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El poder de una grabación

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El poder de una grabación

 

Daniel Sheehy

 

 

Las grabaciones musicales tienen el poder para conmovernos e, incluso, para   transformarnos. ¿En qué consiste ese poder y de dónde viene? Al igual que yo, muchos músicos recuerdan cómo un puñado de grabaciones provocó profundos cambios en sus vidas, lo que siempre me ha maravillado. Me pregunto cuál fue la causa: ¿qué hay en un track de un CD o en el surco de un LP que pueda tener un impacto duradero? Responder a esta pregunta es contar una historia tan personal como profesional y académica. Es una historia de búsqueda; del alegre hallazgo de un propósito en la vida y de su imprevisto significado gracias a la música. Esta búsqueda me ayudó a encontrar una directriz profesional en mi trabajo actual como director y curador del sello discográfico no lucrativo Folkways Recordings, que es una división del Instituto Smithsoniano, el museo nacional de Estados Unidos. 

Permítanme explicarme: una de las grabaciones que me transformaron fue el primer track del álbum Sones de Veracruz, el número seis de la serie de discos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) que ideó Arturo Warman y que, posteriormente, fue continuada por Irene Vázquez Valle. Fue en 1971, un par de años después de haber comenzado a estudiar y a ejecutar los sones jarochos al estilo de Lino Chávez y su conjunto Medellín. Se trataba de una excelente e interesante ejecución de El Fandanguito, atribuido al decano de los músicos jarochos, Arcadio Hidalgo, pero tocado y cantado por el joven músico y académico Antonio García de León. Las ejecuciones de los sones de Lino Chávez eran muy emocionantes, bien realizadas, con sonoros arreglos y muy ajustadas a los estándares requeridos en las grabaciones de los conjuntos durante aquella época: alrededor de tres minutos por canción.

 Chávez fijó los patrones para los conjuntos jarochos profesionales. Su música se tocaba en la radio, y la imagen del grupo —vestidos los integrantes con guayaberas, pantalones, zapatos.blancos y sombrero de palma— fue un producto tan comercial como la instrumentación, que incluía el arpa, el requinto jarocho, la jarana y la guitarra, al igual que la duración de las canciones, las cuales terminaban con un estilo cercano al jazz: con solos de arpa y requinto antes del último verso. Yo siempre fui un gran seguidor de la música de Lino Chávez y, en 1968, viajé al puerto de Veracruz para escuchar a los jarochos “verdaderos” tocar la versión original del son. 

Lo que nunca había escuchado era algo parecido a El Fandanguito. El tempo lento; la jarana tocando sutiles variaciones; el solo de voz de Antonio García de León, con su lastimoso estilo; la poderosa poesía colmada de pasión personal, que hablaba tanto de asuntos sociales como de amor profundo. Todo ello me sobrecogió con una fuerza que estaba más allá de las palabras. 

Parte de mi fascinación era estética y parte sociocultural. La grabación me provocaba un serie de preguntas: ¿era el sonido de este son jarocho tan diferente al de Lino Chávez? La ejecución no sonaba como si hubiera sido pesada para turistas o como puro entretenimiento para las fiestas, y duraba casi el doble de los tres minutos ya mencionados. ¿Por qué fue interpretada así? ¿Para qué? ¿Quién la tocaba, para qué ocasiones, y por qué sonaba tan vieja, tan clásica, tan directa en su forma de ver las cosas? ¿Qué conexión había entre Antonio García de León tocando El Fandanguito y la música de Lino Chávez? 

Voy a interrumpir a la mitad esta historia que, por cierto, todavía no acaba, porque esa grabación me permitió iniciar una búsqueda por encontrar el significado de la vida a través de la música. Pasé siete meses investigando en Veracruz, buscando las conexiones entre el son de los músicos profesionales del puerto —quienes se ganaban la vida tocando un repertorio de son jarocho que tiene una clara huella de los medios de comunicación y la industria disquera— y el que interpretaban los no profesionales, bajo las circunstancias sociales típicas de los ranchos y poblados de las regiones apartadas de Veracruz. 

Encontré las respuestas para la mayoría de mis preguntas, pero en ese proceso me di cuenta de que en esa búsqueda, provocada por El Fandanguito, habían surgido preguntas sobre mí mismo, ya que descubrir los valores y las prácticas de otra gente, inevitablemente, provoca la reflexión y la evaluación de uno mismo. Como etnomusicólogo entrenado, me siento a gusto con la noción de que la mera vibración de la música en el aire no tiene ningún significado inherente; sólo adquiere sentido si los hombres se lo dan o lo toman de la música misma.

Por lo general, la etnomusicología tiene la función de determinar cómo una comunidad valora, usa y crea la música que practica. El etnomusicólogo centra su mirada en la voz, las prácticas y las diligencias de la comunidad para descubrir significados. Así, se encuentra el significado musical en el contexto social y cultural y en la misma ejecución de la música. Pero, ¿dónde queda el significado personal para el etnomusicólogo? ¿Qué otro sentido constructivo puede tener la música más allá de aquel que está enraizado en los valores y las prácticas de la comunidad? ¿O se trata solamente de un fenómeno que debe estudiarse y entenderse tal y como ocurre al establecer su origen? Mi idea es que el proceso reflexivo para encontrar un sentido personal en la música, al intentar entender al otro, trae consigo una claridad mayor para la comprensión del tópico de estudio y fortalece el sentido académico. 

Con el fin de analizar mis propias actitudes, me di cuenta de que mi búsqueda para encontrar un significado en el son jarocho —llevado, entre otras cosas, por el poder afectivo que había percibido en El Fandanguito— fue también para que encontrara mis propios valores y diera significado a mi vida entera. Yo era el contexto que daba un significado personal a la música, y necesitaba entender mis propios valores y prácticas para poder comprender lo que significaba la música para mí. Haber estudiado y ejecutado el son jarocho de Lino Chávez (al igual que los tambores ashanti de África Occidental, el shakuhachi japonés, el setar persa y la música rusa de balalaica) me había colocado en la posición de poder cuestionar la jerarquía de mi propio entorno social, que favorecía la música europea, así como el estilo y las técnicas de la educación musical institucionalizada. El Fandanguito me había llevado a conocer otras personas, otras culturas, otros valores que me cuestionaban. 

En resumen, esa grabación tan bien ejecutada, con su excelencia musical y su sentido de otredad, provocó una serie de preguntas que me motivaron para descubrirme a mí mismo, junto con los aspectos sociales, culturales y musicales de la ejecución y sus orígenes personales. También me condujo a una carrera para vincular a las personas con su patrimonio, de forma que su propia música les fuera accesible, y para clarificar su manera de pensar al inducirlos con una música que suena diferente a la que están acostumbrados y que evoca valores de una cultura que es diferente a la suya. Así fue como el poder de las grabaciones me formó. Para mí, el poder se halla en la belleza que percibí en la música, al igual que en las preguntas que provocó. En verdad, para el académico, para el músico o para el hombre común, las preguntas intelectuales que tienen una relevancia personal, combinadas con la fuerza afectiva derivada del atractivo estético, pueden forjar uno de los más seductores y fructíferos caminos de la vida. Durante cerca de cuatro décadas de trabajo etnomusicológico, la experiencia solitaria vinculada a una grabación ha sido una de las más influyentes. 

Antes de terminar, quiero mencionar el efecto de algunas grabaciones en uno de los discos que coproduje para la serie del Smithsonian Folkways Recordings. Natividad Nati Cano es fundador y director del mariachi Los Camperos, una agrupación de Los Ángeles [California] que posiblemente sea una de las más relevantes entre los mariachis del mundo. El grupo toca ante miles de espectadores. Cano ve en el mariachi un medio para fortalecer el sentido de identidad entre los mexicanos —de gran importancia en un país multicultural como Estados Unidos—, y para recordarle a la gente sus amplios horizontes culturales, así como la riqueza y la diversidad de las creaciones tradicionales de México. Cuando él buscó un repertorio de Veracruz que contuviera un profundo sentido estético, que comunicara la identidad regional del jarocho y que a la vez fuera enérgico, creó una mezcla de sones jarochos para mariachi y abrió con El Fandanguito, seguido de Los Pollitos (también en el álbum del INAH) y El Toro Zacamandú. El resultado fue una impactante composición que se ha convertido en uno de los más poderosos números de su repertorio musical; fue una grabación nominada para un premio Grammy. Si no hubiera sido por la grabación de Antonio García de León para el INAH, eso jamás habría ocurrido. 

En mi propio trabajo, estas experiencias con El Fandanguito me han llevado a favorecer grabaciones que combinen una bien lograda técnica artística con un fuerte relato cultural. Por “relato” entiendo una música que, en su relación con el contexto, trae aunado un propósito social, una fuerte carga cultural de identidad o una atractiva historia que invita a los escuchas a explorarla de una manera más profunda y a aprender más acerca de ella y de la gente que la toca. Yo espero que ellos también, en ese proceso de descubrir la música y el sentido de los otros, se encuentren a sí mismos. 

Ay que me voy, 

Ay que me voy, 

Me voy prenda amada, 

Lucero hermoso 

De madrugada. 

Que me voy, 

Me voy prendecita, 

Lucero hermoso

De mañanita. 

 

Nota de los Editores

Daniel Sheehy es doctor en etnomusicología por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Su principal campo de investigación es la música regional de México, pero también ha realizado investigaciones en Centroamérica, el Caribe y Sudamérica. Es director del Smithsonian Folkways Recording. Asimismo es curador de Smithsonian Folkways Collections y director de Smithsonian Global Sound. Es co-curador del proyecto Nuestra música: Music in Latino Culture y fue co-editor del segundo volumen de The Garland Encyclopedia of World Music (1998), dedicado a Sudamérica, México, Centroamérica y el Caribe. Entre los años 1992 y 2000, fungió como director de la división de Tradiciones y Artes Folclóricas del National Edowment for the Arts. 

 

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El Negro Ojeda: fandango que no cesa

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El Negro Ojeda:                           fandango que no cesa

 

Raul Eduardo González

 

 

El 19 septiembre de 2009 Salvador el Negro Ojeda afrontó a su manera el llamado telúrico de la ciudad donde nació el 27 de enero de 1931, y para celebrar entonces nada menos que siete décadas como cantante se presentó en el Multiforo Ollin Kan de Tlalpan con un programa que hacía eco de la música antillana y de la trova latinoamericana al que tituló valientemente como “Monólogo… Va mi resto”, citando la canción de Silvio Rodríguez y aludiendo a la que puede ser la frase postrera de los jugadores de naipes; como él lo señaló en una entrevista a Tania Molina de La Jornada en los días cercanos al recital:

“Va mi resto es aventar todas las fichas, a ver si estoy blofeando… Al final del concierto, como vea la cara del público, sabré si habré ganado o no”.

Fruto de esa audición que congregó a multitud de personalidades y amantes de la música tradicional y popular de México es el disco del mismo título, en el que el cantor de 78 años a la sazón salía definitivamente airoso del lance: aquella tarde, acompañado por los músicos Rocío Gómez, César Machuca, Pepe de Santiago y Gonzalo Sánchez, puso de pie al auditorio en uno y muchos aplausos; en el disco, uno reconoce el corazón y el oficio de quien fuera poseedor de una voz inconfundible, de una vitalidad que el escenario simplemente potenciaba, de un oído sensible, puesto siempre al servicio de la armonía y el canto de voces e instrumentos.

La voz del Negro Ojeda conmovía y conmueve por su timbre dulce, que hace pensar en el viento manso de una tarde feliz, y que sin embargo posee la contenida tempestad del zapateado y el azote tenaz de la jarana:

Mocambo, Yanga y Mandinga

me hablan con el tambor. 

Así dicen los versos de David Haro que él interpretó tan a su manera. El aliento sonoro del Negro rezuma vida y pasión, con él aprendimos a escuchar zambas y boleros, sones montunos, canciones rancheras y de trovadores contemporáneos, sones jarochos… Poesía y tonadas que al materializarse en su voz hacían pensar a quien lo escuchaba que cantar era lo más natural del mundo, como pueden serlo el oleaje del mar, el vuelo de un pájaro, la sonrisa de un niño.

