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Tejiendo luz en la Huasteca

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Tejiendo luz en la Huasteca

 

Carlos Arturo Hernández Dávila

Tan descomunal como maravillosa, la Huasteca y sus diversas regiones interiores exigen a todos aquellos que pretendan describirla, sean consientes de su limitada capacidad para lograrlo. A los fecundos ríos que la surcan se han sumado ríos de tintas e imágenes que ayudan al mundo a reconocer parte de lo que este vasto territorio encierra. 

Multicultural, plurilingüe, étnica y religiosamente diversa, con un patrimonio biocultural sobresaliente, la Huasteca no ha permanecido indiferente a conquistadores misioneros, viajeros, exploradores, gambusinos, y sin fin de profesionales de casi todas las ciencias penosa e inútilmente divididas aún en “sociales” o “naturales”, que son atraídos a sus más insólitos rincones. Estas miradas ajenas, si bien aún se consideran necesarias, afortunadamente ya no son las únicas: resulta refrescante comprobar que existen antropólogos, historiadores nacidos en rancherías o cabeceras municipales y formados en las universidades estatales, muchos ya con posgrados cursados lo mismo en la ENAH, la UNAM, el CIESAS que en universidades de Francia o estados Unidos. Así, si antes las investigaciones etnohistóricas sobre las comunidades otomíes, tepehuas, nahuas, teenek, ya sea que versaran sobre la conquista, la reconfiguración del territorio, la evengalización, o sobre las luchas por el territorio, los estudios sobre la diversidad lingüística o acerca del patrimonio musical o textil estaban comandadas por los expertos venidos de fuera, al día de hoy una legión de jóvenes investigadores e investigadoras está revolucionando la mirada y el debate sobre esta región del México profundo. 

Pero también llama la atención que a estos jóvenes profesores e investigadores, se les suman otros jóvenes quienes, ajenos al mundo académico, mantienen vivos los saberes ceremoniales, asumiendo las complejas tareas de especialistas rituales, y que se han convertido en expertos recortadores de papel, músicos, tejedores y promotores culturales. 

He caminado la Huasteca desde mi adolescencia, pero desde el 2020, en plena pandemia y cuando emprendí un proyecto sobre máscaras y otros objetos rituales, mis viajes han sido más entrañables. Desde ese año mi interés profesional se centra en hacer fotografía hasta donde sea posible y pertinente. Fue así que, con la cámara entre las manos, puedo decir que disfruté estar en el taller del mascarero Juan Hernández, en Atlapexco, y de Fredy Hernández en Humotitla, ambos en Hidalgo. Me deleito en recordar haberme sumergido en ríos de diáfanas aguas, para luego peregrinar para escuchar el canto y las profecías de la sirena (en otomí llamada xumpho dehe), allá en el paraje semiselvático de La Joya, entre tucanes y loros. Suspiro al recordar que he presentado mis respetos al diablo-compadre o zithū, en el carnaval de Cruz Blanca, o a Santa Rosa en Ojital Cuayo. Y sé muy bien que algunas veces recuperé fuerzas contemplando los irrecuperables luces del atardecer en Tamiahua. Me veo claramente viajando mientras escuchaba al grupo Tlacuatzin, o en silencio y con los oídos aún llenos del deleitoso paisaje sonoro de los sones de costumbre. En estos años me ha envuelto la niebla en Pahuatlán, luego de visitar a don Alfonso Margarito García Téllez en San Pablito, o a la tejedora Irma Hernández en Zoyatla, pero también mi cuerpo ha experimentado el trepidante calor de Xochitlán, al lado del genial Genaro T. Sánchez, siempre enmascarado en las fiestas del apóstol San Bartolomé. 

Yo deseaba registrar en fotografía la vida ritual en la Huasteca, pero la Vida, con mayúscula, me concedió más cosas, y ahora ese hermoso trozo del país se me revela como un complejo, enredado y tenaz textil que se urde y trama en mi memoria, en la que habitan muchos nombres de amores que me reconfiguran la existencia. 

