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Pedro Gil y Luis Campos_Grabaciones de Campo

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

Rancho de Guinda.  Santiago Tuxtla 1982

Pedro Gil y 

Luis Campos

Grabaciones de Campo

La Manta y La Raya.  2023

 

Como ya ha sido anunciado, La Manta y La Raya se complace en presentar las grabaciones realizadas en 1982 por Francisco García Ranz y Armando Chacha Antele, de don Pedro Gil y don Luis Campos, músicos campesinos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla, Veracruz. Una producción que lleva por título Guinda 1982. 

Tres textos, escritos desde diferentes puntos de vista, acompañan, explican y enriquecen al conjunto de grabaciones:  La puerta de Guinda, Km 19. Un poquito más allá empiezan los llanos. de Armando Chacha Antele; Al son de don Pedro Gil y don Luis Campos. Notas de campo, de Francisco García Ranz; y Guinda – o la memoria que pende de un hilo, de Alvaro Alcántara López. En los textos nos encontramos con recuerdos de hace 40 años, con los que se reconstruye una historia en la que se pone en contexto no solo la música grabada sino la vida de estos músicos, así como algunos aspectos de la sociedad campesina de esta región de Los Tuxtlas.

La colección se compone de 14 registros sonoros grabados in situ:

01  La Guacamaya     02  La Bruja     03  El Siquisirí 

04  La Morena   05  El Pájaro Carpintero  06  El Buscapiés 

07  El Colás    08  El Fandanguito con Desenojadas 

09  El Palomo    10  El Cascabel     11  Plática 

12  El Toro    13  El Pájaro Cú     14  Pascuas

Tanto los registros sonoros como los textos antes mencionados, se encuentran en la Fonoteca de La Manta y La Raya (www.lamantaylaraya.org) para su consulta en línea. La edición del audio estuvo a cargo de Francisco García Ranz y Leo Heiblum .

Los Editores

 

Revista en formato PDF (v.14.1.0):

 

 

 

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En todas partes

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

EN TODAS PARTES

 

para Alejandra Cuervo, 

intentando resarcir la  confusión de aquella hache.

Para Alberto “Sajo” Guillén, 

porque “te va Papi” qué se le va a hacer.

 

Alvaro Alcántara López 

 

 

I

Pienso en el amor, en su poderosa magia, cuando recuerdo aquella inolvidable mañana de febrero. Y aunque le he dado vueltas y vueltas para tratar de entender lo sucedido, ninguna otra explicación surge en mí que no sea la de concluir que, ciertos episodios de la vida son incubados desde burbujas energéticas rebosantes de amor y desde allí se develan a nuestros ojos. Si me apuran diré que un fandango puede constituirse –bajo ciertas y excepcionales condiciones- en una colectiva burbuja de amor –también es capaz de convocar otras energías igual de mundanas, pero desglosar esto nos alejaría de la historia que recién empiezo a narrar.

Uno imagina a veces que el acontecer de la vida puede ser explicado desde la firme creencia en un destino preexistente que todo lo determina. Otra posibilidad en cambio es la de reparar en la azarosa contingencia y alineación de circunstancias que hacen coincidir y vincularse –aunque sólo sea por algunos instantes–, a lo que de otra manera estaría desconectado, disperso, carente de vida. Como en una escena de película italiana de la postguerra desfilan por mi memoria un nutrido conjunto de episodios, sin los cuales aquello que presencié no hubiera ocurrido jamás: la expulsión de los Monos de San Miguelito; la convicción de Ivonne y Mario; los estados de éxtasis inducido de la flota y sus andanzas por el pueblo para airearse; la comezón de Humberto Aguirre por organizar aquel homenaje al “paisano” del Negro Ojeda; aquella jarana que un día llegó a nuestras manos y desató nuestra adicción; haber descansado lo suficiente como para no llegar a las mañanitas a la Virgen, pero sí para participar del fandango matutino de Luz de Noche; o, por qué no, el arribo inesperado de aquel vendedor con su carretilla repleta de jugos de piña que proporcionaron nuevos bríos a un fandango que empezaba a disvariar (sic).

II

Parecen ser casi las nueve de la mañana de aquel jueves dos de febrero del 2023. Francisco García Ranz ha llegado al pie de la tarima y desde ese lugar, con sus lentes “negro oscuro” y paliacate colorado al cuello que recoge la sudoración, comanda el huapango. A su lado toca y canta Yael, “el joven maravilla” y, un poco más allá, Alberto “Sajo Guillén, Lalo Merodio, Edwin Bandala, Joel Cruz Castellanos y Lalo Jaranas. Seis mujeres zapateando (entre quienes distingo a Wendy y a Mariana) hacen rugir la tarimba, acompasando un enésimo Siquisirí que se repite como mantra de protección y alegría. El recuento de personajes podría seguir –porque allí los recuerdo clarito– pero nunca terminaríamos. Porque a esas horas de la mañana, el fandango que comenzó la noche anterior ha entrado ya a esa otra dimensión de las cosas donde el tiempo se estira como chicle. 

Sin poder imaginar que ese verso podría ser considerado como una premonición, Alberto “Sajo” Guillén canta: “ahoritita se va a ver/quién se lleva la bandera/si los que son de la casa/ o los que vienen de afuera”. Y es en ese preciso momento alargo la mirada y logro reconocer a Alejandra Cuervo del otro lado de la calle refrescando su garganta con un delicioso néctar de piña. Tras un largo trago sonríe, como sólo ella puede hacerlo y yo, al verla, pienso que hay veces que la felicidad se posa frente a nosotros, sin exageraciones, pero también sin falsas humildades.

III

Las circunstancias en las que emerge, se desarrolla y fortalece un movimiento cultural contra-hegemónico (o que dice serlo, que es casi lo mismo) pueden llevar a quienes lo conforman, a convertir sencillos molinos de viento en amenazantes y detestables gigantes. O, como decía aquella antigua expresión que escuchamos en la infancia: “a ver moros con tranchetes”, donde nos los hay. Pero aquellos (no se nos puede olvidar) eran tiempos de combate, de disputarse la representación auténtica de una tradición, de una forma de vida, de la cultura de una región ¡y de qué región! Eran momentos cruciales en un país que se urbanizaba y daba la espalda al campo; momentos eran de denunciar el acartonamiento, la apropiación, la impostura estilizada de una música y de un bailar… el casi borramiento de una fiesta. Entonces -no habríamos de olvidarlo-, aquellos fueron tiempos de hacer valer el derecho a ser jarochas y jarochos de otras maneras, en modos distintos a lo que pregonaba la cultura oficial y el discurso del Estado mexicano. Y para ello hubo que pelear, insistir, confrontar, afirmarse; incluso, ser intransigente, acartonado y sectario. 

También es cierto que los contextos cambian, las posiciones sociales también y las personas –como los movimientos– ganan años y, a veces, confianza, fortaleza, experiencia. Llega el tiempo de los matices, la apertura el diálogo, la relativización de las cosas. Llegan también los momentos de hacer las paces, de desdecirse a medias sin perder la dignidad (o, al menos intentarlo); de ver las cosas de otro modo. Sucede entonces que los antiguos adversarios a muerte ya no lo parecen tanto e, incluso, que se puede colaborar con ellos y compartir escenarios o giras exitosas con aquellos entes cuasi demoniacos que, como solían repetir, deformaban y comercializaban la tradición: los ballets folklóricos. Pues como recuerda aquella tonada que escuchamos en la emocionada y potente voz de La Negra Sosa: “cambia, todo cambia”, y la vida –como también suele recordarnos el Lama Pepe– “es un río que fluye”.

