Archivo de la etiqueta: Gilberto Gutiérrez

La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

Revista en formato PDF (v.13.1.0):

 

Artículo suelto en formato PDF (v.13.1.0):

 

mantarraya 2

Dos textos sobre Carlos Escribano Velasco

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Dos textos sobre
Carlos Escribano Velasco

 

1

Andrés Moreno Nájera

Vi tocar a Carlos Escribano por primera vez allá por 1978 ó 79, en el primer concurso de jaraneros que se realizó en Tlacotalpan, evento efectuado a un costado del parque, del lado de la iglesia de San Cristóbal. Uno de los requisitos de dicho evento era ir ataviado con el traje emblemático del jarocho, todo de blanco, paliacate al cuello, sombrero de cuatro pedradas y botines.

En ese tiempo se escuchaba mucho un programa de la XEU de Veracruz donde tocaban “Los Tigres de la Costa” de Delfino Guerrero Chípuli, y su estilo de ejecutar los sones influía en la gente del campo y la ciudad. Un ejemplo fue el grupo de “Los Tigritos” de los hermanos Gabriel, Rubén y Catalina Hernández Sosa impulsado por don José Luis Aguirre, “Biscola”, allá en Tlacotalpan, por lo tanto, cualquier músico fuera de este contexto en ese primer concurso de jaraneros quedaba descalificado.

Escribano subió aquel día al escenario con su abrigo atravesado al pecho, en el brazo un morral con varios requintitos y entre los sones ejecutados se escuchó una Morena petenera, pieza extraña para el público, por estar casi en el olvido. Lógico fue que su intervención quedo fuera del ánimo del jurado, más sin embargo el pueblo presente paso el sombrero juntando $160.00 pesos que le fueron entregados como premio.

A partir de esa fecha se fue consolidando mi amistad con Carlos y Domingo, quienes cada sábado venían a San Andrés trayendo sus instrumentos a ofrecer a los negocios de los hermanos Avendaño, que se localizaban en el mercado municipal, pero también se hacían presentes en el callejón Bernardo Peña, lugar al que llegaban la mayor parte de la gente de las comunidades y era entre la gente del campo donde vendía sus instrumentos.

El papa de Carlos se llamó Rosendo Escribano, campesino constructor de jaranas y violines, hombre muy estricto con sus hijos mayores, Domingo y Carlos, a los que no les quería enseñar a tocar. Contaba Escribano que el siendo muy niño le decía a su papa:

– Papa, enséñame a tocar la jarana.

Y su papa enojado le decía:

– Vete por ahí chamaco que esto es cosa de hombres, esto es malo.

Más sin embargo, cuando su papa se embriagaba, lo llamaba, lo sentaba y le empezaba a enseñar; fue así como aprendió.

Empezó a conocer Tlacotalpan desde muy niño, ya que su papa era hombre de fe, por eso asistía a las fiestas del Santuario en la peregrinación de los Chontal de Comoapan, a las fiestas del Carmen de Catemaco donde había que ir caminando y a las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.

En ese tiempo para llegar había que caminar hasta Alonso Lázaro y luego tomaban los botes que iban hasta Tlacotalpan, esto con el fin de visitar el santuario religioso y aprovechar para vender alguna jarana entre la gente de los ranchos que acudían a las fiestas. Se quedaban a dormir en los corredores de las casas, donde la gente generosa les permitía pasar la noche.

A la muerte de su papa el siguió asistiendo a las fiestas. Allá por finales de los años sesentas y setentas ya casi no había huapangos en Tlacotalpan, se le daba prioridad a los bailes de salón que se efectuaban en el mercado municipal, pero la gente de los ranchos seguía asistiendo a las festividades. Por la noche cuando apretaba el frió se concentraban a un costado del mercado por donde ponían el rodeo para los toros y ahí casi en penumbras amanecían tocando, bailando en el suelo y tomando té con té, ya a las cinco o seis de la mañana agarraban el camino de regreso a sus lugares de origen.