Y como cantar parecía muy fácil cuando el Negro lo hacía, y porque él siempre entendió la música como una irrenunciable forma de realizarse prodigando el don y el gusto a los demás, fue maestro de muchos músicos y cantantes a lo largo de algo así como medio siglo: ponderaba, ante todo, que la música fuera para quien la hiciera una necesidad vital y no tanto una obligación. En la conversación que sostuve con él en septiembre de 2009, me decía:

“no, nunca quise dedicarme a cantar; en mi juventud usaba la música para divertirme y, ¡bueno!, la necesitaba para vivir conmigo mismo y soportarme yo solito, porque tenía sembrada la cosa. La música me llamaba la atención demasiado. Entonces, siempre andaba yo buscando hacer música, con gente que estaba más o menos como yo”.

Así, fundó a principios de los años sesenta su hoy mítico café Chez Negro, un espacio abierto a la música tradicional la rumba, el son jarocho, la canción y el folclor latinoamericanos desde donde se fue delineando el gusto particular de un público de universitarios, profesionistas y amas de casa clasemedieros y urbanos muchos, como el propio Negro, de ascendencia provinciana, quienes ciertamente con un ánimo de resistencia cultural y con muchas ganas de cantar en su propia lengua retomaban los movimientos folcloristas que en Sudamérica y en Europa iban cobrando una gran importancia.

En el Chez Negro confluyeron músicos como el desaparecido René Villanueva, Pepe Ávila, Rubén Ortiz y Gerardo Tamez, quienes con el impulso de gente como Jas Reuter y Jorge Saldaña fundaron, bajo la dirección del Negro Ojeda, el grupo Los Folkloristas, que reunía y reúne hasta nuestros días gente que, como él, “sabía hacer música sin ser músicos, nada más lo hacíamos por diversión”, algo que el Negro buscó siempre a lo largo de su vida, como lo recordó en la conversación que sostuvo con Jesús Alejo Santiago para Radio Educación:

“lo que me interesaba era tocar, cobrara o no cobrara yo, por eso prefería tocar con gentes amateur, para que no anduvieran poniéndose moños de que ‘vamos a tocar sólo cuando nos paguen’; no, no, no, había que estar tocando todo el tiempo, y acá y acullá, y si no había dónde tocar, inventábamos a ver dónde”.

Hoy, luego de su partida, al escuchar su voz en discos, uno se pregunta adónde se ha marchado aquel hálito vibrante. Es un lugar común decir que ha quedado en el recuerdo, y que vive en cada uno de los que lo escuchamos y lo escucharemos; no cabe duda que hay mucho de verdad al pensar que vive en los corazones de quienes la estimamos entrañable. Antonio García de León ha dicho al respecto:

“te hemos puesto cerca de nosotros para que nos impregnes de futuro. Te vamos a embarcar, te vamos a largar a sotavento. Te pondremos en un barco de papel que desde el río de las mariposas te lleve hasta el mar, hasta el azul brillante del mar matutino. Te seguiremos por las dunas del Conejo y Chocotán hasta que te disperses en el mar profundo y desde allí veremos cómo te totalizas en el horizonte de las aguas y los rayos soberanos, mientras miles de aires, sones y tonadas retornen a tierra fertilizados por tu larga travesía”.        

Pienso además que aquella voz sigue vibrando, como vibra y late el eco de un fandango vital cuando uno ha decidido irse a dormir y los jaraneos, los cantos, el punteo del requinto y los taconeos siguen escuchándose en los oídos y siguen inundando todo el ser, como el licor que ha dejado en la boca un gusto que no sólo se resiste a desaparecer, sino que va acusando nuevos toques no percibidos en el paladeo ni en el trago. Como nuevas melodías que se van revelando en ese regusto del íntimo fandango de la duermevela, así la voz del Negro nos sigue cantando y vive porque alguna vez la escuchamos y aquí sigue y seguirá, para decirnos las cosas como nadie lo hizo.

Él mismo descubrió y fue víctima desde niño del hechizo del fandango y se apropió de su palpitación para toda la vida: a los cinco o seis años llegó a Tlacotalpan, donde conoció el ambiente del son jarocho tradicional: “me gustó tanto que en cuanto llegaba a Tlacotalpan me metía yo al fandango y de ahí no salía”.

En aquella ciudad aprendió a zapatear, en los fandangos que se hacían afuera de la cantina de Caballo Viejo, donde  “ponían un entarimado ahí enfrente; el fandango era por nada, simplemente por el gusto de estar oyendo trova y bailar, bailar; eso sí, el caso es que siempre estaba atascado, jueves y domingos estaba atascado”.

En aquellos bailes populares, el Negro fue conociendo el pulso de aquella música “de versos refocilantes”, como dijera su gran amigo, el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, con quien planearía en Tlacotalpan, ya por el año de 1978, la organización de un Concurso de Música jarocha durante las fiestas de la Virgen de la Candelaria, patrona de aquel pueblo singular donde el Negro, como Agustín Lara y como todo el que lo visita siente que nació con la luna de plata, trovador de veras; dejar aquel lugar es sentir la honda nostalgia de irse lejos de Veracruz.

De raíz jarocha, el Negro tuvo la doble fortuna de ser un tlacotalpeño nacido en la ciudad de México, pues rindió culto y sin duda ha dado fama a sus dos tierras: en la capital del país fundó el Chez Negro, dirigió distintas agrupaciones y formó a cantidad de cantores y músicos. Un buen día, cumpliendo el sueño del Músico-Poeta, volvió hasta aquellas playas lejanas, hasta el llano sotaventino para fundar el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan, para promover su difusión por Radio Educación, y para formar parte de la vida de aquella fiesta como un músico destacado, ciertamente, que sabía departir con viejos y jóvenes para hacer sonar su jarana y su voz en la patria sonora que fuera para él el son jarocho; decía:

“me gusta mucho El Toro Sacamandú, porque tiene una fuerza, un ímpetu cabrón; me gusta El Cascabel, me gusta El Pájaro Cu, El Pájaro Carpintero me encanta…, y muchos más”.

Y al escuchar el canto del Negro resuenan los contratiempos, las síncopas, lo atravesado de aquellos sones que tanto le gustaban y cuyas coplas cantaba con picardía; recordaba de los fandangos de su infancia y juventud que “ya cuando se metía alguien con calidad, que llamaba la atención de toda la gente, pues obviamente tú parabas la oreja también, para oír, cuando se formaba, por ejemplo un duelo de versadas. Empezaba a versar uno y empezaba a picar al adversario. Entonces era cuando se ponía más sabroso el fandango. Entonces la gente tenía que estar al pendiente de lo que oía. Había gente muy callada ahí porque había que guardar silencio para oír las ocurrencias de los que están improvisando y que muchas veces no improvisaban: hay gentes que saben tanto verso que lo hacen pasar por improvisación, pero también la gente se da cuenta de eso y entonces los desenmascara: Oye, cabrón, este verso es sabido… Ya después, ya no se oían ese tipo de duelos”.

De aquellas coplas escuchadas en fandangos y controversias, decía: “muchas me las aprendí, pues yo nunca fui improvisador, yo era repetidor, recopilador de versadas, y recopilé muchas versadas, y así como he aprendiendo unas se me iban olvidando otras”.

Entre las que grabó, recuerdo aquella de “El Buscapiés” en que se reconoce el carácter de jarocho desenfado que el Negro forjó en su propia imagen:

Soy el peje tiburón

que vivo en la mar salada,

el que me quiera pescar

ha de poner de carnada

una pierna de mujer,

que si no, no agarra nada.

Versos como estos los cantaba nada menos que el Negro, pues, como él mismo se lo confesó a Jesús Alejo:

“Bueno, el Negro Ojeda es un desmadre, es un desparpajado, un cuate que no le teme a nada, que se sube al escenario y se muestra y se encuera, como es; pero el otro personaje, que es el creador del Negro Ojeda, se llama Salvador Ojeda, es tímido, es vulnerable, es terriblemente… ¿qué dijéramos?, muy sentimental también”.

Y aquel hombre tímido se imponía a fuerza de amor por su oficio y sentía la necesidad profunda de volver al escenario, que era a un tiempo su enemigo íntimo y su medio natural, así como un bálsamo, un remanso en la vida, según se lo refiriera a Tania Molina en la entrevista citada.

Haciendo lo que siempre le gustó de corazón, cantar, el Negro fue un amante profundo de la música, como pocos los ha habido en México, 

“cuando amas a la música, amas a la música más que a las mujeres, más que a todo”.

Se lo confesó a Jesús Alejo; tuvo la generosidad de hacernos cómplices de su largo idilio, sin esperar por ello reconocimiento ni fortunas, y con esa honda verdad que llevaba dentro y que regalaba con su voz, nos dio y nos dará momentos gratos al escucharlo. En cada frase, en cada inflexión sutil de su timbre, renace la maravilla de sus vivencias tlacotalpeñas de la infancia, el embrujo que retoñaría luego en escenarios por muchos lugares del mundo, donde el Negro recuperó su íntimo decir y enfrentó con aparente desenfado y con profundo compromiso el reto de presentarse en público, para vivir y hacernos vivir, para amar y hacernos amar, para sufrir y gozar con él, en fin. Personalmente, le agradezco por ese fandango que floreció de su voz y que sigue resonando.

 

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Del agua, los versos y la poesía

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Sergio A. Vázquez Rdez, 2014.

Del agua, los versos y la poesía

Alvaro Alcántara López

Recuerdo haber escuchado, a inicios de los años noventa, una exaltada prédica de quienes integraban las nacientes agrupaciones profesionales de son jarocho, afirmando que los versos que se cantaban en los sones iban más allá del estereotipo de versos “picantes”, chuscos o groseros, que los conjuntos jarochos que tocaban en centros de recreación social, salones de baile, clubes nocturnos, cantinas o restaurantes habían empezado a fijar en el imaginario social de nuestro país desde mediados del siglo XX. La idea que se defendía entonces iba más allá: sostenía que la lírica que se cantaba en los distintos sones jarochos abrevaba en las mejores tradiciones poéticas del siglo de oro español, el barroco novohispano y el siglo XIX; por tanto, en el son jarocho residía una poesía popular de alto valor, que hacía aún más interesante cultural y estéticamente al son jarocho.

Aquel argumento no sólo era planteado por los distintos grupos de son jarocho “tradicional” –tal era la etiqueta que se empleaba en aquel entonces para diferenciarse del otro son jarocho que hacían los grupos que acompañaban a los ballets folklóricos– sino que fue apuntalado y documentado por una serie de artículos de investigación y divulgación, escritos en la década de los años noventa por Antonio García de León y Ricardo Pérez Montfort, autores a los que con el correr de los años se sumaron nombres como los de Alfredo Delgado Calderón, Ana Santos o Caterina Camastra, por citar sólo a algunos.

Algunos años más tarde, ya bien instalado en el correr del nuevo siglo y milenio, volví a toparme con esta idea en el magnífico relato de Juan Pascoe, titulado La Mona. Allí Pascoe comparte su experiencia de haber “redescubierto” al son jarocho, tras haber escuchado, a sugerencia de Adrián Nieto, el son de El Fandanguito, incluido en el ya clásico disco del INAH Sones de Veracruz.

Sabía del son jarocho lo que se escuchaba en el disco del Ballet Folklórico de México, o como música de anuncio en algunos anuncios radiofónicos, o como música de charola en un gran restaurante de Tlalpan. De las músicas regionales que comenzaba a identificar, ésta era la que menos me atraía. Se me hacía repetitiva, plagada de simpáticos chistes fáciles, autocomplaciente: no observaba en ella la gracia y la refinada poesía antigua de los sones jarochos, ni el vigor ni la sorpresa musical de los sones de Michoacán. Pero Adrián Nieto me dijo que para conocer el nuevo rumbo que podía tomar la nueva música mexicana escucháramos con atención el son El Fandanguito, incluido en el disco Sones de Veracruz y que nos fijáramos en el jaraneo y canto de Antonio García de León.

Tras haber escuchado aquella grabación la opinión de Juan Pascoe en torno al son jarocho cambió. Aquel disco se volvió, según sus propias palabras, “en una obsesión” y aunque las piezas eran, en general, las mismas que ya conocía y valoraba bastante poco, en aquel fonograma había reconocido una manera y actitud “completamente distintas” de interpretar los sones jarochos. “El Fandanguito” ejecutado por Antonio García de León, –anotó Pascoe– trascendía la literatura gauchesca, la de Jorge Luis Borges o la nueva trova latinoamericana, tradiciones éstas poético – musicales con la que se encontraba bastante familiarizado.

La idea del alto valor poético de la versada que se canta en el son jarocho no ha dejado de estar presente en los discursos pronunciados desde los distintos entornos sociales que hoy confluyen en el mundo jarocho, aún cuando en ocasiones me ha parecido que los ejemplos utilizados no siempre han sido los mejores.