IV 

Lo transgresor y extravagante de la escena fandanguera que mis ojos presenciaron en aquella vieja isla residía en que aquellos a quienes has creído tus enemigos (en tu delirante e imaginaria cruzada por defender y salvaguardar la tradición (sic); aquellos de quienes te dijeron –y tú lo quisiste creer– que eran tus adversarios y competencia, precisamente ellos, una mañana se aparecen en tu espacio sagrado, en ese tiempo/espacio fundante-mítico-idealizado-energético de la tarima, deseosos de compartir contigo, reconocer tu valía, divertirse y expresar su gusto y admiración por la música y zapateo que se hace desde tu trinchera inmaculada de la música tradicional. 

Fue entonces que ocurrió lo insospechado: los jarochos que se visten todo de blanco para trabajar y ganarse unos pesos, esos mismos a quienes has descrito con adjetivos menos que ofensivos y denigrantes, se acercaron al fandango con el gusto de hacer la fiesta junto a ti, con los tuyos. Ese gesto transgresor y extravagante, no puedo describirlo sino como un acto de amor.

Entonces fue todo un mar de algarabía, regocijo, júbilo. El amoroso reencuentro de parientes cercanos que durante mucho tiempo dejaron de hablarse sin saber por qué, pero que, en ese momento, sin importar nada más que su gusto y pasión por la música y la fiesta, entrelazaron sus corazones y fueron felices. No más pero tampoco menos. 

No ignoro que la historia que ahora estoy a punto de finalizar pueda resultarles, a lo menos, cursi, chabacana, dulzona. Tienen por supuesto ese derecho. Por mi parte sólo sé lo que vi y ahora les cuento. Al concluir el último son y baile sobre la tarima, que fue festejado por la concurrencia con estruendosos aplausos, el líder de aquel conjunto de alegres músicos y bailadores se acercó al personaje que se hallaba a mi lado, un reconocido y querido miembro de la comunidad fandanguera, para solicitarle se hicieran una foto con él. Antes de hacer la petición, el recién llegado expresó con vivísima emoción el reconocimiento y admiración que sentía por su quehacer artístico. 

Lo que sucedió a continuación fue el mejor final que jamás pudimos haber imaginado. Es probable que, al igual que yo, cuando los que allí estuvieron recuerden este episodio, experimenten en lo más íntimo de sus entrañas que contra todo pronóstico, el amor, en efecto, habita en todas partes. Aunque sólo en una mañana de dos de febrero, día de la Virgen de La Candelaria, se muestre ante nuestros ojos en la isla de los milagros y las apariciones. (1)

 

 (1) Circulan algunos rumores y versiones de cómo fue que se enteraron aquellos músicos y bailadores jarochos de que el fandango ya matutino de Luz de Noche seguía; o quién fue la persona que los animó o invitó a llegar allí. Fue precisamente ese, mi mayor interés apenas concluyó aquel encuentro memorable: quise conocer las circunstancias que llevaron a aquellos artistas a visitar el fandango en el que estábamos. Tras algunas pesquisas he llegado a la conclusión que, por el momento, lo mejor es mantener en el anonimato la identidad de él o la promotora de este episodio fantástico e inverosímil.

 

Revista núm. 14  en formato PDF (v.14.1.1):

 

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La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

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Del agua, los versos y la poesía

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Sergio A. Vázquez Rdez, 2014.

Del agua, los versos y la poesía

Alvaro Alcántara López

Recuerdo haber escuchado, a inicios de los años noventa, una exaltada prédica de quienes integraban las nacientes agrupaciones profesionales de son jarocho, afirmando que los versos que se cantaban en los sones iban más allá del estereotipo de versos “picantes”, chuscos o groseros, que los conjuntos jarochos que tocaban en centros de recreación social, salones de baile, clubes nocturnos, cantinas o restaurantes habían empezado a fijar en el imaginario social de nuestro país desde mediados del siglo XX. La idea que se defendía entonces iba más allá: sostenía que la lírica que se cantaba en los distintos sones jarochos abrevaba en las mejores tradiciones poéticas del siglo de oro español, el barroco novohispano y el siglo XIX; por tanto, en el son jarocho residía una poesía popular de alto valor, que hacía aún más interesante cultural y estéticamente al son jarocho.

Aquel argumento no sólo era planteado por los distintos grupos de son jarocho “tradicional” –tal era la etiqueta que se empleaba en aquel entonces para diferenciarse del otro son jarocho que hacían los grupos que acompañaban a los ballets folklóricos– sino que fue apuntalado y documentado por una serie de artículos de investigación y divulgación, escritos en la década de los años noventa por Antonio García de León y Ricardo Pérez Montfort, autores a los que con el correr de los años se sumaron nombres como los de Alfredo Delgado Calderón, Ana Santos o Caterina Camastra, por citar sólo a algunos.

Algunos años más tarde, ya bien instalado en el correr del nuevo siglo y milenio, volví a toparme con esta idea en el magnífico relato de Juan Pascoe, titulado La Mona. Allí Pascoe comparte su experiencia de haber “redescubierto” al son jarocho, tras haber escuchado, a sugerencia de Adrián Nieto, el son de El Fandanguito, incluido en el ya clásico disco del INAH Sones de Veracruz.

Sabía del son jarocho lo que se escuchaba en el disco del Ballet Folklórico de México, o como música de anuncio en algunos anuncios radiofónicos, o como música de charola en un gran restaurante de Tlalpan. De las músicas regionales que comenzaba a identificar, ésta era la que menos me atraía. Se me hacía repetitiva, plagada de simpáticos chistes fáciles, autocomplaciente: no observaba en ella la gracia y la refinada poesía antigua de los sones jarochos, ni el vigor ni la sorpresa musical de los sones de Michoacán. Pero Adrián Nieto me dijo que para conocer el nuevo rumbo que podía tomar la nueva música mexicana escucháramos con atención el son El Fandanguito, incluido en el disco Sones de Veracruz y que nos fijáramos en el jaraneo y canto de Antonio García de León.

Tras haber escuchado aquella grabación la opinión de Juan Pascoe en torno al son jarocho cambió. Aquel disco se volvió, según sus propias palabras, “en una obsesión” y aunque las piezas eran, en general, las mismas que ya conocía y valoraba bastante poco, en aquel fonograma había reconocido una manera y actitud “completamente distintas” de interpretar los sones jarochos. “El Fandanguito” ejecutado por Antonio García de León, –anotó Pascoe– trascendía la literatura gauchesca, la de Jorge Luis Borges o la nueva trova latinoamericana, tradiciones éstas poético – musicales con la que se encontraba bastante familiarizado.

La idea del alto valor poético de la versada que se canta en el son jarocho no ha dejado de estar presente en los discursos pronunciados desde los distintos entornos sociales que hoy confluyen en el mundo jarocho, aún cuando en ocasiones me ha parecido que los ejemplos utilizados no siempre han sido los mejores.

