Experiencias en un viaje a Tlamacazapa, Gro. en 1963.

La Manta y La Raya # 8 / septiembre 2018 ___________________________________________________________________________

Thomas Stanford y Evangelina Arana, 1961. .


Thomas Stanford

Tlamacazapa es un pueblo nahua que está encima de un cerro, en medio de un pedregal, al este de Taxco.

Me acuerdo bien del camino a Tlamacazapa, que recorrí en 1963. En compañía de mi guía, partimos de Buenavista de Cuéllar, pueblo conquistado por Emiliano Zapata durante la Revolución, donde grabé el corrido La derrota de Zapata que, de acuerdo con lo que dice su letra, relata “la derrota que nos vino a dar Emiliano Zapata”. Cuando yo estaba en un promontorio que me permitió ver el p’ueblo desde esa parte alta, un anciano recordó (citando la letra del corrido):

—Ahí abajo andaba Zapata sobre su caballo blanco, “cuando vino todito Morelos con el fin de pegarnos la derrota”.

Yo quería irme a pie desde Buenavista de Cuéllar hasta Tlamacazapa. Tenía puestas mis botas para tal fin y por eso no me preocupaba la caminata, a pesar de que sabía que el camino era pedre- goso. Pero la gente de Buenavista me recalcó que “los caballeros andan a caballo”, y obedeciendo el consejo decidí hacer el viaje a caballo.

Durante el trayecto, que implicó un tiempo no muy largo (más o menos tres horas, si no mal me acuerdo) me encontré con cosas interesantes. A la mitad del camino mi guía y yo nos topamos con una formación geológica de unos veinte metros de altura, que estaba a la derecha del camino y ladera abajo. El baqueano me dijo: “A ése le dicen el fraile”. Más adelante, a la izquierda del cami- no, había una hermosa casa de paredes blancas y techo de teja, y el guía comentó que pertenecía a la aldea de San Juan Colorado. Luego de avanzar durante un largo rato, llegamos a Tlamacazapa.

En la actualidad, el último tramo del trayecto es una carretera que facilita el acceso en auto, pero en aquel entonces sólo un vehículo todoterreno podía superar los obstáculos que hacían difícil la llegada al pueblo.

Entre mis primeras impresiones de la localidad tengo fuertemente grabada la imagen de dos largas filas de personas, integradas, en su mayoría, por niños y ancianos, que con jicaritas en mano esperaban un turno para entrar a dos cuevas. Estaban recolectando agua que caía a gotas de las bóvedas de esas cavidades. El pueblo era grande, pero padecía una grave carencia de agua potable. Había un manantial en las cercanías del pueblo, pero desafortunadamente estaba a una distancia considerable de las casas y el agua era tan salada que sólo podía utilizarse para que bebiera el ganado.

Visité el pueblo en dos ocasiones posteriores y pude hacer amistad con don Víctor y su esposa. Él era uno de los pocos mestizos del lugar y había sido mayordomo del pueblo. Don Víctor y su mujer no tenían hijos, pero durante varios años posteriores su ahijado Alejandro llegó con frecuencia a mi casa, ubicada en la Ciudad de México, para vender las bolsas de palma que se producían artesanalmente en el Tlamacazapa de aquella época, y que se vendían bien en la ciudad y en algunos centros turísticos.

En ese pueblo encontré una gran variedad de danzas que atraparon mi interés, pude documen- tar más de veinticinco. Entre todos los pueblos en los que he andado durante mis investigaciones de campo, a lo largo de cincuenta años, Tlamacazapa es el pueblo con el mayor número de danzas que yo haya documentado.

Normalmente he encontrado que cada pueblo tiene su repertorio de danzas y que la mayoría de éstas han sido tomadas en préstamo, pues se originaron en pueblos vecinos. En el mejor de los casos, probablemente sólo una de las danzas es propia. La danza original se puede identificar porque, por lo general, está más desarrollada que las demás.

En el caso de Tlamacazapa pasaba algo insólito: había un maestro de danzas que venía desde un pueblo de las inmediaciones de Taxco (creo que se llama San Juan de Dios) y enseñaba numerosas danzas, a la vez que vendía unos cuadernitos impresos con los diálogos de éstas. Este hecho provocó dos efectos sorprendentes; por un lado —como ya he señalado—, eso explica la existencia de un extenso repertorio de danzas en Tlamacazapa; y por otro, debo decir que no he encontrado otro caso de un maestro itinerante que se dedique a enseñar danzas.

