Paco Píldora: genio y figura

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


 Francisco Rivera Ávila,                                            Paco Píldora :  genio y figura *   

Horacio Guadarrama Olivera

A la memoria de Gregorio Rodríguez Terán, Goyo Mondongo, tlacotalpeño de nacimiento, jarocho de corazón.

Veracruzano soy del novecientos ocho,
del de Pepa Limón y Porfiriata,
del Veracruz aquel lindo y jarocho
que era todo retreta y serenata.

Del Veracruz aquel de carretela
de aquel de los tepaches de Tío Pico,
del de los bailes en La Ciudadela
y los calientes danzones de Albertico.

Del Veracruz aquel del cilindrero,
del de Mela Terán y Pepe Azueta,
del Veracruz aquel del pirulero,
de aquel de los domingos de retreta.                                                                    Paco Píldora

Don Francisco Rivera Ávila, mejor conocido aquende y allende las fronteras de la Heroica como Paco Píldora, era, ante todo, un hombre íntegro, franco como el que más, que nunca perdió piso ni sacó provecho de nadie y que llevó siempre una vida realmente modesta. Era un hombre alegre, que no un chistoso profesional; tenía gracia, zumba, pimienta fina, sin duda, pero todo ello lo llevaba con singular majestad: en él, la simpatía era un atributo natural, no una explosión de la que se hace gala.

Pero Paco Rivera fue mucho más que un personaje típico del puerto: fue, como sabemos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, un gran poeta vernáculo, un cronista sin par y un charlista notable, así como un gran estudioso y conocedor de Veracruz, su querida ciudad natal. Sus tres obras fundamentales son Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos (1957), Estampillas jarochas (1988) y Sobredosis de humor (1996), en verso, aunque también escribió un cuento corto, “La noche”, de corte erótico; un par de ensayos: “…y entonces nació la Bamba” (o “Así nació la Bamba”) y “Algo sobre el danzón”; algunas anécdotas históricas bajo el título de Sucedió alguna vez, así como un sinnúmero de versos –la mayoría epigramas y décimas– y una serie de textos autobiográficos.

En mi opinión, su obra versística completa, tanto la publicada en sus libros como la divulgada en los periódicos porteños, merece ser compilada, seleccionada, ordenada y editada en uno o varios tomos, en los que se incluya un estudio preliminar histórico-literario que la ubique y analice en el contexto de la décima sotaventina y caribeña.

En la segunda edición de Veracruz en la historia y en la cumbancha…, financiada por el ex presidente Adolfo Ruiz Cortines –la primera la sufragó un grupo de amigos de Paco Rivera, nombre éste, por cierto, con el que aparece en esa edición en la portada–, Francisco Ramírez Govea (quien fuera presidente municipal del puerto) escribió atinadamente en el prólogo:

Su obra poética es una clase de historia y geografía jarochas; de historia que habla de gentes sencillas que ya no existen, pero que en su tiempo fueron representación de la vida veracruzana; de geografía con estampas de colores tiernos donde las palmeras aparecen mojadas de rocío y las siluetas de los hombres se perfilan con extraordinaria nitidez. Paco Rivera tiene, además, la absoluta honradez y la cabal conciencia de su sitio en la lírica. Señor de su ciudad, dueño de los secretos de su fácil vivir, vigía de sus estrellas e intérprete de sus ansias, busca en ella su espiritual ubicación y responde magníficamente a su solemne compromiso de intérprete.

Por su parte, el poeta Jaime G. Velázquez, editor y prologuista de Estampillas jarochas –cuyo primer tiraje está agotado desde hace años–, sintetiza en unas cuantas líneas la actualidad y trascendencia de la obra de Paco Rivera:

Muestra ejemplar de periodismo limpio, los epigramas de Paco Píldora, su presencia cotidiana, no conducen a la amargura, no son blanco y negro del duelo nacional, ni son prueba de lo irremediable, sino una luz que llama la atención sobre el punto que debe discutir el ciudadano, pues, a pesar de imposiciones y reveses, la opinión pública todavía es importante aquí. Por ello, el epigramista se vuelve, de manera natural, cronista auténtico: la crítica de la sociedad sólo es admisible cuando surge de una conciencia histórica que no puede ser burlada.

En efecto, así como Joaquín Santamaría fue el fotógrafo veracruzano por excelencia entre 1920 y 1975, Francisco Rivera fue, con o sin título oficial (que, por otra parte, a él lo tenía sin cuidado), el cronista más genial, original y genuino del Veracruz del siglo pasado.

Cronista, poeta y conversador excepcional, a la vez personaje imprescindible de la vida cotidiana porteña, hombre de una sola pieza y sin ambiciones mezquinas, de una coherencia e independencia intelectual ejemplares, don Francisco Rivera Ávila representa lo mejor de la décima porteña y sotaventina –junto con Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Gastón Silva Carvajal, Manuel Pitalúa Flores, Guillermo Cházaro Lagos y un largo etcétera–, y del veracruzano que sabe disfrutar con sano alborozo cada uno de los momentos de su existencia, sin entristecerse nunca ante los avatares de la vida.

El 25 de febrero de 2008 se cumplieron cien años del nacimiento de Paco Rivera y el 1 de junio de 2009, tres lustros de su fallecimiento. Qué mejor ocasión para revisar, así sea someramente, algunos pasajes de la interesante e intensa biografía de este queridísimo e inolvidable personaje popular porteño; base sin la cual, por supuesto, su obra no puede entenderse del todo.

Los primeros años
Paco nació en la ciudad de Veracruz, a las 6:00 de la mañana del 25 de febrero de 1908, en la planta baja de la accesoria marcada con el número 34 de la calle Mariano Arista, propiedad de su tía, doña Manuelita Murga viuda de Rivera (“Nací por suerte y por fortuna mía / en este puerto bullicioso, / ¡veracruzano soy!, proclámolo orgulloso / y delante de un rey, lo gritaría”). Sus padres fueron Celestino Rivera Balcárcel, originario de la parroquia de Guimarey, municipio de La Estrada, provincia de Pontevedra, Galicia, España, de oficio pequeño comerciante; y Leovigilda Ávila Ortiz, oriunda de Paso de Ovejas, Veracruz, y “cantadora de huapango”.

Los primeros años del pequeño Francisco, quinto hijo del matrimonio Rivera Ávila (primero nacieron tres mujeres: Estela, Leopoldina y Natalia, y luego, tres varones: Celestino, Paco y Rubén), no serían precisamente fáciles. La situación económica de la familia Rivera Ávila no era desahogada, a pesar de que doña Manuelita Murga, generosa como era, les condonara la renta de la accesoria.

En 1910, año en que estalla la Revolución mexicana, su padre fue detenido y encarcelado por creerse que él mismo había provocado el incendio de su negocio de jarciería y locería El Navío, ubicado en el mercado Trigueros; incluso su madre, sin deberla ni temerla, fue involucrada en este sonado caso: “Aprehendieron a la esposa del gachupín incendiario”, rezaba una de las cabezas de la sección de nota roja de El Dictamen, que en aquella época era, sin duda, una de las más leídas debido a las detalladas y extensas crónicas que hacía de la vida de los bajos, y no tan bajos, fondos porteños. Poco después, don Celestino se tuvo que ir rumbo a La Antigua, al rancho de La Posta, donde instaló una pequeña fábrica de teja acanalada.