En la puesta en valor de la dimensión poética de la lírica popular jarocha resulta imposible no evocar aquí la presencia del grupo Chuchumbé desde mediados de los años noventa, particularmente por el trabajo desarrollado en este aspecto por Patricio Hidalgo y Zenén Zeferino. La importancia creciente que adquirió el performance poético en las actuaciones de este grupo, contribuyó enormemente no sólo a visibilizar la fuerza poética de la versada, sino también a trazar un horizonte de creación poética a futuro que refrescara las temáticas, convicciones y sensibilidades de la música jarocha. Proceso, hay también que decirlo, en que agrupaciones como Monoblanco, Siquisirí, Tacoteno, Los Parientes de Playa Vicente (encabezados por los hermanos Ramírez) o Son de Madera venían haciendo fuertes contribuciones o aproximaciones dignas de tomarse en cuenta.

La aparición o reedición de recopilaciones de versada jarocha fue también un aliciente para este proceso de recuperación de la poesía. Imposible no mencionar al vuelo Sones y cantares jarochos de Humberto Aguirre Tinoco, La versada de Arcadio Hidalgo, Soy como peje en marea o El hilo de mis sentidos; dejando para otra ocasión el recuento de trabajos provenientes directamente del mundo académico. La proliferación, en la década de los años noventa, de grabaciones de grupos de son jarocho, tanto en casettes o disco compacto, ayudó a socializar muchos versos grabados en estudio por los grupos y que empezaron a repetirse canónicamente en los fandangos y tocados por aquí y por allá acompañando los sones en los cuales habían sido grabados. Los efectos didácticos en materia de versos, de discos como Al primer canto del Gallo y Sin tener que decir nada de Monoblanco, Antiguos sones jarochos de Zacamandú, Caramba niño de Chuchumbé o el disco homónimo (el primero de hecho) del grupo Son de Madera dejaron bien claro que era importante saber qué versos cantar y que los aprendices jaraneros debían ocupar un tiempo significativo de su aprendizaje a fortalecer el conocimiento de las estructuras poéticas y a conocer el espíritu y color de los versos que se podían cantar. Pero es justo decir que el afortunado encuentro de los integrantes del grupo Monoblanco con Arcadio Hidalgo había revelado a los entonces jóvenes de aquel grupo la fuerza y poderío de la palabra y la poesía rimada en la tradición jarocha. Este aprendizaje quedaría plasmado en el cuidado puesto en la versada que apareció en los discos del grupo y, a lo largo del tiempo, ha sido reforzado por los vínculos entre Monoblanco y el Taller Martín Pescador del afamado impresor antiguo Juan Pascoe, también miembro fundador del grupo.

La creciente popularización de un nuevo tipo de composición en el entorno del mundo jarocho, al que en otro lugar he denominado balada – son, ha contribuido a generar, de muchas maneras, una confusión mayúscula entre la condición o aspiración poética de la versada jarocha hasta convertirla en sinónimo de versos “de amor”, que en no pocas ocasiones rayan en los cursi.

Un repaso a los piezas musicales de nueva creación de grupos de son jarocho o cercanos al son jarocho que han gozado de mayor aceptación entre el público, durante los últimos 15 años (nos siempre sones; de hecho cada vez más bajo el formato de “canciones”) permiten reconocer que se tratan de 1) nuevas versiones de sones ya conocidos a las que se ha cambiado la rítmica; 2) estribillos contagiosos en ritmos binarios acompañados por versos de larga data y ya grabados (sextetas, quintillas o décimas); 3) Pese a los contextos sociales cambiantes del país, la predominancia de versos que aluden al entorno natural, la vida campirana, la flora y la fauna; 4) versos “patrimonialistas” que exaltan las bellezas de los lugares pero no las contradicciones socio económicas o violencia social de esos mismos espacios; 5) excepcionalmente, piezas de nueva creación que han empezado a experimentar con estructuras poéticas y de composición musical que vale la pena dar seguimiento.

¿Se encuentra la versada jarocha de reciente creación en una crisis de la que aun no es capaz de darse cuenta? ¿Cuáles son los temas, características y figuraciones de esta versada? ¿Está la versada jarocha de nueva creación cumpliendo con cierto compromiso histórico de narrar y recrear los escenarios sociales, sensibilidades, contradicciones o expectativas de la vida cotidiana del país y del mundo en general? ¿Qué ha sido de las pretensiones poéticas que hace algunas décadas llamaron la atención de unas y otros, al encontrar en la versada jarocha maneras “novedosamente antiguas” o “nostálgicamente refrescantes” de narrar la vida, de ficcionar la realidad?

Tengo la impresión que algunas de las respuestas o alternativas a estas inquietudes personalísimas (sic) pueden encontrarse en las propuestas de músicos y agrupaciones que no pertenecen en sentido estricto a la comunidad jaranera. Los esfuerzos de compositores como David Haro o Rafael Campos; de poetas/escritores como Samuel Aguilera, Fernando Guadarrama y Alfredo Delgado; o de agrupaciones como Los Aguas Aguas podrían ser motivo de estudio, análisis y reflexión, al respecto de la clase de letras que se han empezado a proponer para cantar en los sones o canciones (no siempre son versos con rima y métrica fijos). Incluyo también en este abanico de espejos creativos en los cuales observar(se) al trabajo poético de Patricio Hidalgo, pero pensando en aquellas composiciones que en los últimos años ha hecho para ser interpretados como boleros y congas y no tanto sones jarochos –aunque quizá esto se deba más a mi desconocimiento.

Lo cierto es que las observaciones o críticas que podrían hacerse al estado actual de la versada de reciente creación podrían extenderse a la parte musical. Los logros y éxitos del movimiento jaranero en general y de algunos grupos en particular quizá sólo han llevado a postergar una reflexión profunda sobre la calidad artística, estética y capacidad de comunicar emociones en lo que se está haciendo y lo que se quiere seguir haciendo desde la tradición jarocha. El hecho que tras cuarenta años y al menos tres generaciones de soneras y soneros jarochos los índices de escolaridad, las condiciones de vida o laborales dentro del mundo de la música no hayan cambiado demasiado en todo este tiempo tendrían que obligarnos a reflexionar con seriedad y profundidad a dónde estamos llevando a nuestra tradición. Aunque plantear lo anterior no me hace olvidar ni dejar de reconocer las decenas de proyectos sociales que en este momento se siguen desplegando por distintas geografías del mundo y que han abierto nuevas opciones y perspectivas de vida niños, jóvenes y adultos.

La fuerza, contemporaneidad e imágenes vitales que han ofrecido por tanto tiempo los versos que hemos heredados de las y los mayores siguen intactos: Los borrones que anuncian en las cartas las lágrimas derramadas ante la ausencia; la pena de un puente que añora al agua que transcurre; los desprecios que se han sufrido por ser “negro” el color de la piel; el abrazo que se pide a una chinita para ver si así se espanta al dolor de la muerte; o la libertad que se envidia a los pájaros advertidos que vuelan felices en el monte.

¿Cómo nos toca narrar este mundo actual? Este vivir de urgencias desenfrenadas, de conversaciones a distancia, de amores que duran lo que dos peces de hielo… de héroes que se han ido con la juventud. ¿Cómo narrarlo en versos? ¿Cómo resguardar la palabra y la memoria? ¿Cómo honrar la tierra, la familia o los amigos que lo han inventado a uno?

