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Un huapango que se hizo domingo

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Un huapango que se hizo domingo

para Alec Dempster

 

Alvaro Alcántara López

 

El domingo había iniciado hacía apenas ocho minutos. Era una fresca noche tuxteca, una noche de huapango para alegrar, animar, a un músico memorable de Santiago Tuxtla que lastimosamente había sufrido una embolia algunas semanas atrás. Organizado por el Colectivo Tecalli que siguen comandando los hermanos Cruz Castellanos (Carolina y Joel), en aquel huapango se encontraban algunos de los músicos y bailadores más queridos y respetados de la región, bailadoras y músicos que habían sido invitados por los jóvenes de este Colectivo a la usanza de los de antes: yendo a su casa a hacer la visita. La convocatoria que habían hecho estaba pactada para las ocho de la noche de aquel sábado 20 de octubre del 2012, pero incluso desde un poco antes, bailadoras, bailadores y jaraneros habían empezado a reunirse en aquella calle empinada de la colonia Jardín y para las nueve y media el huapango ya había agarrado el calor de los buenos amores.

Aquella noche, sin instrumento, sin zapatos para bailar y sobre todo, con un ánimo propio de los fines de ciclos, me dediqué a mirar, a tomar fotos con la cámara de Joel y a tomar varios cafés con tamal. Venía yo de Loma Bonita (la famosa ciudad de las tres mentiras), de concluir una experiencia laboral intensa y enriquecedora al trabajar con arqueólogos y aprender a mirar y comprender el espacio de nuevas maneras, en un proyecto de sísmica y salvamento arqueológico que coordinaba mi amigo Alfredo Delgado. A Santiago Tuxtla había llegado aquel sábado poco antes de la comida y la tarde fue una charla interminable en casa de la familia Cruz Castellanos, que en aquella ocasión era un hervidero de personas, un entrar y salir de gente, con gritos, rejolina y risotadas muy al ambiente jarocho. Pasamos una tarde agradable que fue coronada con una siesta que se prolongó justo al límite de encaminarnos al fandango.

Consciente de la delicada salud de Vichi, traté de no perderle la vista durante aquella noche de huapango. Sentado a unos metros de la puerta de su morada y apoyado en un palo que hacía las veces de bastón, el viejo músico se dedicó a escuchar y medio mirar. Acompañado de algunas de las chicas que integran el Colectivo Tecalli o recibiendo las salutaciones y parabienes de sus compañeros de andanzas, aquel pequeño hombre de piel morena, ojos hundidos y mirar desconfiado, ensimismado en su propio cuerpo, seguía los fraseos de las guitarras, deleitándose con ritmos y tonadas de los que conocía muy bien las coloraciones e imágenes que producían al acariciar la noche. En algún momento superé la pena y me acerqué a saludarlo. Conversamos algunos minutos y volví a distanciarme, pero tratando de cuando en cuando de mirar cómo estaba, tratando de comprender cómo podría estar viviendo y sintiendo aquel huapango a las afueras de su casa, pero sin poder tocar ni cantar. Imaginaba cómo podría ser aquel huapango para él, tras un torrente innumerable de noches, semanas, meses, años y décadas de ser él mismo uno de los grandes animadores de la tarima, reinando sobre la tarima con su voz chillante y contindente, con su versada impecable y atinada y las pulsaciones retadoras y melodiosas de su guitarra.

Siendo muy consciente de la cercanía de la muerte –de la suya y de la mía, quizá más de la mía– y tratando de hurgar de vez en vez en sus silencios y discursos corporales, pude ver a Dionisio Vichi incorporándose con cierta dificultad de la silla que lo sostuvo mientras sones se sucedían transformando aquella noche. Alguien debió haberlo ayudado a alcanzar la puerta de su cuarto y así sin despedirse, sin hacer bulla, más bien en silencio y con la tarima exhalando la vida que él tanto procuró, desapareció en la penumbra de aquella habitación para irse a dormir. Busqué entre mis ropas y pude ver en mi teléfono el nombre engañoso de ese instante: eran las cero horas con ocho minutos de un domingo que empezó siendo sábado. Fue esa la última vez que vi a don Dionicio Vichi, guitarrero y versador mayor de Santiago Tuxtla, conocido en su pueblo como “León” y de quien tuve la fortuna de comprender el arte de la controversia en verso sabido.

