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La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

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Artículo suelto en formato PDF (v.13.1.0):

 

mantarraya 2

El Mono Negro

La Manta y La Raya # 1                                                                        febrero 2016


El Mono Negro

Arcadio - Tlaco 1982

A un poeta no me asemejo
porque no sé ortografía;
de ser poeta estoy lejos
pero guarden muchos días
estos versos que les dejo
de las ignorancias mías.

.

Alfonso D’Aquino

Ser extraño a la vista. Arcadio Hidalgo resulta impactante desde el primer momento. Mientras hablaba, nadie podía dejar de atenderlo, de celebrar sus interminables historias, de reír con sus chistes, con sus cambiantes tonos de voz para imitar a los demás, o para imitar-se a sí mismo. Gesticulaba, movía los brazos, parecía sorprenderse de lo que estaba diciendo, pero aquello era ya incontenible; y el seguía y seguía. Hablaba con todo el cuerpo y con todo rostro; sus ojitos, penetrantes y burlones parecían anticiparse a lo que él iba a decir. Su voz, a un tiempo, golpeada, cascada y melodiosa, a veces se aflautaba, se aniñaba, se opacaba. Repetía frases, movimientos, inflexiones, que había visto o escuchado décadas atrás, como si conservara una especie de memoria corporal, de una auténtica memoria de bulto de todo lo visto y vivido. No sé si la suya era una gracia recuperada en la vejez o una gracia que nunca había perdido, pero esa curiosa mezcla de anciano y niño, de niño y mono, que se daba en su persona era en verdad asombrosa. Su figura resultaba al mismo tiempo simple y percusiva. Su voz, resonante, bajo los oscuros techos de la casona de Juan Pascoe en Mixcoac, donde el Grupo Mono Blanco se gestó. La finura de su oído, su rapidez, su alcance a la hora de recordar cómo se había tocado tal o cual son, hacían de Arcadio un ser por entero musical. Como si todo aquello –voces, gestos, sones– tan sólo saliera de la caja de resonancia de un fino y viejo instrumento. Apreciación a la que contribuía el color de su piel –no negro propiamente dicho, sino más bien caoba, canela–, que por un momento hacía pensar en un ser tallado en madera. Simple y extraño ser, entre mono y hombre, que la media luz del techo nos dejaba entrever:

Yo soy como mi jarana,
con el corazón de cedro,
por eso nunca me quiebro
y es mi pecho una campana…

A la figura percusiva unía Arcadio una extraordinaria agilidad mental, una atención vigilante y una flexibilidad de espíritu que hacían de él alguien notable. Si a ello añadimos la experiencia de noventa años de vida y una especial capacidad (o voluntad) de simulación, no resultaba extraño, visto a la distancia, cuán fácil-mente parecía amoldarse a las expectativas y caprichos de sus compañeros de grupo, pero cuán fácilmente también tocar –casi arañar– las cuerdas más sensibles de los otros. Y de un rápido salto, además, resultar él el agraviado. Su gracia no tenía fin. “Yo no digo mentiras”, decía y era cierto en alguien tan cambiante, tan volátil. Sin embargo, a despecho del aplomo escénico del que hacía gala, el viejito era un manojo de nervios y aprehensiones, que de pronto le cerraban la garganta a voluntad, “con arte y maña”, como dice Pascoe. Decía también que de noche “se ponía a pensar en todo.” No sabemos lo que eso cabalmente quisiera decir, pero podemos imaginarlo bajo las sábanas, junto a la tibia madera de su jarana, concentrando sus pensamientos y sus deseos en pulsar lo más suavemente posible para no despertar a los otros, las cuerdas de su instrumento, una y otra vez, hasta alcanzar la nota más sutil, el pensamiento más sublime y en ese instante caer a un rápido y profundo sueño:

¿Para qué quiero yo cama,
cortinas y pabellones,
si no me dejan dormir
varias imaginaciones?

Más allá del halo revolucionario que lo rodeaba y en el que curiosamente no se regodeaba, sino que sabía mantener vivo con enconada fuerza, y más allá también del carácter cuasimítico que ya para entonces tenía y de cierto lado caricaturesco del que no estuvo exento, sin embargo, en el constante trajinar de sus últimos años. Lo que entonces me parecía (y sigue pareciéndome) ejemplar de Arcadio Hidalgo era su natural sabiduría silvestre. Aplicada en todo momento, ya fuera para tocar la jarana, hacer agudas observaciones de la gente o salpicar su plática de anécdotas y consejos salaces, que hacían rabiar de risa al monerío. Era increíble a la hora de contar barbaridad y media. Sus ojillos brillaban en semipenumbra y él mismo parecía sorprendido de que éstos, negros y vivaces, una vez más se movieran por sí solos:

A una fuente corrientosa
temprano me fui a bañar;
al llegar a ese lugar
me supuse de varias cosas;
yo no te quise mirar
pero la vista es curiosa.

La particular sabiduría de Arcadio iba más allá de su voluntad, más allá de él mismo. Cierta vez que Juan lo reprendiera por tirar basura en algún sitio público, tras reconocer su falta de urbanidad, acotó: “Pero voy a aprender a andar entre la gente.” Y con su peculiar olfato encontraba lo que quería. En otra ocasión, cuenta Pascoe en La Mona, don Arcadio le entregó “dos cuadernos Scribe de coplas y décimas, escritos en su puño y letra, algunas cosas compuestas por él, otras nomás apuntadas. –A ver cuánto me sale para que me hagan un libro– dijo.” Es decir, que había más. Dos cuadernos de versos a partir de los cuales Juan Pascoe imprimió, bajo el sello del Taller Martín Pescador, la primera edición de La versada de Arcadio Hidalgo, en 1981. Cuatrocientos ejemplares impresos en papel Guarro color de rosa, con dos grabados antiguos y un epílogo de Antonio García de León; veinte ejemplares vendidos en la Ciudad de México. Hacia finales de 1985, a más de un año de la muerte de Arcadio, el Fondo de Cultura Económica la reeditó en su colección Cuadernos de la Gaceta, junto con algunas entrevistas y algunas otros textos sobre el viejo jaranero, en una edición realizada por Juan Pascoe y Gilberto Gutiérrez. Curiosamente en la portada de ese libro se reprodujo una décima de Arcadio, escrita por su puño, letra y accidentada ortografía, que por algún extraño designio editorial no está impresa dentro del libro. (así que la nueva edición tampoco la incluye.) Tampoco volvió a editarse el texto de García de León. Casi veinte años después se ha decidido volver a publicarlo. Sin duda traerá cambios y sorpresas, pero tengo la impresión de que fuera un libro que aún no acaba de tener una edición definitiva. Como decíamos, con Arcadio siempre hay algo más, y entonces el lector cae en cuenta de que sus versos no sólo son para los ojos, que hace falta la música que los acompañe. Quiero decir, que es tiempo también de que se decida editar o reeditar las grabaciones que se conserven de él.

¡Qué voluntad tan extraña
cuando ya no hay interés!
Esta vista no me engaña,
este mundo está al revés;
se me ha de quitar la maña
de hacer gente a quien no lo es.

Dice Juan Pascoe que para el público que asistía a los conciertos en los que Arcadio tocaba, el viejo jaranero “era el representante del México original de donde habían surgido todos los mitos… no era sólo un poeta campirano sino también la última reencarnación del Negrito Poeta.” También se acercaban a preguntarle si acaso él no era el mismísimo Mono Blanco. Arcadio gozaba de la leyenda que iba tejiéndose a su alrededor; más aún, contribuía a darle forma, actuaba su papel, con gran previsión se amoldaba a los hechos, aun cuando éstos lo desmintieran. Así su fama de poeta repentista, por ejemplo, puede ponerse en entredicho ante afirmaciones como ésta: “Después de la Revolución, por sufrimiento tan amargo que tuve, me vino al pensamiento componer versos. En la noche, cuando me iba a descansar, empezaba a darle vuelta a algunos pensamien-tos y así me quedaba dormido; y al despertar, pedía que me anota-ran algunas palabras de ese sueño, para después, en el campo, a la vez que le daba al azadón, recorrer con mi pensamiento hasta que completara el verso.” Su procedimiento está lejos de poder considerarse simplemente repentista, nos habla, por el contrario, de una versificación asumida como un trabajo mental continuo: versos pensandos a lo largo del día y de la noche, versos trabajados hasta alcanzar su forma, su diferencia. Hasta alcanzar el grado de refinamiento y consistencia de su versada. Sin soslayar, claro, aquellas ocasiones en que tanto el objeto inmediato de sus versos como la urgencia de sus contenidos coincidían en el tiempo y el espacio y, de repente, el viejo astuto tenía ya la copla adecuada para dedicársela a alguna mujer; su repentismo era sólo otra de sus habilidades:

Yo salí de Matamoros
y a este lugar llegué;
yo te guardé decoro
y cantando te diré
que tu dentadura de oro
qué bonita se te ve.

Recordemos aquello que dice Herder en una de sus cartas sobre las canciones de los pueblos antiguos: “ya sabe usted, que cuanto más primitivo, es decir, cuanto más activo sea un pueblo –que no otra cosa significa la palabra– tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas.” Por su parte Juan Pascoe afirma en su libro im-prescindible que “el fenómeno del son jarocho no es ajeno a la poesía.” Y cuenta cómo en su búsqueda etnomusical por distintas regiones del país, acaba descubriendo que, atendiendo a la letra el son jarocho era “superior a otros géneros: ahí se dialogaba, se decían las cosas, se cantaba poesía.” Había encontrado que en el son jarocho el lazo natural entre la palabra y la música no estaba roto todavía. En este sentido, Arcadio con su experiencia, su talento, su naturaleza doble, reunía en sí esa capacidad superior que le permi-tía no sólo transitar de un lado a otro, de la música a la poesía, sino vivir inmerso en su íntima unidad. Por eso es posible depurar su versada de todos aquellos valores ajenos a su propia naturaleza: desde los remanentes de cualquier tradición inventada (o impos-tada), las ideas preconcebidas sobre el qué y el cómo del son, o los elementos gastados por el uso, como pueden ser los temas mismos de alguna de sus coplas. (Ya las distintas versiones que se recogen de algunas de ellas nos hablan de variantes, de distanciamientos, tanto en sus propios versos como respecto a la tradición.) Lo que permanece tras ese fácil despojamiento, en toda su inmediatez y su pureza, es la expresión de un lenguaje sensitivo, vivo, natural, con un ritmo propio como sentimiento fundamental; que se traduce en motivos para cantar y que sólo a través de la música alcanza su propia forma. Y ésta, como afirma Cuesta en uno de sus ensayos sobre música, “no es un producto colectivo, un sedimento nacional; la forma es una creación personal.”

Mi gusto es, con la luna llena,
salir a cantar al campo.
A mí nadie me sofrena
y si en un lugar me planto
es para cantar sin pena.

Despojada de todo lo que pudiera interferir en su expresión, la voz profunda –seca y melodiosa– de Arcadio Hidalgo, llena de ritmo y dueña de su fuerza, modulaba de una manera natural –como puede serlo un grito de dolor o de alegría– aquello que Herder (una vez más) llamara “las exclamaciones primitivas del lenguaje natural”, a cuyo origen animal, la poesía sólo puede aspirar a aproximarse por imitación. La voz de Arcadio brotaba de las raíces mismas de un arte todavía inconsciente, sin significado alguno –ni expreso ni impuesto–, anónima en su portentosa naturalidad, terrible en su pureza. Bajo aquellos salientes techos de madera, que en la noche crujían como si estuvieran habitados no por insectos sino por fantasmas de insectos, en la semipenumbra en que se gestaba el mono, la voz de Arcadio resonaba (y sigue resonando en mi memoria) con toda su fuerza –ingenua y espontánea–, su rara cadencia y ese ritmo lento e inventivo que era su propio pulso. En aquella oscuridad, sólo sus ojos brillaban, saltones y humedecidos. De una viga del techo colgaba la colección de jaranas y liras de Juan Pascoe, que parecían estar como a la expectativa, las cuerdas tensas, a punto de sonar por sí solas. Más allá de lo que aquella voz decía, más allá incluso de que dijera o no dijera nada, esa voz se sentía, esa voz nos tocaba:

Pensando en mi suerte santa
de mi fortuna me quejo;
quisiera volverme planta
para no morir de viejo
porque la muerte me espanta.

