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Las rezanderas

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Las rezanderas 

José Samuel Aguilera Vázquez

 

 

SAN JOSÉ DE ABAJO es un ingenio azucarero. La tierra es roja; porosa en tiempos de zafra pero barrialuda en tiempos de agua. El camino que corre rumbo a levante se bifurca y su mano derecha pasa frente al panteón en que descansan los huesos de mi padre. Casi llegando al viejo palo de mango jobo se da el envión a mano zurda, cruza dos arroyuelos, pasa frente al brocal de pozo que construyera Guadalupevelásquez y remata en un caserío; remataba porque ya nomás quedan los huapinoles y el recuerdo de casi nada. 

Hasta aquellos terregonales llevaron sus pasos a Macaria, la curandera de almas, negra espigada siempre de mandil a cuadros ribeteado de encaje blanco. La recibimos con alegría yo, las gallinas y los tecomates.

Luzbravo mi abuela tenía los ojos emocionados como el agua de la jarra en que menguaba su fatiga la visitadora. Cuando Macaria lo dispuso, pasó a la casa grande junto con mi abuela y ordenó señalándome con el arco de las cejas. 

—Tú vente pa’ que ayudes. Entramos. En la cama, toda tapada de pies a cabeza estaba mi tía Paulina temblando de las calenturas. Al pie sobre una silla, un desenfriol y dos mejorales. 

Mi abuela sacó del ropero un cesto con siete huevos de gallina, luego trajo una vela de a real, tres veladoras en vaso grande, un medio de aguardiente y media vara de listón carmín. Macaria metió las manos a su mandil y sacó los ingredientes que de su parte traía; varios alfileres nuevos, dos alcanforinas, tabaco en hoja y unas hierbas desconocidas entre las cuales mi abuela reconoció el azomiate. El resto lo mandaron a buscar conmigo; ramas de cocuite y brotes de mulato. Cuando regresé del patio la casa estaba extrañamente iluminada; eran las doce del día pero parecían las cinco de la tarde. Mi abuela se había cubierto la cabeza con su rebozo de hilo azul y Macaria tenía recogido el pelo por la nuca con un amarre de listón que me dejaba ver dos arracadas de oro. Las veladoras estaban colocadas en ambos lados de la cabecera y una más en la piecera. La vela grande brillaba encima de la cara de Paulina que tenía una cara de mujer en agonía. 

—Se está muriendo pero no lo sabe— dijo Macaria y yo sentía ganas de llorar y de salir corriendo hasta los cañales para decirle a mi tío que se le moría su negra.

—No te muevas hijo —dijo mi abuela tocándome la nuca— pase lo que pase, no te muevas, nomás quédate quietecito en un rincón y reza con tus manitas cruzadas un ángel de la guarda.

Macaria pidió una sábana blanca que mi abuela le entregó y luego solicitó la botella de aguardiente. Le quitó el olote a la botella y le dio dos tragos largos y asentados, luego hizo un buche y lo roció con fuerza sobre del cuerpo inerme de Paulina que se retorció con el aroma.

—No te vayas que todavía falta —dijo Macaria con una risotada y supe claramente que los dos tragos de aguardiente la pusieron borracha porque cerraba los ojos y neceaba con las manos igual que mi abuelo los domingos en la noche que regresaba tragueado de la tienda de Machorro.

La ventana de la casa gimió cuando Macaria comenzó a decir cosas con su voz estropajuda: 

Tú no te muere nega. Si con ala de imán volara con ella me arrejuntaba contigo que lo male que te tratan son mayore por tanta envidia que te tié. Voy a prendé la santa vela del milagro y con su lú te alumbro lo camino: quédese quieta sombra de misterio que la onda divina aluza la oscurana. Santa mare en gracia, princesa quieta que morite del vagido malino de sultán y a media noche recobrate aliento de animá y güelve sin ojo sin tato a soplá la nuca del ejpanto… 

Aquí prendió la curandera un cigarro puro con un cerillo de vela blanca mientras que mi tía Paulina se incorporaba del catre viejo con una mirada sin rumbo en sus ojos perdidos. 

Apiádate purísima María que me arremajo lumbre de humo y de tabaco y subo escalera de marfí en tierra mora ¡ay, Santa Cecilia bendita! virgen y mártir obligada en martirio de amore que sufrite al malino Valeriano y obligá te llevaron a la Roma de lo Césare ¡ay cantadora! Santa como tú e La Madalena; enciende y prende tu labio dulce en ete vino que derramo y a falta de uva, rejponso e caña me conviene que a lomo de mula fermenta guarapo e trapiche.