II
Nunca fuimos amigos, ni siquiera cercanos, pero entre el 2000 y el 2005 tuve la posibilidad de compartir con él varios huapangos en su tierra natal. Había sabido de Vichi desde inicios de los años noventa (precisamente en aquellos años habían grabado en Pentagrama aquel cassette titulado “Son de Santiago”), junto con una camada de magníficos músicos, bailadores y versadores de la región de Los Tuxtlas, entre los que destacaban Isaac Quezada, José Palma “Cachurín”, Juan Zapata, Idelfonso Medel “Cartuchito”, Juan Pólito, Juan Mixtega, Carlos Escribano y muchos otros que no alcanzo a recordar o a los que simplemente no conocí o no tuve el acierto de valorar en aquellos años de juventud. Hoy sabemos bien, tras el trabajo de investigación y registro que han hecho Andrés Moreno Nájera, el Colectivo Tecalli, el médico Héctor Campos, la familia Campechano, Aldo Flores, Eduardo García, Ana Zarina Palafox, Antonio Castro y otros tantos promotores culturales, que aquella camada de músicos extraordinarios a los que pertenecía Vichi eran apenas la cúspide generacional de un conjunto más amplio y diverso de músicos ejemplares y poderosos que todavía hoy se pueden escuchar en las los velorios, procesiones, pascuas y huapangos en general que se realizan en las cabeceras municipales de Santiago, San Andrés y sus respectivas comunidades.

La posibilidad de interactuar con Dionisio, Ángel y Gonzalo, que entonces integraban el grupo “Los Vichi”, se la debo a una afortunada invitación que me hiciera Alec Dempster, el afamado grabador y músico jarocho, para participar en un proyecto suyo que se daría a conocer más tarde con el título de Y mi verso quedará. Son jarocho de Santiago Tuxtla (Anona music, 2001). Y mi verso quedará constituye una muestra muy interesante de músicos experimentados, como Juan Zapata, Idelfonso Medel, Dionisio y Ángel Vichi, Leonardo Rascón, Anastasio Gorgonio o Salvador Tome Chacha, junto a soneros sazones como Pablito Campechano, jóvenes como Humberto Victorio Comi o los muy chamacos Juan Manuel, Paola y Lorena Campechano. Vale la pena recordar que aquellos eran los tiempos de gloria de los grupos profesionales de son jarocho (Chuchumbé, Son de Madera, Monoblanco, Utrera, Siquisirí, etc.), con su presencia en festivales, arreglos y exploraciones musicales, grabaciones o experimentaciones escénicas y, en ese contexto, el trabajo de documentación que hizo Alec Dempster en aquellos años fue muy importante para recordarnos lo mucho que aún queda por conocer, valorar en el mundo alucinante del fandango y son jarocho.

Aquel 2001, habríamos ido desde Xalapa a Santiago dos o tres veces (Alec, Octavio Rebolledo, Mario Artemio, Kali Niño y algunos más que no recuerdo, juntos o por diferentes vías). Según creo recordar, la mayoría de las grabaciones ya estaban hechas, pero lo que tengo claro es que cada vez que íbamos había huapango. Fue en aquellas ocasiones que aprendí a reconocer las artes de Dionisio Vichi como versador y también las de Gonzalo, su sobrino y aprendiz. Quienes lo conocieron recordarán que a Vichi le gustaba cantar y que los demás lo oyeran. Receloso de su música, incómodo ante los fuereños, orgulloso como solo se puede ser cuando se sabe ser maestro en un oficio, Vichi empezó a cantar verso tras verso, menos para medir sus fuerzas y más para aplacarme de una buena vez, dejando claro quién era allí el cantador y que yo debía guardar silencio. Tardé algún momento en comprender que no sólo le disgustaba que yo me atreviera a cantar en su tierra – siendo él uno de los versadores estelares de allí – sino que algunos de sus versos iban dirigidos a mí, a aleccionarme con algunos de los innumerables versos que guardaba en su arsenal poético.

A mi parecía divertido provocarlo, exacerbar su afamado humor de gruñón y regañoso (sic) y le respondía de cuando en cuando con el atrevimiento y desparpajo de quien a nadie debe rendir pleitesía, pero sí con el gusto por palabrear y ser feliz el huapango. Si algunas de sus poesías me parecían magníficas, lo que más me emocionaba era oírlo frasear y estallar en los respiros de la música su voz fuerte y chillante, casi al punto del quebranto, pero nunca lo escuché “atravesarse” y menos desafinar. Desde aquellas primeras grabaciones hechas por Warman a finales de los años sesenta hasta los fandangos a los que asistí el verano pasado en Santiago Tuxtla (2016), siempre me ha maravillado esa capacidad de entrar “tarde” a cantar, luego encabalgar las palabras hasta el borde la incomprensión, tensar aún más el tiempo con un descanso antes de la última pisada, para terminar siempre puntuales cada vuelta, incluso antes. Ejemplos hay muchos y no viene al caso recordar alguno en particular, pero Vichi era experto en eso de estirar el tiempo al cantar. Un arte, a decir verdad, que se encuentra más cercano a la recitación y a declarar ensalmos, que al acto de cantar tal y como es común en la actualidad.

