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La cosmovisión de un  huapango campesino

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La cosmovisión de un  huapango campesino

 

Andrés Moreno Nájera

 

Deborah Small

 

Un instrumento para el músico campesino, representa una extensión de su cuerpo y un bálsamo para su alma. Le permite complementar su vida anímicamente a través de la diversión, llega a conocerlo  tanto que sabe cómo encordarlo, que afinación le acomoda y como tocarlo para obtener los mejores sonidos, por eso  lo cuida, le da mantenimiento, lo restaura cuando lo requiere y lo protege contra todo mal. 

La jarana o la guitarra de son,  por su forma o sonoridad despierta la admiración de unos y la envidia de otros, ya que a todos le gusta que suene y destaque entre los demás, siendo a través de una buena encordadura o las afinaciones pertinentes que se logra hacerlos resaltar durante un huapango.

La envidia  nace de las  personas que no saben reconocer la capacidad del ejecutante, la calidad del instrumento y el conocimiento que se tiene sobre el mismo,  esto ha dado origen  a  una  serie de artificios que llevan la intención de causar daño ya sea en el músico o lo que el músico ejecuta.

Hace tiempo, esta forma de concebir el mundo entre la gente del campo, era práctica común, y sobre todo cuando se asistía a algún huapango, hoy solo quedan algunos remanentes entre los viejos tocadores.

En algunos lugares los músicos  ponían los tonos muy altos, de tal manera que, cuando otros participantes se afinaban a la misma altura, se les arrancaba el puente, o les reventaban las cuerdas. 

Había quienes cuidaban que no le echaran humo de cigarro a la boca de su instrumento, porque  tenían la idea que perdía  la voz y una jarana sin sonido dejaba de ser útil, cosa difícil de asimilar para un músico que se encariña con  el objeto que toca.

Otros más, estaban atentos de  que nadie escupiera la tapa de su jarana, ya que se creía   que  en el escupitajo iba una maldición que la podía romper.

O aquellos que creían que algún rival en la música le rezaba alguna oración mala, en los momentos en que a su instrumento se le empezaba a reventar las cuerdas o  no se podía afinar, entonces tenía que echar mano de la contra y si no la traía, dejaba de tocar.

Estas  mismas ideas llevaron a los músicos a buscar la forma de cómo protegerse y proteger su instrumento: Todo tocador se cuidaba siempre las manos, no mojándolas cuando tocaba por largos periodos, untándose petróleo cuando dejaban de hacerlo. 

Algunos esperaban el primer viernes de marzo  para ir a buscar otro tipo de protección, entonces se hacían poner  tres puntos en forma de triángulo, hechos con una extraña tintura que le llamaban unicornio, y por lo regular se lo hacían entre el  dedo pulgar y el dedo índice o en la muñeca de la mano, esto era para protegerse  contra todo mal que le quisieran hacer o  todo mal aire que le pudiera llegar.

Pero también encontraron la manera de proteger ese madero que les brindaba placer y diversión de  formas diversas: Había quienes limpiaban o rameaban su instrumento con arrayan al pie del altar, por la creencia de que así como el arrayan apaciguaba las tormentas, de la misma manera alejaría cualquier negro nubarrón dirigido hacia él. Aún hay músicos  que cuando llegan a  un velorio, lo primero que hacen es  encaminarse al altar para ramearse y limpiar su jarana.

A muchos les  gusta pegar en el fondo de su jarana  una estampita del santo de su devoción,  con la firme idea de que el santo les cuidara en su andar por donde vaya.

Otros acostumbran amarrar en el cabezal (clavijero) una cinta colorada, o atar un hilo  con siete colorines, o incrustar algunas piedras coloradas, porque el color rojo brinda protección y representa la llama ardiente del espíritu santo, y con esto se protegía de todo  mal, esto es lo mismo que se hace cuando se tiene un hijo de brazos, para protegerlo de los chaneques o evitar el mal de ojos se le ata en la mano una cinta roja, o colorines o un ojo de venado.