Cada quien hablará de la Huasteca como le haya ido en ella. A mi, por lo que leo, me fue muy bien.

 

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Los Arpisteros de Pajapan

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Los Arpisteros de Pajapan                                   memoria viva de una cultura musical  religiosa

Alvaro Alcántara López

(con la colaboración de Isidro Martínez Lorenzo, promotor cultural de Pajapan y el sur de Veracruz)

Imágenes: Carlos Hernández Dávila

A la memoria de don Abad Reyes, músico arpistero de Pajapan

 

Carlos Hernández Dávila

I

En Pajapan, una localidad de origen nahua ubicada al sur del estado de Veracruz, perdura una música ritual de cuerdas que aún puede escucharse en algunas de las ocasiones festivas que, en este lugar, fortalecen los lazos y vínculos sociales de quienes allí viven o siguen vinculados a la vida colectiva del pueblo. Emparentada con la cultura musical del son jarocho, esta manifestación se distingue de aquella por contar con un repertorio que incluye minuetes, danzas, sones, contradanzas o aleluyas que son recreados en velaciones, velorios, mayordomías y en la misa que se realiza en la “casa de dios” (iglesia católica). En esta práctica musical se entremezclan, al menos, un imaginario indígena dinámico y funcional con reapropiaciones seculares de la tradición católica cristiana. Expresan su sonoridad una dotación instrumental que incluye un arpa chica, dos bandolas y dos requintas sin acompañamiento de canto. Los músicos que interpretan esta música, todos ellos arriba de los setenta años, son los últimos depositarios de un saber musical “a lo divino”, que muy probablemente hunde sus raíces en el siglo XVIII, sobreviviendo todo este tiempo mediante mecanismos tradicionales de transmisión y recreación de técnicas y conocimientos que en las últimas décadas han sido alterados de manera dramática.

Los esfuerzos comunitarios e institucionales por transmitir estas prácticas y saberes a las nuevas generaciones de pajapeños no han rendido los resultados deseados, de allí que puede decirse – no sin cierta tristeza – que la música de los Arpisteros se encuentra en inminente riesgo de desaparecer. El material que aquí se presenta – un grabación fonográfica y un registro en video – significa un esfuerzo por registrar y documentar para las futuras generaciones de Pajapan, la región del Sotavento y del país, una cultura musical de inigualable valor, que condensa la memoria social, cultura y representaciones del mundo de un pueblo indígena náhuatl de la Sierra de Santa Marta. 

Pero quizá por el nexo profundo e íntimo que esta práctica musical ha tenido en la vida espiritual y organización comunal de este espacio vale la pena preguntarse cómo es que una tradición musical festiva tan importante se encuentra a un punto de desaparecer.  Cuándo una música desparece de manera definitiva ¿De qué se pierde el mundo?, se ha preguntado en alguna ocasión el etnomusicólogo Gonzalo Camacho, equiparando la desaparición de una lengua a la de una cultura musical que se extingue. Teniendo el gusto de conocer desde hace varios años a los músicos arpisteros de Pajapan, conversado y convivido con ellos en más de una ocasión, disfrutado su música y compartido comida y bebida con ellos, ensayo esta respuesta: una cultura musical que desaparece es una forma de decir el mundo que se agota en su imaginación; una manera de darle a las cosas del mundo, a los seres que lo habitan y a las energías que lo mueven una denominación, un lugar y su razón de ser. Esas latencias, sensibilidades e imaginaciones que se convocaban al llamado de la música deben entonces encontrar otras formas de expresión.