Para la segunda vez que nos encontramos ya era conocido por ellos como “el pelón” y Gonzalo Vichi, con quien compartía el gusto por la bebida que templa el corazón y las pasiones, fue con quien empecé a conversar y a tratarnos. A partir de allí, don Dionisio se abrió un tantito y aceptó platicar, pero siempre celoso antes sus saberes, especialmente si yo le pedía me repitiera algún verso que me había gustado mucho. Y tenía toda la razón en custodiar aquel conocimiento.

A partir de allí, nos buscábamos para cantar, tanto con Gonzalo como con su tío. Fueron varias veces más las que coincidimos en fandangos santiagueros sin que existiera una fecha especial para fandanguear, donde los fuereños éramos pocos y se podían reconocer y disfrutar del protagonismo musical de las y los músicos que venían de las comunidades a hacer la fiesta. Igualmente interesante era llegar alrededor del 20 de julio a celebrar las fiestas patronales de Santiago Tuxtla y disfrutar, aún a comienzos del segundo milenio global y capitalista, de estilos, modos y usanzas de otra condición y tiempo; de otra naturaleza, sensibilidad y entendimiento. Llegados el 24 de julio aquellos huapangos se convertían en otra cosa, los de afuera éramos mayoría y terminábamos por avasallar a los locales. Pero aún en esas condiciones desfavorables, Vichi, Cartuchito y algunos otros veteranos de la vieja guardia daban la batalla con toda dignidad y fuerza, quizá para recordarnos que “allí estaban todavía” –como titularía Alec Dempster muy acertadamente, una grabación posterior en donde registró la casi extinguida (para ese entonces) tradición de los violineros de la región de Los Tuxtlas.

A la distancia pienso que aquellos primeros huapangos, Encuentros y velaciones a los que asistí en los primeros años de la década del noventa y que volví a disfrutar consistentemente a partir de aquella invitación hecha por Alec Dempster una década más tarde, me permitieron entrar en contacto con el huapango tuxteco desde la vivencia indígena contemporánea. Y no obstante esto, con el paso del tiempo he aprendido a reconocer los fuertes lazos que en la región de Los Tuxtlas –especialmente la gente del municipio de San Andrés–, se han establecido con la población afromestiza de los llanos de Nopalapan. De allí que la diversidad y riqueza de prácticas musicales de esta importante región encuentre también su explicación en los procesos de mestizaje y lo que ahora nombran interculturalidad.

Precisamente esa diversidad cultural y musical que puede encontrarse en la serranía de Los Tuxtlas obliga a cuestionar algunos estereotipos que se han construido en las décadas recientes sobre el son jarocho: desde aquellas historias jocosas de los llamados “mosquitos” y “chaquistes”, que en Santiago y otras zonas indígenas se les ha conocido como “requintos o requintas”; hasta el hecho que aquí se emplean de manera indistinta los términos huapango o fandango para referirse a la fiesta de tarima y cuerdas, a contrapelo de las versiones canónicas que reservan el término huapango para la música huasteca. Lo que en otros lugares son “terceras”, aquí apenas llegan a “tres cuartos”; las armónicas y los violines llevan la melodía en los sones; las Pascuas se dan más allá del 24 de diciembre (de hecho hasta el 2 de ferbero) y el güiro forma parte de la instrumentación de algunos músicos.

Los municipios de Los Tuxtlas (Ángel R. Cabada, Lerdo de Tejada, Santiago Tuxtla, San Andrés Tuxtla, Catemaco o incluso Rodríguez Clara) constituyen un espacio para re-aprender que no existe “un” son jarocho, que Sotavento es una región que se ha construido e inventado a través del tiempo y que aquello que funciona en otras localidades o micro regiones no necesariamente funciona así por estos rumbos.

Mucho de ese viaje por la memoria que ahora cuento fue el que me habitó aquella noche de octubre de 2012, mientras se celebraba aquel huapango en honor de Dionisio Vichi. Cuando me acerqué a conversar aquella noche con él, me contó que le había dado una embolia y que sintió como un tronido en el oído y pidió ayuda con un grito y cayó. De algunas notas aisladas, de algunos recuerdos brillosos y de las ganas que tenía por contar esta historia ha surgido este relato.

Dionisio Vichi falleció hace más de dos años. Su nombre y legado, como el de aquellos músicos de la vieja guardia a las que él perteneció siguen presente en la memoria de sus discípulos, alumnos y compañeros de parranda. Cuando voy a Santiago me da gusto escuchar sus nombres en boca de amigos y amigas, recordándolos como los maestros que fueron. En las pasadas fiestas de Santiago Tuxtla (2016) pude reencontrarme y saludar a Gonzalo Vichi y justamente cuando hablaba con él, con Héctor Campos y con Joel Cruz Castellanos, apareció la hija de don Juan Zapata, Juana Zapata, y fue un magnífico pretexto para recordar a su padre y hacernos una foto que debe estar por allí, esperando su turno para contar su historia.