Otros más pegaban un espejito, para evitar que los malos aires u oraciones malas llegaran al instrumento y el espejo pudiera reflejarla hacia la persona que enviaba las malas energías.

Esta era la lucha silenciosa entre lo divino y lo maligno que se libraba en un huapango campesino de un ayer lejano.

 

 

 

Revista en formato PDF (v.13.1.0):

 

 

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Los violineros

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Los violineros

Andrés Moreno Nájera

 

Deborah Small

El violín en los Tuxtlas fue un elemento que no podía faltar en un huapango, construido de manera rustica en la mayor parte de los casos, vaciados como se hace con  las jaranas, pegado con sajcte en los tiempos en que no existía el resistol, cuyo arco o vara se tallaba con sangre de palo mulato para poder sacarle los sonidos.

Instrumento relacionado con el mundo cosmogónico del campesino en estas tierras de encantos y de magia, cuya función era alejar el mal o al “amigo” de la fiesta para que no hubiera violencia, generada en muchas ocasiones por el apasionamiento de los músicos y cantadores.

De la década de los sesenta para atrás había muchos músicos en las comunidades y varios ejecutantes de ese instrumento, ya que la música cubría parte de las necesidades cívico-religiosas en los asentamientos nahuas y mestizos de nuestra región. 

Se tenía la idea que cuando moría una persona los ángeles lo recibían con música, por esta razón ellos lo despedían del mundo terrenal con música y cantos. Se tocaba durante el deceso, en la media velada, (siete días), durante el novenario en el levantamiento de la cruz, a los cuarenta días con el recogimiento de la sombra y en el cabo de año, en el despojo del luto.

También la música estaba presente en una velación de santos, en las bodas, en las entregas, o amenizando la fiesta de la comunidad, en cada una de ellas no podía faltar la presencia del violinero.

En cada comunidad había más de uno, así se pueden mencionar a Genaro Sixtega y Tranquilino Malaga en Tepancan, Rodolfo Cobix y Manuel Catemaxca en Texcaltitan, Ignacio Bustamante en Buenos Aires Texalpan, Pascual Mozo en San Isidro Texcaltitan, Santos Escribano en el Nopal, Rosendo Escribano y su hijo Carlos Escribano en Benito Juárez, Modesto Xolo en San Andrés, Santos Xolio en los Méridas, Sabino Toto en Xoteapan, entre otros, la presencia de ellos daba tranquilidad y estabilidad emocional en los músicos de un huapango.

El oficio de músico se trasmitía de padres a hijos y no era remunerado económicamente, pero se compensaba con la buena atención hacia ellos y sus acompañantes, la generosidad de la gente les procuraba alimentos (tamales, pan, tatabiguiyayo, pinole, etc.), para ese momento y para llevar a casa. En más de una ocasión eran compensados también con gallinas, huevos, maíz, frijol, queso, plátano, etc.

Al perderse las razones que hacia posible la presencia del violín, se fue perdiendo el gusto por su ejecución y su alejamiento de los huapangos.

Genaro Sixtega fue un violinero de la comunidad de Tepancan recordado por los ancianos del lugar, quien desde muy joven aprendió a tocar, según ellos el instrumento más fácil, tocaba un medio violín que emitía un sonido dulce de las cuerdas de tripa de su época, trascendiendo a distancia las notas de esos viejos sones de rancho.

Cuando un niño moría ahí estaba presente tocando piezas extrañas que solamente los músicos de antes sabían, lo hacía con respeto y seriedad. Se guardaba un silencio profundo y en las notas de los instrumentos parecía escucharse el llanto del niño con esos antiquísimos sones que solo ellos conocían y que casi no se cantaban. 

Solo era interrumpido el silencio espontáneamente por el ruidoso llanto de la madre que se extendía a otras mujeres, pero los músicos inmutables seguían con su cometido y se volvía a restablecer la quietud.

Don Genaro tocaba también la jarana y la guitarra de son, pero se inclinaba más por el violín porque le parecía más sencillo y le gustaba hacerlo hablar, además enseñar a los jóvenes que tenían interés por la música, Félix Cagal, con sus ochenta años encima continúa tocando, lo que su tío le enseño de niño, el es sobrino nieto de aquel legendario violinero.