Los instrumentos que hacía, aunque rústicos, tenían sonoridad, pues aprendió a sacar el sonido de la madera al golpe del machete, para trastearlos o apuntarlos lo hacía con un cordel y los pegaba con sajcte, porque no le gustaba emplear harina hasta que apareció el resistol.

Además de construir instrumentos también tocaba la jarana, la guitarra de son, el violín y el punteador. Su hijo Santiago y su nieto Gaudencio siguen con esta tradición familiar.

 

2

Gilberto Gutiérrez Silva

La historia no es lo que fue,
sino lo que uno recuerda.
Gabriel García Márquez

Recuerdo a “Oreja Mocha” en el Encuentro de Jaraneros en Tlacotalpan, desde que éste se llevaba a cabo en la Plaza Doña Martha frente a la casa de uno de sus fundadores, el Arquitecto Humberto Aguirre Tinoco. De presencia fuerte, y siempre con algunos tragos dentro, resaltaba su cuasi turbante, debajo de su sombrero, que ciertamente ocultaba su oreja, ¿mocha? Creo que en Tlacotalpan nadie se la vio. No andaba solo, lo acompañaba su hermano Domingo—igualmente aficionado al alcohol— y la esposa de éste, encargada de guardar la sobriedad y al pendiente de ellos y su cargamento. A veces se le veía solo y a veces venía con Domingo y señora con los niños. Digamos que fue el primero en hacer ¿performance? en el escenario del Encuentro: subía solo y cantaba, a veces en alguna variante del náhuatl y a veces en castellano. Lo recuerdo arriba de escenario solo, de repente zapateaba y seguro que volvía locos a los ingenieros de sonido, con tanto movimiento y espontaneidad en su actuación.

Al parecer, no llegó, como tantos de nosotros, por la convocatoria del “Encuentro”, pero algunas veces se ubicaban, él o la familia, a vender sus instrumentos al pie de la yagua que se encuentra al lado de la torre que alberga el campanario de la iglesia El Santuario, donde La Virgen de Candelaria espera a sus fieles. Cierta vez me comentó, que ahí los vendía, por que ahí los vendía su padre, o algo así. Daba a entender que probablemente ahí vendría a vender, en otra época, su padre. Viví en Tlacotalpan entre 1966 y 1973. La fiesta era la de un pueblo tranquilo que quedó fuera de las nuevas rutas de desarrollo, y además: la ruta fluvial, que le dio riqueza a Tlacotalpan, fue cancelada y se desplomó la otrora boyante economía de La Perla del Papaloapan. A pesar todo, seguía siendo una fiesta regional, a donde por la vías acuáticas, seguían llegando la gente vaquera, campesina y comerciante. Mis ojos no recuerdan a vendedores de instrumentos jarochos. En ese tiempo un niño andaba por todos lados en la fiesta, que era pequeña, y por ello digo que si acaso es cierto lo que creo recordar, el padre de don Carlos Escribano Velasco (“Oreja Mocha”), en otra época importante del son en Tlacotalpan probablemente vendía instrumentos. Me comentó Andrés Moreno, quien lo conoció en su entorno, don Carlos y su padre, se arrimaban por el rumbo del mercado, donde vendían el te-con-te, y que en sus buenos tiempos ahí huapangueaban los rancheros. Entre las cosas que me intrigaban de él, era la perfección del tamaño de sus instrumentos. Cosa que me hace pensar que tenía plantillas que debió heredar de su padre. Todo indica que su padre fue su maestro, entonces fue herencia de un patrimonio familiar, y que seguro Don Carlos ya heredó a una siguiente generación, por que en la yagua de El Santuario, de La Candelaria, se siguen vendiendo instrumentos. Y gracias al Movimiento, al que él se integró de manera muy natural, esas plantillas se volvieron un patrimonio de la cultura jarocha. Sus instrumentos, con acabado rústico, son perfectos de trazo, las plantillas que usaba eran de tamaños bien definidos, que posibilitaban instrumentos de buena voz. Cierto día, volviendo de Minatitlán, a donde dejamos a don Arcadio con su familia, en una de las curvas que hay entre San Andrés Tuxtla y Santiago, en una tienda almacén, vimos a don Carlos. Paramos la carrera del Vocho y fuimos a verlo, para sorpresa de las demás personas que ahí se encontraban. Nos saludamos, y a pesar de estar bien entrado en tragos, nos reconoció. Tocó la guitarra y cantaba en verso libre, hablando y cantando, algo de las últimas idas a Tlacotalpan, algo con la Casa de la Cultura. Finalmente seguimos nuestro viaje, llevando la guitarra de son –de su manufactura– que tocaba y que desde entonces sonaba bien. Por ese tiempo, en los viajes, hacíamos base en Lerdo de Tejada, tierra de caña y son, con los ingenios San Pedro y San Francisco, y una historia de varias centurias. Ahí vivía don Quirino Montalvo Corro, mi maestro de laudería, aunque lo conocí primero como jaranero. Fue el primer jaranero y constructor de instrumentos jarochos (no se usaba el término “lauderos”) que conocimos. Le mostramos la guitarra recién comprada y se quedó con ella para meterle mano. Don Quirino era de esos carpinteros que hacía desde cajas desde muerto hasta casas de madera. Entre sus habilidades estaba la de hacer jaranas y guitarras de son. Dueño de una herramienta de muy buena calidad y completa, meticulosamente, como todo él, cada fierro tenía su lugar en un armario. Por regla, antes de iniciar a trabajar, asentaba el filo de la herramienta de uso frecuente. Encargarle un instrumento, era no saber si estaría a los tres meses o a los seis, o más del año. En ese tiempo no había demanda y hacía tres o cuatro instrumentos al año, además de reparaciones. Instrumentos austeros, de buen acabado, barnizados con goma laca y bastante bien apuntados, repartición que hacia con el sistema geométrico. Sus instrumentos, al igual que los de don Carlos Escribano, tampoco eran para el mercado del son jarocho que se ofrecía al mercado de turismo, centrado en las playas y en las grandes ciudades. Los instrumentos de los dos presentaban otra estética.