Por esos misterios de la vida, las no más de ocho personas en las cuales se encuentra depositada esta música ritual de cuerdas continúan viviendo en el lugar que los vio nacer. Pero cómo saber por cuánto tiempo más. Sea pues este material fonográfico de Los Arpisteros de Pajapan una ventana a un tiempo que no se ha ido del todo, el testimonio sonoro de un tiempo otro cuando los animales hablaban el lenguaje de los hombres y Sintiopilsin – niño dios del maíz – y los señores del monte cuidaban de todo y de todos.

II

Aunque con toda seguridad Pajapan era un asentamiento indígena a la llegada de la población española en las primeras décadas del siglo XVI, una de las primeras referencias documentales a Pajapan se encuentran un siglo más tarde, en la merced de tierra que Francisco Dávila Baraona solicitó en términos de Pajapan, en la margen izquierda de la actual Laguna del Ostión en 1606. Una segunda referencia  proviene de inicios del siglo XVIII en la cual se alude a Paxapa como una pequeña hacienda de ganado mayor en propiedad de los Figueroa, una familia de españoles criollos asentados en Acayucan. Sin embargo, la información que resulta más interesante de recuperar es la que refiere entre 1758 y 1759 a la compra por parte del pueblo de Minzapan – hoy una ranchería del municipio de Pajapan –de cuatro sitios de ganado mayor denominado Pajapan, que hasta ese momento habían pertenecido a la Cofradía de Nuestra Señora de Los Dolores. Mediante esta compra, los indios nahuas de San Francisco Minzapan oficializaron su posesión sobre este espacio (aunque de hecho el análisis histórico sugiere que se trata de una recuperación de este territorio tras un despojo ocurrido a inicios del siglo XVII), apareciendo en lo sucesivo Pajapan como el rancho donde los naturales de Minzapan guardaban su ganado. 

Vale la pena resaltar que en la carátula del mencionado documento puede leerse “Licencia concedida a los indios de San Juan Pajapan para la compostura de cuatro sitios de estancia de ganado mayor”; lo cual no sólo muestra que al momento de su adquisición ya era un asentamiento poblacional de indios nahuas minzapeños, sino de manera por demás significativa, el vínculo de este pueblo con la figura de San Juan de Dios, advocación que también han incorporado los músicos de arpa, llamando a su agrupación “Arpisteros de San Juan de Dios”.

Para la segunda mitad del siglo XIX y en medio del proyecto liberal de privatizar las tierras comunales de los pueblos indios, la población de Minzapan empezó a extenderse y desplazarse hacia Pajapan hasta que el pueblo fue refundado en la otrora ranchería y, la antigua sede del pueblo (es decir Minzapan), perdió protagonismo político. Para 1889 un decreto gubernamental formalizó la posición relevante de Pajapan al establecer los límites entre el municipio de Mecayapan y el emergente municipio pajapeño y diez años más tarde otro decreto declaró a Minzapan como congregación de Pajapan. 

En la segunda década del siglo XX, la expedición arqueológica encabezada por Franz Bloom y Oliver Lafarge en su recorrido desde Catemaco a Chinameca – siguiendo el camino antiguo que atraviesa la Sierra de Santa Marta – transitó por algunas localidades del hoy municipio de Pajapan y los pueblos indígenas nahuas y zoque popolucas asentados en aquella serranía, como Tatahuicapan, Mecayapan y Soteapan. Describe a ésta como una zona de montaña, lluviosa y extremadamente fértil; que en las partes bajas se encontraba cubierta por una selva espesa; mientras que la parte alta de la sierra, quizá por el cambio de suelo, eran una campo despejado donde abundaban los robles. Uno de los mayores intereses de estos arqueólogos fue alcanzar la cima del volcán San Juan Pajapan (también conocido como Cerro de San Martín por los lugareños) y conocer lo que actualmente se conoce como el monumento I, de San Juan Martín Pajapan, que hoy puede admirarse en el Museo de Antropología de Xalapa. El volcán o cerro de San Martín ha sido y es considerado como un lugar sagrado por los indígenas de esta región, no sólo porque se han encontrado varias piezas arqueológicas de diversos tamaños, sino porque en la creencia popular debajo de este cerro se encuentra el Taalogan un paraíso acuático subterráneo, morada de seres sobrenaturales, donde reside el Dueño de los Animales o Chaneco mayor.  