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III
El huapango de aquella noche terminó con el son de El Agualulco, que exhaló su último suspiro a la una de la mañana con veinticuatro minutos – al menos así lo asenté en mis notas – y aunque hubo un intento más o menos serio de volver a prender la mecha con un Zapateado éste no prosperó. Luego de levantar las sillas, la basura y las tarimas, estábamos llegando a la casa de Joel y Caro pasadas las dos de la mañana para prepararse para un nuevo día.

El despertar de aquel domingo llegó ya pasadas las diez. Se hacía tarde y me apuré a cumplir con la agenda proyectada para ese día, pues había tomado la decisión de visitar a don Idelfonso Medel “Cartuchito”, un guitarrero muy querido por mí, con quien he parrandeado en numerosas ocasiones, no sólo en el centro de Santiago, sino también en Vista Hermosa – donde él vivía – y a donde me gustaba ir para escuchar el rumor del río y refrescar mi cuerpo tras una larga noche de fandango. Tomar la decisión de ir a verlo había implicado un intenso debate en mí, pues Utrera, el viejo Utrera, también se encontraba delicado de salud (su corazón estaba muy débil), pero a don Esteban lo había visitado algunos meses atrás, de allí que resolviera para aquel domingo visitar a “Cartuchito” en su casa.

A don Idelfonso también le había dado un derrame cerebral que le restó movimiento a la mitad de su cuerpo, con la triste consecuencia de impedirle seguir emocionándose con la diversión de su vida: el huapango. Aquella mañana que estuve con él recordamos algunas de esas experiencias gozosas: de su participación con Son de Santiago, de tocar con el grupo Río Crecido y de los cientos de amigas y amigos que había ganado andando en el mundo de la música. Le pedí permiso para fotografiar algunas imágenes que tenía colgadas en su casa, donde Cartuchito lucía sonriente al lado de sus amigos tuxtecos, sorprendiéndome reconocer en una de ellas al querido Nazario Santos, “Charito”, uno de los baluartes del extinto grupo Alma Jarocha, de allá por los rumbos de Nopalapan.
En medio de aquellas palabras y recuerdos felices, de anécdotas chuscas y parrandas de epopeya, las lágrimas corrían a borbotones por su rostro, cuando se le imponía a su ser la lamentable realidad de ya no poder tocar su guitarra. Los ánimos y palabras de aliento que le di, siendo sinceras y llenas de mucho cariño, se ahogaban en la contundencia de saber que los daños físicos provocados por el derrame cerebral eran, con toda seguridad, irreversibles. Entonces no pude evitar preguntarme cómo llegaría yo a esa edad; cómo sería llegar a ese momento en que el cuerpo dice ya no más; cómo sería la tristeza mía.

Después de aquel viaje cobré mayor conciencia de la necesaria campaña de salud y cultura alimentaria que tenemos que emprender en el sur de Veracruz – y resto del país – con carácter de urgente, quizá porque la ascendencia social que en los años recientes han ganado los músicos comunitarios puede servir de estímulo para cambiar los malos hábitos alimenticios que nos están matando en el más alevoso silencio. El primer lugar en obesidad mundial que tiene nuestro país y las altas cantidades de consumo de azúcares, endulcolorantes y carbohidratos (comida chatarra, pizzas, refrescos embotellados o la dañina costumbre de endulzar exageradamente el café y las aguas de fruta) han hecho de la hipertensión y la diabetes dos de las principales causas de muerte en la región jarocha y me temo en todo México. Y los derrames cerebrales o embolias, como se les conoce popularmente, están relacionados precisamente con la diabetes. Y ya no se diga los problemas de riñones que martirizan a diabéticos e hipertensos, dos enfermedades que se encuentran muy relacionadas.

Aquel viaje y las visitas que hice a estos dos guitarreros enfermos me hicieron pensar que “la música” o incluso “la fiesta toda” constituyen una pequeña parte de un engranaje social, cultural, económico, político y de salud más grande y complejo, que exige ser abordado desde distintos enfoques y miradas. “Lo cultural” es apenas una parte, pero acaso no la más importante ante un panorama a futuro bastante sombrío en asuntos de salud y cultura alimentaria, en el que no sólo las tradiciones sino la vida misma se ven amenazadas por enfermedades y padecimientos que atentan claramente contra el derecho a vivir una vida saludable.

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IV
Antes que se fuera a dormir hice el intento por animarlo a cantar, pues según me había contado con amenaza de lluvia en sus ojos, tras la embolia ya no podía componer su guitarra, pero cantar sí: “pero cantar mis versos parece que sí” – me dijo, quizá con más añoranza que ilusión. Y no se equivocó. El cantar de Dionisio Vichi sigue alegrando mi memoria cuando recuerdo aquellos maravillosos momentos que compartimos en torno de una tarima.

