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La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

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Del agua, los versos y la poesía

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Sergio A. Vázquez Rdez, 2014.

Del agua, los versos y la poesía

Alvaro Alcántara López

Recuerdo haber escuchado, a inicios de los años noventa, una exaltada prédica de quienes integraban las nacientes agrupaciones profesionales de son jarocho, afirmando que los versos que se cantaban en los sones iban más allá del estereotipo de versos “picantes”, chuscos o groseros, que los conjuntos jarochos que tocaban en centros de recreación social, salones de baile, clubes nocturnos, cantinas o restaurantes habían empezado a fijar en el imaginario social de nuestro país desde mediados del siglo XX. La idea que se defendía entonces iba más allá: sostenía que la lírica que se cantaba en los distintos sones jarochos abrevaba en las mejores tradiciones poéticas del siglo de oro español, el barroco novohispano y el siglo XIX; por tanto, en el son jarocho residía una poesía popular de alto valor, que hacía aún más interesante cultural y estéticamente al son jarocho.

Aquel argumento no sólo era planteado por los distintos grupos de son jarocho “tradicional” –tal era la etiqueta que se empleaba en aquel entonces para diferenciarse del otro son jarocho que hacían los grupos que acompañaban a los ballets folklóricos– sino que fue apuntalado y documentado por una serie de artículos de investigación y divulgación, escritos en la década de los años noventa por Antonio García de León y Ricardo Pérez Montfort, autores a los que con el correr de los años se sumaron nombres como los de Alfredo Delgado Calderón, Ana Santos o Caterina Camastra, por citar sólo a algunos.

Algunos años más tarde, ya bien instalado en el correr del nuevo siglo y milenio, volví a toparme con esta idea en el magnífico relato de Juan Pascoe, titulado La Mona. Allí Pascoe comparte su experiencia de haber “redescubierto” al son jarocho, tras haber escuchado, a sugerencia de Adrián Nieto, el son de El Fandanguito, incluido en el ya clásico disco del INAH Sones de Veracruz.

Sabía del son jarocho lo que se escuchaba en el disco del Ballet Folklórico de México, o como música de anuncio en algunos anuncios radiofónicos, o como música de charola en un gran restaurante de Tlalpan. De las músicas regionales que comenzaba a identificar, ésta era la que menos me atraía. Se me hacía repetitiva, plagada de simpáticos chistes fáciles, autocomplaciente: no observaba en ella la gracia y la refinada poesía antigua de los sones jarochos, ni el vigor ni la sorpresa musical de los sones de Michoacán. Pero Adrián Nieto me dijo que para conocer el nuevo rumbo que podía tomar la nueva música mexicana escucháramos con atención el son El Fandanguito, incluido en el disco Sones de Veracruz y que nos fijáramos en el jaraneo y canto de Antonio García de León.

Tras haber escuchado aquella grabación la opinión de Juan Pascoe en torno al son jarocho cambió. Aquel disco se volvió, según sus propias palabras, “en una obsesión” y aunque las piezas eran, en general, las mismas que ya conocía y valoraba bastante poco, en aquel fonograma había reconocido una manera y actitud “completamente distintas” de interpretar los sones jarochos. “El Fandanguito” ejecutado por Antonio García de León, –anotó Pascoe– trascendía la literatura gauchesca, la de Jorge Luis Borges o la nueva trova latinoamericana, tradiciones éstas poético – musicales con la que se encontraba bastante familiarizado.

La idea del alto valor poético de la versada que se canta en el son jarocho no ha dejado de estar presente en los discursos pronunciados desde los distintos entornos sociales que hoy confluyen en el mundo jarocho, aún cuando en ocasiones me ha parecido que los ejemplos utilizados no siempre han sido los mejores.

En la puesta en valor de la dimensión poética de la lírica popular jarocha resulta imposible no evocar aquí la presencia del grupo Chuchumbé desde mediados de los años noventa, particularmente por el trabajo desarrollado en este aspecto por Patricio Hidalgo y Zenén Zeferino. La importancia creciente que adquirió el performance poético en las actuaciones de este grupo, contribuyó enormemente no sólo a visibilizar la fuerza poética de la versada, sino también a trazar un horizonte de creación poética a futuro que refrescara las temáticas, convicciones y sensibilidades de la música jarocha. Proceso, hay también que decirlo, en que agrupaciones como Monoblanco, Siquisirí, Tacoteno, Los Parientes de Playa Vicente (encabezados por los hermanos Ramírez) o Son de Madera venían haciendo fuertes contribuciones o aproximaciones dignas de tomarse en cuenta.