En sus descripciones sobre esta región Bloom presenta a estos pueblos como un conjunto de chozas pobres en medio de la selva, viviendo sus habitantes principalmente de la siembra del maíz, cazando animales silvestres (Bloom registró haberse cruzado con cazadores que empleaban arcos y flechas para la cacería) o recolectando plantas e insectos. Si bien en su informe se mencionan algunos datos sobre Pajapan y la región desafortunadamente no proporciona información sobre los que hoy denominaríamos danza o música de este pueblo.

En su trabajo sobre la variante dialectal del náhuatl pipil o del golfo que hasta la fecha hablan los pajapeños, Antonio García de León los describe practicando hacia fines de la década del sesenta una economía de subsistencia basada en la agricultura, completando sus actividades económicas con la ganadería, la recolección, la caza y la pesca, que se practicaban en menor escala (García de León, 1976). Según este autor, el censo de 1960 reportó a 5714 personas viviendo en el municipio, siendo que 2878 de estos se encontraba avecindado en la cabecera municipal, habitando solares familiares que acogían de una a tres viviendas que empleaban una cocina común y habitadas por familias nucleares monogámicas. Aunque las vías de acceso para llegar al pueblo eran por demás precarias y puede presumirse cierto aislamiento respecto de las poblaciones mestizas, García de León describe a Pajapan como un municipio con dos clases sociales bien diferenciadas: una población de campesinos medios y pobres, dueños de parcelas o minifundios y, por otro lado, un puñado de campesinos ricos que mantenían sometidos a los primeros por medio de la usura y el comercio. García de León advierte en su informe que las particularidades indígenas de Pajapan se expresaban en el uso de la lengua indígena, los cargos religiosos y el sistema tradicional de parentesco, pero qué estas prácticas culturales enfrentaban serios desafíos.

En el diario de campo levantado por el antropólogo Marcelino Díaz de Salas en 1968, este investigador consignó algunos datos relevantes sobre las mayordomías y velorios que en el marco de éstas organizaban sus respectivos mayordomos. En estas celebraciones – nos dice Díaz de Salas – “la música para estas fiestas las proporciona un conjunto o banda que da servicio a la iglesia. Aparte hay un conjunto de arpa y jarana (cinco) que tocan particularmente para los mayordomos” (Díaz de Salas, 1968).

El inicio de la década de los años setentas representó para el pueblo de Pajapan importantes transformaciones sociales y culturales motivadas, en parte, por el desarrollo industrial y petrolero del sur de Veracruz, pero también por el inicio de una política gubernamental de impulso a la ganadería extensiva en el sur de Veracruz. Las formas de acceso comunal a la tierra y los recursos naturales en su conjunto también se vieron afectados, iniciándose un proceso de privatización disfrazada de la tierra que en mayor o menor medida afectó la organización social comunal del pueblo. La población joven del municipio empezó a migrar a ciudades como Coatzacoalcos, Minatitlán y Cosoleacaque en busca de oportunidades de trabajo, familiarizándose con nuevas maneras de entender el mundo que muy rápidamente entraron en contradicción con la cosmovisión que el pueblo había construido a lo largo de décadas sino es que siglos.