También lo recuerdo silencioso, más bien, habría que decir, calladito, como a la espera; con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, sin recargarse en el respaldo de la silla que ocupaba. La Mona, entre sus piernas, en reposo también por un instante. Aun sus ojos parecían tranquilos, sólo el ápice de astucia que en ellos estaba siempre a punto de brotar delataban la vida que habitaba su figura sin pulir. Mono de madera con jarana, tallado de una misma pieza; el instrumento era apenas una simple extensión de un cuerpo. Sólo una de las manos del viejo, de dedos largos y negros, posada en la grácil y arquetípica figura de la jarana, no dejaba de moverse, acariciándola. Y uno no podía dejar de pensar que bajo la apariencia de aquel anciano de pelo blanquísimo un ser más oscuro aguardaba con fingida paciencia. Bajo la amarillenta luz del foco, aquella mano se irisaba de reflejos violáceos. Me hacía pensar en esas flores de color morado de las que su versada estaba llena. Y entonces, durante ese largo instante, de silencio sensible, capté su signo. Aquella tregua con el mono de adentro –entre el viejo eslabón intacto y el mono encontrado, es decir hallado y enfrentado– me revelaba otro Arcadio. No el revolucionario, ya lo dije, ni legendario, ni el literario –aquel “Don Arcadio” que inventaron los monos, pero del que él decía y en el libro de Pascoe está consignado: “Eso de don es solo en la capital” –; no, ni siquiera el jaranero ni el versador en medio de aquel silencio. Y él, que toda su vida había tocado la jarana para ejercer con su ritmo portentoso una fuerza mágica que alejaba los demonios y las enfermedades, que conjuraba el miedo y que, hacia el final de su vida, detenía incluso el momento de su muerte, ahora estaba sorpresivamente callado e inmóvil. En su extrema simplicidad campesina –simplemente vestido de blanco aunque no lo estuviera por completo–, Arcadio se mostraba por un instante como uno de los seres más misteriosos que yo hubiera visto. Sólo aquella mano oscura, como por sí sola seguía moviéndose sobre la mujercita de madera.

Fue entonces cuando empezó a escucharse –primero casi impercep-tible, pero luego con una intensidad creciente aunque no durara más que un instante– el rasgueo indistinto de una uña que arañaba y tamborileaba con impaciencia la caja y las cuerdas de La Mona. En los escrutadores ojitos del viejo había un último destello de ironía. Sé que uno de sus últimos deseos era construirse una torre arriba de un cerro pelado para subir por las tardes a tocar su jarana, ahora sí que a los cuatro “carriles del viento”. En realidad, al poco tiempo, murió de muerte vegetal. Se le gangrenó la pierna. Y, como cuenta Pascoe con hábil minucia, estando internado en el Hospital Civil, Arcadio le pidio a su mujer que le untara alcohol en la espalda, y al darse la vuelta para que ella lo hiciera, de pronto se murió. “Así de fácil”, concluye. Para mí toda la situación una vez más tiene algo simiesco. El acto de dar la espalda al morirse, con esa facilidad, nos advierte del pleno regreso de Arcadio a su mundo natural, primario, primitivo. Su gesto resulta así una muestra de astucia (y no sería la última), una nueva salida inesperada, una ocasión más para salirse con la suya y dar la espalda al mundo. Y así podemos verlo: oscuro y encorvado, alejándose, de regreso a su bosque encantado, bajando y subiendo de esa torre, que es su árbol y su faro, él mismo convertido en instrumento del viento.

Salí una tarde a pasear
por las calles de La Habana
y cuando me dio la gana
le tiré una piedra al mar.
La vi el espacio cruzar,
más tarde la vi caer,
vi una burbuja nacer,
ondas azules abrirse
y la piedra sumergirse
hasta desaparecer.

Publicado en Monogramas, Cuevas, D’aquino, [et al.]. 1ª ed. 2004, Taller Martín Pescador; 2ª ed., 2005, Universidad Veracruzana.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

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Arcadio Hidalgo, El Buscapiés y el diablo

La Manta y La Raya # 1                                                                       febrero 2016


Arcadio Hidalgo, El Buscapiés y el diablo

“Cuando la gente quería protegerse del diablo
invocaba a San Miguelito, que era un santo que
le tiró un espadazo al diablo y le cortó la oreja.”
                                                                 Arcadio Hidalgo (1)

El diablo

Francisco García Ranz

 Artículo en formato PDF (v.1.1.5):

Tuve la oportunidad de convivir algunas tardes y noches con don Arcadio Hidalgo en la casa-taller del impresor Juan Pascoe, ubicada en Mixcoac en la ciudad de México. Recuerdo que los primeros encuentros con don Arcadio fueron en la sala de la casa grande, un poco en la penumbra (la iluminación en casa de Juan no era muy intensa), en donde además de platicar y tocar algunos sones, por lo general en compañía de Gilberto Gutiérrez o inclusive de Alfredo Gutiérrez o Lucas Hernández Bico, escuchábamos a don Arcadio que nos cautivaba con su voz, sus historias, su forma de expresarse,… en fin, don Arcadio; toda un personalidad notable, fuera de serie, de otro tiempo y de otro mundo. Fue en una de esas primeras veladas, a principios de 1981, que escuché a don Arcadio contar en persona la historia de “El Buscapiés y el diablo”. Esta historia (o cuento) que contaba don Arcadio, desconocida hasta entonces para “casi todos”, se comenzó a difundir a partir de la década de los años 80 y, me atrevo a decir, que llegó a ser muy conocida entre las huestes del incipiente movimiento jaranero.(2)

Así también el son jarocho El Buscapiés, uno de los sones de tarima caídos en desuso para finales de los años 70 (s. XX) se reincorpora       –en algunos lugares posiblemente nunca estuvo en desuso– en los años 80 al repertorio de sones de tarima como uno de los sones más fuertes y particulares del mismo.

UN SON PARA LLAMAR AL DIABLO
Sobre la historia de “El Buscapiés y el diablo” existen documentadas, tres diferentes versiones contadas por el mismo Arcadio Hidalgo. Las narraciones (o testimonios) se recogieron, la más reciente en 1983, un año antes de la muerte de don Arcadio, mientras que la versión de Radio Educación, cuatro años antes, corresponde con lo que podríamos llamar el descubrimiento de Arcadio Hidalgo.

En 1979 Radio Educación graba y trasmite una entrevista con don Arcadio Hidalgo y Antonio García de León, de poca más de una hora. El programa fue realizado por Felipe Oropeza y en éste don Arcadio ante los micrófonos de la radio cuenta la famosa historia. La entre-vista tuvo cierta difusión a través de las frecuencias de Radio Edu-cación y sus repetidoras y por muchos años, ésta se incluyó oca-sionalmente en la programación de esta radiodifusora.

Por otra parte, a partir de la publicación de la 2ª edición del libro La Mona en 1985, se difunden la serie de entrevistas realizadas por Guillermo Ramos Arizpe bajo el título Don Arcadio Hidalgo, el jaranero,(3) publicadas originalmente en 1982 pero muy poco conocidas; así como la nota periodística y breve entrevista de don Arcadio que recoge Alain Derbez en Saltabarranca, Veracruz, publicada en 1983 con el título El fandango en Veracruz.(4) En ambos documentos se reporta la historia de “El Buscapiés y el diablo”.

– VERSIÓN RADIO EDUCACIÓN, 1979. Programa radiofónico en vivo de 70 minutos de duración con Arcadio Hidalgo y Antonio García de León.(5) Después de interpretar el son de El Buscapiés, don Arcadio continúa diciendo ante los micrófonos:

“Le voy a decir una cosa ¿no?… yo nunca quise cantar El Buscapiés…
Porque en El Buscapiés –cantando precisamente por aquí por San Juan de Los Reyes, Saltabarranca, en los 5 de Mayo, que eran todavía rancherías de nosotros… pobres ¿no?–, estábamos en un huapango tocando El Zapateado (sic) cuando salió un hombre de repente bailando… pero bien ¿no?… y nos quedamos mirando y vamos a ver que le vimos los pies que eran pie de gallo!
Y empezaron: ¡que el diablo, y el diablo y el diablo!… y que el diablo salió corriendo y que se tira un pedo y nos dejó todito asustados de azufre… nos dejó borracho allí aquella peste de puro azufre… y por eso, ese son yo lo toco aquí pero no me gusta porque ese… luego, luego viene el diablo aquí… y se mete a estar zapateando también.”

Aquí don Arcadio (suponemos que por los nervios) se equivoca y menciona el son de El Zapateado en lugar de El Buscapiés.

– VERSIÓN G. RAMOS ARIZPE, 1982, 1985.
Del texto Don Arcadio Hidalgo, el jaranero, extraemos estos frag-mentos.

Un poco antes y como preludio a la historia, don Arcadio menciona a una tal Luisa Ortiz, a quién describe así:

“Había una mujer que se llamaba Luisa Ortiz, que cantaba bonito y nadie le ganaba para el verso a lo divino…”.

Más adelante comienza con el relato:

“También se tocaba un son llamado El Buscapiés, que no me gusta mucho porque es para llamar al diablo. Tendría unos quince años cuando fuimos a un huapanguito; todo el mundo estaba bailando cuando unas mujeres gritan: “¡Ay, Virgen Santísima! ¡Dios mío, el diablo!” Y es que había salido a bailar un hombre de una manera divina. Entonces a Luisa Ortiz se le vino a la cabeza cantar:

Ave María, Ave, Ave
de tan alta berangía,
Ave María, Dios te salve,
Dios te salve María.

Cuando dijo eso Luisa, el diablo se echó un pedo de puro azufre, dejó apestoso allí y se acabó la fiesta.”

– VERSIÓN A. DERBEZ, 1983, 1985.
De la nota periodística El fandango en Veracruz.

Cuenta don Arcadio:
Fue aquí en Saltabarranca, donde hace muchos años se hizo aquel fandango, en donde: “se apareció un catrín vestido muy decentemente y se puso a bailar como un verdadero chingonazo. Nadie de por acá lo conocía, pero bailaba así de bonito. Fue en el momento que tocábamos el son El Buscapiés; él estaba danzando con una señora y yo me fijé: tenía un pie de cristiano y una pata de gallo. Por eso bailaba tan bien el cabrón, ¡si era el diablo! Inmediatamente nos pusimos a echarle versos a lo divino para espantarlo y yo improvisé estas décimas:

Si acaso quieres saber
quién es aquí cantador,
sabrás que aunque soy el peor,
solo a ti me he de oponer
porque he llegado a saber
que de once cielos que ha habido,
ninguno los ha medido
por división a esta parte
y yo por no avergonzarte,
señores, me había dormido.”

Arcadio continúa riendo y recordando al demonio, “echando madres” ante los sagrados versos, y concluye:

“Dejó bien jediondo a azufre y salió volando; nosotros nos quedamos en el fandango; tampoco era cosa de acabarlo.”