Le gustaba limpieza en la ejecución y mantener el ritmo, por esta razón en los huapangos era animoso, guiando a los demás músicos, conservando el ritmo cuando algún bailador correteaba la música, no dejando que la descompusieran.

Hoy día la presencia del violín está casi desaparecida, solo se cuenta con un reducido número de ejecutantes todos ellos mayores de ochenta años que ya cansados por la edad y el trabajo no desean participar en los huapangos.

La esperanza es que el joven músico Joel Cruz Castellano, quien aprendió la ejecución de este instrumento con estos últimos maestros, no cese en su intento de transmitir el conocimiento aprendido entre los jóvenes y niños de Santiago y San Andrés Tuxtla, con la intención de recuperar la presencia del violín en los huapangos de la región.

 

Revista #11 en formato PDF (v.11.1.2):

 

Artículo suelto en formato PDF (v.11.1.2):

 

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Dos textos sobre Carlos Escribano Velasco

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Dos textos sobre
Carlos Escribano Velasco

 

1

Andrés Moreno Nájera

Vi tocar a Carlos Escribano por primera vez allá por 1978 ó 79, en el primer concurso de jaraneros que se realizó en Tlacotalpan, evento efectuado a un costado del parque, del lado de la iglesia de San Cristóbal. Uno de los requisitos de dicho evento era ir ataviado con el traje emblemático del jarocho, todo de blanco, paliacate al cuello, sombrero de cuatro pedradas y botines.

En ese tiempo se escuchaba mucho un programa de la XEU de Veracruz donde tocaban “Los Tigres de la Costa” de Delfino Guerrero Chípuli, y su estilo de ejecutar los sones influía en la gente del campo y la ciudad. Un ejemplo fue el grupo de “Los Tigritos” de los hermanos Gabriel, Rubén y Catalina Hernández Sosa impulsado por don José Luis Aguirre, “Biscola”, allá en Tlacotalpan, por lo tanto, cualquier músico fuera de este contexto en ese primer concurso de jaraneros quedaba descalificado.

Escribano subió aquel día al escenario con su abrigo atravesado al pecho, en el brazo un morral con varios requintitos y entre los sones ejecutados se escuchó una Morena petenera, pieza extraña para el público, por estar casi en el olvido. Lógico fue que su intervención quedo fuera del ánimo del jurado, más sin embargo el pueblo presente paso el sombrero juntando $160.00 pesos que le fueron entregados como premio.

A partir de esa fecha se fue consolidando mi amistad con Carlos y Domingo, quienes cada sábado venían a San Andrés trayendo sus instrumentos a ofrecer a los negocios de los hermanos Avendaño, que se localizaban en el mercado municipal, pero también se hacían presentes en el callejón Bernardo Peña, lugar al que llegaban la mayor parte de la gente de las comunidades y era entre la gente del campo donde vendía sus instrumentos.

El papa de Carlos se llamó Rosendo Escribano, campesino constructor de jaranas y violines, hombre muy estricto con sus hijos mayores, Domingo y Carlos, a los que no les quería enseñar a tocar. Contaba Escribano que el siendo muy niño le decía a su papa:

– Papa, enséñame a tocar la jarana.

Y su papa enojado le decía:

– Vete por ahí chamaco que esto es cosa de hombres, esto es malo.

Más sin embargo, cuando su papa se embriagaba, lo llamaba, lo sentaba y le empezaba a enseñar; fue así como aprendió.

Empezó a conocer Tlacotalpan desde muy niño, ya que su papa era hombre de fe, por eso asistía a las fiestas del Santuario en la peregrinación de los Chontal de Comoapan, a las fiestas del Carmen de Catemaco donde había que ir caminando y a las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.

En ese tiempo para llegar había que caminar hasta Alonso Lázaro y luego tomaban los botes que iban hasta Tlacotalpan, esto con el fin de visitar el santuario religioso y aprovechar para vender alguna jarana entre la gente de los ranchos que acudían a las fiestas. Se quedaban a dormir en los corredores de las casas, donde la gente generosa les permitía pasar la noche.