Además de la lejanía de su progenitor y de las penurias económicas de su familia, el niño Rivera Ávila sufrió por esos años un terrible ataque de paludismo con fiebres tercianas, muy común en el Veracruz de ese tiempo, a pesar de las mejoras que en el viejo casco urbano había realizado la omnipresente compañía inglesa Pearson & Son a principios del siglo xx. La quinina, en ese entonces único antídoto contra este mal, lo estaba dejando en los huesos, pálido y sordo, por lo que su madre lo mandó al rancho de El Salmoral, de su tío Lino Ávila Ortiz, para ver si por allá se mejoraba.

“¡Lino, cuida mucho a Paco, que no se asolee, que no vaya a meterse al río!”, ésas fueron las últimas recomendaciones que doña Leovigilda, casi a gritos, hizo al tío de Paco cuando éstos partían de la vieja casona de Arista rumbo al rancho. Lino era un buen tipo y buen jinete –contaba don Paco–, cabalgaba en el Parodia, un retinto, rejón entero, fuerte y de alzada, que al pasearlo a brida sujeta, se refistoleaba dando pasitos de lado y sacudiendo la cabeza con alegría; había acompañado al tío en la Revolución cuando [éste] militaba con la gente de Ponciano Vázquez por el norte del estado.

Además del tío Lino, en El Salmoral vivían su abuela materna, Lorenza Ortiz (mamá Lencha), “ducha en la preparación de brebajes y pócimas, además de experta en curar el ahogo y tronar el empacho”; su tío Prisciliano, sus primos Rogelio y Piedad, y Lébida, ahijada de la abuela, una “mulatita de ojos vivarachos” y “de no malos bigotes”, mejor conocida como la Piola, por aquello de que “hacía bailar a cualquier trompo”, quien al quedar huérfana había pasado a formar parte de la familia Ávila Ortiz. En el rancho, gracias a la vida campirana y a los platos de puchero gordo de pollo que su abuela le preparaba (café, salsas, picantes, huevos y sopas de pasta estaban prohibidos para él), el inquieto Francisco se recuperaría y embarnecería en un par de meses, tiempo en el cual, bajo la estricta supervisión de mamá Lencha, se encargaría de “darle maíz a la marrana y a las aves, ponerles agua y evitar que la marrana se saliera al camino, y por la tarde en el potrero, al pie del palo mulato, picar zacate hasta llenar la canoa y ponerle agua al bebedero”; actividades cuyo único fin era que a la hora de la comida Paco tuviera más apetito que un pelón de hospicio.

La letra con sangre entra
Su paso por la escuela no sería tampoco miel sobre hojuelas. Primero fue a una escuelita sin nombre que estaba en el Patio del Cañón,ubicado en 5 de Mayo casi esquina con Esteban Morales, en la cual enseñaba el Silabario de San Miguel una “negrita jovial, atenta y cariñosa” del rumbo de Medellín llamada María Huero, novia de Rogelio Hernández, conocido sastre cubano.

En la escuela –rememoraba el cronista– nos dejaban todos los días temprano por la mañana con nuestra silla de tule. [Era] una pequeña accesoria que daba a la calle en la que la sala estaba habilitada como salón de clases con un pequeño pizarrón y en el fondo, haciendo escuadra con la sala una cortina, habilitada una silla de tule con una amplia oquedad al centro y abajo una amplia bacinica de peltre; en ese lugar se desahogaban las necesidades fisiológicas de la chiquillería.

Luego de recibir las enseñanzas de la esforzada María, el pequeño Francisco fue inscrito en la escuela de La Campana, que dirigía el maestro Gerardo Rivero, donde ingresó al primer año de primaria. Inicialmente esta escuela estaba ubicada en la plazuela de la Campana, en la esquina que daba salida a la calle de Juan Manuel Betancourt (hoy Aquiles Serdán), pero después fue trasladada a la calle Benito Juárez, en los altos de un edificio en cuya planta baja había un negocio que abastecía a los pailebotes que hacían el servicio de cabotaje: “poco recuerdo –escribió el bardo jarocho– de mi estancia en esa escuela ni de mis maestros; sin embargo, no tengo en la memoria haber vertido el llanto a causa de un coscorrón, un jalón de orejas o un reglazo”. Aquí Paco Rivera viviría otra experiencia que dejaría honda huella en su memoria y que seguramente ayudaría a templar su carácter: la invasión y ocupación estadounidense de 1914, que tuvo lugar en medio del remolino de la Revolución y de la dictadura del inefable general Victoriano Huerta (“Se hizo funesta la hora / preludiando la invasión, / fue toda la población / una inmensa barricada, / que contestó a puñaladas / las injurias del cañón”), que el decimista recordaba de la siguiente forma:

El 21 de abril, como a las 10:00 de la mañana, se suspendieron las clases. Mi mamá me mandó a la tienda a comprar provisiones y cuando regresé a la casa, cerró la puerta, puso la tranca y nos ordenó a mis hermanos y a mí que nos metiéramos debajo de la cama. El bombardeo empezó como a las once de la mañana y hacia las cinco de la tarde salimos de debajo de la cama. El 23 ó 24 de abril los soldados gringos le permitieron a la gente salir a la calle. No había leche, no había carbón, éste lo tenían que traer de la ranchería de Vergara. Los soldados gringos […] tuvieron que abrir con hachas las tiendas de abarrotes para repartir víveres a la población; a mi mamá le dieron frijoles, azúcar, manteca, frutas y verduras; en la terminal del ferrocarril repartieron galletas que ellos traían.

Ante la escasez de alimentos y carbón, el cierre de las escuelas, así como la ausencia de su padre –en ese momento en Monterrey–, Francisco, ni tardo ni perezoso, se puso a vender chicles y tarjetas postales entre los aburridos y amodorrados infantes de marina norteamericanos para ayudar a su atribulada madre: “Chewing gum ten cents, post card ten cents” era el exitoso pregón del audaz niño Rivera, quien llegó a vender hasta cuatro cajas de chicles diarias.

Durante los siete largos meses que duró la ocupación norteamericana no hubo actividades escolares; en virtud de que los profesores acordaron no servir a las autoridades impuestas por las fuerzas extranjeras, se clausuraron las aulas y se perdió el año escolar. Así, Paco, junto a “la palomilla de la barriada”, se dedicó “a corretear libremente por la sabana y a pataperrear por la ciudad” (“Campamento en la sabana / en el médano y los Cocos / la ciudad duerme despierta / pues hay que prender los focos / y tener la puerta abierta”). Lo único digno de verse entonces era cuando algunas de las bandas de música de los barcos, una vez a la semana, desfilaban por Independencia y 5 de Mayo: “todo el conjunto uniformado y el director dirigiendo con un bastón muy adornado y con la chamacada acompañando el desfile”.

Al embarcarse las fuerzas estadunidenses y dejar la ciudad en manos de los constitucionalistas, a fines de 1914, los colegios reanudaron sus labores, pero el travieso Paco ya no regresó a la escuela de la Campana, sino que fue inscrito al primer año de la Cantonal (hoy Francisco Javier Clavijero), ubicada en el centro del parque Ciriaco Vázquez, y cuyo director era don Abraham Morteo, profesor “de buena estatura y presencia, reposado y de buen trato”. Ahí, el niño Rivera hizo íntima amistad con los hermanos Vendrell, Juan Rovira, el chamaco Caraveo y los hermanos Vargas: Luis, Francisco y Aurelio, conocidos como los Tres Mosqueteros e hijos de don Chico Vargas, acaudalado ganadero y agricultor. Este infernal grupo, en la primera oportunidad, se escapaba de la escuela para hacer de las suyas por los alrededores, como por ejemplo, vaciar los puestos de golosinas, frutas secas y helados que se instalaban en el Ciriaco Vázquez en la época de las loterías, hasta que un mal día los puesteros les cayeron en la movida y don Chico Vargas tuvo que “apechugar” el pago de la multa de diez pesos, suma a la que ascendía el producto de todas las fechorías de este grupito de enfants terribles, el cual, al final de cuentas, fue expulsado de la Cantonal.