VARIACIONES SOBRE UN TEMA CONOCIDO
Queda aquí una muestra de la gran flexibilidad con que don Arcadio manejaba esta historia. La concordancia o paralelismo de las diferentes versiones se pueden resumir así:

1. El diablo aparece, desde luego como alguien desconocido “… un catrín vestido muy decentemente”, en un huapango o huapan-guito; en dos de los relatos, justo cuando se estaba tocando el son del Buscapiés.
2. En las tres versiones el diablo baila muy bien “…había salido a bailar un hombre de una manera divina”, “un verdadero chingonazo”. De hecho esta cualidad es una prueba más que se trata del mismo diablo: “Por eso bailaba tan bien el cabrón, ¡si era el diablo!
3. En todos los casos se descubre su identidad cuando está bailando El Buscapiés; en dos de las narraciones por su pata o pie de gallo.
4. En todas las versiones, el diablo antes de desaparece –o salir volando– se echa un pedo maloliente de “puro azufre” y apestoso que logra, en dos de las versiones, acabar con la fiesta.
5. En las tres historias, don Arcadio estaba presente, esto es, fue testigo presencial del suceso.

En dos versiones, los versos a lo divino que alguien canta –Arcadio o Luisa Ortiz– son los que ahuyentan al diablo. En una de las historias, don Arcadio sitúa el evento “… por aquí por San Juan de Los Reyes, Saltabarranca, en los 5 de Mayo…”, en otra, precisamente en Saltabarranca, ésto es, en el mismo lugar donde se llevó a cabo la entrevista de Alain Derbez. En la versión de Ramos Arizpe, Arcadio Hidalgo dice tener 15 años de edad cuando presenció el incidente; esto ubicaría la historia en la primera década del siglo XX (en 1908; Arcadio nace, de acuerdo con sus biógrafos el 12 enero de 1893).

LA ADVERTENCIA  (O MORALEJA)
Con estas narraciones, Arcadio Hidalgo no solamente nos está compartiendo una anécdota, sino esta planteando un problema y también la forma de solucionarlo. De estos relatos se deriva, de manera implícita o explícita, que El Buscapiés, entre todos los sones de tarima de pareja, es el son que le gustó al diablo para zapatear en aquel fandango y también se pueda deducir que este es uno de los sones favoritos del diablo, sino es que su favorito. De ahí la idea de que cuando se toca El Buscapiés se está incitando al diablo para que aparezca (“yo nunca quise cantar El Buscapiés…”).

La advertencia es clara. El remedio para alejar al maligno está indi-cado en las dos variantes de la historia: cantar versos a lo divino; una costumbre en él, y desde luego la solución al problema: si se presenta el diablo, cantando versos a lo divino podemos ahuyentarlo.

Un aspecto tan interesante de la personalidad de Arcadio Hidalgo y que puede explicarnos muchas cosas, ha sido tratado por Juan Pascoe en su libro La Mona.(7)  Así dice Pascoe de don Arcadio:

“En ningún momento era aburrido escucharlo: era talentoso para relatar, para retratar a la gente, para hilar hechos, para rematar con exactitud, con chiste, con hilaridad: cuando repetía alguna historia, le agregaba cambios –o inventos– apropiados para el nuevo momento. Era un improvisador en el habla del mismo modo que lo era en el canto: cada vez que cantaba de nuevo cualquier son, por conocido que fuera, lo hacia de otra manera. Al parecer no tenía ningún patrón para las tonadas de El Balajú, El Siquisirí, La Tuza, sones que conocíamos “bien”, ni para otros que nunca habíamos escuchado: Los Juiles, Las Poblanas, El Camotal. Era, en fin, un artista, no un historiador: era confiable como “transmisor de la tradición” solamente hasta cierto grado. Pero el trasfondo era auténtico y no cabía duda que era divertido.”

Existen evidencias de que esta historia la contaba don Arcadio por lo menos desde los años 60. La única versión o versiones conocidas de esta historia son las que contaba Arcadio Hidalgo, y no conocimos, sino hasta poco tiempo, ninguna otra historia semejante. Era inevitable preguntarnos si acaso el mismo Arcadio había inventado esa historia o tal vez la había escuchado de algún vaquero de las zonas ganaderas, posiblemente más afromestizas, por los que éste se movía: Nopalapan, San Juan Evangelista, Saltabarranca, …

Sin embargo, una historia muy parecida es la que recoge Benito Cortés Pádua y publicada por la revista Son del Sur en 1996 con el título Jovina y el diablo.(8) En este caso se trata del testimonio de la Sra. Paulina Jáuregui Mor, de Chinameca, quién presenció el suceso al que se refiere. La información es puntual y trato aquí de resumir: el fandango donde se presentó el diablo se realizó en la salida de Chinameca y ocurrió en los años 50 del siglo pasado. En este testi-monio, el diablo, un desconocido, guapo, vestido elegantemente, llega en un caballo blanco. El hombre se apea del caballo, llega hasta donde los músicos estaban jaraneando y se va derecho a la tarima para subirse a bailar La Bamba, precisamente con Jovina (a quién se describe como una mera bailadora de huapango). Sobre el descono-cido no se menciona qué tan bien bailaba, sin embargo se descubre que al brincar durante el zapateado, las espuelas que llevaba pues-tas brillaban. Una vez que terminó de bailar con Jovina, el desconocido se acercó con Chico Güero (cuñado de la Sra. Paulina) y le pre-guntó qué le estaba dando de tomar a las bailadoras, a lo que Chico Güero respondió: –Vino y refrescos. El desconocido sacó una bolsa de dinero, pagó los refrescos y el vino y así como llegó, se fue.

En este caso el desconocido es identificado con el diablo después de que desaparece misteriosamente. No es sino hasta que una de las mujeres mayores, la Sra. Andrea, extrañada pregunta en voz alta a un grupo de mujeres ahí reunidas: –¿Qué no se fijaron en ese hombre? A lo que un chamaco de los que estaban escuchando responde: –Tenía una pata de gallo!

EL MOVIMIENTO JARANERO, EL BUSCAPIÉS Y EL DIABLO
Nos convertimos en transmisores de esta fascinante historia, la cual no podíamos ubicar realmente ni en el tiempo ni en la geografía sotaventina: ¿de un pasado lejano? ¿qué tan lejano? Simplemente queríamos creer en ella y la contamos –y cantamos versos a lo divino– cada vez que tocábamos El Buscapiés. Muchas más coplas (ad hoc) se han compuesto desde entonces.

Una versión reciente y ampliada de la historia es la que escribió José Ángel Gutiérrez Vázquez titulada “El Buscapiés”; quién ubica la historia en El Ventorrillo, un pueblo cercano a Tres Zapotes e incluye a personajes y músicos locales que vivieron en la primera mitad del siglo XX en esa zona.

Otra gran historias es la de “La vaca ligera y la mujer sin piel”, a la que hace referencia don Arcadio Hidalgo en El Toro Zacamandú grabado en San Juan Evangelista por Arturo Warman en 1969.(9) Estas historias, junto con las creencias en chaneques y otros seres sobrenaturales formaron y nutrieron nuestro imaginario; nos conectaron con ese mundo mágico, misterioso, inclusive peligroso, en los que han estado inscritos los fandangos y los sones jarochos.

CON RESPECTO A EL BUSCAPIÉS
Se trata de un son de pareja sin estribillo con un patrón rítmico-armónico compuesto por 4 compases de 6/8 (–3/4) y secuencia armónica I-IV-V7 (primera, tercera, segunda). En la región del Sota-vento, se pueden diferenciar dos formas o maneras de interpretarse este son: atravesada y cuadrada.(10)  La primera es más común en los ámbitos rurales (principalmente de las regiones de Tlacotalpan, Cosamaloapan, Hueyapan de Ocampo,…) mientras que la forma cuadrada se ha identificado con mayor frecuencia en poblados como Alvarado, Santiago Tuxtla e inclusive en otros del Sur de Veracruz.

Dentro del repertorio tradicional, El Buscapiés (atravesado) junto con El Toro Zacamandú, poseen características rítmico-armónicas singulares, que no comparten con el resto del repertorio. Formas musicales más complejas y asociadas, hoy en día por algunos etnomusicólogos con elementos musicales de raíz afromestiza.

Antonio García de León, en su libro Fandango,(11) nos dice:

“El Buscapiés, sigue teniendo múltiples vinculaciones con la magia amorosa, con el diablo en su forma colonial e, incluso, con algunos personajes de los mitos indígenas y mestizos del litoral, como los rayos, los hombres y mujeres que se transforman en meteoros y centellas, las águilas del norte.”

Muchas de estas creencias han estado claramente asentadas en el Sur de Veracruz. Don Arcadio cantaba varias coplas que hablaban de relámpagos cuando interpretaba El Buscapiés:

Soy relámpago del norte
que alumbra por los potrero.
Como a ti no se te acorte,
yo soy aquel que te quiero,
y cargo mi pasaporte
dado por el juez primero.

José Aguirre Vera (Bizcola) del conjunto Tlacotalpan, cantaba esta copla en El Buscapiés:(12)

Negrita no te me acortes
Y oye bien lo que te digo;
que como tu bien te portes,
y si te vienes conmigo:
ni las águilas del norte
van a poder dar contigo.

En este caso la copla, ha sido modificada con respecto a la copla: …/ y las águilas del norte / van a gobernar contigo./, citada por García de León en su libro Fandango.

Por otra parte, en otras regiones de la Cuenca baja del Papaloapan, por ejemplo de Tlacotalpan o de Cosamaloapan, El Buscapiés no está directamente asociado con el diablo y los temas de su versada (en forma de cuartetas, sextetas o inclusive décimas) gira alrededor de temas campiranos, amorosos o inclusive picarescos.

UNA ANÉCDOTA CORRELATIVA
Hace algunos años en un lugar del estado de Morelos, de cuyo nom-bre no quiero acordar, escuchaba a un tallerista impartir una clase de son jarocho. En algún momento de la clase dijo éste: “Ahora vamos a tocar El Buscapiés que es un son para ahuyentar al diablo.” (sic). Intervine y trate de aclararle que la creencia era que El Buscapiés atraía al diablo, no lo ahuyentaba, y que debían cantarse, en todo caso, versos a lo divino para mantenerlo alejado. Le dije que esa historia la contaba Arcadio Hidalgo. Para darle mayor contundencia a mi intervención, añadí que esa historia la había oído de boca del mismísimo Arcadio. Desde luego aquello no fue un argumento de peso para el joven tallerista, quien ignoró por completo mis comentarios y prosiguió su cátedra diciendo que la creencia –a la manera que éste la contaba– estaba muy extendida en el Sur de Veracruz. Después empezó a hablar de la iglesia católica, responsable de que creyéramos en el diablo ya que los indios y los negros no creían originalmente en ningún diablo, para así proseguir hablando de Florentino y el diablo, una leyenda del folclor venezolano y no recuerdo qué tantas cosas más.

Me quedé con la sospecha de que ese o esa joven tallerista no tenía muy bien ubicado a Arcadio Hidalgo… ni tampoco, la más remota idea de las historias que el viejo contaba.