En la puesta en valor de la dimensión poética de la lírica popular jarocha resulta imposible no evocar aquí la presencia del grupo Chuchumbé desde mediados de los años noventa, particularmente por el trabajo desarrollado en este aspecto por Patricio Hidalgo y Zenén Zeferino. La importancia creciente que adquirió el performance poético en las actuaciones de este grupo, contribuyó enormemente no sólo a visibilizar la fuerza poética de la versada, sino también a trazar un horizonte de creación poética a futuro que refrescara las temáticas, convicciones y sensibilidades de la música jarocha. Proceso, hay también que decirlo, en que agrupaciones como Monoblanco, Siquisirí, Tacoteno, Los Parientes de Playa Vicente (encabezados por los hermanos Ramírez) o Son de Madera venían haciendo fuertes contribuciones o aproximaciones dignas de tomarse en cuenta.

La aparición o reedición de recopilaciones de versada jarocha fue también un aliciente para este proceso de recuperación de la poesía. Imposible no mencionar al vuelo Sones y cantares jarochos de Humberto Aguirre Tinoco, La versada de Arcadio Hidalgo, Soy como peje en marea o El hilo de mis sentidos; dejando para otra ocasión el recuento de trabajos provenientes directamente del mundo académico. La proliferación, en la década de los años noventa, de grabaciones de grupos de son jarocho, tanto en casettes o disco compacto, ayudó a socializar muchos versos grabados en estudio por los grupos y que empezaron a repetirse canónicamente en los fandangos y tocados por aquí y por allá acompañando los sones en los cuales habían sido grabados. Los efectos didácticos en materia de versos, de discos como Al primer canto del Gallo y Sin tener que decir nada de Monoblanco, Antiguos sones jarochos de Zacamandú, Caramba niño de Chuchumbé o el disco homónimo (el primero de hecho) del grupo Son de Madera dejaron bien claro que era importante saber qué versos cantar y que los aprendices jaraneros debían ocupar un tiempo significativo de su aprendizaje a fortalecer el conocimiento de las estructuras poéticas y a conocer el espíritu y color de los versos que se podían cantar. Pero es justo decir que el afortunado encuentro de los integrantes del grupo Monoblanco con Arcadio Hidalgo había revelado a los entonces jóvenes de aquel grupo la fuerza y poderío de la palabra y la poesía rimada en la tradición jarocha. Este aprendizaje quedaría plasmado en el cuidado puesto en la versada que apareció en los discos del grupo y, a lo largo del tiempo, ha sido reforzado por los vínculos entre Monoblanco y el Taller Martín Pescador del afamado impresor antiguo Juan Pascoe, también miembro fundador del grupo.

La creciente popularización de un nuevo tipo de composición en el entorno del mundo jarocho, al que en otro lugar he denominado balada – son, ha contribuido a generar, de muchas maneras, una confusión mayúscula entre la condición o aspiración poética de la versada jarocha hasta convertirla en sinónimo de versos “de amor”, que en no pocas ocasiones rayan en los cursi.

Un repaso a los piezas musicales de nueva creación de grupos de son jarocho o cercanos al son jarocho que han gozado de mayor aceptación entre el público, durante los últimos 15 años (nos siempre sones; de hecho cada vez más bajo el formato de “canciones”) permiten reconocer que se tratan de 1) nuevas versiones de sones ya conocidos a las que se ha cambiado la rítmica; 2) estribillos contagiosos en ritmos binarios acompañados por versos de larga data y ya grabados (sextetas, quintillas o décimas); 3) Pese a los contextos sociales cambiantes del país, la predominancia de versos que aluden al entorno natural, la vida campirana, la flora y la fauna; 4) versos “patrimonialistas” que exaltan las bellezas de los lugares pero no las contradicciones socio económicas o violencia social de esos mismos espacios; 5) excepcionalmente, piezas de nueva creación que han empezado a experimentar con estructuras poéticas y de composición musical que vale la pena dar seguimiento.

¿Se encuentra la versada jarocha de reciente creación en una crisis de la que aun no es capaz de darse cuenta? ¿Cuáles son los temas, características y figuraciones de esta versada? ¿Está la versada jarocha de nueva creación cumpliendo con cierto compromiso histórico de narrar y recrear los escenarios sociales, sensibilidades, contradicciones o expectativas de la vida cotidiana del país y del mundo en general? ¿Qué ha sido de las pretensiones poéticas que hace algunas décadas llamaron la atención de unas y otros, al encontrar en la versada jarocha maneras “novedosamente antiguas” o “nostálgicamente refrescantes” de narrar la vida, de ficcionar la realidad?

Tengo la impresión que algunas de las respuestas o alternativas a estas inquietudes personalísimas (sic) pueden encontrarse en las propuestas de músicos y agrupaciones que no pertenecen en sentido estricto a la comunidad jaranera. Los esfuerzos de compositores como David Haro o Rafael Campos; de poetas/escritores como Samuel Aguilera, Fernando Guadarrama y Alfredo Delgado; o de agrupaciones como Los Aguas Aguas podrían ser motivo de estudio, análisis y reflexión, al respecto de la clase de letras que se han empezado a proponer para cantar en los sones o canciones (no siempre son versos con rima y métrica fijos). Incluyo también en este abanico de espejos creativos en los cuales observar(se) al trabajo poético de Patricio Hidalgo, pero pensando en aquellas composiciones que en los últimos años ha hecho para ser interpretados como boleros y congas y no tanto sones jarochos –aunque quizá esto se deba más a mi desconocimiento.

Lo cierto es que las observaciones o críticas que podrían hacerse al estado actual de la versada de reciente creación podrían extenderse a la parte musical. Los logros y éxitos del movimiento jaranero en general y de algunos grupos en particular quizá sólo han llevado a postergar una reflexión profunda sobre la calidad artística, estética y capacidad de comunicar emociones en lo que se está haciendo y lo que se quiere seguir haciendo desde la tradición jarocha. El hecho que tras cuarenta años y al menos tres generaciones de soneras y soneros jarochos los índices de escolaridad, las condiciones de vida o laborales dentro del mundo de la música no hayan cambiado demasiado en todo este tiempo tendrían que obligarnos a reflexionar con seriedad y profundidad a dónde estamos llevando a nuestra tradición. Aunque plantear lo anterior no me hace olvidar ni dejar de reconocer las decenas de proyectos sociales que en este momento se siguen desplegando por distintas geografías del mundo y que han abierto nuevas opciones y perspectivas de vida niños, jóvenes y adultos.

La fuerza, contemporaneidad e imágenes vitales que han ofrecido por tanto tiempo los versos que hemos heredados de las y los mayores siguen intactos: Los borrones que anuncian en las cartas las lágrimas derramadas ante la ausencia; la pena de un puente que añora al agua que transcurre; los desprecios que se han sufrido por ser “negro” el color de la piel; el abrazo que se pide a una chinita para ver si así se espanta al dolor de la muerte; o la libertad que se envidia a los pájaros advertidos que vuelan felices en el monte.

¿Cómo nos toca narrar este mundo actual? Este vivir de urgencias desenfrenadas, de conversaciones a distancia, de amores que duran lo que dos peces de hielo… de héroes que se han ido con la juventud. ¿Cómo narrarlo en versos? ¿Cómo resguardar la palabra y la memoria? ¿Cómo honrar la tierra, la familia o los amigos que lo han inventado a uno?

Hace varios años escuché unos versos que desde entonces, además de gustarme, constituyen la inspiración poética a la que se puede aspirar, incluso en estos tiempos:

Mariquita quita quita
quítame de padecer
que el agua que se derrama…
no se vuelve a recoger.

Y de cuando en cando me repito estos versos, admirando esa compleja sencillez con la que se puede representar la vida toda, evocarla, es decir inventarla en sus alegrías y tristezas.

 


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El Mono Negro

La Manta y La Raya # 1                                                                        febrero 2016


El Mono Negro

Arcadio - Tlaco 1982

A un poeta no me asemejo
porque no sé ortografía;
de ser poeta estoy lejos
pero guarden muchos días
estos versos que les dejo
de las ignorancias mías.

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Alfonso D’Aquino

Ser extraño a la vista. Arcadio Hidalgo resulta impactante desde el primer momento. Mientras hablaba, nadie podía dejar de atenderlo, de celebrar sus interminables historias, de reír con sus chistes, con sus cambiantes tonos de voz para imitar a los demás, o para imitar-se a sí mismo. Gesticulaba, movía los brazos, parecía sorprenderse de lo que estaba diciendo, pero aquello era ya incontenible; y el seguía y seguía. Hablaba con todo el cuerpo y con todo rostro; sus ojitos, penetrantes y burlones parecían anticiparse a lo que él iba a decir. Su voz, a un tiempo, golpeada, cascada y melodiosa, a veces se aflautaba, se aniñaba, se opacaba. Repetía frases, movimientos, inflexiones, que había visto o escuchado décadas atrás, como si conservara una especie de memoria corporal, de una auténtica memoria de bulto de todo lo visto y vivido. No sé si la suya era una gracia recuperada en la vejez o una gracia que nunca había perdido, pero esa curiosa mezcla de anciano y niño, de niño y mono, que se daba en su persona era en verdad asombrosa. Su figura resultaba al mismo tiempo simple y percusiva. Su voz, resonante, bajo los oscuros techos de la casona de Juan Pascoe en Mixcoac, donde el Grupo Mono Blanco se gestó. La finura de su oído, su rapidez, su alcance a la hora de recordar cómo se había tocado tal o cual son, hacían de Arcadio un ser por entero musical. Como si todo aquello –voces, gestos, sones– tan sólo saliera de la caja de resonancia de un fino y viejo instrumento. Apreciación a la que contribuía el color de su piel –no negro propiamente dicho, sino más bien caoba, canela–, que por un momento hacía pensar en un ser tallado en madera. Simple y extraño ser, entre mono y hombre, que la media luz del techo nos dejaba entrever:

Yo soy como mi jarana,
con el corazón de cedro,
por eso nunca me quiebro
y es mi pecho una campana…

A la figura percusiva unía Arcadio una extraordinaria agilidad mental, una atención vigilante y una flexibilidad de espíritu que hacían de él alguien notable. Si a ello añadimos la experiencia de noventa años de vida y una especial capacidad (o voluntad) de simulación, no resultaba extraño, visto a la distancia, cuán fácil-mente parecía amoldarse a las expectativas y caprichos de sus compañeros de grupo, pero cuán fácilmente también tocar –casi arañar– las cuerdas más sensibles de los otros. Y de un rápido salto, además, resultar él el agraviado. Su gracia no tenía fin. “Yo no digo mentiras”, decía y era cierto en alguien tan cambiante, tan volátil. Sin embargo, a despecho del aplomo escénico del que hacía gala, el viejito era un manojo de nervios y aprehensiones, que de pronto le cerraban la garganta a voluntad, “con arte y maña”, como dice Pascoe. Decía también que de noche “se ponía a pensar en todo.” No sabemos lo que eso cabalmente quisiera decir, pero podemos imaginarlo bajo las sábanas, junto a la tibia madera de su jarana, concentrando sus pensamientos y sus deseos en pulsar lo más suavemente posible para no despertar a los otros, las cuerdas de su instrumento, una y otra vez, hasta alcanzar la nota más sutil, el pensamiento más sublime y en ese instante caer a un rápido y profundo sueño:

¿Para qué quiero yo cama,
cortinas y pabellones,
si no me dejan dormir
varias imaginaciones?

Más allá del halo revolucionario que lo rodeaba y en el que curiosamente no se regodeaba, sino que sabía mantener vivo con enconada fuerza, y más allá también del carácter cuasimítico que ya para entonces tenía y de cierto lado caricaturesco del que no estuvo exento, sin embargo, en el constante trajinar de sus últimos años. Lo que entonces me parecía (y sigue pareciéndome) ejemplar de Arcadio Hidalgo era su natural sabiduría silvestre. Aplicada en todo momento, ya fuera para tocar la jarana, hacer agudas observaciones de la gente o salpicar su plática de anécdotas y consejos salaces, que hacían rabiar de risa al monerío. Era increíble a la hora de contar barbaridad y media. Sus ojillos brillaban en semipenumbra y él mismo parecía sorprendido de que éstos, negros y vivaces, una vez más se movieran por sí solos:

A una fuente corrientosa
temprano me fui a bañar;
al llegar a ese lugar
me supuse de varias cosas;
yo no te quise mirar
pero la vista es curiosa.