Luego de esta bochornosa experiencia, y con la idea de alejarlo de la tropa de maloras del rumbo del parque, Paco fue inscrito otra vez al primer grado, en la escuela José Miguel Macías, ubicada en Esteban Morales número 15, a una cuadra de su casa, en los altos del Cuartel de Bomberos (de ahí que se le conociera como “la Bomberos”), donde hizo migas con Guillermo Betancourt, Alfredo y Alberto Lenz, Lorenzo y Juan Veytia, Lalo Cueto, el Chivo Matus, Antonio Campillo, Nacho Carmona, Rafael Lagunes, Polillo y Manuel Blanco Cancino, entre otros. En la Macías, dirigida a la sazón por el cuentista y novelista tlacotepecano Justino Sarmiento, su maestra era Estelita Fentanes, “bonita, delgada, bajita de cuerpo, de una agradable y fina voz, atenta y amable con sus alumnos […] Siempre con su carpeta a la hora de iniciarse las clases” (“Vine a dar a la Macías / en serio con nuevos planes / sin bullas ni correrías / con Estelita Fentanes”). Pero de ahí, más temprano que tarde, el rebelde infante sería nuevamente expulsado. Sólo en la Politécnica Minerva, del sabio profesor cubano Alejandro M. Macías, meterían en cintura al indomable Francisco, quien no sólo le tomó cariño al estudio sino que perdió la costumbre de “pataperrear” por todos los rincones del jarocho puerto:

Qué largo viaje había transcurrido –reflexionaba el juglar veracruzano–, cuánto tiempo perdido, maestros, compañeros, maldades y travesuras, qué largo viaje, pero siempre en el mismo lugar del pupitre viendo los pizarrones y sin entender el porqué de mi estancia en los salones. Eso fue […] lo que motivó mi cambio a esa escuela.

La Politécnica Minerva, situada en Arista esquina con el callejón de la Lagunilla, era una primaria donde, además de los “externos”, admitían alumnos “internos” y “medio internos”. El primero y segundo años los atendían Rosita y Eva Loperena, respectivamente; el tercero, Manuel Macías Loredo, hijo de don Alejandro, y este último se hacía cargo del cuarto al sexto años, en un amplísimo salón que daba a la calle de Arista. El maestro de taquimecanografía era don Humberto Sheleske, tlacotalpeño; el de música, don Faustino Saldaña; y el de inglés, don Valentín D’Othemar quien “tenía una hija de perfil helénico y cuerpo de Afrodita, Anita D’Othemar, muy admirada por los atributos que la adornaban”. Al respecto, relataba el Novo porteño:

En el primero y segundo año eran de uso los pequeños pupitres, con su asiento de banca para dos plazas; pero en el salón grande ya las carpetas particulares cubrían todo el espacio, amplias, con su tapa de escritorio y su cerradura, eran de dos plazas, pero los que carecíamos de ella nos acomodábamos en el asiento sobrante sin cuidado ni dificultades.

En esta escuela:

La población escolar era heterogénea, sin ser elitista, sí había una gran mayoría de alumnos de familias acomodadas, pero en lo general el ambiente era liberal y demócrata, guardando las distancias, había camaradería y respeto mutuo […] regaños y castigos, cuando se aplicaban, se repartían parejos, así como las calificaciones y reconocimientos.

Por otro lado, “no había recreo, ni receso entre las horas de clase, nos íbamos en un solo son desde las ocho hasta las doce, sin cambiar combustible hasta sonar el timbre de salida”. Paco, quien había sido admitido como medio interno por una mensualidad de 15 pesos, entraba a las 8:00 de la mañana y salía a las 6:00 de la tarde. De su casa le llevaban sus alimentos y, junto con los famosos hermanos Vargas (quienes también habían ido a dar a la Politécnica) y los hermanos Vera, compartía la mesa a la hora de la comida principal con la familia Macías.

Su condición de medio interno le permitió hacer buena amistad tanto con los alumnos internos como con los externos. Entre los primeros estaban Raúl Raymond Deschamps, Pedro y Carlos Salicrup, Domingo Kuri y Raúl Díaz Morales, de Tuxpan; Eugenio Collado y Ernesto Montessoro, de Gutiérrez Zamora, y Pancho González Jordán, Pepe Vior, José y Eduardo Lliteras Cárdenas, y Alfonso Mayans, de Campeche. Entre los segundos, los Llerena: Sebito y Ramón; los Alverdi: Manuel, Abelardo y Alonso; los De la Puente: Juan, Luis y David; los cuates Pasquel, Rafael Cuervo Hoffman, Raúl Sempé, Chicho Betancourt, Miguel Ángel Franyuti, Luis Méndez Rocha, Joaquín Tiburcio Pérez, Pepe Barba y una “pequeña guerrilla de la legión extranjera”: Guillermo Jedermann, cuyo padre era dueño del restaurante alemán Gambrinus, situado en Lerdo número 29; Ricardo Aigster, Adolfo Hegewisch, Pepe Lajud y Lorrimer Hogg, hijo del cónsul de Inglaterra.

En la Politécnica Paco terminaría la primaria, no sin sufrir más de un centenar de “arrestos”, los cuales consistían en que se tenía que quedar a dormir en la escuela sábado y domingo, y regresar a su casa hasta el lunes siguiente a las 6:00 de la tarde, donde sus preocupados progenitores le propinaban al llegar una “tremenda zapatiza”. En realidad, el único día de holganza que le quedaba al niño Rivera era el domingo: por las tardes, entre las 4:00 y 7:30, iba al nuevo Salón de Variedades –aquel de láminas de zinc, todo cerrado, donde hacía un calor sofocante a pesar de los ventiladores de techo, que regenteaba don Juan Ansesa– a ver la película de moda, francesa o italiana; y ya por las noches, en el comedor de su casa y a la luz del quinqué (porque en la accesoria donde vivía no había luz eléctrica) se “ponía a leer en voz alta algunos párrafos de novelas o fragmentos de poesías de un viejo tomo [de la colección] El Tesoro de la juventud”. Otro de los pasatiempos favoritos de Paco en aquellos años, y que mantendría a lo largo de su vida jugando en la “sabana” o en los llanos de la cuenca del Papaloapan o como simple espectador,
era el beisbol:

De chamaco jugué en la sabana en el equipo Dos Equis, aquí en Veracruz; cuando estuve en Papalopan [Oaxaca] jugué en el Stanfruco. Me acuerdo que en Veracruz había varios parques de béisbol: el parque Aguirre, en las calle de Arista y Xicoténcatl; Los Tocayos, en Pino Suárez y Progreso (hoy Cortés); Las Olas, que estaba por la arrocera; El Caballo Muerto, en Pino Suárez y Lerdo; La Bola de Cal, en Allende y Velázquez de la Cadena […] el parque Docurro, que estaba en Xicoténcatl y Barragán, donde jugaba El Águila de Veracruz. La barda de este parque era de madera y por los agujeros que tenía se podía espiar. Durante los juegos, si la bola salía del parque, la persona que la devolviera podía entrar gratis. Los lunes no había juegos, así que los chamacos aprovechaban para ir a escarbar en la arena, buscando monedas que los aficionados aventaban para premiar las buenas jugadas de los peloteros. La época de oro de El Águila fue en los años treinta, cuando Jorge Pasquel trajo excelentes jugadores norteamericanos y cubanos; entre estos últimos a Martín Dihigo, un jugador fuera de serie.