Los años setenta atestiguaron el arribo de la tecnología sonora musical  a las fiestas de pueblo instituyéndose, muy rápidamente, la costumbre de amenizar las celebraciones patronales con bailes tropicales que al emplear potentes equipos de sonido, de apoco fueron relegando la música de cuerdas (tanto ritual como de huapango) y banda de viento que hasta ese momento habían sido las protagonistas musicales de las celebraciones mayores del pueblo. Hasta el día de hoy esta situación prevalece y los Arpisteros, la música de tambor y pito, la banda de viento y los jaraneros de fandango siguen luchando en cada fiesta por defender un espacio social que no deja de reducirse frente a los delirios modernizantes de las autoridades políticas en cuestión, que ahora suplen a los conjuntos tropicales de los años antecedentes con  las agrupaciones de duranguense, quebradita y banda norteña. Quizá la música de jarana es la que ha logrado resistir de mejor manera  a estos embates, gracias al Encuentro de Jaraneros que desde hace más de dos década se organiza en torno a la Casa de Cultura, con el apoyo de la Unidad Regional de Culturas Populares de Acayucan, el INI (hoy CDI) y, en ocasiones, el ayuntamiento municipal. 

En los contextos de transformaciones aceleradas que el país experimentó en lo económico, social y cultural durante las últimas décadas del siglo pasado, el futuro de una vida campesina (que hasta mediados de los años cincuenta parecía ser el camino a seguir de las nuevas generaciones), se vio seriamente confrontada por una juventud deseosa de salir de la pobreza y ponerse en sintonía con los cambios de una nación que, al iniciar la década de los años ochenta, parecía iniciar su camino definitivo a la modernización. Dejar de ser indígena para convertirse en mestizo gracias a la inserción al sector industrial fue la otra cara de la moneda de lo que en las políticas educativas, culturales y sociales se conoce bastante bien como política indigenista. 

Sería faltar a la verdad no recordar que este proceso de mestizaje experimentado por las nuevas generaciones de los pueblos indios de la sierra de Santa Marta tuvo como trasfondo un proceso de violenta discriminación que los indígenas debieron soportar por parte de los mestizos y, principalmente, de las instituciones del Estado mexicano (salvo honrosas excepciones), al no representar la cultura de estos pueblos originarios el ideal de un país moderno e industrializado que se abría a los “nuevos” tiempos. En este contexto, no extraña reconocer en los testimonios de los jóvenes indígenas del sur de Veracruz recogidos en aquellos años, que este proceso implicó silenciosamente tomar distancia de la lengua materna (dejar de hablar el náhuatl o “mexicano”, como también se le conoce a esta lengua), dejar de participar de los sistemas de reciprocidad social concretados en los sistemas de cargo y mayordomías o desligarse también de las prácticas festivas y musicales acostumbradas en el pueblo (Maldonado, 1982). 

Lamentablemente poco, muy poco de la modernización anunciada ocurrió. Mucho menos se concretaron las expectativas de progreso, bienestar y desarrollo económico que los voceros gubernamentales y de PEMEX pregonaron con bomba y platillo al dar a conocer el mega proyecto “Puerto Industrial de La Laguna del Ostión”, en 1981. Todo lo contrario, en esa ocasión los comuneros pajapeños debieron emprender una férrea lucha por defender poco más de cinco mil hectáreas que el gobierno federal se planteó expropiar a favor del citado proyecto y a la fecha los pajapeños intentan recuperar las tierras que les fueron expropiados pese a que el puerto industrial nunca se llevó a cabo.

Como trasfondo de estos episodios, la organización socio religiosa de los pajapeños, no sin problemas, pugnas internas y dificultades sigue vigente en torno a la veneración de su santo patrono Señor San Juan y de un conjunto de mayordomías y velaciones que a otros santos y vírgenes de la religión católica se dedican. Han sido estas ocasiones religiosas, las mayordomías y velaciones, el espacio social donde la cultura musical de los Arpisteros de Pajapan ha encontrado cobijo y logrado subsistir al día de hoy. Causalmente, un episodio del recorrido del Señor San Juan peregrino que recorre los pueblos de región desde fines de agosto hasta el 6 de marzo recuerda el nexo de la actual ciudad de Pajapan con la ranchería de Minzapan, pueblo indio que a mediados del siglo XVIII formalizó la compra del rancho de ganado llamado Pajapan por poco más de mil pesos de plata de a ocho reales: Minzapan es el último lugar que recorre el santo antes de regresar el 6 de marzo a Pajapan, donde es recibido por un grupo numeroso de fervorosos creyentes con cuetes, música de pito y tambor, banda de viento y cuerdas, para ser velado esa misma noche en casa del mayordomo al son de la música de arpa de los Arpisteros.