Paulina se incorporó y se quitó de golpe el camisón quedando al aire su cuerpo de canela como si fuera ella sola sin sus pensamientos y vi el fulgor oscuro de su carne dura iluminado por la lumbre de las veladoras que chisporroteaban por la voz animada de la rezandera 

…Oh piedra legua, júchite cascorbo, pingüica, lezna y faca de Fermine, abredura en roca, debastadora lima, santo machete, sapientísimo Abelardo, prudente Juana, sancocho eterno, braza y talimana; Oh visión que llega, tembladera regia, a ti resisto y rendija soy pó donde cuela café y canela, piedra lumbre, santa laja, imana y generala. Ay vientre dulce de guayaba, retorcida flama… 

En ese punto Macaria envolvió a Paulina en la sábana blanca y tornó a darle buches a la botella y atomizarlos a lo largo de la curada que se fue inclinando sobre el catre como si fuera caña de los caminos, al punto que mi abuela rezaba la magnífica y Macaria cantaba un lelelé prodigioso: 

aleléeee, leléle, lele leléeeee, le, alelé, lele, lele, le lé,leleleeeeeé, lele, le,le, eeeeeeé… 

Cuando la curada quedó totalmente recostada las dos mujeres se tomaron de la mano y mi abuela cerró los ojos y comenzó a recordar sus juegos de chiquilla al mismo tiempo que la morena se estremecía de los hombros y soltaba palabras desmayadas… 

Siento que llega cantando viene que viene y va bali bamá, bantiquera, baltique, yemayá, señor del gallo como retorcida espuma, danelayá, ventisquera, ventí venera veranera, azumaya y acuyá, yerba santa, adormidera por ti mi mano se levanta, tu ere la vara, la que florea, la regidora, sitio y muralla, yo soy camino, arroyo de agua, luna de llama, serpenteadora, collá de monte, noche y aurora, tu ere el humo, leña y pandora, breve esperanza, cama cantora, cantido y canto, ave canora, cañuela etérea, peñón que llora. Mira tu hija resquebrajáa, sin monte y mata, leña mojáa, bejuco y palma, ¡dime que tiene! ¿No sabe náa? ¡perro malváo que te repren¬do, a ropa y pita, la negra e brava y si se enoja a la candela sí que te manda! Así que suelta, dime la gracia, el nombre, el temple, dime la cuadra…!

Se convirtió en silencio la negrura de la casa y en ese mar de calma solo vibraba la oración reposada de mi abuela, al estilo de las viejas parteras de la tierra. 

Santa vara que doblada en el espinazo de nuestro señor amantísimo empapaste tu vena con su preciada sangre, e aquí que te llamo y que te imploro, por tu poder bendito oh santo chicote que a los santísimos varones infundes miedo y pavor, cuantimás a los seres oscurísimos que se atreven a enlodar tu santo nombre y con ello, el vaso sagrado de la fé. Por los cuarenta clavos del aromático madero que se resguardan en secretísimo lugar, imploro tu beneficio y tu fuerza para que ésta tu sierva pueda ser el camino de tu sagrado paso, he aquí que te hago sacrificio en virtud de la sangre simbolizada en mi dolor y te ofrezco vientre fertilísimo para que tu dulce hombría hoy cimbre la cadera de la tierra y con la fervientísima semilla de tus dones, la plata de tu fuerza nos dicte tus magníficos deseos. 

En ese instante despertó de su letargo la oficiante y abriendo los descomunales brazos, miró directamente a los ojos de Paulina, redondos ya como platos. 

Oh santísima malanga que de tu olorísimo sancocho detiene con tu fuerza piquete de culebra y ponzoña de alimaña. Oh ajo bendito; detén la furia que erremete esta casa y que su turbio hedor rebote en el acero de la yagua. Oh vendaval que detiene la bocana y arrebola la crencha e la palma. Retén en el aire la tarasca filosa de la muerte y que esta sierva que me pone en la mano sea salva de todo mal. Te lo pido por la santa gracia que te dinate poné en fuelza de eta tú vasalla ¡Oh señora onipotente! 

Al pronunciarse la última palabra Paulina escupió sin fuerza una pasta rojiza que empapó la sábana. Cuatro pollitos aún sin emplumar también arrojó por la boca y fueron a rodar desguanzados a los pies de ambas rezanderas que al unísono se trenzaron en un rezo circular y sollozante. 

Si limpiaste las llagas de tu hijo, conjura este dolor en la bondá del que te honrra santa fuerza del milagro eterno, rescoldo de Bruñilda, peñón de oro, regio acantilado, barba de elote, invisible ogú, oh santo bembé, mítica fiebre, por tu nombre, por tu santísimo nombre, oh príncipe de los que nada tienen, señor de mis dolores, padre de nuestras lágrimas, sombra e malanga, talimán, gallo berrendo, oblita sacra, misericordia divina y lanza de furor dame tu luz y aleja de esta tu niña todo dolor, toda envidia y por los dones que este día has dispensado recibe de tus siervas gratitud eterna y lealtad a tu divino nombre. 

Todas estas cosas vi y oí. Oí más pero no las recuerdo y vi más pero no quiero contarlas. Solo diré que Macaria abrió los ojos como si hubiera dormido cuatro noches seguidas y con ellos lloró su letanía de perlas blanquísimas porque sabía que esta vez había salido vencedora de la muerte.

Esa tarde, mi tío Pascual tomó las medicinas de patente y las tiró sin rabia rumbo al arroyo del apompo viejo. Cayeron con un ruidito parecido al zumbido de una cigarra, luego se quedaron quietos en el silencio de la hojarasca. Pascual se caló el sombrero hasta más debajo de las cejas y se sentó en cuclillas a la orilla del camino. Lo vi sonreír; mi abuela también reía pero no con la boca sino con los ojos. Esa noche cenamos un conejo y Embajador —mi perro— se dio un banquete con las tripas.

Paulina vivió muchos años. El día de su muerte todos la lloramos… yo todavía la lloro. 

Revista en formato PDF (v.11.1.2):

 

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