Aprendiz de todo, oficial de nada
Al concluir la primaria, a principios de la década de 1920, Paco se fue a vivir a la ciudad de México con su hermana Leopoldina, que ya estaba casada, con el objetivo de estudiar en la Escuela Libre de Farmacia y Química, pero esta institución resultó ser un fiasco, pues jamás iniciaron las anunciadas clases. No le quedó más remedio que inscribirse en la Escuela Nacional Preparatoria, a la cual se podía ingresar una vez terminados los estudios primarios. Dos años y medio después, por desgracia, tuvo que regresar al puerto debido a los problemas económicos de su familia; sin embargo, esta aventura capitalina sería a la postre trascendente en la vida de Paco, ya que en esa corta temporada en la ciudad de México se hizo aficionado a la poesía leyendo Hojas Selectas y en la Escuela Nacional Preparatoria aprendió las bases de la métrica, siendo alumno del poeta tuxteco Erasmo Castellanos Quinto. Pero sobre todo porque en 1924, en una casa de citas, donde se reunía a comer y a convivir la palomilla de veracruzanos en el “exilio”, conocería a un personaje singular y que sería, de por vida, uno de sus más íntimos amigos: el músico-poeta Agustín Lara.

Era una casa de citas de 1924 –contaba el poeta– donde no había baile, ni copa, ni nada. Se citaban ahí nada más y se iban: “Vengo por María Elena” y ya salía María Elena. “Vengo por Rosa” y ya salía Rosa. No había música, copa ni bulla […] ahí conocí a Agustín [Lara] porque él tenía la costumbre de ir determinadas veces, porque ahí se juntaba un grupo de veracruzanos, algunos de ellos amigos de él […] No había piano pero había guitarra y Agustín tocaba muy bien la guitarra, magníficamente. Y entonces empezaba a darle a conocer a la palomilla de ahí de esa época, sus canciones primitivas. Era muy dado a cantar música cubana de Sindo Garay, el más polifacético y más viejo de los compositores [isleños].

Ya en la ciudad de Veracruz, allá por 1926 ó 1927, el joven Francisco, ante la precaria economía familiar, iniciaría un largo periplo por el mundo del trabajo, como aprendiz de todo y oficial de nada, lo cual, andando el tiempo, no lo haría precisamente millonario pero sí inmensamente rico en experiencias y dueño de una muy sui generis filosofía de la vida.

Primero se incorporó como camarero a la Compañía Mexicana de Navegación, en la ruta Tampico-Veracruz-Progreso, ganando 150 pesos mensuales más las propinas que le daban los pasajeros que viajaban en primera clase; sin contar los “extras” que obtenía como producto de la venta clandestina de tortas de frijoles y café negro a los pasajeros de tercera clase, que él mismo preparaba con las sobras de la comida de los oficiales del barco. “Cuando entré a trabajar a la Compañía –rememoraba el vate jarocho–, pensé que con el tiempo la situación económica de mi familia mejoraría y podría regresar a la escuela, pero eso nunca sucedió.”

Dos años después, hacia 1930, cuando la Compañía le vendió su flotilla de barcos a la Cooperativa de los Alijadores de Tampico, el joven Paco regresó a Veracruz y entró a trabajar a la farmacia El Águila (propiedad de Elías F. Díaz y Ángel del Río Hinojosa, ubicada en avenida Independencia, número 197), como ayudante de farmacéutico. Al principio su trabajo consistía en lavar los frascos y morteros, pero muy pronto Francisco se convertiría en un hábil farmacéutico práctico, capaz de preparar píldoras, tintes, ungüentos y toda clase de menjurjes, pues en aquella época las medicinas de patente eran prácticamente inexistentes en México.

Así, luego de un tiempo de trabajar en El Águila, se fue un año a Cosolapa, Oaxaca, a atender una farmacia; regresó de nuevo al puerto y entró a trabajar a la farmacia Santo Domingo, de los hermanos Mares, ubicada en Independencia, número 36, en la cual estuvo dos años. Después, invitado por el doctor Nicandro Melo –abuelo del escritor Juan Vicente Melo–, se hizo cargo de la farmacia del sanatorio de la Standard Fruit Company, en Papaloapan, Oaxaca, donde se quedaría por siete largos años ahorrando dinero para casarse con su novia (y después compañera de toda la vida) Imenia Tiburcio Valenzuela, nacida en la ciudad de Veracruz (“Gracias por tu bondad amada mía / por la mirada de tus lindos ojos / por tus manos de lirio y tu alegría / por la sonrisa de tus labios rojos / que me brinda tu boca cada día”).

A su regreso al puerto, el 1 de marzo de 1939 (a los treinta y un años de edad), como había prometido, el apuesto Paco Rivera contrajo nupcias con la joven Imenia, con la cual procrearía dos hijas: María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio. Sin embargo, el dicharachero Paco no sentaría cabeza; al contrario, sus bodas eran apenas el inicio de una vida dedicada al jolgorio, la buena vida y la bohemia, para gloria y beneficio de la cultura popular del puerto.

Ya en la década de 1940, con la responsabilidad de mantener una familia, Paco Píldora siguió trabajando en las farmacias, primero en una que estaba en la esquina de Independencia y Miguel Lerdo, después en otra que instaló junto con el doctor Canales en la calle de Doblado, luego en la Farmacia del Portal, en Independencia esquina con Mario Molina, y más tarde, ya como negocio propio, en la farmacia Salud, en Zamora número 220, un local en cuya parte trasera vivía con su familia. La ventaja de trabajar en el corazón de la ciudad es que podía desplazarse con facilidad a cualquier punto de ella a aplicar inyecciones por la módica suma de un peso; pero sobre todo, podía escaparse a los bares –sus preferidos eran el del hotel Royalty, el del hotel Diligencias y el Palacio, en los Portales de Lerdo– y los cafés a cotorrear el asunto del día y a componer el mundo con sus amigos la Ranilla Ramos, los ingenieros Ortiz Castellanos, Raúl Rodríguez y Eugenio Meléndez, el profesor Bismark Ánimas, el contador Manuel Cuevas Sánchez, Manuel Villagómez, Andrés Negro Torres, el capitán Ochoa y el Manojo Lara.