III

A cuenta gotas, desde una abierta actitud de superioridad y condescendencia, destruyendo a su paso los islotes de selva que aún quedan o entendida a su modo por las instituciones del Estado mexicano, cierta forma de “progreso” y “modernidad” empiezan a instalarse en Pajapan, de la mano de la mancha de cemento y asfalto. Según el censo del 2010 vivían en el municipio de Pajapan casi 16, 000 personas distribuidas en 38 localidades y 4,136 hogares, con una media de escolaridad de la población mayor de 15 años que apenas alcanzaba el cuarto año de primaria. Los servicios médicos del municipio se ofrecían en 4 centros de salud atendidos por un personal médico compuesto en su totalidad por ocho personas. Del total de la población señalada, el 47.8 % se reportó viviendo en pobreza moderada y el 38.2 % vivían en pobreza extrema (SEDESOL- CONEVAL, 2011). 

Quien se acerque hoy a Pajapan encontrará que varias calles del centro se encuentran pavimentadas, que se han introducido servicios básicos como drenaje, alcantarillado, alumbrado, recolección de basura y agua potable. La localidad cuenta también con varias casetas telefónicas y sitios de acceso a internet, un mercado municipal remozado, señal para realizar o recibir llamadas a teléfono celular y biblioteca pública. Cuenta con dos vías de comunicación fundamentales que la conectan con los municipios vecinos: una carretera que recorren taxis o camionetas comunitarias acerca a los pajapeños a San Juan Volador, Jicacal y Las Barrillas, para emprender desde allí un viaje en camión urbano al centro de Coatzacoalcos. Por la otra vía de acceso, hacia el sur suroeste también se han hecho mejoras en la comunicación, si bien la temporada de lluvias afecta lastimosamente el buen tránsito de los vehículos particulares y camiones de segunda que recorren este camino. Esta última ruta comunica a Pajapan con el municipio de Tatahuicapan, uno de sus vecino, para de allí alcanzar la desviación que lleva o bien a San Pedro Soteapan (pueblo donde aún se habla el zoque popoluca), o bien hacia Chinameca y Oteapan, ya en las inmediaciones de la carretera que corre de Acayucan a Coatzacoalcos, desde donde se emprende el viaje a Minatitlán, Cosolecaque, Jaltipan o la misma Acayucan. Todas éstas, importantes ciudades de la región a las que comercialmente se encuentran vinculados los pajapeños. 

A menos que sean días de fiesta resulta extraño escuchar en este lugar una música de cuerdas que sabe a pasado. La gente mayor del pueblo (los mayores de cincuenta o sesenta años) recuerda no sin nostalgia el tiempo de antes cuando la música de la jarana se escuchaba “ondequiera”,  tanto en la cabecera municipal como en las comunidades circundante. La época navideña constituye, en cualquier caso una suerte de excepción a lo ya dicho, pues pese al desuso en que ha caído el fandango y la música de jaranas, la época decembrinas sigue animando a unos cuantos a desempolvar los instrumentos y recorrer las calles anunciando la pascua y las naranjas y limas. Mario, el taxista que me conduce desde Jicacal a Pajapan en la más reciente visita a esta región (verano del 2015), nunca ha escuchado mentar a los Arpisteros. Mucho menos sabe quién es don Guillermo Cruz Martínez, el músico que toca el arpa y encabeza esta agrupación. Mientras nos dirigimos a su pueblo empiezo a contarle que Pajapan  es de los últimos lugares del sotavento donde persiste una antigua tradición musical que distingue entre la música de cuerdas aquella que se ofrece a lo divino de aquella que invita a la diversión. Le empiezo a contar emocionado de las mayordomías, de las visitas del señor San Juan a los pueblos de la región, de los velorios que se acompañan a duerme vela con esta música de cuerdas. El taxista me escucha con cierto asombro mientras a mi derecha el majestuoso cerro de San Martín y las aguas del Golfo de México me hacen pensar en el Taalogan, paraíso acuático que, según el imaginario popular, yace precisamente debajo del mismísimo cerro de San Martín que tengo frente a mis ojos.