Cuando volvimos, meses después, don Quirino nos entregó la guitarra de son de don Carlos, transformada en la que llegó a ser la legendaria guitarra donde el Güero Vega desarrollaría su talento como guitarrero del Grupo Mono Blanco, con la cual él participó en todas las primeras grabaciones del grupo: una producción de Carlos Escribano y Quirino Montalvo. La traía consigo en las giras, pero un día expuso que volvería a su propia guitarra –hecha de nacaxtle por el mismo don Quirino– que era, no mala, pero si inferior, acústicamente hablando, a la susodicha guitarra. La razón que se logró entender era que no le gustaba tocar un instrumento que no era de él. Después de dos tres argumentos, Juan Pascoe cortó de tajo y dijo: “Ok la guitarra es tuya”. Desde ese día pasó a ser patrimonio de don Andrés (el Güero) Vega.

A diferencia de don Carlos, a don Quirino ya no lo alcanzó el auge de la demanda de instrumentos jarochos, pues murió en 1983. Seguro que otros músicos le metieron mano a los instrumentos de don Carlos Escribano: alguna vi uno que le cambiaron diapasón y clavijas y tenía un gran sonido. Pero existen muchos tal como él los acabó. Algunos con pegamentos “exóticos”, como el bulbo de orquídea llamado sacte o sajte.

Agrego un comentario que me hizo el maestro Andrés Moreno: a Carlos, de niño, su papá lo llevaba a La Candelaria en Tlacotalpan, caminaban desde San Andrés hasta Alonso Lázaro, hoy Dos Matas, y ahí se embarcaban en la lancha.