Este grupo, cuyos integrantes, por cierto, eran en su mayoría profesores del Instituto Tecnológico de Veracruz (Paco impartiría ahí, durante varios lustros, clases de Literatura Española, Historia de México e Historia Universal para completar sus no muy jugosos ingresos como farmacéutico), se reunía todos los fines de semana con el único y exclusivo fin de divertirse a costa del prójimo. Al principio –recordaba don Paco– lo hicieron en casa de alguno de ellos: “el anfitrión ponía la comida, lo que tuviera a la mano, y los demás los ‘pomos’. Cotorreábamos, tocábamos el piano, etcétera […] Estas reuniones se terminaron porque nuestras esposas se enojaban por el desorden y lo sucio que dejábamos las casas”. Así, para poder continuar efectuando sus encuentros semanales, al grupo no le quedó más remedio que rentar un local, el cual poco a poco fueron acondicionando con una mesa larga, sillas, estufa, refrigerador y cubiertos; contrataron además a un par de avezados cocineros yucatecos, quienes servían a la mesa de estos sibaritas caldo de pescado, mondongo y toda clase de apetitosos antojitos regionales: hasta las 8:00 de la noche eran Los Inmortales, y luego de esa hora, a partir de la cual se proyectaban películas no aptas para menores de edad y personas de estrecho criterio, desaparecía la t y se transformaban en Los Inmorales. “Así –aseguraba el cronista– duramos seis o siete años; pero empezó a llegar gente nueva, amigos de los amigos; se empezaron a ‘perder’ las cosas que teníamos en el local, hasta que finalmente se dispersó el grupo.”

En esa misma época, Paco abandonó temporalmente las labores farmacéuticas para dedicarse a otros menesteres, aprovechando que su padre, don Celestino, se había sacado la lotería. Éste le regaló 6 mil pesos a Paco, quien se asoció con un amigo para comprar un camión de volteo, con el cual se fueron a prestar sus servicios en los trabajos de construcción de la carretera Veracruz-Alvarado; sin embargo, los contratistas resultaron ser unos auténticos embusteros y a Paco y su amigo no les quedó más remedio que buscar suerte por otra parte. Pero, como reza el dicho popular, “no hay mal que por bien no venga”: por un tiempo el camión de volteo le sirvió a Paco para llevar a pasear a su familia y a algunas amistades por los rumbos de Punta Gorda, el Penacho del Indio, Mocambo, el Tejar, Medellín, las Amapolas y Paso de Ovejas, entre otros lugares cercanos al puerto de Veracruz.

Sin desatender nunca sus clases en el Tecnológico, en 1959, siendo presidente municipal Tomás Tejeda Lagos, Francisco llegaría a ser (paradojas de la vida) ¡secretario de la Inspección de Policía de la ciudad de Veracruz! Empero, como “no le gustó el ambiente”, renunció al puesto y entonces le ofrecieron el de director de la Biblioteca del Pueblo, que “aceptó gustoso”.

Bohemio de tiempo completo
Pero si por un lado el joven Paco no daba pie con bola en su vida laboral, por otro, empezaba a mostrar sus dotes de cronista, de poeta popular y de bohemio de tiempo completo. Al principio colaboraba en revistas locales de efímera existencia, como las que dirigían Manuel Lengua Sánchez y Francisco Chico Aguirre: en la primera escribía la sección “El lado bueno de las cosas malas”, en prosa, y la columna “Cachetadas”, con un epigrama bajo el seudónimo de Don Q; en la segunda, la sección “Portaleando”, en broma, y la columna “Coscorrones”, con un epigrama bajo el sobrenombre de Pacorro.

Posteriormente, durante algún tiempo, incursiona en el teatro. Aunque escribió varias comedias de claros tintes locales, acaso sea la más memorable Don Juan Velorio, parodia de Don Juan Tenorio de José Zorrilla, “con situaciones, hechos y personajes del mundo conocido y popular del puerto”. Esta parodia, cien por ciento jarocha, se presentó por primera vez en 1950 en el teatro Carrillo Puerto (hoy Clavijero), con la actuación del grupo teatral La Farándula, y aunque fue un gran éxito artístico, económicamente resultó un rotundo fracaso. Dos años después (1952), los días 1 y 2 de noviembre, en el mismo recinto, La Farándula puso otra vez en escena esta parodia pero con un nuevo elenco, cuyos personajes principales eran: Don Juan Velorio, personificado por Juan Manuel Reyes, “extraordinario actor teatral y un magnífico declamador”; Doña Inés de Ulúa, por Lourdes de la Garza; Bufareli, por José Pérez de León Popocha; Don Luis Lejía, por M. de la Garza; Rígida, por Elsa Díaz; Don Gonzalo de Ulúa, por Mariano García, y el Capitán Botellas, por José E. Mendoza. Fue tal el triunfo de esta comedia, que la función no sólo se repitió los primeros tres días de la semana siguiente, sino que durante algunos años, en los Días de Muertos, La Farándula presentaría otras obras salidas de la aguzada pluma de Paco, como Don Juan Chilorio, con la actuación estelar de Concepción R. de Galván, alias la Chilorio (mote que le venía de vender cacahuates y naranjas con chile afuera de las escuelas de Veracruz), Un velorio en el barrio de La Huaca y La reina desfila a pie.

A partir de mediados de la década de 1950, y durante casi veinte años, Paco Rivera escribiría en El Dictamen una plana dominical titulada “Estampillas jarochas”, bajo el seudónimo de Párroco, después de P. A. Corro, luego de Fray Vera, posteriormente de Ciriaco Ferrans y finalmente de Paco Píldora.

Por esa época –relataba el bardo veracruzano– ocurrió que murió un humorista veracruzano [y cronista de la ciudad de Veracruz]: Pepe Peña, José María Peña y Fentanes, quien escribía en El Dictamen [su columna “Amenidades históricas”]; entonces, un día en el café me dijo el Cuate Malpica: “Oye Paco, se murió Pepe, ya tú lo sabes; yo quiero que vayas al periódico”. Yo le dije: “Mira, no voy a poder, Pepe escribía en prosa, no voy a poder, para qué más”. Pero de todos modos escribí algo que pensaba titular “El lado bueno de las cosas malas” y se lo llevé. Me recibió el que era jefe de redacción, Félix del Cantalicio Martínez, vio mi escrito y lo botó. No más así. Y me dijo: “Eso no sirve, lo tuyo es en verso. Tus cosas en verso, no en prosa”. Y pues me obligó y empecé a trabajar en verso.

La primera estampilla se la dedicó al bikini, “que entonces era algo cantinflesco, muy distinto al de ahora” (“Ha causado sensación / alboroto y faramalla, / ese modelo de playa / de reciente implantación. / Multas, sanciones, prisión / contra su uso se han dictado; / ha intervenido el papado, / los jueces, la policía, / pero con mucha alegría / las hembras lo han aceptado”); ya luego le pusieron un “monero” para que le hiciera una caricatura a cada estampilla que publicaba, y que resultó ser un yucateco, Mézquita, quien no “estaba muy al tanto” del mundo popular jarocho. “Yo tenía que llevarlo a que conociera un patio de vecindad para que dibujara los lavaderos –decía el decimista–, para que se ambientara. Él sabía de dibujo pero de caricatura nada. Yo tenía un libro de caricaturas de [Rafael] Freyre, veracruzano, y se lo di para que aprendiera: le sirvió mucho”.

En 1957 saldría de la prensa Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos, donde, con fina ironía y un humor inigualable, hace una historia puntual del acontecer del puerto desde su fundación hasta esa fecha. Sin esta obra ya clásica de la literatura popular porteña, reeditada después en varias ocasiones, como bien ha dicho el historiador Bernardo García Díaz, sería imposible imaginarse los salones de baile, los grupos musicales, los personajes y los barrios populares de antaño, recrear, en una palabra, la cultura popular de Veracruz de la primera mitad siglo xx.