Hace varios años escuché unos versos que desde entonces, además de gustarme, constituyen la inspiración poética a la que se puede aspirar, incluso en estos tiempos:

Mariquita quita quita
quítame de padecer
que el agua que se derrama…
no se vuelve a recoger.

Y de cuando en cando me repito estos versos, admirando esa compleja sencillez con la que se puede representar la vida toda, evocarla, es decir inventarla en sus alegrías y tristezas.

 


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Un huapango que se hizo domingo

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Un huapango que se hizo domingo

para Alec Dempster

 

Alvaro Alcántara López

 

El domingo había iniciado hacía apenas ocho minutos. Era una fresca noche tuxteca, una noche de huapango para alegrar, animar, a un músico memorable de Santiago Tuxtla que lastimosamente había sufrido una embolia algunas semanas atrás. Organizado por el Colectivo Tecalli que siguen comandando los hermanos Cruz Castellanos (Carolina y Joel), en aquel huapango se encontraban algunos de los músicos y bailadores más queridos y respetados de la región, bailadoras y músicos que habían sido invitados por los jóvenes de este Colectivo a la usanza de los de antes: yendo a su casa a hacer la visita. La convocatoria que habían hecho estaba pactada para las ocho de la noche de aquel sábado 20 de octubre del 2012, pero incluso desde un poco antes, bailadoras, bailadores y jaraneros habían empezado a reunirse en aquella calle empinada de la colonia Jardín y para las nueve y media el huapango ya había agarrado el calor de los buenos amores.

Aquella noche, sin instrumento, sin zapatos para bailar y sobre todo, con un ánimo propio de los fines de ciclos, me dediqué a mirar, a tomar fotos con la cámara de Joel y a tomar varios cafés con tamal. Venía yo de Loma Bonita (la famosa ciudad de las tres mentiras), de concluir una experiencia laboral intensa y enriquecedora al trabajar con arqueólogos y aprender a mirar y comprender el espacio de nuevas maneras, en un proyecto de sísmica y salvamento arqueológico que coordinaba mi amigo Alfredo Delgado. A Santiago Tuxtla había llegado aquel sábado poco antes de la comida y la tarde fue una charla interminable en casa de la familia Cruz Castellanos, que en aquella ocasión era un hervidero de personas, un entrar y salir de gente, con gritos, rejolina y risotadas muy al ambiente jarocho. Pasamos una tarde agradable que fue coronada con una siesta que se prolongó justo al límite de encaminarnos al fandango.

Consciente de la delicada salud de Vichi, traté de no perderle la vista durante aquella noche de huapango. Sentado a unos metros de la puerta de su morada y apoyado en un palo que hacía las veces de bastón, el viejo músico se dedicó a escuchar y medio mirar. Acompañado de algunas de las chicas que integran el Colectivo Tecalli o recibiendo las salutaciones y parabienes de sus compañeros de andanzas, aquel pequeño hombre de piel morena, ojos hundidos y mirar desconfiado, ensimismado en su propio cuerpo, seguía los fraseos de las guitarras, deleitándose con ritmos y tonadas de los que conocía muy bien las coloraciones e imágenes que producían al acariciar la noche. En algún momento superé la pena y me acerqué a saludarlo. Conversamos algunos minutos y volví a distanciarme, pero tratando de cuando en cuando de mirar cómo estaba, tratando de comprender cómo podría estar viviendo y sintiendo aquel huapango a las afueras de su casa, pero sin poder tocar ni cantar. Imaginaba cómo podría ser aquel huapango para él, tras un torrente innumerable de noches, semanas, meses, años y décadas de ser él mismo uno de los grandes animadores de la tarima, reinando sobre la tarima con su voz chillante y contindente, con su versada impecable y atinada y las pulsaciones retadoras y melodiosas de su guitarra.

Siendo muy consciente de la cercanía de la muerte –de la suya y de la mía, quizá más de la mía– y tratando de hurgar de vez en vez en sus silencios y discursos corporales, pude ver a Dionisio Vichi incorporándose con cierta dificultad de la silla que lo sostuvo mientras sones se sucedían transformando aquella noche. Alguien debió haberlo ayudado a alcanzar la puerta de su cuarto y así sin despedirse, sin hacer bulla, más bien en silencio y con la tarima exhalando la vida que él tanto procuró, desapareció en la penumbra de aquella habitación para irse a dormir. Busqué entre mis ropas y pude ver en mi teléfono el nombre engañoso de ese instante: eran las cero horas con ocho minutos de un domingo que empezó siendo sábado. Fue esa la última vez que vi a don Dionicio Vichi, guitarrero y versador mayor de Santiago Tuxtla, conocido en su pueblo como “León” y de quien tuve la fortuna de comprender el arte de la controversia en verso sabido.

II
Nunca fuimos amigos, ni siquiera cercanos, pero entre el 2000 y el 2005 tuve la posibilidad de compartir con él varios huapangos en su tierra natal. Había sabido de Vichi desde inicios de los años noventa (precisamente en aquellos años habían grabado en Pentagrama aquel cassette titulado “Son de Santiago”), junto con una camada de magníficos músicos, bailadores y versadores de la región de Los Tuxtlas, entre los que destacaban Isaac Quezada, José Palma “Cachurín”, Juan Zapata, Idelfonso Medel “Cartuchito”, Juan Pólito, Juan Mixtega, Carlos Escribano y muchos otros que no alcanzo a recordar o a los que simplemente no conocí o no tuve el acierto de valorar en aquellos años de juventud. Hoy sabemos bien, tras el trabajo de investigación y registro que han hecho Andrés Moreno Nájera, el Colectivo Tecalli, el médico Héctor Campos, la familia Campechano, Aldo Flores, Eduardo García, Ana Zarina Palafox, Antonio Castro y otros tantos promotores culturales, que aquella camada de músicos extraordinarios a los que pertenecía Vichi eran apenas la cúspide generacional de un conjunto más amplio y diverso de músicos ejemplares y poderosos que todavía hoy se pueden escuchar en las los velorios, procesiones, pascuas y huapangos en general que se realizan en las cabeceras municipales de Santiago, San Andrés y sus respectivas comunidades.

La posibilidad de interactuar con Dionisio, Ángel y Gonzalo, que entonces integraban el grupo “Los Vichi”, se la debo a una afortunada invitación que me hiciera Alec Dempster, el afamado grabador y músico jarocho, para participar en un proyecto suyo que se daría a conocer más tarde con el título de Y mi verso quedará. Son jarocho de Santiago Tuxtla (Anona music, 2001). Y mi verso quedará constituye una muestra muy interesante de músicos experimentados, como Juan Zapata, Idelfonso Medel, Dionisio y Ángel Vichi, Leonardo Rascón, Anastasio Gorgonio o Salvador Tome Chacha, junto a soneros sazones como Pablito Campechano, jóvenes como Humberto Victorio Comi o los muy chamacos Juan Manuel, Paola y Lorena Campechano. Vale la pena recordar que aquellos eran los tiempos de gloria de los grupos profesionales de son jarocho (Chuchumbé, Son de Madera, Monoblanco, Utrera, Siquisirí, etc.), con su presencia en festivales, arreglos y exploraciones musicales, grabaciones o experimentaciones escénicas y, en ese contexto, el trabajo de documentación que hizo Alec Dempster en aquellos años fue muy importante para recordarnos lo mucho que aún queda por conocer, valorar en el mundo alucinante del fandango y son jarocho.