 

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

mantarraya 2

Dos actas de defunción… y se mueve

La Manta y La Raya # 1                                                                         febrero 2016


Juan Meléndez de la Cruz

Juan Meléndez, Arcadio Hidalgo y Manuel Uribe
Juan Meléndez, Arcadio Hidalgo, Manuel Uribe.

La denominación “movimiento jaranero” ha sido cuestionada a lo largo del tiempo y por diversos actores. Desde Gilberto Gutiérrez diciendo que debe llamarse “movimiento sonero”, o Ramón Gutiérrez que decía que él no formaba parte del movimiento jaranero pues él era guitarrero o requintero (es decir, que ejecuta la guitarra de son), sin darse cuenta que no debemos ser tan estrictos en cuanto a la denominación pues movimiento jaranero es una definición general que engloba a todos los instrumentos del son jarocho y otros aspectos, pero que se emplea “jaranero”, pues la jarana es el instrumento que lo identifica. Tenemos entonces desde las posturas mencionadas hasta llegar a Jorge Gabriel López García, “Caribe”, quien le antepone los términos “pinche”, “puto” o también lo llama “estancamiento” y declara su tajante renuncia a pertenecer al “bendito” movimiento(1)

EL RUIDO DE LA JARANA O PRIMERO FUE EL SON
Hasta el día de hoy, escucho voces que manifiestan que ya no hay movimiento jaranero, pero particularmente me voy a remitir a dos que, en alguna forma, han planteado por escrito sendas actas de defunción del movimiento. Primeramente me referiré a Samuel Aguilera, quien en una respuesta a César Castro en el foro Yahoo de son jarocho(2) inicia su mensaje afirmando: “(…) Creo que el movimiento jaranero ya pasó y dio lo que podía ofrecer”, para señalar enseguida que el “nuevo movimiento de la cultura jarocha (un movimiento mas allá de la música) presenta nuevas posibilidades…”. Esto me lleva a recordar que en 1996, en el IV Encuentro Festival Iberoamericano de la Décima que se realizó en el puerto de Veracruz en las Instalaciones de Instituto Veracruzano de Cultura IVEC, cuando conocí a los decimistas cubanos Ricardo González Yero y Alexis Díaz Pimienta, al ver su habilidad para improvisar pensaba ¿cuándo llegaremos nosotros a ese nivel? ¡Pues ya llegamos! Y una de las muestras de eso es el decimero José Samuel Aguilera Vázquez y también puedo anotar a los hermanos Julio y Mauro Domínguez Medina, Diego López Vergara, Fernando Guadarrama Olivera, Zenén Zeferino Huervo, Patricio Hidalgo Belli, Isis Roberto Lázaro Montalvo, los cuates Margarito y Antonio Pérez Vergara, Lindo Conchi, además de Ana Zarina Palafox Méndez, Evelyn Acosta López, Marisol Galloso Gamboa, Daniela Meléndez Fuentes, Bertha Carolina Hermida Altamirano, las hermanas Sandra y Eréndira Abril Blanco Vargas, Citlaly Malpica y varios y varias más que tal vez yo no conozco, pero por allí andan en los fandangos y otros lugares, mostrando y recreando la poesía improvisada.

Indico esto para afirmar que para que los decimeros del movimiento jaranero de Veracruz se desarrollaran y llegaran a un nivel que hoy les permite presentarse con otros exponentes de la décima hasta de otros países (por supuesto que allí está Guillermo Velázquez de la tradición del huapango arribeño de Guanajuato y San Luis, pero eso es otra región), tuvieron que transcurrir cerca de 25 años y esto si convenimos que el inicio del movimiento jaranero lo marca la funda-ción en 1977 del grupo Mono Blanco y la realización en 1979 del Primer Concurso Nacional de Jaraneros en la Feria de La Candelaria de Tlacotalpan, organizado por la Casa de Cultura de Tlacotalpan, dirigida en ese entonces por Humberto Aguirre Tinoco y transmitido por Radio Educación.