La particular sabiduría de Arcadio iba más allá de su voluntad, más allá de él mismo. Cierta vez que Juan lo reprendiera por tirar basura en algún sitio público, tras reconocer su falta de urbanidad, acotó: “Pero voy a aprender a andar entre la gente.” Y con su peculiar olfato encontraba lo que quería. En otra ocasión, cuenta Pascoe en La Mona, don Arcadio le entregó “dos cuadernos Scribe de coplas y décimas, escritos en su puño y letra, algunas cosas compuestas por él, otras nomás apuntadas. –A ver cuánto me sale para que me hagan un libro– dijo.” Es decir, que había más. Dos cuadernos de versos a partir de los cuales Juan Pascoe imprimió, bajo el sello del Taller Martín Pescador, la primera edición de La versada de Arcadio Hidalgo, en 1981. Cuatrocientos ejemplares impresos en papel Guarro color de rosa, con dos grabados antiguos y un epílogo de Antonio García de León; veinte ejemplares vendidos en la Ciudad de México. Hacia finales de 1985, a más de un año de la muerte de Arcadio, el Fondo de Cultura Económica la reeditó en su colección Cuadernos de la Gaceta, junto con algunas entrevistas y algunas otros textos sobre el viejo jaranero, en una edición realizada por Juan Pascoe y Gilberto Gutiérrez. Curiosamente en la portada de ese libro se reprodujo una décima de Arcadio, escrita por su puño, letra y accidentada ortografía, que por algún extraño designio editorial no está impresa dentro del libro. (así que la nueva edición tampoco la incluye.) Tampoco volvió a editarse el texto de García de León. Casi veinte años después se ha decidido volver a publicarlo. Sin duda traerá cambios y sorpresas, pero tengo la impresión de que fuera un libro que aún no acaba de tener una edición definitiva. Como decíamos, con Arcadio siempre hay algo más, y entonces el lector cae en cuenta de que sus versos no sólo son para los ojos, que hace falta la música que los acompañe. Quiero decir, que es tiempo también de que se decida editar o reeditar las grabaciones que se conserven de él.

¡Qué voluntad tan extraña
cuando ya no hay interés!
Esta vista no me engaña,
este mundo está al revés;
se me ha de quitar la maña
de hacer gente a quien no lo es.

Dice Juan Pascoe que para el público que asistía a los conciertos en los que Arcadio tocaba, el viejo jaranero “era el representante del México original de donde habían surgido todos los mitos… no era sólo un poeta campirano sino también la última reencarnación del Negrito Poeta.” También se acercaban a preguntarle si acaso él no era el mismísimo Mono Blanco. Arcadio gozaba de la leyenda que iba tejiéndose a su alrededor; más aún, contribuía a darle forma, actuaba su papel, con gran previsión se amoldaba a los hechos, aun cuando éstos lo desmintieran. Así su fama de poeta repentista, por ejemplo, puede ponerse en entredicho ante afirmaciones como ésta: “Después de la Revolución, por sufrimiento tan amargo que tuve, me vino al pensamiento componer versos. En la noche, cuando me iba a descansar, empezaba a darle vuelta a algunos pensamien-tos y así me quedaba dormido; y al despertar, pedía que me anota-ran algunas palabras de ese sueño, para después, en el campo, a la vez que le daba al azadón, recorrer con mi pensamiento hasta que completara el verso.” Su procedimiento está lejos de poder considerarse simplemente repentista, nos habla, por el contrario, de una versificación asumida como un trabajo mental continuo: versos pensandos a lo largo del día y de la noche, versos trabajados hasta alcanzar su forma, su diferencia. Hasta alcanzar el grado de refinamiento y consistencia de su versada. Sin soslayar, claro, aquellas ocasiones en que tanto el objeto inmediato de sus versos como la urgencia de sus contenidos coincidían en el tiempo y el espacio y, de repente, el viejo astuto tenía ya la copla adecuada para dedicársela a alguna mujer; su repentismo era sólo otra de sus habilidades:

Yo salí de Matamoros
y a este lugar llegué;
yo te guardé decoro
y cantando te diré
que tu dentadura de oro
qué bonita se te ve.

Recordemos aquello que dice Herder en una de sus cartas sobre las canciones de los pueblos antiguos: “ya sabe usted, que cuanto más primitivo, es decir, cuanto más activo sea un pueblo –que no otra cosa significa la palabra– tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas.” Por su parte Juan Pascoe afirma en su libro im-prescindible que “el fenómeno del son jarocho no es ajeno a la poesía.” Y cuenta cómo en su búsqueda etnomusical por distintas regiones del país, acaba descubriendo que, atendiendo a la letra el son jarocho era “superior a otros géneros: ahí se dialogaba, se decían las cosas, se cantaba poesía.” Había encontrado que en el son jarocho el lazo natural entre la palabra y la música no estaba roto todavía. En este sentido, Arcadio con su experiencia, su talento, su naturaleza doble, reunía en sí esa capacidad superior que le permi-tía no sólo transitar de un lado a otro, de la música a la poesía, sino vivir inmerso en su íntima unidad. Por eso es posible depurar su versada de todos aquellos valores ajenos a su propia naturaleza: desde los remanentes de cualquier tradición inventada (o impos-tada), las ideas preconcebidas sobre el qué y el cómo del son, o los elementos gastados por el uso, como pueden ser los temas mismos de alguna de sus coplas. (Ya las distintas versiones que se recogen de algunas de ellas nos hablan de variantes, de distanciamientos, tanto en sus propios versos como respecto a la tradición.) Lo que permanece tras ese fácil despojamiento, en toda su inmediatez y su pureza, es la expresión de un lenguaje sensitivo, vivo, natural, con un ritmo propio como sentimiento fundamental; que se traduce en motivos para cantar y que sólo a través de la música alcanza su propia forma. Y ésta, como afirma Cuesta en uno de sus ensayos sobre música, “no es un producto colectivo, un sedimento nacional; la forma es una creación personal.”

Mi gusto es, con la luna llena,
salir a cantar al campo.
A mí nadie me sofrena
y si en un lugar me planto
es para cantar sin pena.

Despojada de todo lo que pudiera interferir en su expresión, la voz profunda –seca y melodiosa– de Arcadio Hidalgo, llena de ritmo y dueña de su fuerza, modulaba de una manera natural –como puede serlo un grito de dolor o de alegría– aquello que Herder (una vez más) llamara “las exclamaciones primitivas del lenguaje natural”, a cuyo origen animal, la poesía sólo puede aspirar a aproximarse por imitación. La voz de Arcadio brotaba de las raíces mismas de un arte todavía inconsciente, sin significado alguno –ni expreso ni impuesto–, anónima en su portentosa naturalidad, terrible en su pureza. Bajo aquellos salientes techos de madera, que en la noche crujían como si estuvieran habitados no por insectos sino por fantasmas de insectos, en la semipenumbra en que se gestaba el mono, la voz de Arcadio resonaba (y sigue resonando en mi memoria) con toda su fuerza –ingenua y espontánea–, su rara cadencia y ese ritmo lento e inventivo que era su propio pulso. En aquella oscuridad, sólo sus ojos brillaban, saltones y humedecidos. De una viga del techo colgaba la colección de jaranas y liras de Juan Pascoe, que parecían estar como a la expectativa, las cuerdas tensas, a punto de sonar por sí solas. Más allá de lo que aquella voz decía, más allá incluso de que dijera o no dijera nada, esa voz se sentía, esa voz nos tocaba:

Pensando en mi suerte santa
de mi fortuna me quejo;
quisiera volverme planta
para no morir de viejo
porque la muerte me espanta.

También lo recuerdo silencioso, más bien, habría que decir, calladito, como a la espera; con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, sin recargarse en el respaldo de la silla que ocupaba. La Mona, entre sus piernas, en reposo también por un instante. Aun sus ojos parecían tranquilos, sólo el ápice de astucia que en ellos estaba siempre a punto de brotar delataban la vida que habitaba su figura sin pulir. Mono de madera con jarana, tallado de una misma pieza; el instrumento era apenas una simple extensión de un cuerpo. Sólo una de las manos del viejo, de dedos largos y negros, posada en la grácil y arquetípica figura de la jarana, no dejaba de moverse, acariciándola. Y uno no podía dejar de pensar que bajo la apariencia de aquel anciano de pelo blanquísimo un ser más oscuro aguardaba con fingida paciencia. Bajo la amarillenta luz del foco, aquella mano se irisaba de reflejos violáceos. Me hacía pensar en esas flores de color morado de las que su versada estaba llena. Y entonces, durante ese largo instante, de silencio sensible, capté su signo. Aquella tregua con el mono de adentro –entre el viejo eslabón intacto y el mono encontrado, es decir hallado y enfrentado– me revelaba otro Arcadio. No el revolucionario, ya lo dije, ni legendario, ni el literario –aquel “Don Arcadio” que inventaron los monos, pero del que él decía y en el libro de Pascoe está consignado: “Eso de don es solo en la capital” –; no, ni siquiera el jaranero ni el versador en medio de aquel silencio. Y él, que toda su vida había tocado la jarana para ejercer con su ritmo portentoso una fuerza mágica que alejaba los demonios y las enfermedades, que conjuraba el miedo y que, hacia el final de su vida, detenía incluso el momento de su muerte, ahora estaba sorpresivamente callado e inmóvil. En su extrema simplicidad campesina –simplemente vestido de blanco aunque no lo estuviera por completo–, Arcadio se mostraba por un instante como uno de los seres más misteriosos que yo hubiera visto. Sólo aquella mano oscura, como por sí sola seguía moviéndose sobre la mujercita de madera.

Fue entonces cuando empezó a escucharse –primero casi impercep-tible, pero luego con una intensidad creciente aunque no durara más que un instante– el rasgueo indistinto de una uña que arañaba y tamborileaba con impaciencia la caja y las cuerdas de La Mona. En los escrutadores ojitos del viejo había un último destello de ironía. Sé que uno de sus últimos deseos era construirse una torre arriba de un cerro pelado para subir por las tardes a tocar su jarana, ahora sí que a los cuatro “carriles del viento”. En realidad, al poco tiempo, murió de muerte vegetal. Se le gangrenó la pierna. Y, como cuenta Pascoe con hábil minucia, estando internado en el Hospital Civil, Arcadio le pidio a su mujer que le untara alcohol en la espalda, y al darse la vuelta para que ella lo hiciera, de pronto se murió. “Así de fácil”, concluye. Para mí toda la situación una vez más tiene algo simiesco. El acto de dar la espalda al morirse, con esa facilidad, nos advierte del pleno regreso de Arcadio a su mundo natural, primario, primitivo. Su gesto resulta así una muestra de astucia (y no sería la última), una nueva salida inesperada, una ocasión más para salirse con la suya y dar la espalda al mundo. Y así podemos verlo: oscuro y encorvado, alejándose, de regreso a su bosque encantado, bajando y subiendo de esa torre, que es su árbol y su faro, él mismo convertido en instrumento del viento.

Salí una tarde a pasear
por las calles de La Habana
y cuando me dio la gana
le tiré una piedra al mar.
La vi el espacio cruzar,
más tarde la vi caer,
vi una burbuja nacer,
ondas azules abrirse
y la piedra sumergirse
hasta desaparecer.

Publicado en Monogramas, Cuevas, D’aquino, [et al.]. 1ª ed. 2004, Taller Martín Pescador; 2ª ed., 2005, Universidad Veracruzana.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

mantarraya 2

Arcadio Hidalgo, El Buscapiés y el diablo

La Manta y La Raya # 1                                                                       febrero 2016


Arcadio Hidalgo, El Buscapiés y el diablo

“Cuando la gente quería protegerse del diablo
invocaba a San Miguelito, que era un santo que
le tiró un espadazo al diablo y le cortó la oreja.”
                                                                 Arcadio Hidalgo (1)

El diablo

Francisco García Ranz

 Artículo en formato PDF (v.1.1.5):

Tuve la oportunidad de convivir algunas tardes y noches con don Arcadio Hidalgo en la casa-taller del impresor Juan Pascoe, ubicada en Mixcoac en la ciudad de México. Recuerdo que los primeros encuentros con don Arcadio fueron en la sala de la casa grande, un poco en la penumbra (la iluminación en casa de Juan no era muy intensa), en donde además de platicar y tocar algunos sones, por lo general en compañía de Gilberto Gutiérrez o inclusive de Alfredo Gutiérrez o Lucas Hernández Bico, escuchábamos a don Arcadio que nos cautivaba con su voz, sus historias, su forma de expresarse,… en fin, don Arcadio; toda un personalidad notable, fuera de serie, de otro tiempo y de otro mundo. Fue en una de esas primeras veladas, a principios de 1981, que escuché a don Arcadio contar en persona la historia de “El Buscapiés y el diablo”. Esta historia (o cuento) que contaba don Arcadio, desconocida hasta entonces para “casi todos”, se comenzó a difundir a partir de la década de los años 80 y, me atrevo a decir, que llegó a ser muy conocida entre las huestes del incipiente movimiento jaranero.(2)

Así también el son jarocho El Buscapiés, uno de los sones de tarima caídos en desuso para finales de los años 70 (s. XX) se reincorpora       –en algunos lugares posiblemente nunca estuvo en desuso– en los años 80 al repertorio de sones de tarima como uno de los sones más fuertes y particulares del mismo.