Aquel 2001, habríamos ido desde Xalapa a Santiago dos o tres veces (Alec, Octavio Rebolledo, Mario Artemio, Kali Niño y algunos más que no recuerdo, juntos o por diferentes vías). Según creo recordar, la mayoría de las grabaciones ya estaban hechas, pero lo que tengo claro es que cada vez que íbamos había huapango. Fue en aquellas ocasiones que aprendí a reconocer las artes de Dionisio Vichi como versador y también las de Gonzalo, su sobrino y aprendiz. Quienes lo conocieron recordarán que a Vichi le gustaba cantar y que los demás lo oyeran. Receloso de su música, incómodo ante los fuereños, orgulloso como solo se puede ser cuando se sabe ser maestro en un oficio, Vichi empezó a cantar verso tras verso, menos para medir sus fuerzas y más para aplacarme de una buena vez, dejando claro quién era allí el cantador y que yo debía guardar silencio. Tardé algún momento en comprender que no sólo le disgustaba que yo me atreviera a cantar en su tierra – siendo él uno de los versadores estelares de allí – sino que algunos de sus versos iban dirigidos a mí, a aleccionarme con algunos de los innumerables versos que guardaba en su arsenal poético.

A mi parecía divertido provocarlo, exacerbar su afamado humor de gruñón y regañoso (sic) y le respondía de cuando en cuando con el atrevimiento y desparpajo de quien a nadie debe rendir pleitesía, pero sí con el gusto por palabrear y ser feliz el huapango. Si algunas de sus poesías me parecían magníficas, lo que más me emocionaba era oírlo frasear y estallar en los respiros de la música su voz fuerte y chillante, casi al punto del quebranto, pero nunca lo escuché “atravesarse” y menos desafinar. Desde aquellas primeras grabaciones hechas por Warman a finales de los años sesenta hasta los fandangos a los que asistí el verano pasado en Santiago Tuxtla (2016), siempre me ha maravillado esa capacidad de entrar “tarde” a cantar, luego encabalgar las palabras hasta el borde la incomprensión, tensar aún más el tiempo con un descanso antes de la última pisada, para terminar siempre puntuales cada vuelta, incluso antes. Ejemplos hay muchos y no viene al caso recordar alguno en particular, pero Vichi era experto en eso de estirar el tiempo al cantar. Un arte, a decir verdad, que se encuentra más cercano a la recitación y a declarar ensalmos, que al acto de cantar tal y como es común en la actualidad.

Para la segunda vez que nos encontramos ya era conocido por ellos como “el pelón” y Gonzalo Vichi, con quien compartía el gusto por la bebida que templa el corazón y las pasiones, fue con quien empecé a conversar y a tratarnos. A partir de allí, don Dionisio se abrió un tantito y aceptó platicar, pero siempre celoso antes sus saberes, especialmente si yo le pedía me repitiera algún verso que me había gustado mucho. Y tenía toda la razón en custodiar aquel conocimiento.

A partir de allí, nos buscábamos para cantar, tanto con Gonzalo como con su tío. Fueron varias veces más las que coincidimos en fandangos santiagueros sin que existiera una fecha especial para fandanguear, donde los fuereños éramos pocos y se podían reconocer y disfrutar del protagonismo musical de las y los músicos que venían de las comunidades a hacer la fiesta. Igualmente interesante era llegar alrededor del 20 de julio a celebrar las fiestas patronales de Santiago Tuxtla y disfrutar, aún a comienzos del segundo milenio global y capitalista, de estilos, modos y usanzas de otra condición y tiempo; de otra naturaleza, sensibilidad y entendimiento. Llegados el 24 de julio aquellos huapangos se convertían en otra cosa, los de afuera éramos mayoría y terminábamos por avasallar a los locales. Pero aún en esas condiciones desfavorables, Vichi, Cartuchito y algunos otros veteranos de la vieja guardia daban la batalla con toda dignidad y fuerza, quizá para recordarnos que “allí estaban todavía” –como titularía Alec Dempster muy acertadamente, una grabación posterior en donde registró la casi extinguida (para ese entonces) tradición de los violineros de la región de Los Tuxtlas.

A la distancia pienso que aquellos primeros huapangos, Encuentros y velaciones a los que asistí en los primeros años de la década del noventa y que volví a disfrutar consistentemente a partir de aquella invitación hecha por Alec Dempster una década más tarde, me permitieron entrar en contacto con el huapango tuxteco desde la vivencia indígena contemporánea. Y no obstante esto, con el paso del tiempo he aprendido a reconocer los fuertes lazos que en la región de Los Tuxtlas –especialmente la gente del municipio de San Andrés–, se han establecido con la población afromestiza de los llanos de Nopalapan. De allí que la diversidad y riqueza de prácticas musicales de esta importante región encuentre también su explicación en los procesos de mestizaje y lo que ahora nombran interculturalidad.

Precisamente esa diversidad cultural y musical que puede encontrarse en la serranía de Los Tuxtlas obliga a cuestionar algunos estereotipos que se han construido en las décadas recientes sobre el son jarocho: desde aquellas historias jocosas de los llamados “mosquitos” y “chaquistes”, que en Santiago y otras zonas indígenas se les ha conocido como “requintos o requintas”; hasta el hecho que aquí se emplean de manera indistinta los términos huapango o fandango para referirse a la fiesta de tarima y cuerdas, a contrapelo de las versiones canónicas que reservan el término huapango para la música huasteca. Lo que en otros lugares son “terceras”, aquí apenas llegan a “tres cuartos”; las armónicas y los violines llevan la melodía en los sones; las Pascuas se dan más allá del 24 de diciembre (de hecho hasta el 2 de ferbero) y el güiro forma parte de la instrumentación de algunos músicos.

Los municipios de Los Tuxtlas (Ángel R. Cabada, Lerdo de Tejada, Santiago Tuxtla, San Andrés Tuxtla, Catemaco o incluso Rodríguez Clara) constituyen un espacio para re-aprender que no existe “un” son jarocho, que Sotavento es una región que se ha construido e inventado a través del tiempo y que aquello que funciona en otras localidades o micro regiones no necesariamente funciona así por estos rumbos.

Mucho de ese viaje por la memoria que ahora cuento fue el que me habitó aquella noche de octubre de 2012, mientras se celebraba aquel huapango en honor de Dionisio Vichi. Cuando me acerqué a conversar aquella noche con él, me contó que le había dado una embolia y que sintió como un tronido en el oído y pidió ayuda con un grito y cayó. De algunas notas aisladas, de algunos recuerdos brillosos y de las ganas que tenía por contar esta historia ha surgido este relato.

Dionisio Vichi falleció hace más de dos años. Su nombre y legado, como el de aquellos músicos de la vieja guardia a las que él perteneció siguen presente en la memoria de sus discípulos, alumnos y compañeros de parranda. Cuando voy a Santiago me da gusto escuchar sus nombres en boca de amigos y amigas, recordándolos como los maestros que fueron. En las pasadas fiestas de Santiago Tuxtla (2016) pude reencontrarme y saludar a Gonzalo Vichi y justamente cuando hablaba con él, con Héctor Campos y con Joel Cruz Castellanos, apareció la hija de don Juan Zapata, Juana Zapata, y fue un magnífico pretexto para recordar a su padre y hacernos una foto que debe estar por allí, esperando su turno para contar su historia.