Para llegar a este nivel primero fue el son; es decir, las actividades iniciales tuvieron que ver con la interpretación de los sones jarochos. Es más, el movimiento jaranero se afirmó por oposición, pues no sabía-mos qué queríamos y qué éramos, pero si lo que no queríamos ser y cuando en los eventos (actos públicos, cumpleaños, etc.) se nos pedía improvisar versos, decíamos que no estábamos para cantar las glorias del poder en turno (en esos momentos ni podíamos) pero sí para interpretar los sones “auténticos” y mas apegados a la tradición, lo que sin duda, atrasó en los primeros años el desarrollo de la versada.

Primero el ruido de la jarana fue atrayendo a la gente y después, como lo ha explicado Gilberto Gutiérrez, los primeros fandangos como tales, se empezaron a efectuar en 1983(3) y esa fiesta comunitaria trajo aparejada, la comida, el vestido (el telar de cintura y las blusas) y otras costumbres que forman la identidad jarocha: como identificar y reivindicar la influencia negra, los culebreros, el pájaro carpintero, las fiestas religiosas y sus rituales, hasta llegar a la rama y el viejo. (4)  Esto venía paralelo con las presentaciones, Encuentros de Jaraneros, ta-lleres, campamentos, etc. Con el desarrollo de la versada, los versa-dores fueron abriéndose paso, hasta llegar a la pregunta lanzada por Samuel Aguilera: “¿Qué queremos de los músicos? – En honor a la verdad, me parece que nada”.

Aunque en general, en el son jarocho y otras tradiciones, la música acompaña al verso, tal vez sí en la actualidad los versadores ya no necesiten de los músicos del son jarocho, pero primero fue el son y el ruido de la jarana, eso fue lo que atrajo y abrió el camino para diversas manifestaciones y todo ese trabajo y desarrollo, trajo aparejado el crecimiento de la poesía, así que más respeto.

Ampliando sobre el asunto, pareciera que el movimiento jaranero únicamente se hubiera ocupado de la música y que es hasta ahora, con gentes como Samuel Aguilera que el nuevo movimiento de la cultura jarocha atiende a otras expresiones, entre las que por su-puesto la versada ocupa un lugar relevante, pero esto considero es simplificar el asunto. De manera casi natural, junto con la música y el fandango y siendo esta una fiesta comunitaria, las otras actividades como la comida y el vestido fueron reivindicándose como parte de la identidad y también se fueron desarrollando.

En contraposición a esta postura, Antonio García de León, sobre este punto de los versadores discurre que “nuevas modas sofocan la dinámica del fandango: como la presencia aplastante, en los ‘Encuentros de Jaraneros’ de decenas de versadores de décimas recitadas, que sin cantar, ni tocar ni bailar, utilizan al son como música de fondo y lo someten a una nueva artificialidad”,(5) pero García de León habla de otros aspectos y de esto nos ocuparemos enseguida.

NUEVAS TRADICIONES
La segunda acta de defunción del movimiento jaranero, la extiende Antonio García de León, quien en la Introducción a su libro Fandango, después de ofrecernos un recorrido por el mundo jarocho y los vene-ros de la fiesta, el campo armónico, la poética del cancionero regional y el lenguaje de los pies, a manera de colofón, en el apartado “La reinvención de las tradiciones”, nos explica que la ruptura que se dio en los años sesenta y setenta al dejar la sociedad mexicana de ser mayo-ritariamente rural y entrar a un mundo urbano, dejó atrás tradiciones, guisos y más cosas que producen que hoy se busque reivindicar el pasado y en esa dirección el movimiento jaranero, con sus Encuentros de Jaraneros, talleres y cursos de música y zapateado, han logrado dar auge a un género regional extenuado.

