestres (Bloom registró haberse cruzado con cazadores que empleaban arcos y flechas para la cacería) o recolectando plantas e insectos. Si bien en su informe se mencionan algunos datos sobre Pajapan y la región desafortunadamente no proporciona información sobre los que hoy denominaríamos danza o música de este pueblo.

En su trabajo sobre la variante dialectal del náhuatl pipil o del golfo que hasta la fecha hablan los pajapeños, Antonio García de León los describe practicando hacia fines de la década del sesenta una economía de subsistencia basada en la agricultura, completando sus actividades económicas con la ganadería, la recolección, la caza y la pesca, que se practicaban en menor escala (García de León, 1976). Según este autor, el censo de 1960 reportó a 5714 personas viviendo en el municipio, siendo que 2878 de estos se encontraba avecindado en la cabecera municipal, habitando solares familiares que acogían de una a tres viviendas que empleaban una cocina común y habitadas por familias nucleares monogámicas. Aunque las vías de acceso para llegar al pueblo eran por demás precarias y puede presumirse cierto aislamiento respecto de las poblaciones mestizas, García de León describe a Pajapan como un municipio con dos clases sociales bien diferenciadas: una población de campesinos medios y pobres, dueños de parcelas o minifundios y, por otro lado, un puñado de campesinos ricos que mantenían sometidos a los primeros por medio de la usura y el comercio. García de León advierte en su informe que las particularidades indígenas de Pajapan se expresaban en el uso de la lengua indígena, los cargos religiosos y el sistema tradicional de parentesco, pero qué estas prácticas culturales enfrentaban serios desafíos.

En el diario de campo levantado por el antropólogo Marcelino Díaz de Salas en 1968, este investigador consignó algunos datos relevantes sobre las mayordomías y velorios que en el marco de éstas organizaban sus respectivos mayordomos. En estas celebraciones – nos dice Díaz de Salas – “la música para estas fiestas las proporciona un conjunto o banda que da servicio a la iglesia. Aparte hay un conjunto de arpa y jarana (cinco) que tocan particularmente para los mayordomos” (Díaz de Salas, 1968).

El inicio de la década de los años setentas representó para el pueblo de Pajapan importantes transformaciones sociales y culturales motivadas, en parte, por el desarrollo industrial y petrolero del sur de Veracruz, pero también por el inicio de una política gubernamental de impulso a la ganadería extensiva en el sur de Veracruz. Las formas de acceso comunal a la tierra y los recursos naturales en su conjunto también se vieron afectados, iniciándose un proceso de privatización disfrazada de la tierra que en mayor o menor medida afectó la organización social comunal del pueblo. La población joven del municipio empezó a migrar a ciudades como Coatzacoalcos, Minatitlán y Cosoleacaque en busca de oportunidades de trabajo, familiarizándose con nuevas maneras de entender el mundo que muy rápidamente entraron en contradicción con la cosmovisión que el pueblo había construido a lo largo de décadas sino es que siglos.

Los años setenta atestiguaron el arribo de la tecnología sonora musical  a las fiestas de pueblo instituyéndose, muy rápidamente, la costumbre de amenizar las celebraciones patronales con bailes tropicales que al emplear potentes equipos de sonido, de apoco fueron relegando la música de cuerdas (tanto ritual como de huapango) y banda de viento que hasta ese momento habían sido las protagonistas musicales de las celebraciones mayores del pueblo. Hasta el día de hoy esta situación prevalece y los Arpisteros, la música de tambor y pito, la banda de viento y los jaraneros de fandango siguen luchando en cada fiesta por defender un espacio social que no deja de reducirse frente a los delirios modernizantes de las autoridades políticas en cuestión, que ahora suplen a los conjuntos tropicales de los años antecedentes con  las agrupaciones de duranguense, quebradita y banda norteña. Quizá la música de jarana es la que ha logrado resistir de mejor manera  a estos embates, gracias al Encuentro de Jaraneros que desde hace más de dos década se organiza en torno a la Casa de Cultura, con el apoyo de la Unidad Regional de Culturas Populares de Acayucan, el INI (hoy CDI) y, en ocasiones, el ayuntamiento municipal. 

En los contextos de transformaciones aceleradas que el país experimentó en lo económico, social y cultural durante las últimas décadas del siglo pasado, el futuro de una vida campesina (que hasta mediados de los años cincuenta parecía ser el camino a seguir de las nuevas generaciones), se vio seriamente confrontada por una juventud deseosa de salir de la pobreza y ponerse en sintonía con los cambios de una nación que, al iniciar la década de los años ochenta, parecía iniciar su camino definitivo a la modernización. Dejar de ser indígena para convertirse en mestizo gracias a la inserción al sector industrial fue la otra cara de la moneda de lo que en las políticas educativas, culturales y sociales se conoce bastante bien como política indigenista. 