Aquel huapango que se hizo domingo fue la última ocasión que vi a Dionisio Vichi. No se equivocaba al decir que incluso con la embolia que le había pegado podría seguir cantando sus versos. Cumplió su ciclo en este mundo y se despidió de su pueblo, familia ya amigos hace un par de años. Se guardó su figura pero su voz se quedó en mi memoria y en la de muchos que tuvimos el privilegio de escucharlo. A quienes no, hoy pueden escucharlo gracias a la tecnología y a los esfuerzos que en aquellos años hiciera Alec Dempster por registrar la chispa de personajes como Vichi. Estudiarlo, aprender de su estilo y disfrutar de su estilo de cantar.

En lo personal me quedo con una grabación que aparece en el disco Del cerro vienen bajando, en donde se puede escuchar a “León” Vichi y a Salvador Tome Chacha versar, siguiendo el tema que el otro proponía. Nunca le he preguntado a Alec si él les pidió hacerlo así, entreverando uno a uno sus versos, versando por argumento…imagino que no. Que la espléndida muestra que dan en esta grabación de una controversia poética en verso sabido fue natural y espontánea, quizá queriendo decirnos que cantar es el arte de saber escuchar al otro, de devolver la palabra que otro nos ha regalado, pero con una alegría aumentada, con una emoción nueva. Como aquel domingo que se hizo huapango y cuando la voz chillante y determinada – casi a punto de reventar – de Dionisio Vichi se hizo una con el silencio y le propuso que cantara por él:

Al lado del estrumento (sic), suena la cuerda de acero/ si eres de buen acento/ les cantaré compañeros/ un versito de argumento/ del pájaro manzanero.

Y de todos los colores/ me gusta el tuyo me gusta el tuyo/ porque con tus amores/ linda bonita no quiero orgullo.

Fragmentos de la versada de Dionisio Vichi con Salvador Tome Chacha cantando El Zapateado.

Qué bonito es lo bonito/ a quien no le ha de gustar / Yo lo digo y lo acredito y lo vuelvo a acreditar/ todo cabe en un jarrito/ sabiéndolo acomodar.

Comienzo como la vela/ y ardiendo con fervor/ como muchacho de escuela/ también me gusta el olor/ de la esencia de canela.

De letras de oro tu nombre/ voy a mandarte un papel/ no quiero que de mí te asombre/ lo que le encargo a mujer/ que pronto me corresponda.

Te voy a mandar una carta/ buscarás quién te la lea/ uno que sea de confianza y que por nosotros vea.

Yo salí del escuadrón/ que reboleando mi mascada/ y como que soy varón/ que no me toquen retirada/ traigo versos de a montón/ para mí y mi prenda amada.

Mi amor no ha sido afligido/ por eso lo doy de prenda / me vas a dar un recibo/ antes que la muerte venga/ después de verme tendido/ harás lo que te convenga.

Al cortar un lirio blanco yo creía que era azucena/ Porque trascendió bastante igualito a una gardenia/ también de tu amor me encanto hermosísima trigueña

Y en un jardín de azucenas/ flores me puse a cortar/ que me gusta tu cadena/ cuando sales a bailar/ con el rocío del sereno/ de lejos se ve brillar

Desátame tu cadena porque estoy aprisionado, dale liberta a mi pena, porque está encarcelado dime trigueña hasta cuándo / que yo me veré a tu lado.

Desátame las cadenas/ con que tu amor me amarró/ quítame de andar en pena/ mira que te quiero yo/ porque tú eres la azucena/ que a tu jardín me llamó.

Quisiera ser el pañuelo, la sortija de tu mano/ porque este mi amor porfía que eres la flor del verano/ antes que otro te persiga/ qué dices negra ¿nos vamos?

Campestre Churubusco, Ciudad de México
primavera, 2017


Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

 

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El Fandango y sus cultivadores

La Manta y La Raya # 1                                                                 febrero 2016


El fandango y sus  cultivadores (1)

Con alegría fandanguera
desparramando sus dones
aparecerán los sones
que son de gente llanera
del campo y del pescador…
Se escuchará lo mejor
lo bueno y lo regular,
sones de tierra y de mar
del paisaje y de animales
de damas y de hombres cabales   que son… los que saben sonar.                                                                RPM 1994

Ricardo Pérez Montfort

INTRODUCCIÓN

Los ensayos y testimonios reunidos en este libro responden a un interés que me ha acompañado por más de cuarenta años. Escuchar y disfrutar primero, luego interpretar y esbozar algunos versos, y finalmente estudiar e investigar al son jarocho y a su fiesta, han sido actividades que he llevado a cabo con particular afecto a lo largo de la mayor parte de mi vida. Mis primeras experiencias asistiendo a fandangos se remontan a la década de los años sesenta del siglo XX, cuando con mis hermanos y mis padres visitamos el sur del Estado de Veracruz. En Minatitlán, una noche en el patio de la casa de los Domínguez Piquet y con el complejo industrial petrolero iluminando al fondo el horizonte, tuve la primera y tal vez la más inolvidable revelación de aquel festejo y de su ritual. Recuerdo a la señoras bailando sobre una tarima, al son de los jarabes y los sones interpretados por músicos campesinos, especialmente invitados para la ocasión por don Rodolfo y doña María. Tal vez uno de ellos era nada menos que Arcadio Hidalgo, al que Juanito Domínguez conocía por sus trabajos con los habitantes desheredados de los suburbios minatitlecos. De aquella experiencia guardo una especial memoria, como si fuera un descubrimiento iniciático.