Pero además –abunda García Díaz–, y mucho antes de que a decenas de sesudos estudiosos de la universidad se les ocurriera, tuvo el tino de colocar a Veracruz en el ámbito cultural que le corresponde, es decir, en su contexto cultural caribeño, al señalar enfáticamente [en aquella primera obra de su autoría] todo lo que de cubano ha tenido el puerto.

Y eso que, aunque parezca increíble, Paco Rivera ¡jamás puso un pie en la mayor de las islas del Caribe!

Posteriormente, como en todos los periódicos aparecían epigramas, Nillo Malpica le pidió a Paco que le hiciera unos para El Dictamen, entonces Paco empezó a publicar uno diario con el título de “Piquetitos”, primero, y con el de “Chinampinas”, después (“El epigrama ha de ser / el aguijón de una abeja / que vuela, pica y ahí deja / manifiesto su poder. / Claro que debe tener / en la rima aristocracia, / no ser procaz ni ofensiva / y ha de llevar muy arriba / ingenio, donaire y gracia”).

Lo de Paco Píldora surgió –y dónde más pudo haber sido– en el curso de una de las tantas juergas que acostumbraba:

Un día que andaba yo de “picos pardos” –contaba divertido el juglar porteño– con un amigo [Luis Calderón] al que le decíamos el León Viejo, me fueron a vender, sacadas del muelle, a granel, píldoras de Foster que sirven para los riñones, y tiñen la orina de azul porque tienen “azul de metileno”. Mi amigo traía hipo, y yo para que se le quitara porque ya me tenía harto, y también para gastarle una broma, le insistía en que chupara una píldora para que se le disolviera en la boca, escupiera azul y se espantara; como él no se dejaba, lo molesté tanto, tanto, que ya cansado se tomó una y me dijo: “¡ya deja de estar chingando, tú, Paco Píldora”.

Y de ahí pa’l real. Pero Paco no se andaba por las ramas. Así que un día cualquiera, a principios de los años setenta, en el programa televisivo “Dimes y diretes” que se transmitía en el Canal 2 de Veracruz, y que conducían él y un amigo suyo, el ingeniero González, tuvieron la osadía de criticar a la Junta Local de Mejoras Materiales del H. Ayuntamiento por la cantidad de baches que había en las calles de la ciudad; hasta organizaron entre su teleauditorio un concurso, cuyo ganador sería quien descubriera el bache existente más grande y profundo. Como era de esperarse, el Decano de la Prensa Nacional, siempre del lado de los poderosos, los mandó por un tubo, sin más explicación de por medio que la que se exponía en un lacónico oficio:

Yo pienso –aseguraba el Novo jarocho– que por ahí vino la cosa. Era entonces el jefe de la Junta Local de Mejoras Materiales Alberto Tapia Carrillo. Y él ya me había echado muchos padrinos, pero yo le decía: “Mira Alberto que yo no masco ‘chapo’. Vete”. Pero yo no sé cómo le hizo él. El caso es que de El Dictamen me mandaron un oficio, hasta el mismo programa, dándome de baja. Por dificultades económicas, me dijeron. A mí, y al ingeniero González.

Entonces, de inmediato, Alfredo Salces, dueño de Notiver-Radio, siempre a la caza de “la noticia en el momento en que sucede”, contrató a Paco para que continuara escribiendo sus “Estampillas jarochas”:

Salces –recordaba el epigramista– me habló y me dijo:
—Oye, qué tal si faltando diez para las 7:00 a.m. te doy un telefonazo y me pasas la Estampilla.
—Bueno —le dije—, pues juega.
Y ahí empecé a colaborar hasta que se fundó el periódico [Notiver].

En éste Paco se integró como corrector de estilo y, desde luego, continuó escribiendo puntualmente, hasta el final de su vida, sus imprescindibles “Estampillas jarochas”, así como una sección titulada “Revolviendo papeles”, en prosa, de carácter autobiográfico:

Nunca había estado en un periódico. Siempre había sido únicamente colaborador. Nada más de enviar mi colaboración. Y ahí sí tenía que corregir, que hacer mi artículo, y todo, e irme a las dos de la mañana. Sin recibir sueldo, ni nada. […] Alfonso [Salces] escribía mucho. Tenía una maquinita eléctrica que no ponía acentos, ni comas, ni puntos. Ni casi nada. Nada más me pasaba las hojas para corregir. A veces le decía:
—Espérate, hombre, ya tengo aquí diez. Aguántame un ratito.

Paralelamente, a partir de septiembre de 1973, junto con el magnífico poeta satírico orizabeño Pancho Liguori y otros colaboradores, Paco empezó a publicar El Chakiste, periódico quincenal escrito en verso, financiado totalmente por Rafael Lechuga Mont el Chino, uno de sus íntimos amigos, y que en marzo de 1974 tomaría el nombre de El Chaquiste Versador. El subtítulo de este periódico (con formato de 30 centímetros de ancho por 40 de largo) era por demás elocuente: “Juguetón y Bullanguero”, y sus editores lo presentaban, no sin cierta sorna, como el “Órgano del Taller de Poetas y Aprendices de la Bohemia Veracruzana”. Tenía, además, un revelador epígrafe de Emilio Cantarel que ponía en entredicho un famoso verso del poema “Asonancias” del vate porteño Salvador Díaz Mirón: “En esta vida por desgracia nuestra / he comprendido ya con gran tristeza, / que sí tiene derecho a lo superfluo / quien de estrecha honradez / siempre carezca”. En el número 1 de El Chakiste, (publicado el 5 de septiembre de 1973) Liguori escribió siete “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”, que pintan de cuerpo entero y en forma admirable a este estampador del puerto; baste como muestra un botón: “Saludo a Paco Rivera, / jarocho de buena ley, / de los copleros el rey, / y vate aunque no lo quiera. / Porque con su guayabera, / su aspecto de hombre maduro / y su cigarro y su puro, / de su Veracruz amado / conoce bien el pasado / y vaticina el futuro”.

Asimismo, Paco redactaba y leía cada año el Bando Solemne del Carnaval, en el cual, además de dar a conocer públicamente el testamento de Juan Carnaval y de mandar línea sobre el comportamiento a seguir a todos los amantes de las fiestas carnestolendas, se pitorreaba sin ambages de las sacrosantas autoridades locales y de todo aquello que anduviera “chueco”, ante la presencia de sus amigos de juerga, todos disfrazados, entre ellos Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Chucho Herrera, Amado Reyes, Bibí Martínez, Rafael el Loco Oroza y el Chocho Perea, y de la alborotada plebe jarocha que abarrotaba el Malecón del Paseo, el zócalo o la calle de Morelos, frente a la Biblioteca del Pueblo.

Por si fuera poco, Paco Píldora se daba tiempo para involucrarse en aventuras absolutamente quijotescas, como fue, sin duda, la inolvidable “campaña” de Salvador Kuri Jatar, alias Sakuja, en 1958, por la presidencia municipal de Veracruz representando al “Partido Reformista Inmaculado”. La utópica como subversiva “plataforma de gobierno” de este conocido comerciante de telas de origen siriolibanés decía a la letra:

El Ayuntamiento se compondrá únicamente de: el presidente municipal, que tendrá labores de tesorero, un síndico que se encargará de la banda infantil del Hospicio y un regidor para los ramos de policía y educación, que trabajarán unidos, pues a mayor educación menos policía, todos los funcionarios que trabajen en palacio no cobrarán sueldo, y desaparecerán de inmediato los inspectores por ser su presencia del todo inútil en la ciudad, el orden y la vigilancia se hará por medio de los jueces de manzana, que atenderán las quejas de los vecinos; el agua, la luz y la limpieza será motivo del cuidado diario de la ciudadanía que turnándose ejecutará estas funciones.