IV

El material que aquí se presenta fue registrado en dos estancias de campo: la primera que conforma la mayor parte de las grabaciones en el verano del 2013, la segunda a inicios del año 2001. Estas visitas a Pajapan fueron complementadas con otros viajes que se realizaron en la Semana Santa del 2002, en los meses de marzo y mayo del 2009 y julio del 2015, más algunos otros viajes esporádicos durante los últimos quince años. Debe reconocerse al promotor cultural Isidro Martínez Lorenzo, al antropólogo e historiador Alfredo Delgado Calderón y a los mismos músicos de Pajapan el interés por dar a conocer y difundir esta cultura musical. El proceso de visibilización de la cultura musical de los Arpisteros inició a fines de los años noventa del siglo pasado, motivando que varios proyectos institucionales de registro y documentación de esta música en audio y video se realizaran por aquellos años, siendo la Dirección General de Culturas Populares, a través de la Unidad Regional de Acayucan, el Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento y la ahora CDI las instancias culturales más activas. 

Pero en cualquier caso esas no fueron las primeras en interesarse en esta práctica musical. Se tiene conocimiento que en las estancias de campo realizadas por Antonio García de León, Marcelino Díaz de Salas y Luis Reyes a fines de los años sesenta se grabaron en cinta magnetofónica algunas piezas del repertorio ritual de la música de arpa y para 1982, personal del INI (hoy CDI) hicieron grabaciones en Pajapan en formato cine, que después se editarían en el documental “Laguna de dos tiempos”. En este filme puede escucharse y reconocerse, por algunos breves segundos, a don Guillermo Cruz Martínez tocando en el arpa un son acompañado de lo que parece una requintita. (Maldonado, 1982). Fueron gracias a las grabaciones que dieron origen al proyecto “Sones de muertos y aparecidos”, coordinado por Alfredo Delgado, que la música de los Arpisteros se dio a conocer en formato de disco compacto. Pueden encontrarse muestras de esta tradición musical en otros trabajos realizados entre el año del 2000 y el 2010, entre los que pueden mencionarse los discos Pascuas y Justicias (DGCP – Programa Sotavento), Sones indígenas del Sotavento (Programa Sotavento) o Arpas Indígenas de México (CDI).

Los Arpisteros emplean una instrumentación para la música religiosa y otra para la música de huapango, casamiento o “diversión”; y no acostumbran – o al menos así lo dicen – intercambiar los instrumentos para una u otra manifestación. El repertorio que conservan incluye aleluyas, contradanzas, sones mayores y menores, minuetos, cortesías, u otros aires que se miden por golpes. Las nomenclaturas de sus instrumentos son de origen antiguo y evoca a las orquestas de cuerdas que se tocaban en la Europa mediterránea, norte de África y Medio Oriente del siglo XVII y XVIII de donde arribaron al entonces territorio novohispano: requintas, jaranas, arpas (chicas), raveles, bandolas y bandolinas. De estos instrumentos vale la pena resaltar que a diferencia del son jarocho contemporáneo en que la guitarra de son, arpa o guitarra grande cumplen por lo general con la función melódica y las jaranas, de acompañamiento armónico/rítmico, las bandolas y requintas que acompañan al arpa conservan la antigua usanza de puntear y tañer el instrumento, a la manera de las guitarras del barroco europeo. 