UN SON PARA LLAMAR AL DIABLO
Sobre la historia de “El Buscapiés y el diablo” existen documentadas, tres diferentes versiones contadas por el mismo Arcadio Hidalgo. Las narraciones (o testimonios) se recogieron, la más reciente en 1983, un año antes de la muerte de don Arcadio, mientras que la versión de Radio Educación, cuatro años antes, corresponde con lo que podríamos llamar el descubrimiento de Arcadio Hidalgo.

En 1979 Radio Educación graba y trasmite una entrevista con don Arcadio Hidalgo y Antonio García de León, de poca más de una hora. El programa fue realizado por Felipe Oropeza y en éste don Arcadio ante los micrófonos de la radio cuenta la famosa historia. La entre-vista tuvo cierta difusión a través de las frecuencias de Radio Edu-cación y sus repetidoras y por muchos años, ésta se incluyó oca-sionalmente en la programación de esta radiodifusora.

Por otra parte, a partir de la publicación de la 2ª edición del libro La Mona en 1985, se difunden la serie de entrevistas realizadas por Guillermo Ramos Arizpe bajo el título Don Arcadio Hidalgo, el jaranero,(3) publicadas originalmente en 1982 pero muy poco conocidas; así como la nota periodística y breve entrevista de don Arcadio que recoge Alain Derbez en Saltabarranca, Veracruz, publicada en 1983 con el título El fandango en Veracruz.(4) En ambos documentos se reporta la historia de “El Buscapiés y el diablo”.

– VERSIÓN RADIO EDUCACIÓN, 1979. Programa radiofónico en vivo de 70 minutos de duración con Arcadio Hidalgo y Antonio García de León.(5) Después de interpretar el son de El Buscapiés, don Arcadio continúa diciendo ante los micrófonos:

“Le voy a decir una cosa ¿no?… yo nunca quise cantar El Buscapiés…
Porque en El Buscapiés –cantando precisamente por aquí por San Juan de Los Reyes, Saltabarranca, en los 5 de Mayo, que eran todavía rancherías de nosotros… pobres ¿no?–, estábamos en un huapango tocando El Zapateado (sic) cuando salió un hombre de repente bailando… pero bien ¿no?… y nos quedamos mirando y vamos a ver que le vimos los pies que eran pie de gallo!
Y empezaron: ¡que el diablo, y el diablo y el diablo!… y que el diablo salió corriendo y que se tira un pedo y nos dejó todito asustados de azufre… nos dejó borracho allí aquella peste de puro azufre… y por eso, ese son yo lo toco aquí pero no me gusta porque ese… luego, luego viene el diablo aquí… y se mete a estar zapateando también.”

Aquí don Arcadio (suponemos que por los nervios) se equivoca y menciona el son de El Zapateado en lugar de El Buscapiés.

– VERSIÓN G. RAMOS ARIZPE, 1982, 1985.
Del texto Don Arcadio Hidalgo, el jaranero, extraemos estos frag-mentos.

Un poco antes y como preludio a la historia, don Arcadio menciona a una tal Luisa Ortiz, a quién describe así:

“Había una mujer que se llamaba Luisa Ortiz, que cantaba bonito y nadie le ganaba para el verso a lo divino…”.

Más adelante comienza con el relato:

“También se tocaba un son llamado El Buscapiés, que no me gusta mucho porque es para llamar al diablo. Tendría unos quince años cuando fuimos a un huapanguito; todo el mundo estaba bailando cuando unas mujeres gritan: “¡Ay, Virgen Santísima! ¡Dios mío, el diablo!” Y es que había salido a bailar un hombre de una manera divina. Entonces a Luisa Ortiz se le vino a la cabeza cantar:

Ave María, Ave, Ave
de tan alta berangía,
Ave María, Dios te salve,
Dios te salve María.

Cuando dijo eso Luisa, el diablo se echó un pedo de puro azufre, dejó apestoso allí y se acabó la fiesta.”

– VERSIÓN A. DERBEZ, 1983, 1985.
De la nota periodística El fandango en Veracruz.

Cuenta don Arcadio:
Fue aquí en Saltabarranca, donde hace muchos años se hizo aquel fandango, en donde: “se apareció un catrín vestido muy decentemente y se puso a bailar como un verdadero chingonazo. Nadie de por acá lo conocía, pero bailaba así de bonito. Fue en el momento que tocábamos el son El Buscapiés; él estaba danzando con una señora y yo me fijé: tenía un pie de cristiano y una pata de gallo. Por eso bailaba tan bien el cabrón, ¡si era el diablo! Inmediatamente nos pusimos a echarle versos a lo divino para espantarlo y yo improvisé estas décimas:

Si acaso quieres saber
quién es aquí cantador,
sabrás que aunque soy el peor,
solo a ti me he de oponer
porque he llegado a saber
que de once cielos que ha habido,
ninguno los ha medido
por división a esta parte
y yo por no avergonzarte,
señores, me había dormido.”

Arcadio continúa riendo y recordando al demonio, “echando madres” ante los sagrados versos, y concluye:

“Dejó bien jediondo a azufre y salió volando; nosotros nos quedamos en el fandango; tampoco era cosa de acabarlo.”

VARIACIONES SOBRE UN TEMA CONOCIDO
Queda aquí una muestra de la gran flexibilidad con que don Arcadio manejaba esta historia. La concordancia o paralelismo de las diferentes versiones se pueden resumir así:

1. El diablo aparece, desde luego como alguien desconocido “… un catrín vestido muy decentemente”, en un huapango o huapan-guito; en dos de los relatos, justo cuando se estaba tocando el son del Buscapiés.
2. En las tres versiones el diablo baila muy bien “…había salido a bailar un hombre de una manera divina”, “un verdadero chingonazo”. De hecho esta cualidad es una prueba más que se trata del mismo diablo: “Por eso bailaba tan bien el cabrón, ¡si era el diablo!
3. En todos los casos se descubre su identidad cuando está bailando El Buscapiés; en dos de las narraciones por su pata o pie de gallo.
4. En todas las versiones, el diablo antes de desaparece –o salir volando– se echa un pedo maloliente de “puro azufre” y apestoso que logra, en dos de las versiones, acabar con la fiesta.
5. En las tres historias, don Arcadio estaba presente, esto es, fue testigo presencial del suceso.

En dos versiones, los versos a lo divino que alguien canta –Arcadio o Luisa Ortiz– son los que ahuyentan al diablo. En una de las historias, don Arcadio sitúa el evento “… por aquí por San Juan de Los Reyes, Saltabarranca, en los 5 de Mayo…”, en otra, precisamente en Saltabarranca, ésto es, en el mismo lugar donde se llevó a cabo la entrevista de Alain Derbez. En la versión de Ramos Arizpe, Arcadio Hidalgo dice tener 15 años de edad cuando presenció el incidente; esto ubicaría la historia en la primera década del siglo XX (en 1908; Arcadio nace, de acuerdo con sus biógrafos el 12 enero de 1893).

LA ADVERTENCIA  (O MORALEJA)
Con estas narraciones, Arcadio Hidalgo no solamente nos está compartiendo una anécdota, sino esta planteando un problema y también la forma de solucionarlo. De estos relatos se deriva, de manera implícita o explícita, que El Buscapiés, entre todos los sones de tarima de pareja, es el son que le gustó al diablo para zapatear en aquel fandango y también se pueda deducir que este es uno de los sones favoritos del diablo, sino es que su favorito. De ahí la idea de que cuando se toca El Buscapiés se está incitando al diablo para que aparezca (“yo nunca quise cantar El Buscapiés…”).

La advertencia es clara. El remedio para alejar al maligno está indi-cado en las dos variantes de la historia: cantar versos a lo divino; una costumbre en él, y desde luego la solución al problema: si se presenta el diablo, cantando versos a lo divino podemos ahuyentarlo.

Un aspecto tan interesante de la personalidad de Arcadio Hidalgo y que puede explicarnos muchas cosas, ha sido tratado por Juan Pascoe en su libro La Mona.(7)  Así dice Pascoe de don Arcadio:

“En ningún momento era aburrido escucharlo: era talentoso para relatar, para retratar a la gente, para hilar hechos, para rematar con exactitud, con chiste, con hilaridad: cuando repetía alguna historia, le agregaba cambios –o inventos– apropiados para el nuevo momento. Era un improvisador en el habla del mismo modo que lo era en el canto: cada vez que cantaba de nuevo cualquier son, por conocido que fuera, lo hacia de otra manera. Al parecer no tenía ningún patrón para las tonadas de El Balajú, El Siquisirí, La Tuza, sones que conocíamos “bien”, ni para otros que nunca habíamos escuchado: Los Juiles, Las Poblanas, El Camotal. Era, en fin, un artista, no un historiador: era confiable como “transmisor de la tradición” solamente hasta cierto grado. Pero el trasfondo era auténtico y no cabía duda que era divertido.”

Existen evidencias de que esta historia la contaba don Arcadio por lo menos desde los años 60. La única versión o versiones conocidas de esta historia son las que contaba Arcadio Hidalgo, y no conocimos, sino hasta poco tiempo, ninguna otra historia semejante. Era inevitable preguntarnos si acaso el mismo Arcadio había inventado esa historia o tal vez la había escuchado de algún vaquero de las zonas ganaderas, posiblemente más afromestizas, por los que éste se movía: Nopalapan, San Juan Evangelista, Saltabarranca, …

Sin embargo, una historia muy parecida es la que recoge Benito Cortés Pádua y publicada por la revista Son del Sur en 1996 con el título Jovina y el diablo.(8) En este caso se trata del testimonio de la Sra. Paulina Jáuregui Mor, de Chinameca, quién presenció el suceso al que se refiere. La información es puntual y trato aquí de resumir: el fandango donde se presentó el diablo se realizó en la salida de Chinameca y ocurrió en los años 50 del siglo pasado. En este testi-monio, el diablo, un desconocido, guapo, vestido elegantemente, llega en un caballo blanco. El hombre se apea del caballo, llega hasta donde los músicos estaban jaraneando y se va derecho a la tarima para subirse a bailar La Bamba, precisamente con Jovina (a quién se describe como una mera bailadora de huapango). Sobre el descono-cido no se menciona qué tan bien bailaba, sin embargo se descubre que al brincar durante el zapateado, las espuelas que llevaba pues-tas brillaban. Una vez que terminó de bailar con Jovina, el desconocido se acercó con Chico Güero (cuñado de la Sra. Paulina) y le pre-guntó qué le estaba dando de tomar a las bailadoras, a lo que Chico Güero respondió: –Vino y refrescos. El desconocido sacó una bolsa de dinero, pagó los refrescos y el vino y así como llegó, se fue.

En este caso el desconocido es identificado con el diablo después de que desaparece misteriosamente. No es sino hasta que una de las mujeres mayores, la Sra. Andrea, extrañada pregunta en voz alta a un grupo de mujeres ahí reunidas: –¿Qué no se fijaron en ese hombre? A lo que un chamaco de los que estaban escuchando responde: –Tenía una pata de gallo!

EL MOVIMIENTO JARANERO, EL BUSCAPIÉS Y EL DIABLO
Nos convertimos en transmisores de esta fascinante historia, la cual no podíamos ubicar realmente ni en el tiempo ni en la geografía sotaventina: ¿de un pasado lejano? ¿qué tan lejano? Simplemente queríamos creer en ella y la contamos –y cantamos versos a lo divino– cada vez que tocábamos El Buscapiés. Muchas más coplas (ad hoc) se han compuesto desde entonces.

Una versión reciente y ampliada de la historia es la que escribió José Ángel Gutiérrez Vázquez titulada “El Buscapiés”; quién ubica la historia en El Ventorrillo, un pueblo cercano a Tres Zapotes e incluye a personajes y músicos locales que vivieron en la primera mitad del siglo XX en esa zona.