A la muerte de su papa el siguió asistiendo a las fiestas. Allá por finales de los años sesentas y setentas ya casi no había huapangos en Tlacotalpan, se le daba prioridad a los bailes de salón que se efectuaban en el mercado municipal, pero la gente de los ranchos seguía asistiendo a las festividades. Por la noche cuando apretaba el frió se concentraban a un costado del mercado por donde ponían el rodeo para los toros y ahí casi en penumbras amanecían tocando, bailando en el suelo y tomando té con té, ya a las cinco o seis de la mañana agarraban el camino de regreso a sus lugares de origen.

Los instrumentos que hacía, aunque rústicos, tenían sonoridad, pues aprendió a sacar el sonido de la madera al golpe del machete, para trastearlos o apuntarlos lo hacía con un cordel y los pegaba con sajcte, porque no le gustaba emplear harina hasta que apareció el resistol.

Además de construir instrumentos también tocaba la jarana, la guitarra de son, el violín y el punteador. Su hijo Santiago y su nieto Gaudencio siguen con esta tradición familiar.

 

2

Gilberto Gutiérrez Silva

La historia no es lo que fue,
sino lo que uno recuerda.
Gabriel García Márquez

Recuerdo a “Oreja Mocha” en el Encuentro de Jaraneros en Tlacotalpan, desde que éste se llevaba a cabo en la Plaza Doña Martha frente a la casa de uno de sus fundadores, el Arquitecto Humberto Aguirre Tinoco. De presencia fuerte, y siempre con algunos tragos dentro, resaltaba su cuasi turbante, debajo de su sombrero, que ciertamente ocultaba su oreja, ¿mocha? Creo que en Tlacotalpan nadie se la vio. No andaba solo, lo acompañaba su hermano Domingo—igualmente aficionado al alcohol— y la esposa de éste, encargada de guardar la sobriedad y al pendiente de ellos y su cargamento. A veces se le veía solo y a veces venía con Domingo y señora con los niños. Digamos que fue el primero en hacer ¿performance? en el escenario del Encuentro: subía solo y cantaba, a veces en alguna variante del náhuatl y a veces en castellano. Lo recuerdo arriba de escenario solo, de repente zapateaba y seguro que volvía locos a los ingenieros de sonido, con tanto movimiento y espontaneidad en su actuación.