La aparición o reedición de recopilaciones de versada jarocha fue también un aliciente para este proceso de recuperación de la poesía. Imposible no mencionar al vuelo Sones y cantares jarochos de Humberto Aguirre Tinoco, La versada de Arcadio Hidalgo, Soy como peje en marea o El hilo de mis sentidos; dejando para otra ocasión el recuento de trabajos provenientes directamente del mundo académico. La proliferación, en la década de los años noventa, de grabaciones de grupos de son jarocho, tanto en casettes o disco compacto, ayudó a socializar muchos versos grabados en estudio por los grupos y que empezaron a repetirse canónicamente en los fandangos y tocados por aquí y por allá acompañando los sones en los cuales habían sido grabados. Los efectos didácticos en materia de versos, de discos como Al primer canto del Gallo y Sin tener que decir nada de Monoblanco, Antiguos sones jarochos de Zacamandú, Caramba niño de Chuchumbé o el disco homónimo (el primero de hecho) del grupo Son de Madera dejaron bien claro que era importante saber qué versos cantar y que los aprendices jaraneros debían ocupar un tiempo significativo de su aprendizaje a fortalecer el conocimiento de las estructuras poéticas y a conocer el espíritu y color de los versos que se podían cantar. Pero es justo decir que el afortunado encuentro de los integrantes del grupo Monoblanco con Arcadio Hidalgo había revelado a los entonces jóvenes de aquel grupo la fuerza y poderío de la palabra y la poesía rimada en la tradición jarocha. Este aprendizaje quedaría plasmado en el cuidado puesto en la versada que apareció en los discos del grupo y, a lo largo del tiempo, ha sido reforzado por los vínculos entre Monoblanco y el Taller Martín Pescador del afamado impresor antiguo Juan Pascoe, también miembro fundador del grupo.

La creciente popularización de un nuevo tipo de composición en el entorno del mundo jarocho, al que en otro lugar he denominado balada – son, ha contribuido a generar, de muchas maneras, una confusión mayúscula entre la condición o aspiración poética de la versada jarocha hasta convertirla en sinónimo de versos “de amor”, que en no pocas ocasiones rayan en los cursi.

Un repaso a los piezas musicales de nueva creación de grupos de son jarocho o cercanos al son jarocho que han gozado de mayor aceptación entre el público, durante los últimos 15 años (nos siempre sones; de hecho cada vez más bajo el formato de “canciones”) permiten reconocer que se tratan de 1) nuevas versiones de sones ya conocidos a las que se ha cambiado la rítmica; 2) estribillos contagiosos en ritmos binarios acompañados por versos de larga data y ya grabados (sextetas, quintillas o décimas); 3) Pese a los contextos sociales cambiantes del país, la predominancia de versos que aluden al entorno natural, la vida campirana, la flora y la fauna; 4) versos “patrimonialistas” que exaltan las bellezas de los lugares pero no las contradicciones socio económicas o violencia social de esos mismos espacios; 5) excepcionalmente, piezas de nueva creación que han empezado a experimentar con estructuras poéticas y de composición musical que vale la pena dar seguimiento.

¿Se encuentra la versada jarocha de reciente creación en una crisis de la que aun no es capaz de darse cuenta? ¿Cuáles son los temas, características y figuraciones de esta versada? ¿Está la versada jarocha de nueva creación cumpliendo con cierto compromiso histórico de narrar y recrear los escenarios sociales, sensibilidades, contradicciones o expectativas de la vida cotidiana del país y del mundo en general? ¿Qué ha sido de las pretensiones poéticas que hace algunas décadas llamaron la atención de unas y otros, al encontrar en la versada jarocha maneras “novedosamente antiguas” o “nostálgicamente refrescantes” de narrar la vida, de ficcionar la realidad?

Tengo la impresión que algunas de las respuestas o alternativas a estas inquietudes personalísimas (sic) pueden encontrarse en las propuestas de músicos y agrupaciones que no pertenecen en sentido estricto a la comunidad jaranera. Los esfuerzos de compositores como David Haro o Rafael Campos; de poetas/escritores como Samuel Aguilera, Fernando Guadarrama y Alfredo Delgado; o de agrupaciones como Los Aguas Aguas podrían ser motivo de estudio, análisis y reflexión, al respecto de la clase de letras que se han empezado a proponer para cantar en los sones o canciones (no siempre son versos con rima y métrica fijos). Incluyo también en este abanico de espejos creativos en los cuales observar(se) al trabajo poético de Patricio Hidalgo, pero pensando en aquellas composiciones que en los últimos años ha hecho para ser interpretados como boleros y congas y no tanto sones jarochos –aunque quizá esto se deba más a mi desconocimiento.

Lo cierto es que las observaciones o críticas que podrían hacerse al estado actual de la versada de reciente creación podrían extenderse a la parte musical. Los logros y éxitos del movimiento jaranero en general y de algunos grupos en particular quizá sólo han llevado a postergar una reflexión profunda sobre la calidad artística, estética y capacidad de comunicar emociones en lo que se está haciendo y lo que se quiere seguir haciendo desde la tradición jarocha. El hecho que tras cuarenta años y al menos tres generaciones de soneras y soneros jarochos los índices de escolaridad, las condiciones de vida o laborales dentro del mundo de la música no hayan cambiado demasiado en todo este tiempo tendrían que obligarnos a reflexionar con seriedad y profundidad a dónde estamos llevando a nuestra tradición. Aunque plantear lo anterior no me hace olvidar ni dejar de reconocer las decenas de proyectos sociales que en este momento se siguen desplegando por distintas geografías del mundo y que han abierto nuevas opciones y perspectivas de vida niños, jóvenes y adultos.