Sin embargo, indica “(…) lo que en un principio estaba orientado a reanimar la tradición fandanguera, propiciando el regocijo colectivo, se ha convertido, anquilosándose, en un espectáculo pasivo, dejando de lado lo fundamental”. Para ilustrar su afirmación nos enumera que los Encuentros se han tornado en un espectáculo de oyentes pasivos, asfixiando al fandango que era (es) lo que se debería cuidar con más empeño. Que los conjuntos jarochos han impuesto todo un canon en los escenarios, con rutinas que se generalizan como la incorporación de los bajos (quijada, guitarra leona y marimbol), adaptación del cajón peruano y la guacharaca colombiana y toda una dotación de tarimas portátiles.”

Rematando como corolario con el señalamiento que: “(…) todo esto indica que el llamado ‘movimiento jaranero’ ha llegado, en su con-cepción original, a sus límites, dando paso no sólo a estos nuevos conjuntos profesionales y comerciales, sino también a nuevas generaciones de jóvenes ejecutantes con mayor formación musical y conocimiento de causa, que seguramente, refrescando las formas tradicionales y dejando atrás el folklor, arribarán a una expresión urbana popular y a un mayor reconocimiento del género”. (6)

Estando de acuerdo con García de León en cuanto a estas modas que, sobre todo en los Encuentros, sofocan la dinámica del fandango, igualmente declaramos que a pesar de todas esas limitaciones, los músicos, organizadores, apoyadores y demás que trabajan en favor de la tradición (y que pueden reclamarse o no como integrantes del movimiento) no dejan de manifestar que la matriz es el fandango y tampoco hay Encuentro, taller, cumpleaños, fiesta patronal, etc., que no remate con un fandango. Es decir, que no obstante que las limitaciones están, no ha dejado de puntualizarse la importancia de cuidar la fiesta comunitaria.

Contrariamente a las acusaciones que se le hacen al movimiento de limitar, ha producido a todos los grupos reconocidos que van desde Mono Blanco, pasando por Tacoteno, Siquisirí, Los Parientes, Chuchumbé, Los Utrera, Zacamandú, Son de Madera, Estanzuela, etc., y también a esos jóvenes ejecutantes como Cojolites, Sonex, Guayaberas Blancas, Bemberecua, Toros negros y a combinaciones como Caña Dulce y Caña Brava, más los que me faltan. Esto nada más por referirme a los grupos, pero el trabajo del movimiento ha concitado el interés de académicos de diferentes disciplinas (destacando la antropología), cineastas, etc., que han producido videos, tesis, etc. Sin dejar de señalar la producción de los mismos integrantes del movimiento, por supuesto discos pero también libros, ensayos, páginas de internet, hasta llegar a los espectáculos como “Al sol y al sereno” y más recientemente “Sones de madrugada”, ambos concepción y creación de Rubí Oseguera Rueda.

En cierta forma, el planteamiento de García de León es contradictorio, pues al tiempo que propone que el movimiento ha llegado a sus límites, en seguida indica que nuevas generaciones arribarán a una expresión urbana popular y a un mayor reconocimiento del género. Agregando nosotros que esta progenie es resultado del trabajo del movimiento y que además este avance hacia nuevas formas de expresión y tradiciones, ha estado presente desde los primeros tiempos del movimiento pues la música y el baile, aunque tenían una base tradicional, ya no eran una forma tradicional. ¡Y qué bueno que sea de esa manera! Porque parte del atractivo del movimiento o de todas las actividades culturales es la transformación e innovación, que estas manifestaciones le digan “algo” a los participantes y espectadores, le hablen de ellos mismos y su realidad actual y en esto han jugado un papel central los versos.

A nueve años que García de León publicó su investigación, creo que hoy participantes del movimiento abrevan en la tradición y como ejemplo está el trabajo en el área de Los Tuxtlas, donde se están impartiendo talleres para enseñar y dar a conocer afinaciones antiguas y, gracias al trabajo de todos, jugando en esta parte un papel relevante García de León,(7) se han puesto al día sones que habían caído en desuso, por lo que todavía podemos cobijarnos en el árbol frondoso de la tradición aprendiendo de nuestros viejos.