En mi experiencia —como ya he afirmado—, la posibilidad de distinguir entre las danzas propias de un pueblo y las tomadas en préstamo es factible porque las propias son mucho más evolucionadas y contienen más elementos. En Tlamacazapa encontré los tecuanis (la danza del tigre), que pertenece a un tipo de danzas que hemos encontrado en varias partes. También encontré los tejorones, danza de los mixtecos de la Costa Chica de Oaxaca. Pero los tejoneros también es el nombre de otra danza de algunos pueblos nahuas de las faldas del volcán Popocatépetl, en el estado de Puebla. De hecho, en Tlamacazapa observé la danza del venado de los mayos y los yaquis de Sinaloa y Sonora. En Tlamacazapa, los símbolos de esa danza varían: el venado es una proyección del bien, que se encuentra asediado por el tigre, fiera que representa al mal y lo antisocial. El tigre únicamente se impone durante las fiestas del fin de año.

Estas danzas son teatro, y muchas de las danzas indígenas también lo son. Eso es notorio porque lo que se baila se presenta únicamente como entremeses: cuando la trama se detiene, los actores se forman en doble fila y bailan varios sones para luego retomar el argumento.

El lugar en el que se llevaban a cabo las danzas en Tlamacazapa era un área no muy plana que tenía un declive hacia el norte, a partir de una hilera de árboles que prestaba sombra durante gran parte del día y estaba casi en medio de las casas del pueblo. La danza se desplazaba, con todo y los espectadores, por los rincones de ese dilatado prado. La danza se inició hacia las diez y media u once de la mañana, y terminó a las seis de la tarde, aproximadamente.

Los folkloristas suelen afirmar que estas danzas son “milenarias”, pero esa aseveración es exagerada. De hecho, lo que los folkloristas dejan de lado, pero que resulta muy notorio en las danzas, es el aspecto teatral que les imprime una particularidad que a mí me llama poderosamente la atención, así como su variabilidad. Por eso siempre surgen expectativas entre los lugareños respecto a qué sorpre- sas se harán presentes en la siguiente representación dancística. Hay que recordar que los pueblos en los que se desenvuelven estas expresiones suelen ser remotos y carentes de recursos para la diversión de sus habitantes. Por ello, las fiestas y las danzas cumplen un papel muy importante que establece el momento y el lugar de la diversión de la gente, que se complementa con la recepción de visitas ocasionales. En ese contexto, el entretenimiento que brindan las danzas cobra mucha relevancia.

Dos años antes de que nosotros llegáramos a la fiesta se rescataron dos viejos teléfonos que probablemente databan del Porfiriato. Los aparatos tenían una manivela que, al darle vuelta, hacía sonar el aparato al otro extremo de la línea y permitía hacer una llamada. Los organizadores habían comprado unas baterías y tendieron una línea telefónica entre el campamento del tigre y el de Juan Tirador, el cazador en la danza. Todavía se hablaba de ese evento cuando llegué a la aldea.

El relato de la danza abordó toda la historia de cómo se llamó a Juan Tirador para que se encargara de cazar al tecuani (tigre) que estaba asediando al pueblo, valiéndose de mucho armamento y parque violaba a las mujeres locales. En la grabación que realizamos durante nuestra asistencia a la fiesta, por un largo rato, los diálogos hicieron una exposición de todo el armamento que tenía el tigre, que contaba con cañones, rifles máuser y muchas otras armas. Los diálogos también enfatizaban lo peligroso que era el tecuani y dejaban ver una gran preocupación por las mujeres que estaba violando. La alusión al carácter maligno del tigre era la constante:

—El tigre muy malo, hombre. 

—Quema, hombre.

—Sí, hombre.

Y esto se repetía una y otra vez durante la danza.