NOTAS y REFERENCIAS                                                                                                                        (1) Ramos Arizpe, G. (1985, 1982). “Don Arcadio Hidalgo”, el jaranero, en La versada de Arcadio Hidalgo, pp. 89-121, 2ª ed. aumentada, FCE, México, 1985. Apareció por 1ª vez en 1982 en el Boletín del Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, Jiquilpan, Michoacán.                                (2) Fue sin embargo, a través de los círculos arcadianos que la historia se difundió rápidamente entre los músicos, principalmente urbanos, intelectuales, etc.
(3) Ramos Arizpe, G. (1985, 1982), op. cit.
(4) Nota aparecida en el periódico unomásuno, el 19 de junio de 1983; esta misma nota está incluida en La versada de Arcadio Hidalgo, 2ª ed. (pp. 143-145), op. cit.
(5) El programa radiofónico se puede escuchar en la Fonoteca Nacional (Coyoacán, Ciudad de México) o directamente por internet http://www.lamantaylaraya.org/?p=375 .
(6) Una texto excelente que retrata profundamente las múltiples facetas de la personalidad de Arcadio Hidalgo es “El Mono Negro” de Alfonso D’Aquino, incluido en Monogramas, 2ªed. 2004, Universidad Veracruzana.
(7) Revista Son del Sur, No. 7, 1998, p. 42. (http://www.loscojolites.com/revista-son-del-sur/)
(8) La historia se puede consultar en: http://www.culturatradicional.org/guatime/cuentos1.htm .
(9) Sones de Veracruz, 1969. Serie Testimonios Musicales, No. 6, Fonoteca INAH, 1ª ed., grab. Arturo Warman.
(10) Si el patrón de este son está compuesto por 24 negras (= 4 compases x 6 negras), entonces las secuencias armónicas correspondientes se pueden establecer como:
                                I(12) – IV(6) – V7(6)    “cuadrada”
                                I(12) – IV(8) – V7(4)    “atravesada”                                                         El número de negras correspondiente a cada acorde se indica entre paréntesis. En la forma “atravesada”, el acorde de tercera (IV) a partir del 3º compás se alarga hasta la segunda negra del 4º compás. A pesar de que algunas de las líneas melódicas utilizadas para interpretar el son, marcan un paso por la dominante auxiliar: I –(I7)–IVV7, el acompañamiento de jarana tradicional, en los ámbitos rurales, no utiliza dicho acorde.
(11) García de León, A., 2006. Fandango, El ritual del mundo jarocho a través de los siglos. Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, IVEC. pp. 26.
(12) Música Veracruzana, Conjunto Tlacotalpan, 1980. Disco L.P. de la colección Voz Viva de México, Serie Folclor, UNAM.

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Editorial

 


La Manta y La Raya # 10                                                      marzo 2020


 

EDITORIAL

Al cierre de esta DIEZ de nuestra revista, a México han llegado 30,250,000 vacunas COVID. Desde hace ya varios días se percibe otro ambiente, otra actitud, otras ganas (también una peligrosa y riesgosa relajación en las medidas de higiene y sana distancia), como si en discreto silencio se acordara que el chouu (sic) debe continuar. A punto de concluir la vacunación de los mayores de 60 años, y estando en proceso la vacunación del personal de salud, docente y de los mayores de cincuenta, la esperanza coquetea con la calle y los cuerpos. Y empezamos a soñar con un mundo anterior que nadie sabe con certeza qué tanto nos gustará volver a él – si es que eso es aún posible.

Si se nos pidiera hacer una lista de reproducción de las diez canciones que nos gustaría que nos acompañaran al retorno de la vida social ¿cuáles elegiríamos? ¿Cuál será la primera canción que bailaremos y cantaremos voz en cuello en ese soñado y esperado primer bailongo, reventón, guateque o pachanga al que, con suerte llegaremos, tras estos meses aciagos, de tristes despedidas, padecimientos físicos, dolores en el alma y la mente o ausencias muchas que siguen doliendo? A la manera de la biblioteca de Babel Borgeana, el mundo de hoy ofrece la posibilidad de acceder virtualmente a una constelación de archivos sonoros inagotables que nos acompañan a narrar nuestra vida. Y así lo han hecho a lo largo de estos meses de encierro. ¿Qué habría sido de nosotros sin la música, la literatura, el cine, la poesía? Fandangos, huapangos, topadas, vaquerías no han habido –quizá uno que otro-. Entonces uno se pregunta ¿qué sí ha quedado en pie de ese universo de fiestas comunitarias, de sones que se danzan y cantan como mantra y manda una hora y después otra y luego otra más hasta amanecer y quién sabe qué más. ¿Qué ha podido mantenerse en pie de esos complejos festivos? ¿Quiénes seremos cuando exista la posibilidad de reencontrarnos en una festividad? ¿Qué nos diremos? ¿Cuántas emociones más será preferible callar? ¿Cuáles otras serán menester cantarlas al viento?

En medio de todo esto, los editores de esta revista llegamos a este número, la DIEZ (más uno, pues empezamos con el número CERO) con renovados bríos. Plantar nuestros pies en el inmortal puerto de Veracruz y en el Playón de Los Reyes tiene sus ventajas. Por si fuera poco, delicadas y suaves notas musicales de jazmín y lavanda aderezan cada una de nuestras ensoñaciones. Confiamos que la aparición de este número –los trabajos y pasiones de las y los colaboradores que con tanto gusto les compartimos -contribuya a soñar y parir todos los mundos que parece necesario hacer nacer ya desde hace algunos ayeres. Nuestro profundo agradecimiento a quienes cariñosa y desinteresadamente han creído en nosotros para compartir en este espacio sus emociones, sentires, pensamientos o pesares. En esta DIEZ y en los números antecedentes.

Creemos que esta edición fue naciendo, como al descuido, como todo un número de colección. Al grado que ganas no nos faltan de una versión especial impresa. Es tal vez, la más extensa de cuantas hemos hecho, pero también de las que más entusiasmo nos ha generado al hacerla. Como ya podrán corroborarlo nuestros lectores, se abordan temas variados de la cultura y la memoria social y, al mismo tiempo, se insiste en evocar la memoria de ciertos personajes con nombre y apellido (mujeres y varones) que han dejado profunda huella en la vida de muchos. Lo que en esta DIEZ encontrarán son asuntos humanos, demasiado humanos que estamos seguros interesarán a un público selecto, diverso y plural como es el favorece con su lectura y aprecio a nuestra revista.

Parece un buen momento para dejar de hablar y dar paso a la lectura. Desde aquí deseamos que haya salud, alegría, vida y victoria para todes, todas, todos. Por lo demás, al pie del cerro se escucha desde hace rato, como una caricia o como una llamarada, aquella tonada que alguna vez hemos escuchado; aquella que suena más o menos así… 

Se escucha bien ¿no es cierto? Y se siente aún mejor. La DIEZ es para ustedes, que la disfruten.

Coda

La imagen muestra, como ninguna otra, todo aquello que la cultura jarocha ha sido y es. Al mismo tiempo, cuestiona desde el más sepulcral silencio, a una andanada de mitos, atrevimientos e invenciones sin gracia ni ritmo, que se han venido repitiendo en los años recientes, desde el único lugar del que pueden surgir los disparates. El antes y el después; el hoy y el mañana; el pasado que alguna vez se vistió de futuro, se reconcilian pletóricos en esta imagen. Poco queda entonces por decir. Todo – o casi– ya ha sido dicho. Incluso si la imagen hace pensar, por qué no, en todo aquello que la cultura jarocha ya no puede ser. 

No queda otra cosa que vivir. La imagen hace hablar al tiempo. El registrador de emociones visuales “se pasó de 14”.

                                              Los Editores

 

 


La Manta y La Raya # 9                                                      marzo 2019


 

EDITORIAL

La NUEVE, en tiempos de pandemia COVID 19

Se aproxima la conclusión de este primer año (2020) de la pandemia COVID 19. Y como la vida está repleta de paradojas, el encierro ha sido menos ingrato o más llevadero escuchando o haciendo música. La paradoja reside en la terrible situación que en este tiempo ha debido afrontar la comunidad de músicos y creadores en general, con escasas oportunidades de trabajar y vivir con decencia de su oficio y arte. Distantes de sus audiencias, cómplices, públicos o interlocutores, se ha debido hacer música en soledad y reclusión – o casi. Y como pocas veces en la historia mundial, el vínculo de las músicas y sus creadores con los entornos sociales y comunitarios se alteró radicalmente. Sin públicos ni festividades en los que músicos de todo tipo puedan hacer música y cobrar por su trabajo; sin fiestas ni reuniones ni fandangos en donde encontrarse, compartir o enamorarse, estos meses llaman a la reflexión e invitan a todos a reinventarnos. A valorar, por qué no, el trabajo de mujeres y varones que haciendo música, cantando versos, bailando en un ladrillo o en una tarima, nos han permitido sobrellevar de mejor manera estos meses de encierro. Aún con este viento en contra vuelven los editores de La Manta y La Raya con este número NUEVE y para alcanzar este propósito hemos debido hacerlo cobijándonos en lo que está en nuestro alcance y en el trabajo generoso e inteligente de los solidarios colaboradores de nuestra revista. Este número da inicio proponiendo a sus lectores una reflexión sobre el racismo invisible y cotidiano que se vive en nuestro país, también en los entornos de la vida artística, las instituciones culturales y las fiestas comunitarias. Un espléndido trabajo de Andrea López Monroy, nos acerca a una figura mítica de la música veracruzana: Toña La Negra: sombras de una silueta redondísima. A través de su texto, López Monroy hace un recorrido apasionante por la vida de la cantante, la mujer y quien de acuerdo con la autora se ha convertido en símbolo de identidad de los veracruzanos.  Por su parte, Francisco García Ranz nos comparte un adelanto de un trabajo mayor en proceso, sobre los lamelófonos afrocaribeños y su incorporación a los complejos musicales de México. El texto de Alfredo Delgado Calderón, “Vaqueros y lanceros”, nos invita a conocer las conexiones laborales y oficios de la población parda y mulata de los tiempos coloniales con el personaje del Jarocho, que se conocería a partir del siglo XIX y que hoy muchos consideran como sinónimo de persona nacida en Veracruz. El registro visual de Claudio Alonso Martínez nos acerca a personajes relevantes del mundo jarocho de la actual región piñera del sur de Veracruz que siempre vale la pena escuchar y estudiar.  El Bonus Track de la revista invita a los lectores a conocer el libro Son jarocho con sabor a piña, de la autoría del citado Claudio Alonso Martínez y editado por el IVEC en 2017. Completan este número dos trabajos más. La ya gustada sección de Relatos del Mtro. Andrés Moreno Nájera, en esta ocasión haciendo un recuento de los tipos de cuerdas con las que se hacía la música jarocha en las décadas antecedentes; y, la transcripción de un documento colonial que recuerda el intento de un cura de prohibir la realización de fandangos de velorio en el pueblo mixe de San Juan Guichicovi. Son estos los trabajos que hemos preparado paras ustedes y que confiamos disfruten, lean y compartan. Lamentamos la pérdida y partida de tantas y tantas personas que tristemente se nos han adelantado en el inexorable tránsito a la muerte, en esta pandemia mundial. El mundo de la música tradicional y las artes no están  exentos de estas pérdidas y desde aquí queremos recordar con afecto a todos aquellos que perdieron la vida en estos tiempos aciagos. Nos debemos a su memoria y ejemplo. Nos toca mantener viva su obra y legado. El año que viene nos depara incertidumbres, sorpresas y, confiamos también, muchas alegrías y satisfacciones. Los editores de La Manta y La Raya aprovechan la ocasión para desearles unas muy alegres y felices fiestas navideñas. Confiamos muy pronto podremos encontrarnos en vivo y a todo calor en un fandango.