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III
El huapango de aquella noche terminó con el son de El Agualulco, que exhaló su último suspiro a la una de la mañana con veinticuatro minutos – al menos así lo asenté en mis notas – y aunque hubo un intento más o menos serio de volver a prender la mecha con un Zapateado éste no prosperó. Luego de levantar las sillas, la basura y las tarimas, estábamos llegando a la casa de Joel y Caro pasadas las dos de la mañana para prepararse para un nuevo día.

El despertar de aquel domingo llegó ya pasadas las diez. Se hacía tarde y me apuré a cumplir con la agenda proyectada para ese día, pues había tomado la decisión de visitar a don Idelfonso Medel “Cartuchito”, un guitarrero muy querido por mí, con quien he parrandeado en numerosas ocasiones, no sólo en el centro de Santiago, sino también en Vista Hermosa – donde él vivía – y a donde me gustaba ir para escuchar el rumor del río y refrescar mi cuerpo tras una larga noche de fandango. Tomar la decisión de ir a verlo había implicado un intenso debate en mí, pues Utrera, el viejo Utrera, también se encontraba delicado de salud (su corazón estaba muy débil), pero a don Esteban lo había visitado algunos meses atrás, de allí que resolviera para aquel domingo visitar a “Cartuchito” en su casa.

A don Idelfonso también le había dado un derrame cerebral que le restó movimiento a la mitad de su cuerpo, con la triste consecuencia de impedirle seguir emocionándose con la diversión de su vida: el huapango. Aquella mañana que estuve con él recordamos algunas de esas experiencias gozosas: de su participación con Son de Santiago, de tocar con el grupo Río Crecido y de los cientos de amigas y amigos que había ganado andando en el mundo de la música. Le pedí permiso para fotografiar algunas imágenes que tenía colgadas en su casa, donde Cartuchito lucía sonriente al lado de sus amigos tuxtecos, sorprendiéndome reconocer en una de ellas al querido Nazario Santos, “Charito”, uno de los baluartes del extinto grupo Alma Jarocha, de allá por los rumbos de Nopalapan.
En medio de aquellas palabras y recuerdos felices, de anécdotas chuscas y parrandas de epopeya, las lágrimas corrían a borbotones por su rostro, cuando se le imponía a su ser la lamentable realidad de ya no poder tocar su guitarra. Los ánimos y palabras de aliento que le di, siendo sinceras y llenas de mucho cariño, se ahogaban en la contundencia de saber que los daños físicos provocados por el derrame cerebral eran, con toda seguridad, irreversibles. Entonces no pude evitar preguntarme cómo llegaría yo a esa edad; cómo sería llegar a ese momento en que el cuerpo dice ya no más; cómo sería la tristeza mía.

Después de aquel viaje cobré mayor conciencia de la necesaria campaña de salud y cultura alimentaria que tenemos que emprender en el sur de Veracruz – y resto del país – con carácter de urgente, quizá porque la ascendencia social que en los años recientes han ganado los músicos comunitarios puede servir de estímulo para cambiar los malos hábitos alimenticios que nos están matando en el más alevoso silencio. El primer lugar en obesidad mundial que tiene nuestro país y las altas cantidades de consumo de azúcares, endulcolorantes y carbohidratos (comida chatarra, pizzas, refrescos embotellados o la dañina costumbre de endulzar exageradamente el café y las aguas de fruta) han hecho de la hipertensión y la diabetes dos de las principales causas de muerte en la región jarocha y me temo en todo México. Y los derrames cerebrales o embolias, como se les conoce popularmente, están relacionados precisamente con la diabetes. Y ya no se diga los problemas de riñones que martirizan a diabéticos e hipertensos, dos enfermedades que se encuentran muy relacionadas.

Aquel viaje y las visitas que hice a estos dos guitarreros enfermos me hicieron pensar que “la música” o incluso “la fiesta toda” constituyen una pequeña parte de un engranaje social, cultural, económico, político y de salud más grande y complejo, que exige ser abordado desde distintos enfoques y miradas. “Lo cultural” es apenas una parte, pero acaso no la más importante ante un panorama a futuro bastante sombrío en asuntos de salud y cultura alimentaria, en el que no sólo las tradiciones sino la vida misma se ven amenazadas por enfermedades y padecimientos que atentan claramente contra el derecho a vivir una vida saludable.

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IV
Antes que se fuera a dormir hice el intento por animarlo a cantar, pues según me había contado con amenaza de lluvia en sus ojos, tras la embolia ya no podía componer su guitarra, pero cantar sí: “pero cantar mis versos parece que sí” – me dijo, quizá con más añoranza que ilusión. Y no se equivocó. El cantar de Dionisio Vichi sigue alegrando mi memoria cuando recuerdo aquellos maravillosos momentos que compartimos en torno de una tarima.

Aquel huapango que se hizo domingo fue la última ocasión que vi a Dionisio Vichi. No se equivocaba al decir que incluso con la embolia que le había pegado podría seguir cantando sus versos. Cumplió su ciclo en este mundo y se despidió de su pueblo, familia ya amigos hace un par de años. Se guardó su figura pero su voz se quedó en mi memoria y en la de muchos que tuvimos el privilegio de escucharlo. A quienes no, hoy pueden escucharlo gracias a la tecnología y a los esfuerzos que en aquellos años hiciera Alec Dempster por registrar la chispa de personajes como Vichi. Estudiarlo, aprender de su estilo y disfrutar de su estilo de cantar.

En lo personal me quedo con una grabación que aparece en el disco Del cerro vienen bajando, en donde se puede escuchar a “León” Vichi y a Salvador Tome Chacha versar, siguiendo el tema que el otro proponía. Nunca le he preguntado a Alec si él les pidió hacerlo así, entreverando uno a uno sus versos, versando por argumento…imagino que no. Que la espléndida muestra que dan en esta grabación de una controversia poética en verso sabido fue natural y espontánea, quizá queriendo decirnos que cantar es el arte de saber escuchar al otro, de devolver la palabra que otro nos ha regalado, pero con una alegría aumentada, con una emoción nueva. Como aquel domingo que se hizo huapango y cuando la voz chillante y determinada – casi a punto de reventar – de Dionisio Vichi se hizo una con el silencio y le propuso que cantara por él:

Al lado del estrumento (sic), suena la cuerda de acero/ si eres de buen acento/ les cantaré compañeros/ un versito de argumento/ del pájaro manzanero.

Y de todos los colores/ me gusta el tuyo me gusta el tuyo/ porque con tus amores/ linda bonita no quiero orgullo.

Fragmentos de la versada de Dionisio Vichi con Salvador Tome Chacha cantando El Zapateado.

Qué bonito es lo bonito/ a quien no le ha de gustar / Yo lo digo y lo acredito y lo vuelvo a acreditar/ todo cabe en un jarrito/ sabiéndolo acomodar.

Comienzo como la vela/ y ardiendo con fervor/ como muchacho de escuela/ también me gusta el olor/ de la esencia de canela.

De letras de oro tu nombre/ voy a mandarte un papel/ no quiero que de mí te asombre/ lo que le encargo a mujer/ que pronto me corresponda.

Te voy a mandar una carta/ buscarás quién te la lea/ uno que sea de confianza y que por nosotros vea.