La fuerza, contemporaneidad e imágenes vitales que han ofrecido por tanto tiempo los versos que hemos heredados de las y los mayores siguen intactos: Los borrones que anuncian en las cartas las lágrimas derramadas ante la ausencia; la pena de un puente que añora al agua que transcurre; los desprecios que se han sufrido por ser “negro” el color de la piel; el abrazo que se pide a una chinita para ver si así se espanta al dolor de la muerte; o la libertad que se envidia a los pájaros advertidos que vuelan felices en el monte.

¿Cómo nos toca narrar este mundo actual? Este vivir de urgencias desenfrenadas, de conversaciones a distancia, de amores que duran lo que dos peces de hielo… de héroes que se han ido con la juventud. ¿Cómo narrarlo en versos? ¿Cómo resguardar la palabra y la memoria? ¿Cómo honrar la tierra, la familia o los amigos que lo han inventado a uno?

Hace varios años escuché unos versos que desde entonces, además de gustarme, constituyen la inspiración poética a la que se puede aspirar, incluso en estos tiempos:

Mariquita quita quita
quítame de padecer
que el agua que se derrama…
no se vuelve a recoger.

Y de cuando en cando me repito estos versos, admirando esa compleja sencillez con la que se puede representar la vida toda, evocarla, es decir inventarla en sus alegrías y tristezas.

 


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Más de 40 Monos en Bellas Artes

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Más de 40 Monos en Bellas Artes                     Algunos comentarios al vuelo

 

No creo exagerado pensar que el pasado lunes 30 de octubre, allá en Bellas Artes, todo mundo salió ganando. No me refiero a qué tan complacida quedó la audiencia, sino a qué tan sorprendidos quedaron los músicos (sinfónicos, monos blancos y anacrúsax), bailarines, zapateadores y versadores, reunidos en una propuesta artística musical compleja y ambiciosa: un estreno mundial de pronóstico reservado; una fórmula química que parecía difícil de balancear.

Sin embargo, y a pesar de las limitaciones (solamente hubo un ensayo general previo), ahí todos aprendieron algo de todos, la apuesta fue exitosa y sobre todo, nuevas posibilidades y horizontes musicales quedaron al descubierto. Así los monos blancos aprendiendo que la orquesta sinfónica es un organismo musical complejo, un leviatán que necesita, a pesar de las restricciones que impone el sindicato de músicos, de un director para nadar en los grandes mares, así como de arreglistas sinfónicos, en este caso, conocedores de los sones jarochos. Los músicos sinfónicos pudieron percatarse que el 6/8 no empieza y termina con el Huapango de Moncayo y que el fraseo del son de La Guacamaya va sincopado (fraseos y rítmicas sesquiálteras en 6/8 que las orquestas juveniles venezolanas manejan de maravilla), mientras los monos blancos hicieron lo suyo, guiados por un director de orquesta, y envueltos en los diferentes planos sonoros y tímbricos que sólo una orquesta sinfónica puede dar. Así también una oportunidad para los bailarines profesionales del Ballet de Amalia de zapatear y danzar, al son de Mono Blanco, El Chuchumbé y otros sones; precisamente en Bellas Artes, donde mejor luce el Ballet, en un encuentro inédito y sobre todo espectacular; sin duda algo que pudiera resultar irónico para algunos.

Muchas más líneas se deberán dedicar a este microsismo del día lunes, en donde se lograron conjugar muchos elementos exitosamente, y que dejó al descubierto, como los sismos de tierra, otras posibilidades sonoras y musicales, tanto dentro del son jarocho como de la música sinfónica, vetas aparentemente no agotadas que ahí están, que ahí siguen, en vida latente.

Valga reconocer el trabajo artístico realizado por Víctor Pichardo, Gustavo Calzada, Rodrigo Díaz, Jorge Arturo Castillo y desde luego de Arturo Márquez en esta puesta, o apuesta, sinfónica. Así también la participación del experimentado chelista de son jarocho Rodrigo Díaz, del arpista de lujo Celso Duarte, del trío de versadores, también “de luxe”, Samuel Aguilera, Mauro Dominguez y Fernando Guadarrama, y del maravilloso cuarteto de saxofones Anacrúsax. Finalmente habrá que reconocer que Mono Blanco tiene duende, y que los monos, tanto en la escala animal como de acuerdo con las creencias chinas, casi siempre se salen con la suya.

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Texto publicado y difundido por Facebook
el 4 de noviembre de 2017.


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