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Ya adolescente seguí los veneros del son jarocho a través de varias vertientes. Me entusiasmaba escuchar los discos del Conjunto Medellín de Lino Chávez y los de Andrés Huesca y sus Costeños, producido para el sello CAMDEN de la compañía RCA Víctor. Y sobre todo recuerdo un LP, llamado con cierta ironía extranjerizante ¡Mexico Alta Fidelidad! An adventure in High Fidelity Sound impreso en 1957 que contenía algunas piezas jarochas del grupo de Lino Chávez, grabadas por el folclorista José Raul Hellmer. Aquellos acetatos los he atesorado desde entonces y forman parte de una colección bastante extensa sobre sones y conjuntos jarochos, que guardo celosamente en mi fonoteca personal. Aquellos álbumes sirvieron para que, ya con ciertos conocimientos muy elementales de música, me dispusiera a “sacar” y a interpretar con mi guitarra, los sones de La Morena o La Bamba y ese son valseado medio picarón y divertido de La Bruja.

Como miembro de un conjunto de jóvenes que tocaba música latinoamericana, ya en los años setenta y principios de los ochenta, conseguí mi primera jarana. Se la compré a un carpintero convertido a evangelista en Jáltipan, que me dijo: –Ya no toco…porque ya no bebo–. Pasando el tiempo también adquirí una jarana construida por Darío Yepes, un viejito jarocho que vivía en la Ciudad de México y al que fuimos a visitar en una vecindad miserable de la colonia Doctores. Poco después me interesó el arpa, y en un desplante de suerte llegó a mis manos uno de los pocos instrumentos que Andrés Alfonso Vergara todavía fabricara él mismo, ahuecando un tronco de cedro. Yo aún no conocía a Andrés y, si mal no recuerdo, fue José Aguirre Vera, el gran “Biscola”, quien me vendió aquella encordadura enarcada y elegante, con filos de concha nácar y una barra torneada que se elevaba desde la tapa de la larga y ancha caja de resonancia hasta la curva de madera superior con sus 35 clavijas, formando el triángulo clásico del arpa jarocha.

Con aquel grupo de jóvenes solíamos tocar en peñas, manifestaciones, audiciones, conciertos y reuniones de amigos. En nuestro repertorio teníamos varios sones y zapateados jarochos, desde el muy comercial Tilingo Lingo hasta el son de a montón El Cascabel. Incluso, pasando el tiempo y evidenciando nuestro compromiso político, me aventuré a escribir, con Enrique “El Guajiro” López, unas décimas dedicadas al Campamento 2 de octubre, que se pueden escuchar en una grabación que quizás todavía circule por ahí de aquel nuestro conjunto llamado La Peña Móvil.

Mientras esto sucedía, yo ya había entrado a la Escuela Nacional de Antropología y mi activismo político, un tanto abierto y otro tanto clandestino, me empezó a ocupar a la par de las tareas del grupo musical. Sin embargo, aún así tuve la oportunidad de trabajar primero en Radio Universidad y poco después en Radio Educación. En ambas radiodifusoras escribí y produje diversos programas sobre música latinoamericana y mexicana a lo largo de poco más de doce años. En múltiples ocasiones me ocupé del son jarocho y de los fandangos, reproduciendo los ejemplos que conseguía en discos y en libros especializados. Y fue principalmente Radio Educación la institución que me permitió una acercamiento más intenso con el mundo de la música y la fiesta de la Cuenca del Papaloapan.

A finales de los años setenta Graciela Ramírez y Felipe Oropeza me invitaron a formar parte del equipo que organizaba el Encuentro de Jaraneros durante las fiestas de La Candelaria en Tlacotalpan. Con ellos asistí regularmente a dichos festejos durante un lapso de por lo menos diez años seguidos. Sobre esas experiencias escribí una primera crónica que apareció en 1992 en el Fondo de Cultura Económica bajo el título Tlacotalpan, la Virgen de La Candelaria y los sones. De aquellos encuentros también pueden dar testimonio la infinidad de programas de radio, que Graciela, Felipe y un servidor produjimos para Radio Educación con los materiales grabados y transmitidos durante ese tiempo. Con una selección de aquellas mismas grabaciones y el patrocinio del Instituto de Pensiones del Estado de Veracruz realizamos una colección de discos consistente en cinco volúmenes llamados simplemente Encuentro de Jaraneros, Vols. 1-5. Tiempo después el Instituto Veracruzano de Cultura y Discos Pentagrama retomaron esta edición produciendo una nueva camada de aquellos inciales LP’s.