Yo salí del escuadrón/ que reboleando mi mascada/ y como que soy varón/ que no me toquen retirada/ traigo versos de a montón/ para mí y mi prenda amada.

Mi amor no ha sido afligido/ por eso lo doy de prenda / me vas a dar un recibo/ antes que la muerte venga/ después de verme tendido/ harás lo que te convenga.

Al cortar un lirio blanco yo creía que era azucena/ Porque trascendió bastante igualito a una gardenia/ también de tu amor me encanto hermosísima trigueña

Y en un jardín de azucenas/ flores me puse a cortar/ que me gusta tu cadena/ cuando sales a bailar/ con el rocío del sereno/ de lejos se ve brillar

Desátame tu cadena porque estoy aprisionado, dale liberta a mi pena, porque está encarcelado dime trigueña hasta cuándo / que yo me veré a tu lado.

Desátame las cadenas/ con que tu amor me amarró/ quítame de andar en pena/ mira que te quiero yo/ porque tú eres la azucena/ que a tu jardín me llamó.

Quisiera ser el pañuelo, la sortija de tu mano/ porque este mi amor porfía que eres la flor del verano/ antes que otro te persiga/ qué dices negra ¿nos vamos?

Campestre Churubusco, Ciudad de México
primavera, 2017


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De los fandangos de medalla: el testimonio de doña Tita Domínguez

La Manta y La Raya # 3                                                                             octubre 2016


De los fandangos de medalla:
el testimonio de doña Tita Domínguez,
bailadora de los llanos de Nopalapan 

Una conversación con Alvaro Alcántara 

Un agradecimiento especial a Isabel Ortiz Domínguez, hija de doña Tita quien aportó información muy valiosa y nos recibió y atendió espléndida-mente aquella tarde en Nopalapan.

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Artículo original en formato PDF (v.3.3.0):

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El 24 de junio del 2012, en el marco de las fiestas de Nopalapan Ver., tuve la oportunidad de conversar con doña Tita Domínguez, una de las bailadoras de huapango más elegantes que he tenido la fortuna de conocer. Supe de doña Tita a inicios de la década de los años noventa del siglo pasado y conservo un par de fotos de ella bailando con Arcadio Baxin y con Guillermo Martínez Bapo, en uno de esos maravillosos huapangos que Andrés Moreno organizaba desde la Casa de Cultura de San Andrés Tuxtla, Veracruz. Nacida en 1934 en Cuatotolapan, Ver. lugar donde hasta hace poco radicaba. Doña Tita Domínguez, nacida en Cuatotolapan en 1934, fue también bailadora de una de las agrupaciones soneras estelares de los llanos del Sotavento, el grupo Alma Jarocha, que comandaban Nazario Santos y Benito Mexicano y cuya historia está pendiente de escribirse. La zona Nopalapan – Cuatotolapan se desarrolló desde mediados del siglo XVI como un importante enclave ganadero, sin embargo para mediados del siglo XVIII empezó una modificación productiva que a la postre la convertiría en una zona fundamentalmente cañera. La región, conocida también como Los llanos de Nopalapan, fungió como un espacio bisagra entre la región de Los Tuxtlas y las tierras bajas del Sotavento medio por donde transitaba el antiguo camino prehispánico de La Tinaja a Sayula de Alemán, sobre todo con la puesta en funcionamiento del ramal del ferrocarril (el famoso “Ramalito”) San Andrés Tuxtla – El Burro (Rodríguez Clara) a inicios de la década de los años treinta del siglo pasado y hasta su desmantelamiento a inicios de la década de 1990.

Cuando llegó el momento de preguntarle cómo eran las fiestas que ella vivió de niña en San Juan Nopalapan esto fue lo que nos respondió:

Estas fiestas del señor San Juan se empezaban los huapangos desde el día 3 de mayo. Antes había una tradición de que se hacían los huapangos el 3 de mayo, se ponía una medallita con una cintita en una casa, allí amanecía esa medallita con la cintita y donde amanecía esa cintita ya era que allí iba a ser el huapango, donde amanecía la medalla. Y ya se empezaban los que se llamaban los huapangos de medalla, se empezaban a hacer desde el día tres de mayo hasta terminar el día 23 de junio. Se hacía huapango el 23 de junio para amanecer el 24 de junio y luego se hacía otro huapango, dos. Se hacían huapangos cada ocho días, cada ocho días se iban haciendo porque se iba amaneciendo, ya no podría medalla en la casa eso era solo el 3 de mayo, pero ya luego se le ponía… había cuatro madrinas y cuatro padrinos. Bailando, bailando, si a usted le había tocado la medalla, que se la habían echado a usted, porque se la ponían… si a usted le tocaba la medalla subía a bailar y bailando, bailando, le trababa la medalla a la muchacha, se la ponías, ya esa medalla le quedaba a la muchacha y esa muchacha buscaba a quien trabársela también y así se seguía hasta completar cuatro madrinas y cuatro padrinos.

Esto ocurría cada sábado y se hacían latas de horchata, te daban la banda y uno la adornaba, una cinta que te ponías aquí la banda (doña Tita señala con la mano trazando una diagonal de su hombro izquierdo hacia su pierna derecha) y te ponías el nombre del muchacho que te daba la cinta, te ponías el nombre, adelante el nombre de uno y atrás el nombre de él. Eran bonitas las fiestas aquí antes, yo les platico a mis hijas que eran bonitas. Ahora el mero día, como hoy 24 de junio, había descocotada de gallos, desde la mañana venía el padre, hacía la misa temprano a las siete, de las siete en adelante ya eran corridas de caballo y descocotadas de gallos, andaba la gente corriendo y descocotando gallos.

¿Y quién organizaba esos huapangos de medalla? ¿En quién recaía esa responsabilidad?

Mi papá era el encargado. Ya cuando decía “hija ve a ponerle la medallita”. Él mismo traía la medallita con la cintita, pero en la noche, que ya se acostaba la gente, ya iba y se la ponía la medalla.

¿Y a usted le tocó poner alguna medalla?

Sí me mandaba mi papá que la pusiera, ve hija pon la medalla que ya se acostó fulano, vésela a poner y se la ponía yo como ahora aquí encima de la puerta (y doña Tita se voltea y estira para señalar hacia la mitad del marco de la puerta de su casa donde estamos conversando). Claro que al otro día cuando se levantaba la persona, pos ya miraba y ya estaba bien… comprometida con el huapango.

¿Y la persona que recibía la medalla estaba obligada a hacer el fandango?

¿Y qué pasaba si no lo hacía? ¿Había personas que no lo hacían?

Nunca hubo personas que no lo hicieran. Ya era una tradición. Esa era una tradición que había. No había uno que se negara. Ya esa persona que le amanecía la medalla pues ya… era que él iba a hacer ese huapango porque a él le había quedado la medalla. Él la iba a echar a una muchacha, a otros, si tenía muchacho allí o era el señor, él la ponía a una muchacha y allí se seguía. Y así eran los huapangos de medalla en Nopalapan.

¿Qué sones se tocaban en esos huapangos?

Pues se tocaban, yo le digo que yo aprendí a bailar esos sones que son pausados. Bueno, el Toro, El Zapateado, El Buscapiés, La Bamba, El Colás. Había muchos sones, ahora La Morena, La Guacamaya, El Cascabel. Todos esos sones eran los que se tocaban antes.