Al parecer, no llegó, como tantos de nosotros, por la convocatoria del “Encuentro”, pero algunas veces se ubicaban, él o la familia, a vender sus instrumentos al pie de la yagua que se encuentra al lado de la torre que alberga el campanario de la iglesia El Santuario, donde La Virgen de Candelaria espera a sus fieles. Cierta vez me comentó, que ahí los vendía, por que ahí los vendía su padre, o algo así. Daba a entender que probablemente ahí vendría a vender, en otra época, su padre. Viví en Tlacotalpan entre 1966 y 1973. La fiesta era la de un pueblo tranquilo que quedó fuera de las nuevas rutas de desarrollo, y además: la ruta fluvial, que le dio riqueza a Tlacotalpan, fue cancelada y se desplomó la otrora boyante economía de La Perla del Papaloapan. A pesar todo, seguía siendo una fiesta regional, a donde por la vías acuáticas, seguían llegando la gente vaquera, campesina y comerciante. Mis ojos no recuerdan a vendedores de instrumentos jarochos. En ese tiempo un niño andaba por todos lados en la fiesta, que era pequeña, y por ello digo que si acaso es cierto lo que creo recordar, el padre de don Carlos Escribano Velasco (“Oreja Mocha”), en otra época importante del son en Tlacotalpan probablemente vendía instrumentos. Me comentó Andrés Moreno, quien lo conoció en su entorno, don Carlos y su padre, se arrimaban por el rumbo del mercado, donde vendían el te-con-te, y que en sus buenos tiempos ahí huapangueaban los rancheros. Entre las cosas que me intrigaban de él, era la perfección del tamaño de sus instrumentos. Cosa que me hace pensar que tenía plantillas que debió heredar de su padre. Todo indica que su padre fue su maestro, entonces fue herencia de un patrimonio familiar, y que seguro Don Carlos ya heredó a una siguiente generación, por que en la yagua de El Santuario, de La Candelaria, se siguen vendiendo instrumentos. Y gracias al Movimiento, al que él se integró de manera muy natural, esas plantillas se volvieron un patrimonio de la cultura jarocha. Sus instrumentos, con acabado rústico, son perfectos de trazo, las plantillas que usaba eran de tamaños bien definidos, que posibilitaban instrumentos de buena voz. Cierto día, volviendo de Minatitlán, a donde dejamos a don Arcadio con su familia, en una de las curvas que hay entre San Andrés Tuxtla y Santiago, en una tienda almacén, vimos a don Carlos. Paramos la carrera del Vocho y fuimos a verlo, para sorpresa de las demás personas que ahí se encontraban. Nos saludamos, y a pesar de estar bien entrado en tragos, nos reconoció. Tocó la guitarra y cantaba en verso libre, hablando y cantando, algo de las últimas idas a Tlacotalpan, algo con la Casa de la Cultura. Finalmente seguimos nuestro viaje, llevando la guitarra de son –de su manufactura– que tocaba y que desde entonces sonaba bien. Por ese tiempo, en los viajes, hacíamos base en Lerdo de Tejada, tierra de caña y son, con los ingenios San Pedro y San Francisco, y una historia de varias centurias. Ahí vivía don Quirino Montalvo Corro, mi maestro de laudería, aunque lo conocí primero como jaranero. Fue el primer jaranero y constructor de instrumentos jarochos (no se usaba el término “lauderos”) que conocimos. Le mostramos la guitarra recién comprada y se quedó con ella para meterle mano. Don Quirino era de esos carpinteros que hacía desde cajas desde muerto hasta casas de madera. Entre sus habilidades estaba la de hacer jaranas y guitarras de son. Dueño de una herramienta de muy buena calidad y completa, meticulosamente, como todo él, cada fierro tenía su lugar en un armario. Por regla, antes de iniciar a trabajar, asentaba el filo de la herramienta de uso frecuente. Encargarle un instrumento, era no saber si estaría a los tres meses o a los seis, o más del año. En ese tiempo no había demanda y hacía tres o cuatro instrumentos al año, además de reparaciones. Instrumentos austeros, de buen acabado, barnizados con goma laca y bastante bien apuntados, repartición que hacia con el sistema geométrico. Sus instrumentos, al igual que los de don Carlos Escribano, tampoco eran para el mercado del son jarocho que se ofrecía al mercado de turismo, centrado en las playas y en las grandes ciudades. Los instrumentos de los dos presentaban otra estética.

Cuando volvimos, meses después, don Quirino nos entregó la guitarra de son de don Carlos, transformada en la que llegó a ser la legendaria guitarra donde el Güero Vega desarrollaría su talento como guitarrero del Grupo Mono Blanco, con la cual él participó en todas las primeras grabaciones del grupo: una producción de Carlos Escribano y Quirino Montalvo. La traía consigo en las giras, pero un día expuso que volvería a su propia guitarra –hecha de nacaxtle por el mismo don Quirino– que era, no mala, pero si inferior, acústicamente hablando, a la susodicha guitarra. La razón que se logró entender era que no le gustaba tocar un instrumento que no era de él. Después de dos tres argumentos, Juan Pascoe cortó de tajo y dijo: “Ok la guitarra es tuya”. Desde ese día pasó a ser patrimonio de don Andrés (el Güero) Vega.

A diferencia de don Carlos, a don Quirino ya no lo alcanzó el auge de la demanda de instrumentos jarochos, pues murió en 1983. Seguro que otros músicos le metieron mano a los instrumentos de don Carlos Escribano: alguna vi uno que le cambiaron diapasón y clavijas y tenía un gran sonido. Pero existen muchos tal como él los acabó. Algunos con pegamentos “exóticos”, como el bulbo de orquídea llamado sacte o sajte.