Los Editores

 

 


Revista # 9 en formato PDF (v9.1.0):


   

 


La Manta y La Raya # 8                                                      septiembre 2018


 

EDITORIAL

Reiniciamos nuestro andar para ponernos al corriente con las complicidades y regocijos que alientan nuestra revista. Después de un pequeño periodo de descanso, dudas, reflexiones e intentonas fallidas por retomar el hilo, los editores de esta revista se suben nuevamente al tren de las necedades, para ofrecer a sus lectores este nuevo número que, aunque desfasado del programa original, creemos llega en buen momento. La realidad supera la ficción y en los universos sonoros de este país los cambios y las novedades se suceden una tras otra. Nuevos discos, documentales, videos, libros o manuales para aprender a tocar instrumentos aparecen sin cesar, documentando la imperiosa necesidad de la sociedad mexicana por mantener vigentes a las culturas musicales del país. Pero quizá lo más sorprendente y maravilloso resulta observar los multiplicados esfuerzos por salvaguardar las ganas de fiestear y compartir musicalmente la vida ante la amenaza de algún viento maligno o energía perniciosa y traicionera.  La editorial del número anterior de esta revista (SIETE) postulaba la esperanza de un cambio verdadero y profundo en nuestro país. Año y medio después, algunas cosas y prácticas pequeñas o grandes –el lector dirá- han cambiado; otras no tanto; algunas más siguen igual o quizá peor. Tal vez sea momento, como sociedad, de olvidarnos de mesianismos y varitas mágicas que sólo restan responsabilidad para convencernos que los cambios sociales, económicos, culturales y políticos profundos son responsabilidad de todos y se construyen en el día a día. Por supuesto, sin renunciar a una actitud crítica y reflexiva en la vida pública y en la privada. Ya el entrañable poeta Luis García Montero nos ha recordado que cualquier revolución social debe empezar por la transformación del espacio íntimo. Y es allí donde machismos, racismos, clasismos y otras formas de discriminación deben ser examinados, cuestionados, transformados. Así, en este escenario de cambios y transformaciones de nuestro país –anhelados y necesarios, cacareados, aunque no materializados, así como de otros que se siguen posponiendo por no parecer importantes- La Manta y La Raya, en su número OCHO, se acerca a otra región de Tierra Caliente, esta vez en el Occidente de México, para conocer un poquito de las prácticas musicales y practicantes de aquel terruño. Textos de Jorge Amós, Thomas Standford (QEPD) y Víctor Hernández nos transportan a esa zona del país para seguir aprendiendo sobre lo que acerca y diferencia a las culturas musicales. Los relatos del maestro Andrés Moreno Nájera atestiguan las vivencias, anécdotas y acontecidos del mundo de los huapangos y sones de la región de Los Tuxtlas.  Por su parte, Joel Cruz Castellanos –colaborador habitual de la revista- nos habla de la tradición de La Rama en Santiago Tuxtla, Veracruz. Complementan esta aproximación a las celebraciones musicales de la temporada navideña sotaventina, el estupendo reportaje visual de Mario Hernández, quien a diez años de estar capturando las imágenes que desbordan al mundo del son jarocho, se ha convertido en uno de sus más notables documentalistas. Cerramos esta revisión de fiestas “decembrinas”, con las notas de un disco compacto que vio la luz hace casi dos décadas bajo el título de Pascuas y Justicias, coordinado por Alvaro Alcántara. Decíamos en la editorial del número anterior que la vida es un río que fluye y no queda otra más que aprender a fluir con ella. El mes de agosto del 2018 la vida nos golpeó con la fatalidad que uno de los soneros jarochos más queridos, Andrés Flores Rosas, se fue de esta existencia, para dejarnos el corazón roto y triste. Tras su triste partida y con el transcurrir de los días han ido renaciendo borbotones de hermosos y alegres recuerdos que Andrés se encargó de sembrar en la vida de muchos. A su memoria, a su legado, a su familia y a todas las personas que lo conocieron, aprendieron de él, lo amaron y respetaron, dedicamos este número. Para recordarlo y homenajear su existencia, Ricardo Perry y Alvaro Alcántara nos comparten sus testimonios y vivencias con el querido Andrés Flores. Sale a la luz este nuevo número en una coyuntura política distinta de nuestro país. Mucho por hacer, por aprender y escuchar; por seguir esforzándose por un mundo más equitativo y menos injusto. El tiempo nos dirá si lo que hagamos o dejemos de hacer en estos días, semanas, años, nos alcanza para soñar con un futuro distinto. Mientras eso ocurre, que la alegría, el respeto y el amor sigan siendo la música de la vida.

Los Editores      

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La Manta y La Raya # 7                                                                  marzo 2018


 

EDITORIAL

Conscientes que “la vida es un río que fluye”, no quisiéramos dejar de evocar con la aparición de este número SIETE de la revista la memoria de Carlos Escribano, sonero legendario de la tradición jarocha recientemente desaparecido. Si tratamos de imaginar en lo mucho que se puede aprender de la vida y quehacer cotidiano de don Carlos -para desde allí pensar en los universos sonoros y mundos de vida que quedan subsumidos, otras veces ocultos, bajo la noción de “música”- entonces tal vez podamos comprender con mayor claridad aquello que Gonzalo Camacho nos propone en su ensayo al plantear que las culturas musicales son un patrimonio germinal que debe ser apreciado y cuidado con amor, sensibilidad y respeto. Esta nueva edición ofrece también la posibilidad de conectar a nuestros lectores con las sonoridades de la Costa Chica, gracias a un vibrante texto de Carlos Ruiz Rodríguez. Convertida en una de las tradiciones musicales que se han vuelto representativas de las herencias culturales africanas en nuestro país, el fandango de artesa no ha sido ajeno a las transformaciones y adaptaciones a los nuevos tiempos y escenarios. En ese sentido, Ruiz Rodríguez hace notar las diferencias generacionales que existen en la percepción de esa tradición musical y los retos que siguen enfrentando los habitantes de San Nicolás y El Ciruelo para mantener vigente esta cultura musical. Para quienes no tienen el gusto de conocer a Paco Pildora, el texto de Horacio Guadarrama constituye una excelente oportunidad para acercarse a la obra y legado de quien ha sido el cronista por antonomasia del Puerto de Veracruz. Hurgando en distintos registros de la memoria social de Veracruz, la vida de muelle, los patios de vecindad, carnavales o dimes y diretes, el trabajo poético de Francisco Rivera Paco Píldora atraviesa el tiempo y las generaciones para engrandecerse con el transcurrir de los años. La obra de este poeta constituye un estímulo para problematizar desde dónde conmemorar los quinientos años de Veracruz y sopesar el aporte de los sectores populares a la grandeza del otrora Puerto de Tablas. Por su parte, las imágenes de Deborah Small vuelven a presentarnos a una serie de personajes de la región de Los Tuxtlas y Llanos de Nopalapan que son parte central de la herencia cultural del sotavento. El lector podrá reconocer allí a varias leyendas del son jarocho campirano –algunos ya desaparecidos-, tal vez para incitarnos a seguir hurgando en las historias de vida de personajes que siguen esperando porque el tiempo y el registro de la memoria les haga justicia. Y respecto a eso, quienes hacemos esta revista tenemos el reto de dar a conocer más historias de vida de mujeres que han sido el alma de fiestas y tradiciones enteras a lo largo y ancho de México. Un pendiente que nos comprometemos empezar a subsanar en el siguiente número. Celebramos también la aparición del disco de Los Arrolladores del son, son jarocho tradicional de Los Llanos, uno de los trabajos discográficos más recientes, pero sobre todo más interesantes de la escena musical jarocha. Encabezados por el bien conocido guitarrero Macario Alfonso Domínguez, estos soneros del municipio de Isla, Ver., vienen a recordarnos la belleza y emoción que se puede seguir produciendo desde la sencillez de decir las cosas y declarar el son. Los relatos de Andrés Moreno Nájera, un colaborador de planta en nuestra revista, siguen dando de qué hablar, en la medida que Nájera, como el observador acucioso y reflexivo que es, recrea en su vívida prosa escenas cotidianas de su región que resultan indispensables para comprender la diversidad de prácticas e imaginarios que soportan el saber hacer musical de tantas y tantos. Los relatos de Andrés Moreno siempre terminan sorprendiéndonos al dar cuenta de una sensibilidad superior que ha sabido valorar lo extraordinario entre lo repetitivo y habitual. Honrar la memoria de don Carlos Escribano, resulta por ello un acto de justicia. De allí que los textos de Gilberto Gutiérrez y del ya mencionado, Andrés Moreno, aporten recuerdos, anécdotas, memorias y valoraciones de este mítico personaje y de la generación a la que Escribano perteneció. Gilberto Gutiérrez nos hace saber que Escribano era un asiduo asistente a las fiestas de La Candelaria, en Tlacotalpan, Veracruz, donde lo conoció varios años antes que el inicial Concurso se convirtiera en Encuentro. Gracias a este relato sabemos que con mucha seguridad el padre de don Carlos fue quien le transmitió la costumbre de ubicarse al “pie de la yagua que que se encuentra al lado de la torre que alberga el campanario de la iglesia El Santuario”, tal y como lo muestran varias imágenes y, donde por cierto, en los años recientes se puede encontrar a Santiago, su hijo, vendiendo también sus instrumentos. Evocar a un sonero del tamaño e importancia de Carlos Escribano, intenta hacer eco de aquello que de manera inteligente y acertada, Gonzalo Camacho nos dice en su texto: “El modelo de un músico intérprete-creador, presente en las culturas musicales vinculadas fuertemente con la oralidad, va más allá del ámbito musical, ya que en muchos casos este individuo encarna la figura del poeta, del historiador, del bailador, siendo un profundo conocedor de su propia cultura.” De esa diversidad de quehaceres, oficios y saberes que pueden coexistir en la figura de un “músico tradicional”, don Carlos Escribano constituye una prueba fehaciente. Si la vida es un río que fluye, confiamos que con la aparición del próximo número de esta revista (OCHO), continuemos el arduo trabajo de seguir construyendo el país que queremos. Por nuestra parte confiamos que este esfuerzo editorial que hacemos sea útil para seguir pensando, no sólo el país que queremos tener, también empujarnos a desplegar el esfuerzo que sea necesario para lograrlo.

Los Editores

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La Manta y La Raya # 6                                                                  noviembre 2017


 

Sergio A. Vázquez Rodríguez

 

EDITORIAL

Un año más que transcurre ante nuestros ojos. Y mientras eso sucede los editores de La Manta y La Raya deseamos a nuestros lectores que las futuras fiestas decembrinas para despedir el 2017, lleguen cargadas de salud y alegría. Este nuevo número, el seis, hace un guiño a la palabra y su capacidad de imaginar y crear el mundo. Es cierto que la velocidad de la vida contemporánea y la urgencia con que se cruzan las comunicaciones en los nuevos dispositivos y tecnologías de la comunicación han minado silenciosamente nuestra capacidad de disfrutar y gozar lo que se dice y el cómo se dice. No creemos que ante esta pesada realidad haya mucho qué hacer, si no es empezando por decisiones individuales que quizá terminen contagiando a otras personas, hasta alcanzar un impacto social que haga sentir su peso en la vida de colectividades enteras. A lo largo de estos años de editar la revista, en no pocas ocasiones nos hemos preguntado sobre la viabilidad e impacto de este proyecto editorial y la recepción que puede tener en nuestra sociedad. Es decir, saber si hemos logrado que algunas personas se tomen el tiempo para leer con calma los trabajos y reflexiones que con gusto nos hemos dado a la terea de solicitar a los distintos colaboradores. La respuesta a esta pregunta no siempre nos ha quedado muy clara, pero a propósito de este nuevo número, creemos que hasta donde nuestras fuerzas den, debemos contribuir a construir espacios de reflexión que ayuden a construir horizontes de futuro en la vida social y cultural de este país. Quizá la mayor novedad de este número sea la apertura que hacemos a la poesía y a la versada en el mundo jarocho. El tema era, en cierta medida, una deuda que teníamos con tan importante aspecto de los complejos festivos y universos sonoros. Se trata apenas de una exploración que, en cualquier caso, busca provocar en los lectores (y protagonistas de la cultura sotaventina) una reflexión sobre lo que en ese aspecto se ha hecho y se puede y queda por hacer dentro de la tradición jarocha. El tan llevado y traído boom del son jarocho no debe desviar la mirada en torno a lo que creemos necesario: una revisión detenida en materia de letrística de las nuevas composiciones y los alcances poéticos de las nuevas canciones y sones que se han realizado en los años recientes; sopesar sus alcances y posibilidades, una vez que hemos convenido que la poética ha sido una de las banderas más enarboladas al interior del mundo jarocho. Con este número queremos sumarnos también a las felicitaciones para quienes han integrado al grupo Monoblanco –y especialmente a Gilberto Gutiérrez– , por el aniversario cuarenta de la creación de este grupo señero del son jarocho veracruzano. La culminación de los festejos por los cuarenta años del grupo Monoblanco ha sido un concierto en el Palacio de Bellas Artes. Esperamos que este acontecimiento, de la mayor trascendencia en la vida cultural de nuestro país, encuentre innumerables réplicas en los años venideros, haciendo posible que un sin número de grupos de música popular y tradicional del país accedan a espacios artísticos y culturales como el antes dicho. Dicho lo anterior, sólo queda agradecerles la amabilidad de su lectura confiando disfruten y les sea de provecho cada unos de los trabajos que aquí presentamos.