En cada visita a Tlacotalpan aprovechábamos para hacer entrevistas, conseguir bibliografía, buscar nuevos datos sobre soneros, decimistas y bailadoras, pero sobre todo para tratar de documentar la historia y los vaivenes del fandango. Quien invariablemente se mostró amable y dadivoso al ofrecernos sin cortapisas sus saberes tlacotalpeños fue Humberto Aguirre Tinoco. A él se debió que mis primeros acercamientos a las crónicas de las fiestas jarochas tuvieran cierto aire de veracidad evocativa. Invariablemente admiré y reconocí la obra de Humberto como punto de partida para el estudio de las expresiones culturales jarochas que emprendí desde aquellos primeros años ochenta. Lamenté hondamente el fallecimiento de Humberto en 2011.

Durante esos avatares iniciales también conocí a Antonio García de León, quien con frecuencia compartía su enorme sabiduría sonera, sus profundos conocimientos históricos y su singular talento para versear y tocar la jarana. En gran medida, quienes hemos realizado algunos estudios sobre el son y el fandango le debemos mucho a su labor pionera y generosa. Además de amigo y maestro, Toño ha sabido mantenerse cerca y lejos, apoyando y cuidando, dando consejos y enseñanzas a todo aquel que ha querido acercarse a este universo musical, literario y festivo. En mi caso particular, le estoy doblemente agradecido, porque él y su compañera Liza Rumazo, han sido especialmente generosos conmigo.

Además de Graciela, Felipe, Humberto y Antonio, varios amigos y colegas también contribuyeron a que mis intereses por el son jarocho y el fandango poco a poco se orientaran a favor de una combinación entre la pesquisas académicas y las andanzas del disfrute pleno. Entre ellos debo mencionar a quienes más les debo: Armando Herrera, Bernardo García Díaz, Horacio Guadarrama, Francisco García Ranz, Leopoldo Novoa, Juanita Santos, Agustín Estrada, Jessica Gottfried, Arturo Chamorro, Álvaro Ochoa y Álvaro Alcántara. Con todos he compartido intereses y gustos, por lo que me atrevo a mencionarlos como aparceros y acompañantes en muchas de mis indagaciones sobre el son y los fandangos.

Así, al involucrarme afectivamente con el son y el fandango del Sur de Veracruz, al mismo tiempo emprendí el examen detallado sobre su historia y su desenvolvimiento desde una perspectiva que incorporaba la visión antropológica y el análisis cultural. Me preocuparon no sólo las expresiones y las costumbres, así como su pasado y su desarrollo contemporáneo en la región del Papaloapan, sino que paulatinamente intenté explicar su vínculo con otras fiesta del Caribe, sus significados ocultos y su trascendencia como movimiento social en busca de una recuperación, una revaloración y una reinvención de sus tradiciones, sus logros y su promisorio porvenir.

En este proceso conocí a muchos músicos a los que admiro y reconozco por múltiples razones, pero principalmente porque formaron parte de aquellos inicios de lo que hoy se llama con cierta ambigüedad “el movimiento jaranero”. Sin querer discutir la pertinencia de cómo llamarlo, este afán colectivo por reivindicar la música campesina y popular del Sur de Veracruz y la celebración de sus fandangos con sus múltiples derivaciones, me permitió conocer a una gran cantidad de jaraneros y músicos de son jarocho, a muchos versadores y a una buena cantidad de bailadoras y bailadores. La lista es muy larga pero no puedo dejar de mencionar a algunos como a Gilberto Gutiérrez y a Juan Pascoe, a Ramón Gutiérrez y a Patricio Hidalgo, a Zenen Zeferino y a Octavio Vega, a Marta Vega y a Rubí Oseguera, a Anastasio Utrera y a su hermano Camerino, a su padre don Esteban Utrera, a Darmacio Cobos y a Doña Juana de El Hato, a Tereso Vega y a Liche Oseguera, a Juan Meléndez y a Benito y a Noé González, a Adriana Cao Romero, a Francisco Ramírez López “Chicolin” y a su hermano Luis “Chito” de Playa Vicente.

En Tlacotalpan conocí a veteranos como don Julián Cruz y don Porfirio Martínez, a Evaristo Silva y a Cirilo Promotor, a doña Elena y a doña Chefina. También ahí conocí a Rutilo Parroquín y a Andrés Alfonso. A los versadores Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz –tío Costilla–, Ángel Rodríguez y Aurelio Morales. Y tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones a Guillermo Cházaro Lagos, Tio Guillo, y platicar con él de infinidad de temas. Igualmente en Tlacotalpan conviví con Marcos Cruz, “el Tacón” y con don Fallo Figueroa. Pero fue en el Puerto de Veracruz donde conocí y traté a don Nicolás Sosa, pocos años antes de su muerte. Vivía un tanto solitariamente, tan sólo con la silente compañía de su mujer, y sólo muy de vez en cuando sacaba su arpa, como para no dejarla callada.