Agrego un comentario que me hizo el maestro Andrés Moreno: a Carlos, de niño, su papá lo llevaba a La Candelaria en Tlacotalpan, caminaban desde San Andrés hasta Alonso Lázaro, hoy Dos Matas, y ahí se embarcaban en la lancha.

 

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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La jarana del chino

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


La jarana del chino * 

Relato campesino anónimo

En una ocasión, a un fandango celebrado en una de las comunidades de la región sanandrescana habían acudido varios músicos y cantadores. Muchos habían llegado temprano acompañando a los recién casados, pues era costumbre llevarlos con jaranas. En el patio había grandes mesas improvisadas y sobre ellas las mujeres ponían tacualones repletos de tatabiyiyayo y cubetas de pinole. Las tortillas calientitas las hacían otras mujeres, quienes tenían en el suelo tenamaste donde ponían el comal.

Al caer la tarde, los músicos se fueron acercando a la tarima que estaba bajo un manteado. Con el primer son, todos se apresuraron para estar en el entablado. Habían iniciado los músicos pero los cantadores no se atrevían a cantar. Los bailadores tampoco se animaban a subir a la tarima. El casero, que estaba observando, se subió a la tarima y le dijo a los presentes:

–Señores, esta noche es de diversión ¡A divertirse todos! Por el gusto de que a mi hija hoy se la lleva su marido. –¡Voy a dar una botella de jerez y una garrafa de aguardiente al mejor de los verseros. A la media noche la entrego para que la comparta con los músicos!

Se bajó de la tarima y volvió a escucharse “El Pájaro Cu”. Nadie se atrevía a contestar, había recelo entre los verseros. Las mujeres tampoco subían a bailar. De pronto un ancianito se subió a la tarima tratando de imitar groseramente a las mujeres al bailar. Enojadas, las mujeres se subieron a la tarima bajando al ancianito, dando de esta manera inicio al fandango. Todos los verseros recorrían sus memorias buscando versos. Las mujeres subían y bajaban de la tarima. El fandango se estaba animando bastante. Había un músico poco conocido por los presentes, de color moreno y pelo chino que hasta entonces había permanecido callado, que se acercó a los músicos. Templó bien su jarana y se puso a tocar. La música de su instrumento era buena, sobresalía de las demás jaranas. Dejó que los demás cantaran en un principio, luego se puso a cantar con fuerza. Su voz era clarita dándole forma a cada son que cantaba.

Los asistentes estaban atentos a los músicos y versadores. El negro de pelo chino, con mucho cuidado agarraba su instrumento y tocaba con delicadeza. El sonido de esa jarana era inconfundible. Daba una voz diferente a todas, confundiéndose con la del chino. Cantó versos de entrada, de relación, de argumentar y tantos otros que nunca se habían escuchado por el rumbo, con “El Zapateado”, que tenía cerca de dos horas de haber comenzado. Pero ni los músicos ni los cantadores se querían dar por vencidos.

Los asistentes estaban nerviosos porque algún perdedor podía comenzar con versos picones y saldrían entonces los machetes a relucir. Sin embargo el son siguió de frente. Se tocó tanto tiempo que muchos jaraneros tenían su jarana salpicada de sangre, por los dedos reventados. El chino cantó versos como nunca antes se habían cantado. Llegó un momento en que los demás cantadores se callaron para escucharlo cantar. Los músicos no querían dejar de tocar para que siguiera cantando.

Cuando por fin terminó el son, se dirigió en silencio hacia una mesita donde estaba el vino y la garrafa de aguardiente, los agarró y se alejó con el triunfo. Nadie sabía quién era ni de dónde había venido. Lo vieron alejarse callado sin pronunciar palabras.

Había caminado unas veinte varas cuando desapareció en medio de un remolino. Cuando se disipó el remolino, en el lugar quedó una botella de vino y una garrafa de aguardiente.

 

*  Presas del encanto. Crónicas de son y fandango, Programa Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, pp. 51-52, 2009.