Los Editores

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La Manta y La Raya # 5                                                                        julio 2017


 

 

EDITORIAL

Desde hace algunos años – quizá los mismos que veníamos prefigurando, aunque sin mucha conciencia la confección de esta revista – los Editores de esta revista empezamos a reflexionar sobre la importancia que la producción fonográfica (y junto con ella la investigación, documentación y registro de prácticas musicales) ha tenido en el resurgimiento y fortalecimiento de las tradiciones musicales regionales de nuestro país y del mundo entero. Nos resultaba llamativo la poca importancia que desde la investigación social se ha prestado a los discos de acetato, casettes o Cidis, en tanto objetos culturales en sí mismos; pero al mismo tiempo, hacíamos notar el aparente poco interés prestado a la producción, circulación y recepción de producciones fonográficas específicas y su impacto social en la dinámica de las distintas tradiciones musicales. Al vuelo recordábamos, en aquellos años, algunos trabajos de Rubén Luengas y Carlos Ruiz Rodríguez y, por supuesto, los muchos párrafos que se han escrito en torno al fonograma clásico Sones de Veracruz, pero lo cierto es que solo bastaría con revisar las tesis y trabajos de investigación de las universidades y centros académicos durante los últimos quince años, para confirmar lastimosamente la vigencia de aquella presunción: que los fonogramas en tanto objetos culturales han sido poco trabajados en la investigación social – aunque no dudamos que una revisión sistemática nos haría encontrar agradables sorpresas. Esa inquietud compartida ha encontrado en este número 5 de La Manta y La Raya, la ocasión propicia para reflexionar sobre un personaje fundamental en la conformación del acervo musical de nuestro país: Beno Lieberman. Dos textos –de Federico Arana y Francisco García Ranz – permiten acercarse a la obra y legado de este personaje sorprendente. Con mucha razón suele decirse que la perspectiva generacional lleva a mirar la realidad de una forma o de otra. Para las generaciones que han crecido en la digitalización de la música, la internet y con un banco inagotable de información musical al alcance del teléfono inteligente, la tableta y, cada vez menos, la computadora, puede resultar harto difícil dimensionar el esfuerzo que significó para la primera generación de investigadores registrar el patrimonio musical de regiones tan inaccesibles, aisladas o de plano ignotas. En ese sentido, los nombres de Henrietta Yurchenko, José Raúl Hellmer, Irene Vázquez Valle o Thomas Standford, por mencionar solo algunos aguardan por investigaciones serias que nos ayuden a dimensionar la grandeza de su obra y legado. Viajes a lomo de animal, a pie, en camiones, avionetas o autos particulares; con pesados equipos de grabación, enormes e inasibles – donde muchos dejaron el alma al cargarlos y transportarlos por los campos de un México que ya no es más, fue parte de lo que hubo que hacer para poder grabar in situ a hombres y mujeres que ocupan un lugar central de la mitología de la música regional mexicana. Beno Lieberman ha sido uno de esos hacedores del acervo de la música mexicana y aquí contamos parte de su historia. Siguiendo el hilo de las grabaciones de campo y de la importancia de los registros sonoros, la Huasteca se hace presente en este número con tres diferentes trabajos. Camilo Camacho y Ruy Guerrero se estrenan como colaboradores de nuestra revista. El primero comentando los pormenores del trabajo que realizó para conformar el trabajo Acervos en movimiento: música tradicional de la Huasteca y, el segundo, compartiendo su reflexión de la jarana huasteca desde su perspectiva de laudero y su experiencia en la comunidad de Texquitote, San Luis Potosí. Completa esta trilogía huasteca una reseña del libro Arpas de la Huasteca en los rituales del Costumbre de María Eugenia Jurado y Camilo Camacho, un trabajo imprescindible para quienes estudian y disfrutan de la músicas tradicionales del país. Para no olvidarnos del Sotavento jarocho, el promotor, músico y profesor Andrés Moreno Nájera, nos comparte un evocador relato del ramal del ferrocarril que cubría el trayecto entre San Andrés Tuxtla y Juan Rodríguez Clara, una ruta que después de más de 60 años llegó a su fin en 1992. En su trayecto el ramalito unía a un conjunto de poblaciones indígenas y afromestizas, constituyendo el ferrocarril una vía de comunicación fundamental para comprender la vida social, cultural y económica de la región de Los Tuxtlas y las tierras bajas de los llanos durante el siglo XX. Este número cuenta también con un texto de la antropóloga Margarita Dalton, publicado originalmente en la revista Regiones, que editó durante algún tiempo la DGVC del CONACULTA. La reflexión de Margarita Dalton proviene de un momento en el que las políticas culturales del Estado Mexicano intentaron apuntalar el desarrollo cultural regional. De allí que en este trabajo se haga insistencia en la necesidad de pensar el quehacer cultural de nuestro país desde la diversidad y el reconocimiento de distintos México que aún no empezamos a conocer. “Estar en México – nos dice esta reconocida antropóloga – es alcanzar una visión de la diversidad artística y cultural de muchos pueblos.” Completa la revista el trabajo fotográfico de Mario Cruz Terán sobre el corte de caña y los cortadores del Sotavento en la región del Papaloapan. Una vida dura y fatigosa, a ratos ingrata pero necesaria, queda plasmada en la lente de Cruz Terán, para recordarnos la importancia social y cultural de un quehacer laboral que desde el periodo colonial ha constituido una de las principales actividades económicas en el estado de Veracruz. Confiamos que este número, además de ser de su provecho y disfrute, contribuya a esa convicción sostenida en acciones y palabras por Beno Lieberman, a lo largo de su quehacer apasionado en la música mexicana: “(…) si hemos de gustar de nuevos valores culturales y artísticos y abandonar las tradiciones, primero conozcámoslas (…)”. Y ese sigue siendo uno de los impulsos que nos empujan a seguir haciendo esta revista.

Los Editores

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La Manta y La Raya # 4                                                                         marzo 2017


 

EDITORIAL

“Antes que la tradición nos pertenezca nosotros pertenecemos a la tradición” –habría escrito en algún lugar de su libro Verdad y Método Hans Georg Gadamer. Esta idea recuerda que nuestra comprensión del mundo, de los demás, de nosotros mismos, se encuentra inserta en la dinámica de nuestras relaciones familiares y sociales; de la historia local, regional, nacional o global que nos ha tocado vivir. Y precisamente por esto mismo, en el esfuerzo por comprender al otro, por entablar un dialogo con aquellos que de inicio nos resultan ajenos y extraños, resulta indispensable superar los prejuicios que condicionan nuestro estar en el mundo, para fusionar nuestra representación de las personas y las cosas con la de aquellos que tienen otra forma de verlas, vivirlas, sentirlas. Con esa motivación iniciamos esta revista, con la premisa de contribuir a un diálogo colectivo que permitiera revisar algunos de las nociones a partir de las cuales hemos construido nuestra representación del mundo. La Manta y La Raya, revista digital y sitio de internet ha sido el vehículo que hemos construido para palabrear y compartir los saberes sobre el mundo. Pero tal vez sea momento de detenernos a revisar la manera en que lo hemos venido haciendo y decidir cómo queremos seguir haciéndolo a futuro. Se trataba de generar un debate, un diálogo de ida y vuelta, una reflexión colectiva que hasta el momento sólo hemos sido capaces de incentivar de forma muy tímida, tibia y fragmentaria. El número que aquí presentamos, en buena media, plantea nuevos retos a nuestra comprensión de los universos sonoros en diálogo. La importancia de una adecuada cultura de salud y buenos hábitos alimenticios; la construcción de las narrativas identitarias desde la interacción con los otros; la viabilidad del son jarocho en las sociedades indígenas contemporáneas; la organización comunitaria que hace posibles celebraciones y bailes rituales asociados a los ciclos agrícolas –cuando en la actualidad, el maíz criollo y el complejo “milpa” se encuentran más y más amenazados por las políticas económicas. Además de esto, la memoria poética, y las historias de vida de soneros entrañable tienen salida en esta nueva aventura. ¿En qué medida nuestras acciones en el alucinante mundo de las culturas musicales contribuyen a generar una nueva cosificación de éstas? ¿Hasta qué punto hemos podido alejarnos de la visión patrimonial de la cultura que decimos cuestionar? ¿Qué hacer cuando la oralidad empapada de un conjunto de prejuicios e inercias sigues mostrándose más fuerte que la escritura y su lectura en ciertos espacios de la sociedad? Quizá haya que volver a tocar (sonear) con quienes hace tiempo no tocamos, de hablar con quien nunca hemos hablado; de salir del confort de nuestros estudios y cubículos y volver a salpicarnos con la contundente e inesperada palabra del otro, de aprender de ella, de ponernos bajo sospecha, de cuestionar el lugar desde el que hemos venido hablando. Nuevos retos enfrentan hoy las culturas locales y regionales; pero quizá desafíos igualmente decisivos vivimos hoy en medio de una vida social organizada desde el teléfono celular que llaman “inteligente”. Si algo de subversivo tiene encontrarse con las Artes de la Tradición, quizá esté en la posibilidad de mirar en un enorme espejo la narración de nuestra vida y preguntarnos si es esa la que queremos seguir haciendo en los años venideros. Si en medio de nuestra necesaria individualidad es posible construir una agenda colectiva que nos enseñe a mirar las cosas desde otra perspectiva. Pero quizá la que me resulta más perturbadora: el hecho de recuperar la condición de creadores que históricamente nos fue arrebatada, para reservarla para un puñado de profesionales de las artes bellas. Confiamos que este número resulte de su interés y provecho. Y que la palabra encuentre lo que no andaba buscando y descubra en ustedes lectores un buen pretexto para seguir rodando. Nos seguimos viendo… ron mediante

Los Editores

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La Manta y La Raya #3                                                                     octubre 2016


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Foto: Sergio Alberto Vázquez Rodríguez

 

 

 

 

 

 