Sería faltar a la verdad no recordar que este proceso de mestizaje experimentado por las nuevas generaciones de los pueblos indios de la sierra de Santa Marta tuvo como trasfondo un proceso de violenta discriminación que los indígenas debieron soportar por parte de los mestizos y, principalmente, de las instituciones del Estado mexicano (salvo honrosas excepciones), al no representar la cultura de estos pueblos originarios el ideal de un país moderno e industrializado que se abría a los “nuevos” tiempos. En este contexto, no extraña reconocer en los testimonios de los jóvenes indígenas del sur de Veracruz recogidos en aquellos años, que este proceso implicó silenciosamente tomar distancia de la lengua materna (dejar de hablar el náhuatl o “mexicano”, como también se le conoce a esta lengua), dejar de participar de los sistemas de reciprocidad social concretados en los sistemas de cargo y mayordomías o desligarse también de las prácticas festivas y musicales acostumbradas en el pueblo (Maldonado, 1982). 

Lamentablemente poco, muy poco de la modernización anunciada ocurrió. Mucho menos se concretaron las expectativas de progreso, bienestar y desarrollo económico que los voceros gubernamentales y de PEMEX pregonaron con bomba y platillo al dar a conocer el mega proyecto “Puerto Industrial de La Laguna del Ostión”, en 1981. Todo lo contrario, en esa ocasión los comuneros pajapeños debieron emprender una férrea lucha por defender poco más de cinco mil hectáreas que el gobierno federal se planteó expropiar a favor del citado proyecto y a la fecha los pajapeños intentan recuperar las tierras que les fueron expropiados pese a que el puerto industrial nunca se llevó a cabo.

Como trasfondo de estos episodios, la organización socio religiosa de los pajapeños, no sin problemas, pugnas internas y dificultades sigue vigente en torno a la veneración de su santo patrono Señor San Juan y de un conjunto de mayordomías y velaciones que a otros santos y vírgenes de la religión católica se dedican. Han sido estas ocasiones religiosas, las mayordomías y velaciones, el espacio social donde la cultura musical de los Arpisteros de Pajapan ha encontrado cobijo y logrado subsistir al día de hoy. Causalmente, un episodio del recorrido del Señor San Juan peregrino que recorre los pueblos de región desde fines de agosto hasta el 6 de marzo recuerda el nexo de la actual ciudad de Pajapan con la ranchería de Minzapan, pueblo indio que a mediados del siglo XVIII formalizó la compra del rancho de ganado llamado Pajapan por poco más de mil pesos de plata de a ocho reales: Minzapan es el último lugar que recorre el santo antes de regresar el 6 de marzo a Pajapan, donde es recibido por un grupo numeroso de fervorosos creyentes con cuetes, música de pito y tambor, banda de viento y cuerdas, para ser velado esa misma noche en casa del mayordomo al son de la música de arpa de los Arpisteros.

III

A cuenta gotas, desde una abierta actitud de superioridad y condescendencia, destruyendo a su paso los islotes de selva que aún quedan o entendida a su modo por las instituciones del Estado mexicano, cierta forma de “progreso” y “modernidad” empiezan a instalarse en Pajapan, de la mano de la mancha de cemento y asfalto. Según el censo del 2010 vivían en el municipio de Pajapan casi 16, 000 personas distribuidas en 38 localidades y 4,136 hogares, con una media de escolaridad de la población mayor de 15 años que apenas alcanzaba el cuarto año de primaria. Los servicios médicos del municipio se ofrecían en 4 centros de salud atendidos por un personal médico compuesto en su totalidad por ocho personas. Del total de la población señalada, el 47.8 % se reportó viviendo en pobreza moderada y el 38.2 % vivían en pobreza extrema (SEDESOL- CONEVAL, 2011). 

Quien se acerque hoy a Pajapan encontrará que varias calles del centro se encuentran pavimentadas, que se han introducido servicios básicos como drenaje, alcantarillado, alumbrado, recolección de basura y agua potable. La localidad cuenta también con varias casetas telefónicas y sitios de acceso a internet, un mercado municipal remozado, señal para realizar o recibir llamadas a teléfono celular y biblioteca pública. Cuenta con dos vías de comunicación fundamentales que la conectan con los municipios vecinos: una carretera que recorren taxis o camionetas comunitarias acerca a los pajapeños a San Juan Volador, Jicacal y Las Barrillas, para emprender desde allí un viaje en camión urbano al centro de Coatzacoalcos. Por la otra vía de acceso, hacia el sur suroeste también se han hecho mejoras en la comunicación, si bien la temporada de lluvias afecta lastimosamente el buen tránsito de los vehículos particulares y camiones de segunda que recorren este camino. Esta última ruta comunica a Pajapan con el municipio de Tatahuicapan, uno de sus vecino, para de allí alcanzar la desviación que lleva o bien a San Pedro Soteapan (pueblo donde aún se habla el zoque popoluca), o bien hacia Chinameca y Oteapan, ya en las inmediaciones de la carretera que corre de Acayucan a Coatzacoalcos, desde donde se emprende el viaje a Minatitlán, Cosolecaque, Jaltipan o la misma Acayucan. Todas éstas, importantes ciudades de la región a las que comercialmente se encuentran vinculados los pajapeños. 