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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Deborah Small: Retratos Tuxtecos II

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Deborah Small      

Retratos Tuxtecos II

 

Domingo Martínez, Santa Rosa Loma Larga.

Regresamos con Deborah Small y la serie fotográfica que acompaña a las crónicas tuxtecas Presas del encanto, un libro notable con más de 25 relatos de San Andrés Tuxtla, recopilados por Andrés Moreno Nájera.(1) Una primera selección de esta gran obra fotográfica, Retratos tuxtecos, se publicó hace dos años en esta misma sección de la revista.(2)

Ahora publicamos la segunda parte de Retratos tuxtecos, fotografías de otro conjunto de músicos campesinos, también inolvidables, de la región de Los Tuxtlas, así como retratos de músicos de Santa Rosa Loma Larga y llaneros como: Benito Mexicano, Salomón Martínez Cruz y Nazario Santos, muy cercanos y estimados en la región, integrantes de aquel grupo Alma Jarocha de Rodríguez Clara, Veracruz.

Si bien la obra fotográfica que acompaña a Presas del encanto está compuesta principalmente de retratos de músicos, la obra en su conjunto reúne también excelentes imágenes del entorno natural de la región de Los Tuxtlas, objetos cotidianos de la vida campesina, instrumentos musicales, así como múltiples escenas de fandangos. Algunos ejemplos de estas facetas de la obra fotográfica de Deborah Small han sido publicadas anteriormente en La Manta y La Raya.

La fotografía de Deborah Small cumple el objetivo fundamental de documentar y retrata, de manera sobresaliente, un mundo rural y campesino todavía antiguo –feliz e indocumentado, dijera García Márquez–, que está desapareciendo, como tantas otras cosas, rápidamente ante nuestros ojos.

LOS EDITORES

 

(1) Presas del encanto. Crónicas de son y fandango, Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, 2009.

(2) “Las perlas del cristal”, La Manta y La Raya #1, feb 2016.

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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Palma, zacate y bejuco

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Palma, zacate y bejuco:                              La techumbre vernácula en Sotavento.

Mario Cruz Terán
Carola Blasche
Agustín Estrada
Francisco García Ranz
Deborah Small
Sergio A. Vázquez Rodríguez
Mariana Yampolsky

Arquitectura vernácula campesina, casas que se han construido y reconstruido desde tiempos muy remotos, una línea continua que abarca milenios, una sabiduría local íntimamente relacionada con los materiales y recursos naturales de cada lugar, y que sigue siendo la mejor alternativa sustentable en el mundo rural. Nos referimos concretamente a casas campesinas que muchas veces ni se registran en los censos de población; viviendas que se consideran provisionales, 100% biodegradables, y a las que en nuestra cultura hemos llamamos simplemente chozas. Chozas de carrizo, de adobe enjarrado, de tablas de madera… . Casas con grandes techos inclinados, de gran pendiente, recubiertos de múltiples capas traslapadas de hojas de palma real o de racimos de zacate colorado peinado, atados al armazón del techo con bejuco. Un sistema de techo aparentemente simple, pero ingenioso, que sólo conoce la gente del campo.

La palma y el zacate cumplen un ciclo expuesto al abrasante sol, a los fuertes vientos y a las torrenciales lluvias. En el Sotavento es común renovar la cubierta de palma de una casa cada 10 ó 12 años, los techos de zacate son más resistentes, se cambian cada 15 ó 16 años. La palma y el zacate además de impermeables, son materiales vegetales muy térmicos: protegen mejor del frío, y son más frescos en los calores. Hoy en día esta forma constructiva vernácula se conserva entre grupos indígenas, de diferentes etnias asentadas, muchas de ellas, en las “zonas de refugio” de la región. La colectiva fotográfica aquí reunida, registra las casas de mazatecos y chinantecos al occidente de la cuenca del Papaloapan, de nahuas y mestizos de Los Tuxtlas, y de nahuas y popolucas de la cuenca del Coatzacoalcos, al sur de la región.