Otra gran historias es la de “La vaca ligera y la mujer sin piel”, a la que hace referencia don Arcadio Hidalgo en El Toro Zacamandú grabado en San Juan Evangelista por Arturo Warman en 1969.(9) Estas historias, junto con las creencias en chaneques y otros seres sobrenaturales formaron y nutrieron nuestro imaginario; nos conectaron con ese mundo mágico, misterioso, inclusive peligroso, en los que han estado inscritos los fandangos y los sones jarochos.

CON RESPECTO A EL BUSCAPIÉS
Se trata de un son de pareja sin estribillo con un patrón rítmico-armónico compuesto por 4 compases de 6/8 (–3/4) y secuencia armónica I-IV-V7 (primera, tercera, segunda). En la región del Sota-vento, se pueden diferenciar dos formas o maneras de interpretarse este son: atravesada y cuadrada.(10)  La primera es más común en los ámbitos rurales (principalmente de las regiones de Tlacotalpan, Cosamaloapan, Hueyapan de Ocampo,…) mientras que la forma cuadrada se ha identificado con mayor frecuencia en poblados como Alvarado, Santiago Tuxtla e inclusive en otros del Sur de Veracruz.

Dentro del repertorio tradicional, El Buscapiés (atravesado) junto con El Toro Zacamandú, poseen características rítmico-armónicas singulares, que no comparten con el resto del repertorio. Formas musicales más complejas y asociadas, hoy en día por algunos etnomusicólogos con elementos musicales de raíz afromestiza.

Antonio García de León, en su libro Fandango,(11) nos dice:

“El Buscapiés, sigue teniendo múltiples vinculaciones con la magia amorosa, con el diablo en su forma colonial e, incluso, con algunos personajes de los mitos indígenas y mestizos del litoral, como los rayos, los hombres y mujeres que se transforman en meteoros y centellas, las águilas del norte.”

Muchas de estas creencias han estado claramente asentadas en el Sur de Veracruz. Don Arcadio cantaba varias coplas que hablaban de relámpagos cuando interpretaba El Buscapiés:

Soy relámpago del norte
que alumbra por los potrero.
Como a ti no se te acorte,
yo soy aquel que te quiero,
y cargo mi pasaporte
dado por el juez primero.

José Aguirre Vera (Bizcola) del conjunto Tlacotalpan, cantaba esta copla en El Buscapiés:(12)

Negrita no te me acortes
Y oye bien lo que te digo;
que como tu bien te portes,
y si te vienes conmigo:
ni las águilas del norte
van a poder dar contigo.

En este caso la copla, ha sido modificada con respecto a la copla: …/ y las águilas del norte / van a gobernar contigo./, citada por García de León en su libro Fandango.

Por otra parte, en otras regiones de la Cuenca baja del Papaloapan, por ejemplo de Tlacotalpan o de Cosamaloapan, El Buscapiés no está directamente asociado con el diablo y los temas de su versada (en forma de cuartetas, sextetas o inclusive décimas) gira alrededor de temas campiranos, amorosos o inclusive picarescos.

UNA ANÉCDOTA CORRELATIVA
Hace algunos años en un lugar del estado de Morelos, de cuyo nom-bre no quiero acordar, escuchaba a un tallerista impartir una clase de son jarocho. En algún momento de la clase dijo éste: “Ahora vamos a tocar El Buscapiés que es un son para ahuyentar al diablo.” (sic). Intervine y trate de aclararle que la creencia era que El Buscapiés atraía al diablo, no lo ahuyentaba, y que debían cantarse, en todo caso, versos a lo divino para mantenerlo alejado. Le dije que esa historia la contaba Arcadio Hidalgo. Para darle mayor contundencia a mi intervención, añadí que esa historia la había oído de boca del mismísimo Arcadio. Desde luego aquello no fue un argumento de peso para el joven tallerista, quien ignoró por completo mis comentarios y prosiguió su cátedra diciendo que la creencia –a la manera que éste la contaba– estaba muy extendida en el Sur de Veracruz. Después empezó a hablar de la iglesia católica, responsable de que creyéramos en el diablo ya que los indios y los negros no creían originalmente en ningún diablo, para así proseguir hablando de Florentino y el diablo, una leyenda del folclor venezolano y no recuerdo qué tantas cosas más.

Me quedé con la sospecha de que ese o esa joven tallerista no tenía muy bien ubicado a Arcadio Hidalgo… ni tampoco, la más remota idea de las historias que el viejo contaba.

NOTAS y REFERENCIAS                                                                                                                        (1) Ramos Arizpe, G. (1985, 1982). “Don Arcadio Hidalgo”, el jaranero, en La versada de Arcadio Hidalgo, pp. 89-121, 2ª ed. aumentada, FCE, México, 1985. Apareció por 1ª vez en 1982 en el Boletín del Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, Jiquilpan, Michoacán.                                (2) Fue sin embargo, a través de los círculos arcadianos que la historia se difundió rápidamente entre los músicos, principalmente urbanos, intelectuales, etc.
(3) Ramos Arizpe, G. (1985, 1982), op. cit.
(4) Nota aparecida en el periódico unomásuno, el 19 de junio de 1983; esta misma nota está incluida en La versada de Arcadio Hidalgo, 2ª ed. (pp. 143-145), op. cit.
(5) El programa radiofónico se puede escuchar en la Fonoteca Nacional (Coyoacán, Ciudad de México) o directamente por internet http://www.lamantaylaraya.org/?p=375 .
(6) Una texto excelente que retrata profundamente las múltiples facetas de la personalidad de Arcadio Hidalgo es “El Mono Negro” de Alfonso D’Aquino, incluido en Monogramas, 2ªed. 2004, Universidad Veracruzana.
(7) Revista Son del Sur, No. 7, 1998, p. 42. (http://www.loscojolites.com/revista-son-del-sur/)
(8) La historia se puede consultar en: http://www.culturatradicional.org/guatime/cuentos1.htm .
(9) Sones de Veracruz, 1969. Serie Testimonios Musicales, No. 6, Fonoteca INAH, 1ª ed., grab. Arturo Warman.
(10) Si el patrón de este son está compuesto por 24 negras (= 4 compases x 6 negras), entonces las secuencias armónicas correspondientes se pueden establecer como:
                                I(12) – IV(6) – V7(6)    “cuadrada”
                                I(12) – IV(8) – V7(4)    “atravesada”                                                         El número de negras correspondiente a cada acorde se indica entre paréntesis. En la forma “atravesada”, el acorde de tercera (IV) a partir del 3º compás se alarga hasta la segunda negra del 4º compás. A pesar de que algunas de las líneas melódicas utilizadas para interpretar el son, marcan un paso por la dominante auxiliar: I –(I7)–IVV7, el acompañamiento de jarana tradicional, en los ámbitos rurales, no utiliza dicho acorde.
(11) García de León, A., 2006. Fandango, El ritual del mundo jarocho a través de los siglos. Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, IVEC. pp. 26.
(12) Música Veracruzana, Conjunto Tlacotalpan, 1980. Disco L.P. de la colección Voz Viva de México, Serie Folclor, UNAM.

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El Fandango y sus cultivadores

La Manta y La Raya # 1                                                                 febrero 2016


El fandango y sus  cultivadores (1)

Con alegría fandanguera
desparramando sus dones
aparecerán los sones
que son de gente llanera
del campo y del pescador…
Se escuchará lo mejor
lo bueno y lo regular,
sones de tierra y de mar
del paisaje y de animales
de damas y de hombres cabales   que son… los que saben sonar.                                                                RPM 1994

Ricardo Pérez Montfort

INTRODUCCIÓN

Los ensayos y testimonios reunidos en este libro responden a un interés que me ha acompañado por más de cuarenta años. Escuchar y disfrutar primero, luego interpretar y esbozar algunos versos, y finalmente estudiar e investigar al son jarocho y a su fiesta, han sido actividades que he llevado a cabo con particular afecto a lo largo de la mayor parte de mi vida. Mis primeras experiencias asistiendo a fandangos se remontan a la década de los años sesenta del siglo XX, cuando con mis hermanos y mis padres visitamos el sur del Estado de Veracruz. En Minatitlán, una noche en el patio de la casa de los Domínguez Piquet y con el complejo industrial petrolero iluminando al fondo el horizonte, tuve la primera y tal vez la más inolvidable revelación de aquel festejo y de su ritual. Recuerdo a la señoras bailando sobre una tarima, al son de los jarabes y los sones interpretados por músicos campesinos, especialmente invitados para la ocasión por don Rodolfo y doña María. Tal vez uno de ellos era nada menos que Arcadio Hidalgo, al que Juanito Domínguez conocía por sus trabajos con los habitantes desheredados de los suburbios minatitlecos. De aquella experiencia guardo una especial memoria, como si fuera un descubrimiento iniciático.

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Ya adolescente seguí los veneros del son jarocho a través de varias vertientes. Me entusiasmaba escuchar los discos del Conjunto Medellín de Lino Chávez y los de Andrés Huesca y sus Costeños, producido para el sello CAMDEN de la compañía RCA Víctor. Y sobre todo recuerdo un LP, llamado con cierta ironía extranjerizante ¡Mexico Alta Fidelidad! An adventure in High Fidelity Sound impreso en 1957 que contenía algunas piezas jarochas del grupo de Lino Chávez, grabadas por el folclorista José Raul Hellmer. Aquellos acetatos los he atesorado desde entonces y forman parte de una colección bastante extensa sobre sones y conjuntos jarochos, que guardo celosamente en mi fonoteca personal. Aquellos álbumes sirvieron para que, ya con ciertos conocimientos muy elementales de música, me dispusiera a “sacar” y a interpretar con mi guitarra, los sones de La Morena o La Bamba y ese son valseado medio picarón y divertido de La Bruja.

Como miembro de un conjunto de jóvenes que tocaba música latinoamericana, ya en los años setenta y principios de los ochenta, conseguí mi primera jarana. Se la compré a un carpintero convertido a evangelista en Jáltipan, que me dijo: –Ya no toco…porque ya no bebo–. Pasando el tiempo también adquirí una jarana construida por Darío Yepes, un viejito jarocho que vivía en la Ciudad de México y al que fuimos a visitar en una vecindad miserable de la colonia Doctores. Poco después me interesó el arpa, y en un desplante de suerte llegó a mis manos uno de los pocos instrumentos que Andrés Alfonso Vergara todavía fabricara él mismo, ahuecando un tronco de cedro. Yo aún no conocía a Andrés y, si mal no recuerdo, fue José Aguirre Vera, el gran “Biscola”, quien me vendió aquella encordadura enarcada y elegante, con filos de concha nácar y una barra torneada que se elevaba desde la tapa de la larga y ancha caja de resonancia hasta la curva de madera superior con sus 35 clavijas, formando el triángulo clásico del arpa jarocha.

Con aquel grupo de jóvenes solíamos tocar en peñas, manifestaciones, audiciones, conciertos y reuniones de amigos. En nuestro repertorio teníamos varios sones y zapateados jarochos, desde el muy comercial Tilingo Lingo hasta el son de a montón El Cascabel. Incluso, pasando el tiempo y evidenciando nuestro compromiso político, me aventuré a escribir, con Enrique “El Guajiro” López, unas décimas dedicadas al Campamento 2 de octubre, que se pueden escuchar en una grabación que quizás todavía circule por ahí de aquel nuestro conjunto llamado La Peña Móvil.

Mientras esto sucedía, yo ya había entrado a la Escuela Nacional de Antropología y mi activismo político, un tanto abierto y otro tanto clandestino, me empezó a ocupar a la par de las tareas del grupo musical. Sin embargo, aún así tuve la oportunidad de trabajar primero en Radio Universidad y poco después en Radio Educación. En ambas radiodifusoras escribí y produje diversos programas sobre música latinoamericana y mexicana a lo largo de poco más de doce años. En múltiples ocasiones me ocupé del son jarocho y de los fandangos, reproduciendo los ejemplos que conseguía en discos y en libros especializados. Y fue principalmente Radio Educación la institución que me permitió una acercamiento más intenso con el mundo de la música y la fiesta de la Cuenca del Papaloapan.