A menos que sean días de fiesta resulta extraño escuchar en este lugar una música de cuerdas que sabe a pasado. La gente mayor del pueblo (los mayores de cincuenta o sesenta años) recuerda no sin nostalgia el tiempo de antes cuando la música de la jarana se escuchaba “ondequiera”,  tanto en la cabecera municipal como en las comunidades circundante. La época navideña constituye, en cualquier caso una suerte de excepción a lo ya dicho, pues pese al desuso en que ha caído el fandango y la música de jaranas, la época decembrinas sigue animando a unos cuantos a desempolvar los instrumentos y recorrer las calles anunciando la pascua y las naranjas y limas. Mario, el taxista que me conduce desde Jicacal a Pajapan en la más reciente visita a esta región (verano del 2015), nunca ha escuchado mentar a los Arpisteros. Mucho menos sabe quién es don Guillermo Cruz Martínez, el músico que toca el arpa y encabeza esta agrupación. Mientras nos dirigimos a su pueblo empiezo a contarle que Pajapan  es de los últimos lugares del sotavento donde persiste una antigua tradición musical que distingue entre la música de cuerdas aquella que se ofrece a lo divino de aquella que invita a la diversión. Le empiezo a contar emocionado de las mayordomías, de las visitas del señor San Juan a los pueblos de la región, de los velorios que se acompañan a duerme vela con esta música de cuerdas. El taxista me escucha con cierto asombro mientras a mi derecha el majestuoso cerro de San Martín y las aguas del Golfo de México me hacen pensar en el Taalogan, paraíso acuático que, según el imaginario popular, yace precisamente debajo del mismísimo cerro de San Martín que tengo frente a mis ojos.

IV

El material que aquí se presenta fue registrado en dos estancias de campo: la primera que conforma la mayor parte de las grabaciones en el verano del 2013, la segunda a inicios del año 2001. Estas visitas a Pajapan fueron complementadas con otros viajes que se realizaron en la Semana Santa del 2002, en los meses de marzo y mayo del 2009 y julio del 2015, más algunos otros viajes esporádicos durante los últimos quince años. Debe reconocerse al promotor cultural Isidro Martínez Lorenzo, al antropólogo e historiador Alfredo Delgado Calderón y a los mismos músicos de Pajapan el interés por dar a conocer y difundir esta cultura musical. El proceso de visibilización de la cultura musical de los Arpisteros inició a fines de los años noventa del siglo pasado, motivando que varios proyectos institucionales de registro y documentación de esta música en audio y video se realizaran por aquellos años, siendo la Dirección General de Culturas Populares, a través de la Unidad Regional de Acayucan, el Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento y la ahora CDI las instancias culturales más activas. 

Pero en cualquier caso esas no fueron las primeras en interesarse en esta práctica musical. Se tiene conocimiento que en las estancias de campo realizadas por Antonio García de León, Marcelino Díaz de Salas y Luis Reyes a fines de los años sesenta se grabaron en cinta magnetofónica algunas piezas del repertorio ritual de la música de arpa y para 1982, personal del INI (hoy CDI) hicieron grabaciones en Pajapan en formato cine, que después se editarían en el documental “Laguna de dos tiempos”. En este filme puede escucharse y reconocerse, por algunos breves segundos, a don Guillermo Cruz Martínez tocando en el arpa un son acompañado de lo que parece una requintita. (Maldonado, 1982). Fueron gracias a las grabaciones que dieron origen al proyecto “Sones de muertos y aparecidos”, coordinado por Alfredo Delgado, que la música de los Arpisteros se dio a conocer en formato de disco compacto. Pueden encontrarse muestras de esta tradición musical en otros trabajos realizados entre el año del 2000 y el 2010, entre los que pueden mencionarse los discos Pascuas y Justicias (DGCP – Programa Sotavento), Sones indígenas del Sotavento (Programa Sotavento) o Arpas Indígenas de México (CDI).