A través de la lente y las magníficas imágenes de los diferentes fotógrafos aquí reunidos, descubrimos, en todos los casos, casas cubiertas por techumbres a dos aguas, algunas veces de dimensiones imponentes, siempre generosas, en variedad de formas y proporciones, y, como es característico de la arquitectura vernácula indígena, con ausencia de ventanas; en todo caso pocas y pequeñas. Las casas más primitivas no son sino un techo. El techo es el elemento más importante y simbólico de una casa, sin duda juega un papel primordial en nuestras vidas. Una casa con techos a dos aguas es uno de los símbolos más poderoso de abrigo. Hay techos que cumplen mejor esa función, como propone Christopher Alexander: el techo o techumbre sólo abriga si contiene, abraza, cubre y rodea el proceso de la vida.

Esa cualidad la descubrimos en las imágenes que integran esta colectiva fotográfica: en todos los casos encontramos un sentimiento fundamental de cobijo. Casas de las que muchas veces, a cierta distancia, sólo vemos sus tejados de palma o zacate que parecen cubrir a sus habitantes como una gallina a sus polluelos, en perfecta armonía con el entorno, como parte central de conmovedoras imágenes del espíritu doméstico rural en sus formas más sencillas.

Los editores

 

Mariana Yampolsky

 

Mariana Yampolsky

 

Francisco García Ranz

 

Francisco García Ranz

 

Francisco García Ranz

 

Mario Cruz Terán

 

Mario Cruz Terán

 

Mario Cruz Terán

 

Mario Cruz Terán

 

Agustín Estrada

 

Carola Blasche

 

Carola Blasche

 

Francisco García Ranz

 

Sergio A Vázquez Rodríguez

 

Sergio A Vázquez Rodríguez

 

Sergio A Vázquez Rodríguez

 

Mariana Yampolsky

 

Sergio A Vázquez Rodríguez

 

Mariana Yampolsky

 


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Retratos tuxtecos

La Manta y La Raya # 1                                                                       febrero 2016


Deborah Small

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Juan Polito Baxin

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El relato visual de Deborah Small, apenas una pequeña selección de un trabajo mayor que esta fotógrafa preparó para acompañar el trabajo del músico y promotor Andrés Moreno Nájera que se daría a conocer en 2009 en forma de libro bajo el título Presas del encanto. Crónicas de son y fandango (Programa de Desarrrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA).

Presas del encanto es una recopilación de relatos que nos hablan de lo bueno de compartir la música, la tarima, la comida, es decir la vida en comunidad. Los instrumentos musicales son, en esta colección de cuentos, el punto de enfoque donde las virtudes de compartir la música dan la batalla contra la envidia, el egoísmo y el individualismo para ganarse a la comunidad y al individuo. Y es precisamente la música, el son y el fandango, el portal de entrada y salida a seres mitológicos a través de los cuales la comunidad conversa consigo misma.

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Andrés Moreno Nájera recibió de los propios músicos estas historias y las transcribió. Sus amigos de San Diego, California, Eduardo García Acosta y Deborah Small las tradujeron al inglés e hicieron el trabajo de diseño editorial. Se planeaba originalmente una publicación bilingüe con un disco con videos (DVD) que financiaría una universidad estadounidense y en donde se pudiera ver tocar a los músicos de las historias y conocer no sólo las vivencias, sino también el entorno y la forma de entender este arte comunitario. Este proyecto sin embargo no se pudo concretar por falta de financiamiento. El Programa de Desarrollo del Sotavento logró publicar el libro sólo en español y sin DVD.

El trabajo de Deborah Small nos pone frente a   personajes inolvidables de la región de Los Tuxtlas, músicos de primera línea que desde su quehacer campesino u ejerciendo otro oficio o profesión le dieron a esta región el renombre musical del cual hoy goza.

https://deborahsmall.wordpress.com

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Carlos Escribano Velasco
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Carlos Escribano Velasco
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Luisa Chibamba Seba
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Domingo Martínez López

PORTAFOLIO COMPLETO > La Manta y La Raya # 1 febrero 2016.


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