Pero más que su “plataforma de gobierno”, lo que le preocupaba al Partido Revolucionario Institucional, que entonces gobernaba el país de manera autocrática, era que los mítines del popular Sakuja, realizados en la Plaza de la Constitución, eran cada vez más nutridos y sus miles de partidarios (hecho inédito) llegaban “por su propio pie y sin molestos y obligados acarreos”, entonando: “¡Puja, empuja y arrempuja!… ¿Quién? ¡¡Sólo uno… Sakuja!! ¡¡Tácaselo Salvador!!” Entre sus seguidores, por supuesto, no podían faltar personajes como la Chilorio, el Loco Amado, Tanislao, la Negra del Chongo y el Bombero. Así, ante el creciente arrastre que Sakuja iba adquiriendo entre los variopintos contingentes de trabajadores locales y la población en general, el pri-gobierno intentó, en un primer momento, boicotear los mítines del “Reformista Inmaculado” cortando la luz eléctrica en el circuito del Zócalo. Pero como los líderes de este “partido político de oposición” pretendían tomar el Malecón del Paseo, a la altura de las ruinas del quiosco Atlántida, para continuar haciendo ahí sus concentraciones multitudinarias, a las autoridades estatales no les quedó más remedio que echarles encima a la fuerza pública, montada y de a pie, para cortar de raíz esta “afrenta política”, que si bien es cierto había empezado como una broma, cada vez más iba adquiriendo ribetes de seriedad inadmisibles. “Ahí terminó […] la candidatura de Sakuja a la alcaldía –rememoraba el vate veracruzano– y me gané su enemistad y su rencor, pues le dijeron que [yo] ya me había vendido por 25 mil pesos, cosa ésta [que no era cierta] pero que jamás me perdonó y me alejó de su amistad”.

Ya en los años sesenta, cuando Agustín Lara vivía en Veracruz con Rocío Durán, Paco participaba en los programas de radio para la xew que se transmitían a control remoto desde la mágica Casita Blanca, la cual le había regalado al Flaco de Oro el entonces gobernador de Veracruz Marco Antonio Muñoz. En esos célebres programas participaron, además de Agustín y Paco, casi siempre en pareja, Pedro Vargas y Toña la Negra, Alejandro Algara y Rebeca, Pepe Guízar y Amparo Montes, entre otros famosos cantantes. Sobre el ambiente festivo que se respiraba en dichos programas, Coco Durán recuerda:

Desde la Casita Blanca mi papá [Agustín Lara] aceptó hacer unos programas de radio para la xew. El patrocinador era la Compañía General de Aceptaciones. Paco Rivera, el mejor pregonero de Veracruz, gran literato, periodista y colaborador del periódico El Dictamen, improvisaba, entre cada canción, un verso con sal y pimienta. Lo mismo hacía nuestro compadre Popocha. Cada semana llegaba el equipo que se comprendía del locutor Ignacio Santibáñez, dos cantantes y doce técnicos, en el vuelo de las 12:00 p.m. Había que darles de comer y de beber a todos. Aquello, más que transmisión del programa, era una fiesta radiada y amenizada por los Tigres de la Costa. Ensayaban y comían como benditos. El programa pasaba a las 8:00 p.m. Se ponían altavoces afuera de la Casita Blanca para que los tumultos [que había afuera] siguieran el programa. Todos los programas eran un éxito, pero quizá el más recordado fue en el que participaron Pedro Vargas, Pepe Guízar, Rebeca y mi papá. […] Afuera la gente se subía en los toldos de los automóviles, se subían a la reja de la casa y ensuciaban toda la calle, y no faltó la vez que temí que hasta se bebieran el mar. Cuando se presentó Amparo Montes con Alejandro Algara, la gente empezó a llegar una hora antes, a pie, en carro, en carretas, con sillas; y pidieron a gritos que pusieran una bocina más. Mi papá se condolía y solía abrir las puertas de la casa, y estas fiestas se prolongaban hasta el alba. Se hicieron quince programas maravillosos. Por otro lado, cada festejo le costaba a mi papá cinco mil pesos de aquella época. Era más caro el caldo que las albóndigas. Pero lo más importante era lo que estas transmisiones y muestras de cariño de su público veracruzano le aportaban a mi papá: ya no pensaba en su enfermedad, en el D. F. Más que el vino, lo que le embriagaba era su popularidad.

Camino hacia la inmortalidad
En 1981, la agitada vida de Francisco Rivera se ve interrumpida abruptamente por una severa trombosis que casi acaba con su vida. Un poco pesimista (aunque no amargado) ante el ambiente de inseguridad que según él se vivía en la ciudad de Veracruz en ese momento, decide irse con su esposa Imenia, en una especie de “autoexilio voluntario”, a Tuxtepec, Oaxaca, donde ya vivía su hija Dulce María con su esposo José Algimiro y sus cuatro hijos.

Me voy de aquí –declararía el cronista a un medio local– porque se ha deshumanizado la gente que vive en el puerto, vivimos una eterna zozobra, no hay seguridad; los pocos veracruzanos que quedamos nos sentimos extraños en nuestro propio lugar de origen y me voy a Tuxtepec a radicar definitivamente, porque creo que allá voy a ser útil y podré servirle desinteresadamente a ese pueblo que es ordenado, pacífico y donde creo que todavía no ha llegado la maldad. Quiero cuidar a mi compañera y vivir los últimos años que me quedan en paz y tranquilamente y sin esta angustia que vivo en Veracruz […] Ahí tengo ya planeado hacer mi “parroquia”, porque tengo amigos con quienes puedo fundar una peña para perder una o dos horas y platicar de lo que es nuestro.

Don Paco, un tanto nostálgico, se quejaba también de que a los jóvenes de fin de siglo ya no les interesaba el pasado y la cultura de Veracruz, y de que los lazos de solidaridad que caracterizaban a los habitantes de antes ya habían desparecido:
Tal vez por los años que tengo, setenta, yo esté mirando las cosas de otro modo, pero […] los jóvenes no conocen lo que es Veracruz, posiblemente porque no hemos tenido la capacidad y la paciencia de enseñarles nuestras tradiciones, nuestra historia y por eso vemos tantos desmanes […]

El Veracruz que yo viví creo que nunca volverá, porque están desapareciendo sus famosos patios de vecindad. Aquella llave de agua, los lavaderos, el inodoro, que eran servicios comunales y que se pudiera pensar fueran factores de envidia y pleitos, servían para unir más a los vecinos y para hacer más llevadera la convivencia. En la actualidad ya no es posible ver […] que los vecinos se ayuden mutuamente. Todo eso se ha perdido.

Sin embargo, y a pesar de todo, luego de siete años de “autoexilio voluntario” durante el cual sus familiares y amigos lo apapacharon, y relativamente repuesto de su enfermedad, aunque con algunas “contrariedades” en su salud por las medicinas que debía tomar y las secuelas que le dejó la trombosis, Paco regresó a su amado Veracruz. Y si bien ese exquisito poeta satírico que fue Liguori, afirmó en una sus “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”: “Él dice que ya no espera / ni permite que lo aclamen, / ni que poeta lo llamen / y que ya pasó a la historia, / ¡porque sabe que su gloria / no necesita dictamen!”, lo cierto es que al final de su fructífera, jocosa y sencilla existencia le llovieron las distinciones y reconocimientos, muy a pesar suyo.