Desde luego, no debemos de ignorar que el contexto social de injusta distribución de la riqueza, falta de empleo e inseguridad, por citar a las más relevantes que cotidianamente sufrimos en México, afecta en todos los órdenes y, en el campo de la cultura, influye negativamente aún más, pues las instituciones la colocan en los últimos lugares en la escala de prioridades. Es en este marco desfavorable, que los amantes y seguidores de la tradición y la cultura jarocha realizan su trabajo, lo que en buena medida propicia la competencia y la falta de unidad frente a las instituciones, como se ha reflejado claramente en el Encuentro de Jaraneros de la Feria de La Candelaria de Tlacotalpan, punto de reunión emblemático del movimiento.

Es por esta razón y varias más que debemos procurar abrir un debate y discusión fraternal, que por momentos podrá apreciarse como agresiva, pues el caso es que ya cercanos a los cuarenta años como movimiento, tenemos muchos asuntos y aspectos del trabajo rea-lizado que hay que ventilar, como la formación del “Consejo Supremo del Son”,(8) figura festiva que supongo se creó ante nuestra dificultad de darnos una organización, (de acordar) la forma de llevar adelante los fandangos, la relación con las autoridades por los apoyos que puedan brindar para las actividades, etc.

Señalo lo anterior pues si pudiéramos aprovechar en un solo frente la presencia y fuerza que hemos generado con nuestras actividades al momento de presentar nuestras propuestas, se distribuirían mejor los recursos, avanzaríamos en nuestras orientaciones y dejaríamos de estarnos quejando por situaciones que no nos parecen.

Para saber si el movimiento jaranero ya murió, tendríamos que convenir qué entendemos por él y cuáles son sus características, pero ya no me detuve en explicar esto, pues lo he escrito y publicado en otros lados,(9) únicamente reiteraría que “(…) el hecho de hacer un trabajo como músico, compositor, intérprete, promotor o crítico musical, en un país donde cada vez están más limitadas las posibilidades de desarrollo de la cultura, implica que hay un movimiento”(10) y que lo mejor de todo es que a pesar de sus limitaciones,  discusiones,  descalificaciones y disputas, el número de participantes sigue aumentando.

El son y el fandango son un vehículo de identidad no solo para los jarochos, sino para otros mexicanos en el extranjero y que, la multi-plicación de las actividades relacionadas indican que, pese a todo, el movimiento está vivo. Tiene deformaciones y limitaciones pero sus características y producción es un referente y posibilidad para mu-chas personas que buscan alternativas y bus can un espacio para expresarse y participar.

REFERENCIAS

1  López García, Jorge Gabriel. El bendito “movimiento”, correo electrónico del 26/01/2011 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
2  Aguilera, Samuel. Re: Música para decimistas, correo electrónico del 15/08/2009 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
3  Meléndez de la Cruz, Juan. “Gilberto Gutiérrez: La importancia del trabajo comunitario”. En revista Son del Sur No. 10. Jáltipan, Ver. Febrero de 2004. pp. 26-38.
4  Vid. Delgado Calderón, Alfredo. Historia, cultura e identidad en el Sotavento. CONACULTA. México, D.F., 2004; p. 308.
5  García de León, Antonio. Fandango, el ritual del mundo jarocho a través de los siglos. CONACULTA, IVEC, Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento. México, D.F., 2006; 312 p.
6  ibíd. p. 59.
7  Meléndez de la Cruz, Juan. “Arcadio Hidalgo y el movimiento jaranero” en revista Son del Sur Núm. 5. Jáltipan, Ver. 15 de octubre de 1997.
8  Delgado Calderón, Alfredo. “Consejo Supremo del Son”. correo electrónico del 15/04/2012 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
9 Meléndez de la Cruz, Juan. “El movimiento jaranero” y “Otra vez… el Movimiento jaranero” en mensajes al grupo de Facebook Son Jarocho, 29/11/2015.
10  Nava, José. “El canto popular de la tribu” El financiero, año XXIII, No. 6419. México, D.F. 11 de noviembre de 2003.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

mantarraya 2