Todos ellos fueron, han sido y son piezas imprescindibles del quehacer sonero, de la versada y el baile jarochos. A la mayoría la recuerdo gratamente y cada uno ha puesto su gota de agua o su vertiente, para hacer de esta marejada reivindicadora del universo fandanguero un torrente hoy imparable. Por lo que todos represen-tan, una gran parte de lo que a continuación aparece en este libro tiene algún sentido. Sin embargo sólo tuve tiempo de mencionar a algunos pocos, y a menos me fue dado presentarlos con sus propios testimonios sobre su paso por el fandango. De cualquier manera mi agradecimiento profundo debería llegar a cada uno de ellos.

Pero antes de concluir esta introducción habría que mencionar que los diez ensayos que componen la primera parte de este libro fueron ordenados cronológicamente en función de su fecha de elaboración y publicación. Así el primero titulado “El fandango: fiesta y rito” es el más añoso, pues se publicó por primera vez en 1990; mientras que el último, que lleva el rótulo de “El Fandango y la circulación cultural en México y el Caribe” vio la luz en 2012, aunque muy recientemente, en 2015, tuve la oportunidad de corregirlo y aumentarlo. Por eso el lector encontrará diferencias sustanciales en sus facturas y sus intenciones. La mayoría fueron escritos con pretensiones académicas, salvo uno: “La Puerta de Palo” que tuvo un afán más literario y evocativo, pues fue escrito para acompañar unas fotografías de Agustín Estrada y unas grabaciones hechas por Pablo Flores Heredia. El orden en que se presentan estos ensayos podrá dar cuenta también, si es que hay algún interés al respecto, de cómo fue evolucionando a lo largo de casi veinticinco años mi apreciación y mi acercamiento al tema de los sones jarochos y su fiesta.

En cambio los testimonios que forman la segunda parte de este libro tiene otro objetivo. Si bien se recabaron a finales de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo XX, presentan nueve huellas relevantes en el pasado muy reciente del quehacer fandanguero. De viva voz puede así el lector conocer algunos aspectos que se presentan y analizan en los ensayos precedentes. Mas que un complemento, me parece que se trata de experiencias muy bien relatadas por quienes, en efecto, fueron, han sido y son hasta hoy cultivadores de esta flor festiva cuenqueña.

Como toda obra de esta índole, difícil sería no reconocer la paciencia y el cariño de quienes me acompañaron en el trance de su elaboración. En primer lugar debo agradecer a Carla Fatmé Córdova Sánchez, quien me ayudó en la transcripción de los viejos archivos en los que guardaba los testimonios que se publican en este libro. En seguida mi agradecimiento también a las instituciones que abrigaron la intención de que pudiera concluír este trabajo: el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en México y el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlin en Alemania (LAI-FU-Berlín). Reitero también mi gratitud en esa misma tesitura a Radio Educación y Radio Universidad de México, y a quienes me acompañaron en esas radiodifusoras. Además de los ya mencionado Graciela Ramírez y Felipe Oropeza, debería mencionar también a José González Márquez, a Flor Alfonso, a Eugenio Sánchez Aldana, a José Luis Guzmán, a Teodoro Villegas y a mis entreñables y ya fallecidos fraternos Emilio Ebergenyi y Marcial Alejandro.

Y finalmente mi amor y mi reconocimiento a mi compañera de vida, Ana Paula, sin cuyas serenidades, apoyos y alientos mi existencia sería impensable.

Tepoztlán – Berlín, septiembre 2015

(1)   El fandango y sus cultivadores. Ensayos y testimonios, Editorial Académica Española/OmniScriptum GmbH & Co. Saarbrücken, Alemania, 2015, pp. 400, ISBN: 978-3-639-73147-7


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HISTORIA DE UN FANDANGO

La Manta y La Raya # 0                                                                                         octubre 2015


Natse Rojas

01 Historia de un fandango ch ch

Llega la música, andando

 

02 Historia de un fandango ch ch

Van llegando de a poco

03 Historia de un fandango med-ch ch

La tarima empieza a escuchar

 

04 Historia de un fandango ch ch

Las cocineras ya sonríen

 

05 Historia de un fandango ch ch

Ya se viste la mesa

 

06 Historia de un fandango ch ch

Compartimos la sonrisa y el arte

 

07 Historia de un fandango ch ch

Afinamos la mirada

 

08 Historia de un fandango ch ch

Baila el fuego de la noche

 

09 Historia de un fandango ch ch

Vamos quedando pocos… e invocamos al amanecer.

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