Así, en 1988, justo cuando cumplía ochenta años de edad, su querido amigo Gregorio Rodríguez Terán (mejor conocido como Goyo Mondongo, ex monarca del Carnaval de Veracruz), con el apoyo de Adela Lagos Ramón, promotora del Instituto Veracruzano de la Cultura (ivec), le organiza un cálido y merecido homenaje, en el que participan Guillo Cházaro Lagos, Roberto Luis Prado Miravete, Félix Martínez González, Nayo Lorenzo Camacho, Rafael Lechuga Mont el Chino, Rodrigo Gutiérrez Castellanos, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Germán de la Maza Vázquez, Aurelio Morales Morales, Mariano Martínez Franco, Manuel Pitalúa Flores, Tolentino Díaz Carrera, entre otros poetas y trovadores amigos del bardo porteño.

Ese mismo año el ivec le publica Estampillas jarochas, una extraordinaria compilación de sus punzantes décimas aparecidas en los periódicos locales, en particular en El Dictamen y Notiver. En la “Nota preliminar” de este libro (cuya reedición es urgente), Jaime G. Velázquez escribió:

El título, Estampillas jarochas, implica tanto una dedicatoria: marbete del ingenio pegado en el sobre de las cuentas pendientes, como un reconocimiento: sello de origen, testimonio generoso de un lugar para coleccionistas. Es también una singular correspondencia entre porteños: guiños, palmadas y puntapiés; convenio entre diplomacia y franqueza, envíos de común acuerdo entre el satírico y los deudores de la ciudad. Locura a voces que es un pacto más entre los ciudadanos –lo inexplicable de remontar la vida a pesar de todo, ir triunfando, tratar de que no se pierda más si el Norte se lleva casi todo–: el humor es cruel, olvida los nombres de los lectores porque en las ciudades todo le pasa a otro, el de enfrente. Y la memoria es tenaz frente a las mentiras de los “empalagosos cronistas”, mentirosos. La sensación que producen estas estampillas es, entonces, algo familiar: el fragmento de una historia cuyo desenlace está a la vista, a veces bien, a veces mal.

Un poco antes, el 16 de diciembre de 1987, el presidente municipal de Veracruz Gerardo Poo Ulibarri lo nombra Cronista de la Ciudad; unos años después, el 22 de marzo de 1991, siendo alcalde Guillermo González Díaz, en sesión solemne de cabildo es declarado Hijo Predilecto de Veracruz, y finalmente, en 1992, el Gobierno del Estado de Veracruz, en manos del gobernador Dante Delgado Rannauro, le otorga la medalla General Ignacio de la Llave. Inclusive desde 1981, como un reconocimiento a su labor cultural y literaria, una calle de la ciudad lleva el nombre de Francisco Rivera Ávila.

Dos años después de haber recibido la medalla, el 1 de junio de 1994 Paco dejó de existir luego de librar y perder la última batalla contra la muerte, rodeado de sus seres queridos. “Murió el rey de la trovada, el coco de Sotavento / qué extraordinario talento / qué mente tan despejada”, escribió Tío Costilla, al inicio de unas décimas de cuarteta obligada, tituladas “Homenaje póstumo a Paco Píldora”, desde Lerdo de Tejada, el 16 de junio de ese año. Con Paco se iba el viejo Veracruz, que ahora, por desgracia, sólo permanece en sus crónicas versadas y en las fotografías de Santamaría, José F. Bureau, Manuel Bada, Manuel Reyna y Raúl Varela, entre otros artistas de la lente. Como atinadamente señaló Jaime G. Velázquez unos días después: “Al morir él, un enorme vacío, un gran miedo, una inacabable prisa nos empuja: quisiéramos sacar todo lo que hemos leído y todo lo que hemos visto para que toda la ciudad sepa que un enorme edificio natural ha caído, que un bosque de miles de hectáreas ha desaparecido, que una biblioteca se ha vuelto polvo ilegible”. Dos meses y medio después de su muerte, el 16 de agosto de 1994, acaso agobiada por la tristeza y la ausencia de don Paco, falleció la mujer que por más de medio siglo había vivido a su lado, en las buenas y en las malas: Imenia Tiburcio de Rivera, mejor conocida como doña Pico.

Don Paco ya no está con nosotros, ya no nos puede contar, con “ingenio, donaire y gracia”, una y mil historias del Veracruz de ayer y de hoy a través de sus versos portentosos, mientras se fuma un cigarro de marca Delicados y toma un café negro para reavivar su prodigiosa memoria. No nos queda más que abrevar en su vasta obra que nos ha legado; empero, estamos seguros de que en el más allá de las letras veracruzanas –donde debe estar haciéndole compañía a Miguel Lerdo de Tejada, Francisco del Paso y Troncoso, Manuel y Salvador Díaz Mirón, y Juan Vicente Melo– sigue escribiendo, bajo cualquier pretexto o circunstancia, sus “estampillas jarochas” para deleite de los habitantes de esa privilegiada dimensión literaria.

Bibliografía
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Mancisidor Ortiz, Anselmo. Jarochilandia, México: Talleres Gráficos de la Nación, 1971.
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____. Sobredosis de humor, Veracruz: Instituto Veracruzano de Cultura, 1996 (Cuadernos de Cultura Popular).
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Velázquez, Jaime G. “Francisco Rivera Ávila, inolvidable poeta”, en La Ventana Cerrada, núm. 26, 7 de junio de 1994.
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Veracruz, Directorio No. 9, Ericsson, s. l., 1945, 278 pp.
Veracruz, Directorio Telefónico 21, Teléfonos de México, S. A., s. l., 1958, 114 pp.

Archivos
Fondo Francisco Rivera Ávila, Archivo y Biblioteca Históricos de Veracruz (ffra-abhcv), documentos varios y artículos periodísticos sueltos de El Dictamen y Notiver, principalmente, la mayoría sin fecha, así como algunos ejemplares de los periódicos El Chakiste y El Chaquiste Versador (1973-1974).

Entrevistas
María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio, Veracruz, Ver., 4 y 12 de diciembre de 2008, respectivamente.

Agradecimientos
En la elaboración de este trabajo fue esencial el apoyo, la confianza y la hospitalidad de la arquitecta Concepción Díaz Cházaro, directora del Archivo y Biblioteca Históricos de la Ciudad de Veracruz (abhcv), y de María del Rosario Ochoa Rivera, responsable del Fondo Francisco Rivera Ávila del abhcv. A ambas doy mi agradecimiento sincero.

*  Publicado en Personajes populares de Veracruz, Félix Báez-Jorge (coord.), Gob. Edo. Veracruz / Sec. Educación Edo. Veracruz / Universidad Veracruzana, México, 2010.


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

mantarraya 2

Un comentario en “Paco Píldora: genio y figura”

  1. Seres que deberian tener un lugar histórico donde se divulgaran sus escritos ,documentos y vivencias pero nada de ello es preocupación de las autoridades es mas ni idea tienen de quienes fueron estos personajes así no existe en el Puerto una “Casa Museo de los músicos y compositores Veracruzanos” se perdió el base ball como deporte y no existe un “Salón de la fama del Base ball”,un Salón de los Carnavales de Veracruz ” etc.todo este acervo por desgracia no existirá dentro de poco .(8-enero-23)

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