Otro aspecto que salta a la vista es la manera en que ésta música “indígena” y otras tradiciones musicales con la que se encuentra asociada (de la región yoreme, la sierra de Zongolica, o los Altos de Chiapas) han podido conservar una parte significativa del repertorio de la música religiosa de origen europeo que circuló en el actual México desde el siglo XVII. Repertorio que no es de ninguna manera una copia de la del viejo continente, sino una reapropiación creativa que permitió entreverar en este discurso musical, los temas y personajes de una memoria india reinventada en narraciones míticas sobre chanecos, sintiopiltsin, chilobos, chéjeres, aparecidos, rayos y San Antonio, etc., siguen presente en las historias que acompañan a los sones; y, por último, la existencia también de danzas de animales que refieren al viaje mítico emprendido por el niño dios del maíz  hacia el inframundo en busca de sus ancestros.

Hace apenas unos lustros (aparece de nuevo la marca de la transición de los años setenta y ochenta), los músicos de cuerda interpretaban además de sones rituales y religiosos, los de la Danza de La Malinche, las Pascuas y sones jarochos. En unas grabaciones realizadas en 2002 se pudieron registrar una versión de Las Pascuas y algunos sones jarochos como La Bamba, El Siriqui o La Marcelina (El Colás). Sin embargo, los intentos para reactivar la danza de La Malinche incorporando a las nuevas generaciones a que se incorporen a esta tradición han sufrido enormes dificultades.

V

Tras casi quince años de conocer a estos músicos, de escuchar, convivir y conversar sobre la música que hacen, la imagen de un palimpsesto se me presenta como una representación idónea de su repertorio musical y las manera de nombrarlo, donde borrones de escritura y memorias fragmentadas se con/funden y superponen con nuevas inscripciones y denominaciones que surgen de apoco. Así, caigo en la cuenta que los nombres de algunas piezas grabadas para otros proyectos discográficos hace más de una década son renombradas en un desplazamiento semántico que, por lo demás, recuerda cierto ethos barroco mexicano que dio sentido a estas músicas, mediante un desbordamiento nominal de las cosas y seres del mundo.

Sería en extremo simplificador advertir este gesto como el producto de un “error”. El asunto es aún más complejo si se repara en la fragmentación y recomposición de una memoria social y musical durante las décadas recientes tras cambios tan fundamentales como el debilitamiento del ejido y las formas comunitarias de organización del trabajo, la aparición de nuevas religiones en la zona o la creciente migración. Incluso la costumbre bastante afianzada que hacía posible escuchar la música ritual acompañando la misa dominical se ha visto interrumpida, con lo que las ocasiones para recrear el repertorio siguen reduciéndose.

En esta grabación han quedado registrados entonces sones ejecutados en las velaciones dedicadas a los santos y las vírgenes: San Juan de Dios, San Antonio, señor de La Salud, Virgen de Guadalupe, Virgen del Carmen, de La Asunción, etc. También sones de aparecidos que se tocan en los velorios de difuntos para acompañarlos en su viaje al inframundo; y por último algunas danzas de animales que recrean el mítico viaje del niño Dios del maíz al mundo de los muertos en busca de los huesos de su padre. Queda también la memoria, saberes y pasión de don Guillermo Cruz Martínez, Abad Reyes, Alfredo Reyes, Fulgencio Concepción Martínez, Zeferino y Santos, todos ellos músicos pajapeños que han tenido la generosidad de compartir su experiencia musical y de vida.

Queda pues este testimonio de la práctica cultural de un pueblo y una región, no sólo para preservar para las futuras generaciones la cultura musical de los Arpisteros, sino también para recordarnos que las prácticas musicales, al igual que las lenguas, se mueren si no logran ser transmitidas, reapropiadas, recreadas, valoradas positivamente en sus contextos sociales.

 

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