Los Arpisteros emplean una instrumentación para la música religiosa y otra para la música de huapango, casamiento o “diversión”; y no acostumbran – o al menos así lo dicen – intercambiar los instrumentos para una u otra manifestación. El repertorio que conservan incluye aleluyas, contradanzas, sones mayores y menores, minuetos, cortesías, u otros aires que se miden por golpes. Las nomenclaturas de sus instrumentos son de origen antiguo y evoca a las orquestas de cuerdas que se tocaban en la Europa mediterránea, norte de África y Medio Oriente del siglo XVII y XVIII de donde arribaron al entonces territorio novohispano: requintas, jaranas, arpas (chicas), raveles, bandolas y bandolinas. De estos instrumentos vale la pena resaltar que a diferencia del son jarocho contemporáneo en que la guitarra de son, arpa o guitarra grande cumplen por lo general con la función melódica y las jaranas, de acompañamiento armónico/rítmico, las bandolas y requintas que acompañan al arpa conservan la antigua usanza de puntear y tañer el instrumento, a la manera de las guitarras del barroco europeo. 

Otro aspecto que salta a la vista es la manera en que ésta música “indígena” y otras tradiciones musicales con la que se encuentra asociada (de la región yoreme, la sierra de Zongolica, o los Altos de Chiapas) han podido conservar una parte significativa del repertorio de la música religiosa de origen europeo que circuló en el actual México desde el siglo XVII. Repertorio que no es de ninguna manera una copia de la del viejo continente, sino una reapropiación creativa que permitió entreverar en este discurso musical, los temas y personajes de una memoria india reinventada en narraciones míticas sobre chanecos, sintiopiltsin, chilobos, chéjeres, aparecidos, rayos y San Antonio, etc., siguen presente en las historias que acompañan a los sones; y, por último, la existencia también de danzas de animales que refieren al viaje mítico emprendido por el niño dios del maíz  hacia el inframundo en busca de sus ancestros.

Hace apenas unos lustros (aparece de nuevo la marca de la transición de los años setenta y ochenta), los músicos de cuerda interpretaban además de sones rituales y religiosos, los de la Danza de La Malinche, las Pascuas y sones jarochos. En unas grabaciones realizadas en 2002 se pudieron registrar una versión de Las Pascuas y algunos sones jarochos como La Bamba, El Siriqui o La Marcelina (El Colás). Sin embargo, los intentos para reactivar la danza de La Malinche incorporando a las nuevas generaciones a que se incorporen a esta tradición han sufrido enormes dificultades.

V

Tras casi quince años de conocer a estos músicos, de escuchar, convivir y conversar sobre la música que hacen, la imagen de un palimpsesto se me presenta como una representación idónea de su repertorio musical y las manera de nombrarlo, donde borrones de escritura y memorias fragmentadas se con/funden y superponen con nuevas inscripciones y denominaciones que surgen de apoco. Así, caigo en la cuenta que los nombres de algunas piezas grabadas para otros proyectos discográficos hace más de una década son renombradas en un desplazamiento semántico que, por lo demás, recuerda cierto ethos barroco mexicano que dio sentido a estas músicas, mediante un desbordamiento nominal de las cosas y seres del mundo.

Sería en extremo simplificador advertir este gesto como el producto de un “error”. El asunto es aún más complejo si se repara en la fragmentación y recomposición de una memoria social y musical durante las décadas recientes tras cambios tan fundamentales como el debilitamiento del ejido y las formas comunitarias de organización del trabajo, la aparición de nuevas religiones en la zona o la creciente migración. Incluso la costumbre bastante afianzada que hacía posible escuchar la música ritual acompañando la misa dominical se ha visto interrumpida, con lo que las ocasiones para recrear el repertorio siguen reduciéndose.

En esta grabación han quedado registrados entonces sones ejecutados en las velaciones dedicadas a los santos y las vírgenes: San Juan de Dios, San Antonio, señor de La Salud, Virgen de Guadalupe, Virgen del Carmen, de La Asunción, etc. También sones de aparecidos que se tocan en los velorios de difuntos para acompañarlos en su viaje al inframundo; y por último algunas danzas de animales que recrean el mítico viaje del niño Dios del maíz al mundo de los muertos en busca de los huesos de su padre. Queda también la memoria, saberes y pasión de don Guillermo Cruz Martínez, Abad Reyes, Alfredo Reyes, Fulgencio Concepción Martínez, Zeferino y Santos, todos ellos músicos pajapeños que han tenido la generosidad de compartir su experiencia musical y de vida.

Queda pues este testimonio de la práctica cultural de un pueblo y una región, no sólo para preservar para las futuras generaciones la cultura musical de los Arpisteros, sino también para recordarnos que las prácticas musicales, al igual que las lenguas, se mueren si no logran ser transmitidas, reapropiadas, recreadas, valoradas positivamente en sus contextos sociales.

 

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