EDITORIAL

A través de un proceso gradual de cosificación de las prácticas musicales, las personas y las relaciones sociales en las que éstas se hallaban inmersas fueron quedando de lado en el discurso oficial de la cultura, al punto que empezó a hablarse de la música sin los músicos, de “la música” como una práctica artística que podía aislarse de su entorno social, prescindiendo así de los entornos en los que funcionaba y se recreaba. De allí a la concepción de la música como fenómeno individual o, en el mejor de los casos, como experiencia grupal sólo faltó un paso. Concretada esta operación, la concepción de que los verdaderos músicos eran aquellos que se presentaban en los escenarios, salas de concierto y medios masivos de comunicación, se instaló paulatinamente en los imaginarios de unos y otros. Fue esta visión elitista de la cultura –como lo reflexionara magistralmente el maestro Bonfil Batalla en su libro “Pensar la cultura”– la que mujeres y hombres debieron cuestionar durante las últimas décadas del siglo XX. Remover esa idea del cuerpo y mente de funcionarios, productores de discográficos, dueños de salas de concierto y población en general no fue una tarea fácil, sin embargo, mucho se ha avanzado en los últimos años. Retornar a una visión comunitaria, social del quehacer cultural y la creación estética ha sido una labor enorme, que ha exigido el esfuerzo, creatividad, compromiso y lucidez de muchos. El número que ahora presentamos,  además de abrir la revista a la experiencia de otras música regionales de México recupera en algunos de los textos esa dimensión social comunitaria del quehacer cultural en general y, musical, en particular. El texto de Aideé Balderas nos acerca a los rituales para pedir lluvia en la huasteca, una práctica en donde el hacer música resulta fundamental para garantizar las buenas cosechas en aquellos espacios donde la siembra del maíz, además de tener un beneficio nutrimental constituye un elemento central para el bienestar espiritual de las personas. Raquel Paraíso nos lleva de la mano con su experiencia de vida y sus investigaciones a reflexionar sobre los cambios que se están dando al interior de la tradición festiva de los bailes de tabla de Tierra Caliente, pero también recordándonos la importancia del tejido social como sostén de esta expresión cultural. El testimonio de doña Tita Domínguez nos presenta una modalidad de los fandangos en Sotavento, conocidos como “huapangos de medalla”. Habiendo vivido casi toda su vida en Nopalapan, una tierra pródiga en soneros, versadores y bailadoras, doña Tita nos recuerda la importancia de la organización comunitaria para mantener vigentes las fiestas de tarima en las semanas previas a la celebración del santo patrono del pueblo. Jessica Gottfried nos invita a conocer una parte de la historia de los estudios folklóricos y musicales en el México de mediados del siglo XX, al presentarnos al músico veracruzano Nicolás Sosa y la relación profesional y amistosa que sostuvo con el estudioso de la música folklórica mexicana, el yucateco Gerónimo Baqueiro Foster. Reconstruyendo la amistad entre estos dos personajes, la etnomusicóloga Gottfried nos permite conocer las vicisitudes que debió pasar el músico jarocho en su intento por vivir de la música en la capital mexicana y los recelos que Baqueiro Foster tuvo de que su amigo músico se integrara a la escena artística profesional de aquellos años. Francisco García Ranz nos entrega en este número un trabajo que indaga sobre las arpas de Andrés Huesca, desfaciendo (sic) algunos entuertos que se han repetido en torno a la participación musical de Huesca en el cine mexicano de la llamada época de oro y, al mismo tiempo, profundizando sobre las innovaciones que éste músico introdujo en el arpa jarocha. Personaje prolijo, fecundo y polémico, Huesca es sin duda uno de los músicos jarochos más influyentes de la segundo mitad el siglo XX y al que habrá que seguir conociendo en sus distintas facetas personales y profesionales. A través de su lente, Sergio Alberto Vázquez Rodríguez, músico jarocho de guitarra grande y marimbol, nos presenta una serie de retratos de músicos locales captados en diferentes momentos y espacios. Retratos de gran intimidad y cercanía así como imágenes en claros y oscuros que nos transportan al ambiente de los fandangos de candil del sur de Veracruz. Las palabras certeras y cariñosas de Gabriela Pulido sobre el libro de Bernardo García, “Tlacotalpan y el renacimiento del son jarocho”, aportan más de una clave para descifrar las facetas del admirado y querido Bernardo “Tigre” García como fabulador de la vida, ayudando al lector a acompañarlo en su itinerario de viaje por esta isla sotaventina, al latido de la tarima y la fiesta del fandango. Al mostrarnos los recursos profesionales de Bernardo García como contador de buenas historias, la también historiadora Pulido Llano subraya los aportes del libro, tejiendo un contrapunto entre la historia del son jarocho, la mirada de Bernardo García y su propia experiencia como viajera y lectora de las emociones y las sensibilidades. Tlacotalpan, hecha escenografía – nos propone Gabriela Pulido – es la foto que cierra y abre el libro. En resumen, una magnífica obra que aquí los invitamos a conocer. Finalmente, Raúl Eduardo González nos obliga a reconocer en su elegante crónica al poeta músico que es y ha sido David Haro. De él, el también poeta y músico radicado en Morelia nos dice que la suya no es una poesía fácil donde el amor pueda escribirse con cuatro letras; por eso nos dirá en su texto, habrá que ponerle atención a su más reciente producción “Es al sur”, donde Haro vuelve a maravillarnos con su elocuente poesía musical. Poesías musicalizadas de López Velarde, Sabines y Rulfo encuentran su justa combinación con el despertar erótico y las aventuras de un quebrantahuesos. En esta nueva producción, David Haro se reafirma como uno de los trovadores más importantes de México de la segunda mitad del siglo XX y una referencia obligada para quien quiera aprender el oficio de sonar la poesía o poetizar a la música.

Los Editores

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La Manta y La Raya #2                                                                              junio 2016


 

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De culturas musicales globales

El punto es que mirando con un poco de cuidado y escuchando con mayor atención no somos tan diferentísimos (sic) y únicos como nos han hecho creer. Y las historias de nuestros barrios, pueblos o, incluso, países tienen más de un paralelismo con otras regiones del mundo: dificultades en común, sueños y aspiraciones similares, retos y desafíos cotidianos semejantes que giran en torno a solventar la subsistencia o resolver la necesidad de identificarse con una comunidad que dé cobijo, perspectiva y sentido. ¿Somos distintos? Sí, pero también tenemos historias cercanas que al conocerlas y reconocer las de los otros en nosotros mismos, hacen más disfrutable nuestro paso por este mundo. De allí que La Manta y La Raya apueste por el diálogo de los universos sonoros de las sociedades humanas para incentivar el gozo de la polifonía del mundo y su constelación de sensibilidades. Si los discursos culturales y las reivindicaciones políticas de los Estados Nacionales a lo largo de los siglos XIX y XX quisieron hacernos creer que, como rezaba aquella antigua ronda infantil “el patio de nuestra casa es muy particular”, las circulaciones, movilidades, desplazamientos forzosos o diásporas de cientos de miles de personas a lo largo y ancho del orbe, invitan con entusiasmo a problematizar la observación personal del mundo desde aquellas experiencias que mujeres y hombres de otras latitudes del planeta han construido y comunicado. Han surgido así historias transnacionales, translocales, relatos compartidos o narrativas de la glocalidad (pensar global actuar local) que nos muestran las conexiones de un mundo que se vuelve cada vez más pequeño – o al menos eso parece. El número que ahora presentamos busca reconocer distintas experiencias de vida en torno al son jarocho y la cultura del fandango alrededor del mundo. También recuperar las experiencias en torno a la difusión del son jarocho y las músicas regionales a través del discurso museográfico o la laudería. Para ello contamos con distintas colaboraciones que nos cuentan, desde las entrañas de la vivencia y su posterior reflexión y relato, cómo conocieron el fandango jarocho, cómo esa experiencia transformó e impactó su vida y la de sus comunidades, así como las maneras en que una cultura musical global –como lo es hoy el son jarocho– se vinculó a los procesos cotidianos de sus respectivos espacios de vida. Las historias que hemos podido reunir en este número hablan de California (Eugene Rodríguez), Buenos Aíres (Lautaro Merzari), Toulousse (Violeta Jarero), Chicago (Juan Díes), Nueva York (uno de Paula Sánchez y otro de Julia del Palacio) o del Fandango Fronterizo que se realiza en la frontera de México y Estados Unidos (Gabriela Muñoz, Adrián Florido, Carolina Martínez, Jorge Castillo). Hubiéramos querido incluir otros espacios, por ejemplo Los Ángeles, Seattle, Sidney o Colonia – Berlín, pero por el momento no fue posible tenerlas a tiempo para este número. Complementan esta edición los relatos visuales de Carola Blasche sobre el quehacer laudero de Tacho Utrera, el testimonio de Pablo Arboleyda sobre la construcción de arpas, el de Marco Barrera sobre la exposición “Al son que me bailes toco” o una reseña del disco “Sones jarochos”, del grupo Caña Dulce y Caña Brava. Agradecemos profundamente la generosidad y cooperación de cada uno de los colaboradores de este número, tanto los autores de los textos como de las imágenes que amablemente nos han compartido. Estamos seguros que los testimonios aquí expresados estimularán la reflexión sobre las conexiones que el llamado son jarocho tradicional del sur de Veracruz tiene y ha construido con la comunidad mexicana en el extranjero, la México–americana en los Estados Unidos o la comunidad internacional en su conjunto, durante las últimas tres décadas y más. Varias de las actividades culturales que se realizan hoy en el sotavento difícilmente serían rentables sin el apoyo y participación de quienes viven en los Estados Unidos y otras partes del mundo y que cada temporada vacacional peregrinan a tierras veracruzanas para aprender y convivir con las y los soneros jarochos. Sobre este tipo de conexiones vale la pena mencionar un dato: Buena parte de las cuerdas que hoy se usan en los instrumentos jarochos son producidos por una casa de cuerdas (Guadalupe Strings) que tiene su sede en California; y qué decir de los proyectos artísticos y musicales que se han construido en Estados Unidos y otras partes del mundo, impactando notablemente en los referentes musicales y sonoros de las nuevas generaciones de músicos veracruzanos y mexican0s. Y el recuento puede seguir. Sea pues este número una oportunidad para conocer lo que ha ocurrido con el son jarocho y la cultura de los fandangos de tarima en otras regiones allende Sotavento. Con la esperanza de que muy pronto se comprenda que no se trata de tocar igualito a nadie, ni de reproducir las versiones “auténticas” o legítimas que nunca falta quien pretenda legitimar y sancionar con criterios musicales, académicos, raciales, de nacencia o pedigrí (sic). Se trata de gozar la vida; de eso se trata: Gozar y compartir la vida.

Los Editores

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La Manta y La Raya #1                                                                       febrero 2016


 

Alvarado 2013

  PRESENTACIÓN EDITORIAL

La memoria social asemeja un palimpsesto con grafos y eufonías que se apilan, enciman y con/funden una con otra, hasta volver inútil el esfuerzo de querer restituir, con exactitud, la versión “original” de los hechos o, lo que es lo mismo, distinguir quién dijo qué, cómo, cuándo, quiénes estuvieron, quiénes más lo vieron; o incluso, saber discernir quiénes más, que lo supieron “de oídas”, se erigen ahora como fuentes autorizadas de lo que presumiblemente ocurrió. Los relatos en torno al llamado movimiento jaranero no están exentos de esta condición laberíntica de la memoria y en lo que toca a la historia de sus primeros momentos, lo que debe entenderse por movimiento jaranero, cuál su fecha de inicio o si el movimiento ha concluido o no, para dar paso a otros procesos sociales y culturales de otra condición, el debate continúa abierto.

Precisamente en torno a ese proceso de construcción, apropiación y reinvención de la memoria social del movimiento jaranero y de algunas de sus leyendas y mitos fundadores está organizado el número uno de nuestra revista. Una vez transcurridas las fiestas invernales dedicadas a La Virgen de La Candelaria en Tlacotalpan, Veracruz, donde el equipo que hace esta revista pudo continuar la difusión de este proyecto ante la comunidad sonera retornamos al trabajo para ofrecer a los amables lectores distintos puntos de vista y apreciaciones de lo que ha sucedido, ocurre y está por ocurrir en la cultura jarocha, tanto la de aquí como la de allá. Lo vivido y compartido en Tlacotalpan en este 2016 confirma nuestra convicción de reflexionar y dialogar de manera colectiva en torno de aquello que nos apasiona y nutre de la vida.

Abre el número una primicia editorial que el historiador Ricardo Pérez Montfort generosamente nos comparte al ofrecernos la introducción de un libro recién editado en España titulado El fandango y sus cultivadores (Editorial Académica Española, 2015). Al narrar algunos episodios de su relación con el mundo de la mú-sica jarocha, Pérez Montfort acerca a los lectores a personajes y situaciones que constituyen momentos fundantes de la renovada tradición festiva jarocha desde la década de 1970. A propósito de su relación con el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan, como parte del equipo de Radio Educación, pero también en calidad de inves-tigador y músico, la escritura de Ricardo Pérez Montfort construye un puente para acercarse a los primeros años del Encuentro Nacional de Jaraneros y Decimistas, que en sus primeras dos versiones se desarrolló bajo el formato de concurso.