A finales de los años setenta Graciela Ramírez y Felipe Oropeza me invitaron a formar parte del equipo que organizaba el Encuentro de Jaraneros durante las fiestas de La Candelaria en Tlacotalpan. Con ellos asistí regularmente a dichos festejos durante un lapso de por lo menos diez años seguidos. Sobre esas experiencias escribí una primera crónica que apareció en 1992 en el Fondo de Cultura Económica bajo el título Tlacotalpan, la Virgen de La Candelaria y los sones. De aquellos encuentros también pueden dar testimonio la infinidad de programas de radio, que Graciela, Felipe y un servidor produjimos para Radio Educación con los materiales grabados y transmitidos durante ese tiempo. Con una selección de aquellas mismas grabaciones y el patrocinio del Instituto de Pensiones del Estado de Veracruz realizamos una colección de discos consistente en cinco volúmenes llamados simplemente Encuentro de Jaraneros, Vols. 1-5. Tiempo después el Instituto Veracruzano de Cultura y Discos Pentagrama retomaron esta edición produciendo una nueva camada de aquellos inciales LP’s.

En cada visita a Tlacotalpan aprovechábamos para hacer entrevistas, conseguir bibliografía, buscar nuevos datos sobre soneros, decimistas y bailadoras, pero sobre todo para tratar de documentar la historia y los vaivenes del fandango. Quien invariablemente se mostró amable y dadivoso al ofrecernos sin cortapisas sus saberes tlacotalpeños fue Humberto Aguirre Tinoco. A él se debió que mis primeros acercamientos a las crónicas de las fiestas jarochas tuvieran cierto aire de veracidad evocativa. Invariablemente admiré y reconocí la obra de Humberto como punto de partida para el estudio de las expresiones culturales jarochas que emprendí desde aquellos primeros años ochenta. Lamenté hondamente el fallecimiento de Humberto en 2011.

Durante esos avatares iniciales también conocí a Antonio García de León, quien con frecuencia compartía su enorme sabiduría sonera, sus profundos conocimientos históricos y su singular talento para versear y tocar la jarana. En gran medida, quienes hemos realizado algunos estudios sobre el son y el fandango le debemos mucho a su labor pionera y generosa. Además de amigo y maestro, Toño ha sabido mantenerse cerca y lejos, apoyando y cuidando, dando consejos y enseñanzas a todo aquel que ha querido acercarse a este universo musical, literario y festivo. En mi caso particular, le estoy doblemente agradecido, porque él y su compañera Liza Rumazo, han sido especialmente generosos conmigo.

Además de Graciela, Felipe, Humberto y Antonio, varios amigos y colegas también contribuyeron a que mis intereses por el son jarocho y el fandango poco a poco se orientaran a favor de una combinación entre la pesquisas académicas y las andanzas del disfrute pleno. Entre ellos debo mencionar a quienes más les debo: Armando Herrera, Bernardo García Díaz, Horacio Guadarrama, Francisco García Ranz, Leopoldo Novoa, Juanita Santos, Agustín Estrada, Jessica Gottfried, Arturo Chamorro, Álvaro Ochoa y Álvaro Alcántara. Con todos he compartido intereses y gustos, por lo que me atrevo a mencionarlos como aparceros y acompañantes en muchas de mis indagaciones sobre el son y los fandangos.

Así, al involucrarme afectivamente con el son y el fandango del Sur de Veracruz, al mismo tiempo emprendí el examen detallado sobre su historia y su desenvolvimiento desde una perspectiva que incorporaba la visión antropológica y el análisis cultural. Me preocuparon no sólo las expresiones y las costumbres, así como su pasado y su desarrollo contemporáneo en la región del Papaloapan, sino que paulatinamente intenté explicar su vínculo con otras fiesta del Caribe, sus significados ocultos y su trascendencia como movimiento social en busca de una recuperación, una revaloración y una reinvención de sus tradiciones, sus logros y su promisorio porvenir.

En este proceso conocí a muchos músicos a los que admiro y reconozco por múltiples razones, pero principalmente porque formaron parte de aquellos inicios de lo que hoy se llama con cierta ambigüedad “el movimiento jaranero”. Sin querer discutir la pertinencia de cómo llamarlo, este afán colectivo por reivindicar la música campesina y popular del Sur de Veracruz y la celebración de sus fandangos con sus múltiples derivaciones, me permitió conocer a una gran cantidad de jaraneros y músicos de son jarocho, a muchos versadores y a una buena cantidad de bailadoras y bailadores. La lista es muy larga pero no puedo dejar de mencionar a algunos como a Gilberto Gutiérrez y a Juan Pascoe, a Ramón Gutiérrez y a Patricio Hidalgo, a Zenen Zeferino y a Octavio Vega, a Marta Vega y a Rubí Oseguera, a Anastasio Utrera y a su hermano Camerino, a su padre don Esteban Utrera, a Darmacio Cobos y a Doña Juana de El Hato, a Tereso Vega y a Liche Oseguera, a Juan Meléndez y a Benito y a Noé González, a Adriana Cao Romero, a Francisco Ramírez López “Chicolin” y a su hermano Luis “Chito” de Playa Vicente.

En Tlacotalpan conocí a veteranos como don Julián Cruz y don Porfirio Martínez, a Evaristo Silva y a Cirilo Promotor, a doña Elena y a doña Chefina. También ahí conocí a Rutilo Parroquín y a Andrés Alfonso. A los versadores Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz –tío Costilla–, Ángel Rodríguez y Aurelio Morales. Y tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones a Guillermo Cházaro Lagos, Tio Guillo, y platicar con él de infinidad de temas. Igualmente en Tlacotalpan conviví con Marcos Cruz, “el Tacón” y con don Fallo Figueroa. Pero fue en el Puerto de Veracruz donde conocí y traté a don Nicolás Sosa, pocos años antes de su muerte. Vivía un tanto solitariamente, tan sólo con la silente compañía de su mujer, y sólo muy de vez en cuando sacaba su arpa, como para no dejarla callada.

Todos ellos fueron, han sido y son piezas imprescindibles del quehacer sonero, de la versada y el baile jarochos. A la mayoría la recuerdo gratamente y cada uno ha puesto su gota de agua o su vertiente, para hacer de esta marejada reivindicadora del universo fandanguero un torrente hoy imparable. Por lo que todos represen-tan, una gran parte de lo que a continuación aparece en este libro tiene algún sentido. Sin embargo sólo tuve tiempo de mencionar a algunos pocos, y a menos me fue dado presentarlos con sus propios testimonios sobre su paso por el fandango. De cualquier manera mi agradecimiento profundo debería llegar a cada uno de ellos.

Pero antes de concluir esta introducción habría que mencionar que los diez ensayos que componen la primera parte de este libro fueron ordenados cronológicamente en función de su fecha de elaboración y publicación. Así el primero titulado “El fandango: fiesta y rito” es el más añoso, pues se publicó por primera vez en 1990; mientras que el último, que lleva el rótulo de “El Fandango y la circulación cultural en México y el Caribe” vio la luz en 2012, aunque muy recientemente, en 2015, tuve la oportunidad de corregirlo y aumentarlo. Por eso el lector encontrará diferencias sustanciales en sus facturas y sus intenciones. La mayoría fueron escritos con pretensiones académicas, salvo uno: “La Puerta de Palo” que tuvo un afán más literario y evocativo, pues fue escrito para acompañar unas fotografías de Agustín Estrada y unas grabaciones hechas por Pablo Flores Heredia. El orden en que se presentan estos ensayos podrá dar cuenta también, si es que hay algún interés al respecto, de cómo fue evolucionando a lo largo de casi veinticinco años mi apreciación y mi acercamiento al tema de los sones jarochos y su fiesta.

En cambio los testimonios que forman la segunda parte de este libro tiene otro objetivo. Si bien se recabaron a finales de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo XX, presentan nueve huellas relevantes en el pasado muy reciente del quehacer fandanguero. De viva voz puede así el lector conocer algunos aspectos que se presentan y analizan en los ensayos precedentes. Mas que un complemento, me parece que se trata de experiencias muy bien relatadas por quienes, en efecto, fueron, han sido y son hasta hoy cultivadores de esta flor festiva cuenqueña.

Como toda obra de esta índole, difícil sería no reconocer la paciencia y el cariño de quienes me acompañaron en el trance de su elaboración. En primer lugar debo agradecer a Carla Fatmé Córdova Sánchez, quien me ayudó en la transcripción de los viejos archivos en los que guardaba los testimonios que se publican en este libro. En seguida mi agradecimiento también a las instituciones que abrigaron la intención de que pudiera concluír este trabajo: el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en México y el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlin en Alemania (LAI-FU-Berlín). Reitero también mi gratitud en esa misma tesitura a Radio Educación y Radio Universidad de México, y a quienes me acompañaron en esas radiodifusoras. Además de los ya mencionado Graciela Ramírez y Felipe Oropeza, debería mencionar también a José González Márquez, a Flor Alfonso, a Eugenio Sánchez Aldana, a José Luis Guzmán, a Teodoro Villegas y a mis entreñables y ya fallecidos fraternos Emilio Ebergenyi y Marcial Alejandro.

Y finalmente mi amor y mi reconocimiento a mi compañera de vida, Ana Paula, sin cuyas serenidades, apoyos y alientos mi existencia sería impensable.

Tepoztlán – Berlín, septiembre 2015

(1)   El fandango y sus cultivadores. Ensayos y testimonios, Editorial Académica Española/OmniScriptum GmbH & Co. Saarbrücken, Alemania, 2015, pp. 400, ISBN: 978-3-639-73147-7


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

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Dos actas de defunción… y se mueve

La Manta y La Raya # 1                                                                         febrero 2016


Juan Meléndez de la Cruz

Juan Meléndez, Arcadio Hidalgo y Manuel Uribe
Juan Meléndez, Arcadio Hidalgo, Manuel Uribe.

La denominación “movimiento jaranero” ha sido cuestionada a lo largo del tiempo y por diversos actores. Desde Gilberto Gutiérrez diciendo que debe llamarse “movimiento sonero”, o Ramón Gutiérrez que decía que él no formaba parte del movimiento jaranero pues él era guitarrero o requintero (es decir, que ejecuta la guitarra de son), sin darse cuenta que no debemos ser tan estrictos en cuanto a la denominación pues movimiento jaranero es una definición general que engloba a todos los instrumentos del son jarocho y otros aspectos, pero que se emplea “jaranero”, pues la jarana es el instrumento que lo identifica. Tenemos entonces desde las posturas mencionadas hasta llegar a Jorge Gabriel López García, “Caribe”, quien le antepone los términos “pinche”, “puto” o también lo llama “estancamiento” y declara su tajante renuncia a pertenecer al “bendito” movimiento(1)

EL RUIDO DE LA JARANA O PRIMERO FUE EL SON
Hasta el día de hoy, escucho voces que manifiestan que ya no hay movimiento jaranero, pero particularmente me voy a remitir a dos que, en alguna forma, han planteado por escrito sendas actas de defunción del movimiento. Primeramente me referiré a Samuel Aguilera, quien en una respuesta a César Castro en el foro Yahoo de son jarocho(2) inicia su mensaje afirmando: “(…) Creo que el movimiento jaranero ya pasó y dio lo que podía ofrecer”, para señalar enseguida que el “nuevo movimiento de la cultura jarocha (un movimiento mas allá de la música) presenta nuevas posibilidades…”. Esto me lleva a recordar que en 1996, en el IV Encuentro Festival Iberoamericano de la Décima que se realizó en el puerto de Veracruz en las Instalaciones de Instituto Veracruzano de Cultura IVEC, cuando conocí a los decimistas cubanos Ricardo González Yero y Alexis Díaz Pimienta, al ver su habilidad para improvisar pensaba ¿cuándo llegaremos nosotros a ese nivel? ¡Pues ya llegamos! Y una de las muestras de eso es el decimero José Samuel Aguilera Vázquez y también puedo anotar a los hermanos Julio y Mauro Domínguez Medina, Diego López Vergara, Fernando Guadarrama Olivera, Zenén Zeferino Huervo, Patricio Hidalgo Belli, Isis Roberto Lázaro Montalvo, los cuates Margarito y Antonio Pérez Vergara, Lindo Conchi, además de Ana Zarina Palafox Méndez, Evelyn Acosta López, Marisol Galloso Gamboa, Daniela Meléndez Fuentes, Bertha Carolina Hermida Altamirano, las hermanas Sandra y Eréndira Abril Blanco Vargas, Citlaly Malpica y varios y varias más que tal vez yo no conozco, pero por allí andan en los fandangos y otros lugares, mostrando y recreando la poesía improvisada.