Creo que la metáfora que se expresa en la danza es la siguiente: el tigre es una reminiscencia de creencias prehispánicas que asociaban a este felino con una manifestación terrestre de un dios todopoderoso, el sol. Supongo que los sacerdotes coloniales intentaron disuadir a los indígenas de sus creencias ancestrales con esta caracterización y crearon una representación del tigre como un ente maligno, travieso y contrario a la cristiandad. Debido al carácter maligno del tigre, el pueblo organiza una cacería y contrata a Juan Tirador para extirpar, de esta manera, una influencia contraria a la fe católica.

En esta obra había muchos personajes: Salvadorchi (Salvadorcito –chi es un sufijo diminutivo en la lengua nahua). Mayorza (personaje del que no sabemos de dónde proviene el nombre), el Viejo Loco (que profería risas contagiosas) y muchos otros. Algunos tenían participaciones ocasionales y reducidas, como —por ejemplo— el Perro Rastreador, que en varios momentos de la cacería ayuda a encontrar al tigre. Si acaso quedara duda sobre la relación de esta danza con el teatro, también había un apuntador que apoyaba a los actores cuando olvidaban sus diálogos.

Al final de la danza, cuando el sol estaba bajando en el horizonte, el tigre estaba trepado en un árbol, como a cuatro metros de altura. Juan, que le tenía mucho miedo (siempre temblaba incon- teniblemente cuando veía al animal), levantó su rifle (un palo de escoba) mientras sus compañeros lo animaban:

—¡Tú sí lo puedes hacer, Juan!

—Apunta con mucha calma.

—¡Fíjate bien!

Finalmente, Juan disparó y le atinó al tigre, que cayó del árbol sobre un lugar que con toda seguridad había sido preparado con anterioridad para que el actor no se lastimara. En una de las partes de la danza, un danzante interpretó a un carnicero y otros corrieron a tomar hojas de limón para meterlas dentro de la camisa del tigre, diciendo que el animal estaba muy gordo y que su grasa era ahora del pueblo. A continuación, esos actores sacaron lentamente la grasa de la camisa del tigre y la llevaron a las mujeres asistentes mientras decían que esa grasa era buena medicina para las reumas, para la disentería y para quién sabe qué más. Mientras tanto, el carnicero repartió la carne del tigre entre los presentes.

Cuando empezaba a ponerse el sol se terminó el teatro. Y ese día puede grabar casi una hora y diez minutos de danza en Tlamacazapa.

Cuando los folkloristas presentan ante un público citadino este tipo de “hechos folklóricos”, nos preguntamos: ¿cómo se montaría una danza con estas características en el teatro de Bellas Artes de la Ciudad de México para un público citadino? Yo conocí a Enrique Bobadilla Arana, que montó la danza del venado para Amalia Hernández, el primer año de sus actuaciones como directora del ballet folklórico nacional. Siempre le critiqué su montaje. En cierta ocasión le dije: “Yo conozco la danza del venado, la he visto representada por los indígenas de Sinaloa y Sonora, y no tiene nada que ver con lo que he presenciado aquí”. No se puede llevar público a una danza en sus pueblos de origen, porque la sola presencia de un auditorio numeroso alteraría la significación del evento, pero este tipo de danzas tampoco se puede montar en el teatro de una ciudad, porque ahí está ausente el contexto que le da sentido. Hay que recordar que lo que da pauta a la danza implica formas particulares de ver el mundo que se expresan —por ejemplo— en las preocupaciones que tiene la gente del campo con las cosechas de las milpas, con la salud de los hijos y de los familiares. Considero que sería conveniente y valioso que la gente de las ciudades asistiera a eventos de danza, de teatro, de música y de muchas otras expresiones culturales de los pueblos indígenas, y las conociera en sus contextos normales, pero es un hecho histórico que casi nadie de origen urbano va a esos pueblos. Por eso, los lugareños se asombran cuando —por excepción— algún citadino llega a sus pueblos. Creo que los videos podrían ser la mejor modalidad de divulgación de las danzas de los pueblos indígenas en sus contextos originales. Por ejemplo, sería interesante asomarse hoy a Tlamacazapa, pueblo al que ahora se puede acceder por carretera (que no existía cuando estuve ahí) y observar los efectos que la influencia de las ciudades ha tenido en sus expresiones dancísticas.

 


                                                                                            

Revista # 8 en formato PDF (v8.1.3):

 

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