Un testimonio por demás interesante y complementario sobre el Encuentro de Tlacotalpan y el papel que la radio pública ha jugado en el éxito de este evento cultural, es el que nos ofrece Graciela Ramírez, quien desde su condición de productora y locutora radial ha sido testigo de primer oído y vista de lo que ha acontecido en las casi cuatro décadas del Encuentro. Graciela –y junto con ella quienes a lo largo de este tiempo han conformado el equipo de Radio Educación– nos ofrece claves para entender el contexto en el que surgió esta celebración, así como las circunstancias y coyun-turas que hicieron a Radio Educación tomar distancia del evento que ellos mismos ayudaron a construir, junto con los siempre bien recordados Arq. Humberto Aguirre Tinoco y el entrañable Salvador “Negro” Ojeda.

A diferencia de algunas opiniones que han anunciado el fin o muerte del movimiento jaranero, el texto de Juan Meléndez, uno de los más activos defensores y difusores de este término, propone otra mane-ra de observar los cambios que han ocurrido en los años recientes en el ambiente cultural y escénico jarocho, para concluir que el movimiento aún se mueve y tiene por delante nuevos retos, toda vez que como asegura Meléndez el son y el fandango constituyen vehículos de identidad que pueden ser útiles en los momentos aciagos que vive el país y el mundo.

El ensayo de Alfonso D´Aquino, publicado por primera vez en el libro Monogramas, muestra un retrato intimista sobre las diversas personalidades de Arcadio Hidalgo, el llamado “último sonero negro del Papaloapan”. D´Aquino se aleja de toda una práctica escriturial que ha convertido a don Arcadio en mito, para recuperar aspectos triviales y ordinarios que humanizan a quien muchos consideran el padre del son jarocho tradicional de los últimos tiempos. Un Arcadio distinto al que otros han inventado o conver-tido en leyenda se aparece en la escritura febril, impulsiva e incisiva de su autor, postulando la existencia de un Mono Negro fabulador misterioso.

En su colaboración, Francisco García Ranz retorna a un relato arquetípico de la memoria jarocha contemporánea, para reflexionar sobre las cualidades fabuladoras del viejo Arcadio y las distintas recepciones que su oralidad ha tenido al correr de los últimos años. Tras revisar distintas versiones en las que Arcadio Hidalgo sancio-nó mediante sus relatos el vínculo entre el son de El Buscapiés, la aparición del diablo y el canto a lo divino, el autor parece cuestionar el lugar de autoridad que más de uno ha extraído de los decires arcadianos, señalando con este gesto, quizá subrepticiamente, un horizonte reflexivo de a futuro en torno los procesos de invención de la tradición y la memoria, que las dinámicas de los talleres de son jarocho han impulsado en las últimas dos décadas.

Para mostrar formas aún vigentes de transmisión de saberes liga-dos a la fiesta del fandango –distintas a los ya habituales “talleres de son jarocho” y, más recientemente “Clases Magistrales” (sic)– Rafael Vázquez Marcelo nos invita a un recorrido por algunas co-munidades rancheras del municipio de Tlacotalpan, para saber qué ha pasado allí cuando sus músicos dejaron de asistir al Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan. Su escritura constituye un acto memo-rioso que permite recuperar el recuerdo de una de las familias que animó el Encuentro en sus primeros años, Los Casarín, y también conocer aspectos poco conocidos del otro Tlacotalpan, como él llama a aquellas comunidades ribereñas asentadas a orillas del río San Juan Michapa, afluente del Papaloapan, que viven muy distan-tes de las nominaciones patrimoniales de la UNESCO y del estruendo y jolgorio de esta ciudad en tiempos de fiesta.

La Manta y La Raya se complace de publicar un fragmento del magnífico libro que Octavio Rebolledo Kloques dedicó al marimbol, ese instrumento reintroducido a la música popular jarocha en la década de los años noventa del siglo pasado y que él, en calidad de músico ejecutante, se dedicó a difundir en la región jarocha en aquellos años. En su colaboración, Rebolledo nos recuerda que el marimbol vivió sus momentos de gloria con los conjuntos de son montuno, danzoneras y otras agrupaciones vinculadas a las músicas bailables caribeñas entre las décadas de 1920 y 1960 aproximada-mente. El marimbol es uno de esos instrumentos –al igual que el cajón peruano– que muestran la capacidad de las culturas musica-les de incorporar nuevos elementos o reapropiarse de otros ya co-nocidos para renovarse (siguiendo en algunos casos la tendencia de ciertas modas globales a partir de cánones estéticos difundidos por la industria del espectáculo).

Por su parte, la crónica de Samuel Aguilera sobre las fiestas de San Juan Bautista en Tuxtepec, Oaxaca es una buena muestra de los alcances sociales que la cultura del son jarocho ha alcanzado en los tiempos recientes y, al mismo tiempo, la afirmación de jarochería de quienes viven en el sotavento oaxaqueño. Los sucesos narrados en el delicioso relato del poeta y abogado SamuelitoaAguilera dejan constancia de la incorporación de las nuevas generaciones al entra-mado social que da sentido el hacer las cosas en comunidad y tam-bién una muestra exitosa del esfuerzo realizado por las y los tuxtepecanos por reintroducir en sus fiestas la cultura del galope a caballo, el paseo de pendones y el torneo de cintas. Como advierte este cronista la fiesta de San Juan de Tuxtepec permite de a poco reconstruir y potencializar el tejido social y cultural de una tierra noble, que hoy más que nunca se encuentra asediada por la violencia social, la corrupción y la complicidad de las autoridades y el crimen organizado.

El relato visual de Deborah Small, apenas una pequeña selección de un trabajo mayor que esta fotógrafa preparó para acompañar el trabajo del músico y promotor Andrés Moreno Nájera que se daría a conocer hace algunos años en forma de libro bajo el título Presas del encanto. El trabajo de Small nos pone frente a personajes inol-vidables de la región de Los Tuxtlas, músicos de primera línea que desde su quehacer campesino u ejerciendo otro oficio o profesión la dieron a esta región el renombre musical del cual hoy goza.

Cierran este largo número dos reseñas preparadas por Óscar Hernández Beltrán al libro Dijera mi boca y otra más de Francisco García Ranz al reciente disco del reconocido y talentoso arpista jarocho Octavio Vega. Hernández Beltrán hace gala de una prosa delicada y poderosa en imágenes parlantes para construir, a partir del texto que reseña, un relato espejo que nos sumerge en los marismas y sabanas de donde nace el imaginario jarocho que él representa también. Por su parte, el volumen 3 de la serie Laguna Prieta brinda la oportunidad a su comentarista para resaltar la creatividad e imaginación de Octavio Vega en el arpa, un músico que sin duda representa lo mejor de su generación en una larga lista de excepcionales arpistas mujeres y hombres de la música jarocha.

Tras este largo recuento no queda sino confiar que este número será de interés y disfrute a todos ustedes. La Manta y La Raya contribuye al ejercicio de construir y socializar la memoria colectiva sabedora que de ese laberinto memorioso cada quien sale como puede o goza al recorrer sus recovecos sin querer salir de allí. No queda mas que agradecer profundamente a quienes han confiado en este proyecto aportando su trabajo para que este primer número de la revista y los que están por venir surquen los mares y cielos de la imaginación.

Los Editores

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La Manta y La Raya # 0                                                                  octubre 2015


Balandro anclado en el malecón, años 40 o 50's... DB 1

 

EDITORIAL

Desde fines de la década de los 90 del siglo pasado, un conjunto de episodios daban a entender que la cultura musical del son jarocho y la fiesta comunitaria del fandango empezaban a convertirse en un ‘fenómeno global’. Suficiente agua ha corrido desde que ‘el amor comenzó’ en los años 70, cuando diversas iniciativas ciudadanas, institucionales, académicas, radiofónicas y de músicos de distintas formaciones y procedencias se conjuntaron para dar inicio a lo que algunos años más tarde se conocería como el movimiento jaranero, un movimiento social de recuperación y fortalecimiento del son jarocho campesino y del fandango en el sur de Veracruz. Un balance a vuelo de pájaro haría posible concluír que el son jarocho dejó de ser una música en peligro de extinción para convertirse en una vigorosa cultura musical en creciente expansión, una cultura musical colonizadora. Los Encuentros de Jaraneros, en su momento una alternativa inteligente para hacer visible y fortalecer una tradición musical decaída, hoy se reproducen ad infinitum por pueblos y ciudades de todo el orbe. A aquella generación de muy jóvenes que hace cuatro décadas se encargaron de restablecer los vínculos sociales fracturados por los procesos de industrialización del país se han sumado ahora cientos de practicantes y promotores de todas las edades, procedencias, religiones, condiciones socioeconómicas, idiomas e ideologías que hacen del son jarocho una música comunitaria y escénica a escala mundial. En la profunda transformación que en los últimos años han experimentado los quehaceres, discursos, geografías y sensibilidades que concurren en el son jarocho, las llanuras del Sotavento constituyen hoy día uno de los muchos espacios en donde pueden escucharse los sones y tonadas que desde finales del siglo XVIII ya se recreaban en las tierras bajas del Golfo de México, pero no el único. El resto debe buscarse en insospechadas cartografías de apenas un par de décadas, donde en la actualidad la música jarocha se produce, consume, circula, festeja o imagina a la menor provocación. Transcurridas entonces casi cuatro décadas de iniciado el movimiento jaranero, una pléyade de músicos de antología, bailadoras de época, personajes míticos, agrupaciones de ensueño, hombres-árbol, grupos de fama y prestigio internacional, encuentros de jaraneros como liebres, libros, videos, revistas, centros de documentación, páginas web, redes sociales, grabaciones fonográficas, podcasts, grupos de internet o aplicaciones digitales constituyen el pasado y presente de una cultura musical viva que dialoga con su pasado y su futuro. En ese pasaje y soplo de tiempo, La Manta y La Raya hace su aparición para contribuir a la reflexión, memoria y difusión de los complejos culturales y músicas comunitarias sotaventinas en su diálogo, renovación y reinvención con otras culturas regionales de México y el mundo. Al hacerlo saluda y se reconoce heredera de proyectos editoriales previos realizados en torno a la cultura del son jarocho, entre los cuales destaca sin lugar a dudas la revista Son del Sur, pero donde también pueden recordarse con nostálgica alegría los Cuadernos y Documentos de la Unidad Regional de Culturas Populares de Acayucan, los impresos del Taller Martín Pescador, los Cuadernos de Cultura Popular del IVEC, la producción editorial del Programa Sotavento o la Revista Jarocha que editara hace casi medio siglo el historiador veracruzano Leonardo Pasquel. Tres impulsos alientan la emergencia editorial de La Manta y La Raya: El primero, la puesta al día de la memoria social de las culturas jarochas, tras décadas de fructíferos diálogos y reflexiones; en particular elementos de su historia, su geografía, costumbres y creencias, música y baile, laudería, cocina, versada, naturaleza, arquitectura… El segundo, reflexionar en torno al diálogo y acercamiento de las distintas tradiciones musicales, un tema a flor de piel y, por lo tanto, impostergable, que nos parece importante tomar en cuenta a partir de los procesos globales de mediatización, circulación y consumo de las músicas regionales. Por último, analizar y compartir experiencias sobre los nuevos contextos de creación, reproducción y difusión del son jarocho y su impacto social y sonoro en otros territorios.Trío de tres DB Un esfuerzo como el que nos proponemos conlleva una actitud crítica y autoreflexiva al respecto de lo que suele presentarse como la cultura y música tradicional jarocha (con todas las comillas que hagan falta), o los mitos que, a fuerza de repetirse, han construido la imaginería popular de los tiempos recientes. Parece importante darnos la oportunidad de escuchar o conocer las diferentes ‘versiones de los hechos’ desde otras perspectivas, personajes o testimonios a los que estamos acostumbrados. Sea pues La Manta y La Raya un espacio de encuentro, una provocación textual para decir lo que hemos sido, lo que somos y lo que nos gustaría llegar a ser. Un espacio editorial donde las artes de la tradición se expresen en voz de sus creadores, recreadores, estudiosos, degustadores y críticos. Una vez puesto el vehículo, toca a todos animar y dar vida a lo que de la cultura del son jarocho se pueda hacer y decir.

Los Editores

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