Indico esto para afirmar que para que los decimeros del movimiento jaranero de Veracruz se desarrollaran y llegaran a un nivel que hoy les permite presentarse con otros exponentes de la décima hasta de otros países (por supuesto que allí está Guillermo Velázquez de la tradición del huapango arribeño de Guanajuato y San Luis, pero eso es otra región), tuvieron que transcurrir cerca de 25 años y esto si convenimos que el inicio del movimiento jaranero lo marca la funda-ción en 1977 del grupo Mono Blanco y la realización en 1979 del Primer Concurso Nacional de Jaraneros en la Feria de La Candelaria de Tlacotalpan, organizado por la Casa de Cultura de Tlacotalpan, dirigida en ese entonces por Humberto Aguirre Tinoco y transmitido por Radio Educación.

Para llegar a este nivel primero fue el son; es decir, las actividades iniciales tuvieron que ver con la interpretación de los sones jarochos. Es más, el movimiento jaranero se afirmó por oposición, pues no sabía-mos qué queríamos y qué éramos, pero si lo que no queríamos ser y cuando en los eventos (actos públicos, cumpleaños, etc.) se nos pedía improvisar versos, decíamos que no estábamos para cantar las glorias del poder en turno (en esos momentos ni podíamos) pero sí para interpretar los sones “auténticos” y mas apegados a la tradición, lo que sin duda, atrasó en los primeros años el desarrollo de la versada.

Primero el ruido de la jarana fue atrayendo a la gente y después, como lo ha explicado Gilberto Gutiérrez, los primeros fandangos como tales, se empezaron a efectuar en 1983(3) y esa fiesta comunitaria trajo aparejada, la comida, el vestido (el telar de cintura y las blusas) y otras costumbres que forman la identidad jarocha: como identificar y reivindicar la influencia negra, los culebreros, el pájaro carpintero, las fiestas religiosas y sus rituales, hasta llegar a la rama y el viejo. (4)  Esto venía paralelo con las presentaciones, Encuentros de Jaraneros, ta-lleres, campamentos, etc. Con el desarrollo de la versada, los versa-dores fueron abriéndose paso, hasta llegar a la pregunta lanzada por Samuel Aguilera: “¿Qué queremos de los músicos? – En honor a la verdad, me parece que nada”.

Aunque en general, en el son jarocho y otras tradiciones, la música acompaña al verso, tal vez sí en la actualidad los versadores ya no necesiten de los músicos del son jarocho, pero primero fue el son y el ruido de la jarana, eso fue lo que atrajo y abrió el camino para diversas manifestaciones y todo ese trabajo y desarrollo, trajo aparejado el crecimiento de la poesía, así que más respeto.

Ampliando sobre el asunto, pareciera que el movimiento jaranero únicamente se hubiera ocupado de la música y que es hasta ahora, con gentes como Samuel Aguilera que el nuevo movimiento de la cultura jarocha atiende a otras expresiones, entre las que por su-puesto la versada ocupa un lugar relevante, pero esto considero es simplificar el asunto. De manera casi natural, junto con la música y el fandango y siendo esta una fiesta comunitaria, las otras actividades como la comida y el vestido fueron reivindicándose como parte de la identidad y también se fueron desarrollando.

En contraposición a esta postura, Antonio García de León, sobre este punto de los versadores discurre que “nuevas modas sofocan la dinámica del fandango: como la presencia aplastante, en los ‘Encuentros de Jaraneros’ de decenas de versadores de décimas recitadas, que sin cantar, ni tocar ni bailar, utilizan al son como música de fondo y lo someten a una nueva artificialidad”,(5) pero García de León habla de otros aspectos y de esto nos ocuparemos enseguida.

NUEVAS TRADICIONES
La segunda acta de defunción del movimiento jaranero, la extiende Antonio García de León, quien en la Introducción a su libro Fandango, después de ofrecernos un recorrido por el mundo jarocho y los vene-ros de la fiesta, el campo armónico, la poética del cancionero regional y el lenguaje de los pies, a manera de colofón, en el apartado “La reinvención de las tradiciones”, nos explica que la ruptura que se dio en los años sesenta y setenta al dejar la sociedad mexicana de ser mayo-ritariamente rural y entrar a un mundo urbano, dejó atrás tradiciones, guisos y más cosas que producen que hoy se busque reivindicar el pasado y en esa dirección el movimiento jaranero, con sus Encuentros de Jaraneros, talleres y cursos de música y zapateado, han logrado dar auge a un género regional extenuado.

Sin embargo, indica “(…) lo que en un principio estaba orientado a reanimar la tradición fandanguera, propiciando el regocijo colectivo, se ha convertido, anquilosándose, en un espectáculo pasivo, dejando de lado lo fundamental”. Para ilustrar su afirmación nos enumera que los Encuentros se han tornado en un espectáculo de oyentes pasivos, asfixiando al fandango que era (es) lo que se debería cuidar con más empeño. Que los conjuntos jarochos han impuesto todo un canon en los escenarios, con rutinas que se generalizan como la incorporación de los bajos (quijada, guitarra leona y marimbol), adaptación del cajón peruano y la guacharaca colombiana y toda una dotación de tarimas portátiles.”

Rematando como corolario con el señalamiento que: “(…) todo esto indica que el llamado ‘movimiento jaranero’ ha llegado, en su con-cepción original, a sus límites, dando paso no sólo a estos nuevos conjuntos profesionales y comerciales, sino también a nuevas generaciones de jóvenes ejecutantes con mayor formación musical y conocimiento de causa, que seguramente, refrescando las formas tradicionales y dejando atrás el folklor, arribarán a una expresión urbana popular y a un mayor reconocimiento del género”. (6)

Estando de acuerdo con García de León en cuanto a estas modas que, sobre todo en los Encuentros, sofocan la dinámica del fandango, igualmente declaramos que a pesar de todas esas limitaciones, los músicos, organizadores, apoyadores y demás que trabajan en favor de la tradición (y que pueden reclamarse o no como integrantes del movimiento) no dejan de manifestar que la matriz es el fandango y tampoco hay Encuentro, taller, cumpleaños, fiesta patronal, etc., que no remate con un fandango. Es decir, que no obstante que las limitaciones están, no ha dejado de puntualizarse la importancia de cuidar la fiesta comunitaria.

Contrariamente a las acusaciones que se le hacen al movimiento de limitar, ha producido a todos los grupos reconocidos que van desde Mono Blanco, pasando por Tacoteno, Siquisirí, Los Parientes, Chuchumbé, Los Utrera, Zacamandú, Son de Madera, Estanzuela, etc., y también a esos jóvenes ejecutantes como Cojolites, Sonex, Guayaberas Blancas, Bemberecua, Toros negros y a combinaciones como Caña Dulce y Caña Brava, más los que me faltan. Esto nada más por referirme a los grupos, pero el trabajo del movimiento ha concitado el interés de académicos de diferentes disciplinas (destacando la antropología), cineastas, etc., que han producido videos, tesis, etc. Sin dejar de señalar la producción de los mismos integrantes del movimiento, por supuesto discos pero también libros, ensayos, páginas de internet, hasta llegar a los espectáculos como “Al sol y al sereno” y más recientemente “Sones de madrugada”, ambos concepción y creación de Rubí Oseguera Rueda.

En cierta forma, el planteamiento de García de León es contradictorio, pues al tiempo que propone que el movimiento ha llegado a sus límites, en seguida indica que nuevas generaciones arribarán a una expresión urbana popular y a un mayor reconocimiento del género. Agregando nosotros que esta progenie es resultado del trabajo del movimiento y que además este avance hacia nuevas formas de expresión y tradiciones, ha estado presente desde los primeros tiempos del movimiento pues la música y el baile, aunque tenían una base tradicional, ya no eran una forma tradicional. ¡Y qué bueno que sea de esa manera! Porque parte del atractivo del movimiento o de todas las actividades culturales es la transformación e innovación, que estas manifestaciones le digan “algo” a los participantes y espectadores, le hablen de ellos mismos y su realidad actual y en esto han jugado un papel central los versos.

A nueve años que García de León publicó su investigación, creo que hoy participantes del movimiento abrevan en la tradición y como ejemplo está el trabajo en el área de Los Tuxtlas, donde se están impartiendo talleres para enseñar y dar a conocer afinaciones antiguas y, gracias al trabajo de todos, jugando en esta parte un papel relevante García de León,(7) se han puesto al día sones que habían caído en desuso, por lo que todavía podemos cobijarnos en el árbol frondoso de la tradición aprendiendo de nuestros viejos.

Desde luego, no debemos de ignorar que el contexto social de injusta distribución de la riqueza, falta de empleo e inseguridad, por citar a las más relevantes que cotidianamente sufrimos en México, afecta en todos los órdenes y, en el campo de la cultura, influye negativamente aún más, pues las instituciones la colocan en los últimos lugares en la escala de prioridades. Es en este marco desfavorable, que los amantes y seguidores de la tradición y la cultura jarocha realizan su trabajo, lo que en buena medida propicia la competencia y la falta de unidad frente a las instituciones, como se ha reflejado claramente en el Encuentro de Jaraneros de la Feria de La Candelaria de Tlacotalpan, punto de reunión emblemático del movimiento.

Es por esta razón y varias más que debemos procurar abrir un debate y discusión fraternal, que por momentos podrá apreciarse como agresiva, pues el caso es que ya cercanos a los cuarenta años como movimiento, tenemos muchos asuntos y aspectos del trabajo rea-lizado que hay que ventilar, como la formación del “Consejo Supremo del Son”,(8) figura festiva que supongo se creó ante nuestra dificultad de darnos una organización, (de acordar) la forma de llevar adelante los fandangos, la relación con las autoridades por los apoyos que puedan brindar para las actividades, etc.

Señalo lo anterior pues si pudiéramos aprovechar en un solo frente la presencia y fuerza que hemos generado con nuestras actividades al momento de presentar nuestras propuestas, se distribuirían mejor los recursos, avanzaríamos en nuestras orientaciones y dejaríamos de estarnos quejando por situaciones que no nos parecen.

Para saber si el movimiento jaranero ya murió, tendríamos que convenir qué entendemos por él y cuáles son sus características, pero ya no me detuve en explicar esto, pues lo he escrito y publicado en otros lados,(9) únicamente reiteraría que “(…) el hecho de hacer un trabajo como músico, compositor, intérprete, promotor o crítico musical, en un país donde cada vez están más limitadas las posibilidades de desarrollo de la cultura, implica que hay un movimiento”(10) y que lo mejor de todo es que a pesar de sus limitaciones,  discusiones,  descalificaciones y disputas, el número de participantes sigue aumentando.

El son y el fandango son un vehículo de identidad no solo para los jarochos, sino para otros mexicanos en el extranjero y que, la multi-plicación de las actividades relacionadas indican que, pese a todo, el movimiento está vivo. Tiene deformaciones y limitaciones pero sus características y producción es un referente y posibilidad para mu-chas personas que buscan alternativas y bus can un espacio para expresarse y participar.

REFERENCIAS

1  López García, Jorge Gabriel. El bendito “movimiento”, correo electrónico del 26/01/2011 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
2  Aguilera, Samuel. Re: Música para decimistas, correo electrónico del 15/08/2009 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
3  Meléndez de la Cruz, Juan. “Gilberto Gutiérrez: La importancia del trabajo comunitario”. En revista Son del Sur No. 10. Jáltipan, Ver. Febrero de 2004. pp. 26-38.
4  Vid. Delgado Calderón, Alfredo. Historia, cultura e identidad en el Sotavento. CONACULTA. México, D.F., 2004; p. 308.
5  García de León, Antonio. Fandango, el ritual del mundo jarocho a través de los siglos. CONACULTA, IVEC, Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento. México, D.F., 2006; 312 p.
6  ibíd. p. 59.
7  Meléndez de la Cruz, Juan. “Arcadio Hidalgo y el movimiento jaranero” en revista Son del Sur Núm. 5. Jáltipan, Ver. 15 de octubre de 1997.
8  Delgado Calderón, Alfredo. “Consejo Supremo del Son”. correo electrónico del 15/04/2012 dirigido al grupo yahoo Son Jarocho (sonjarocho@yahoogrupos.com.mx)
9 Meléndez de la Cruz, Juan. “El movimiento jaranero” y “Otra vez… el Movimiento jaranero” en mensajes al grupo de Facebook Son Jarocho, 29/11/2015.
10  Nava, José. “El canto popular de la tribu” El financiero, año XXIII, No. 6419. México, D.F. 11 de noviembre de 2003.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

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1979. Entrevista Arcadio Hidalgo y Antonio García de León

Entrevista realizada en los estudios de Radio Educación en la ciudad de México, a mediados de 1979. La grabación y producción del programa fueron realizadas por Felipe Oropeza.

AH y AGL

1ª parte de la entrevista:

2ª parte de la entrevista:

 

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