¿Cuáles son los sones que más le gustan, los que usted pide en un huapango?

A mí me gustan los sones “de cuatro”, “de a bastante”: La Guacamaya y La María Chuchena me gusta (se ríe)… y cualquier son me gusta pero más esos. La Morena me gusta mucho y de sones de pareja, me gusta, pues ya le digo, El Zapateado, El Toro, El Buscapiés. Lo que sí nunca me ha gustado – lo bailaba yo cuando era chamaca pero no me gustaba bailar – eran La Bamba y El Colás, esos nunca me gustó bailar, no sé por qué pero no. Eso sí, a mí échenme un Toro, un Zapateado, un Buscapiés, esos sí los bailo. Yo he bailado en los estrados cuando iba yo a Tlacotalpan con mi esposo. Yo era la bailadora del Grupo Alma Jarocha.

Mi esposo se llamaba Rodolfo Ortíz Almer. Él no bailaba. Cuando llegábamos a la Casa de la Cultura (San Andrés Tuxtla), que ya llegábamos donde estaba el director, que ya llegábamos apuntándonos todos, porque te apuntan porque hay tantos jaraneros, bailadores. Y ya me decían y su esposo baila, toca o canta y digo no, mi esposo ni toca, ni baila ni nada. No, mi esposo nomás anda conmigo porque le gusta.

¿Su esposo la acompañó, la apoyó? Porque he escuchado de otras bailadores que se casan y dejan de bailar.

Mira, mi esposo me dejó andar en todos los huapangos. Aquí me decía, te voy a ir a dejar y yo me regreso, porque yo desde que estaba recién casada le dije a mi esposo, mira, yo por otra diversión no vamos a pelear nada y si me dejas a ir, menos a un baile que ni lo sé bailar. Pero sí, el día que no me dejes ir a un huapango, le dije, hasta allí soy tu mujer. Teníamos como un mes o dos de casados y le digo hasta allí soy tu esposa. ¿Por qué me dice? Porque fue la única diversión que mi padre me enseñó y no la voy a dejar nunca, hasta que me muera yo, si es que puedo bailar. Ya me dijo él, puedes ir, si el huapango es una diversión decente, puedes andar. Y ya tuve su permiso, después hubieran huapangos en Rodríguez, en Cuatotolapan, en El Blanco, en San Benito, que velaban la Virgen de Los Remedio que yo andaba, en La Luisa el día de San Isidro.

¿Y su marido la acompañaba?

Y si no, pues vete con las comadres que van me decía.

¿Y usted cómo se sentía?

Yo por ese lado no tengo ningún sentir de mi esposo. Ahora cuando íbamos a Tlacotalpan, vámonos alístate y vámonos y nos íbamos. Él sentadito y yo bailando toda la noche, a él le gustaba fíjese, le encantaba, es que no aprendió pero a él le gustaba. Aquí en el radio estaba la hora de “Viva la Cuenca”. Él estaba al tanto de la hora, que tocaba a la una los sábados y domingos. Ya me decía, pon el radio que ya se va a pasar la hora de los huapangos, de los sones. Ponlo ya e iba yo y lo ponía. El son que a él le gustaba me decía báilalo y me fajaba yo a bailárselo, él sentado y yo bailando. Porque a él le gustaba mucho verme bailar. Y sí, él nunca me negó que fuera yo a un huapango, nunca, nunca, cuándo él iba a decir, hoy no vas ningún huapango.

Dice usted que fue bailadora de Alma Jarocha. ¿Ese grupo cuál era?

Pues de Charito Santos, que acaba de morir, él ya murió tiene dos años que murió. Allí andaban, mire, el de la guitarra era Nazario Santos, que era mi compadre, que nomás le decían Charito, Salomón, Benito Mexicano y Cudberto Parra que le decíamos “Mocorrito” y Narciso Aguilar después, ya después también José. José y Salomon los dos eran hermanos, andaban. Era un grupo muy bonito. Éramos sus bailadoras mi comadre – que vivía más para allá – y yo, pero luego ya no salía. Ella salía cuando tenía su primer esposo pero se murió su esposo y ya se hizo de otro marido y ya no la dejaba salir. Decía yo, oye comadre de verás que ya tu ya te amolaste, por qué ahora no sales, le digo: “pasuuuu, no hombreeee salías cuando tenías tu otro marido, ahora con este otro ya no sales y hasta la fecha sigue con ese hombre y no la deja salir.

¿Cómo siente usted el huapango?

Pues una alegría, una diversión muy bonita. El huapango es una diversión… yo oigo una guitarra y hasta los pies me comen. Si yo oigo una música de huapango siento una alegría, un gusto muy bonito.


Revista #3 en formato PDF (v.3.1):

mantarraya

Disco Sones Jarochos. Caña dulce y caña brava.

La Manta y La Raya # 2                                                                             junio 2016


 Sones Jarochos. Caña Dulce y Caña Brava.

Alvaro Alcántara López

Disco cañas ch

No parece fácil que tras escuchar, una y otra vez, sones jarochos en los fandangos, en las tocaditas, en las tertulias, en los discos, en los insufribles encuentros de jaraneros o hasta en las estaciones del metro, un cidí llegue y te sorprenda, te testeree los sentidos, te conmueva… te alegre. Esa maravillosa sensación de estar escuchando un sonido clásico, unas voces puestas en su preciso lugar y momento, unas frases musicales expresadas con mucha naturalidad y a un ritmo sorprendentemente agradable, vuelven gozoso el acto de escuchar un conjunto de sonoridades que creíamos conocer con suficiencia. Esto fue lo que sucedió una mañana de abril mientras escuchaba las primeras piezas del disco “Sones Jarochos”, del Grupo Caña Dulce y Caña Brava, una agrupación que apareció inicialmente con el distintivo de ser un grupo de mujeres soneras, compuesto en esta ocasión fonográfica por Adriana Cao, Raquel Palacios, Violeta Romero, Alejandro Loredo y Valeria Rojas.

Quiero decir, no es que al escuchar este disco se me hayan revelado misterios desconocidos o arcanos indescifrables de la música jarocha. Se trata más bien de todo lo contrario: quiero decir de reencontrarse con el placer de las primeras veces, con la emoción de experimentar en lo ya conocido el gusto de las primeras veces. La selección musical de la primera mitad del disco coquetea, según mis sentidos, con lo natural sencillez del latir de un corazón apasionado. En El Siquisirí, nada falta, nada sobra y todo encuentra su neuma. Las voces y frases de Adriana Cao, Raquel Palacios, Violeta Romero y Valeria Rojas suenan en este son tan naturales como contundentes, acariciando en cada verso a la vida y sus verdades. El contrapunto que a la voz humana ofrecen el arpa y guitarra de son resultan atinadas, chispeantes, esclarecedoras de un coloquio antiguo, muy antiguo sostenido entre la palabra y la música desde quién sabe hace cuantos siglos. De los artilugios y encantos de Adriana Cao como arpista ya teníamos noticia, pero Alejandro Loredo se presenta aquí como un músico que tiene mucho que decir dentro del lenguaje de las cuerdas.

La Petenera, segunda pieza del disco confirma la caricia sensorial lanzada en la pieza anterior y conduce a la memoria por los rincones más entrañables que conectan con otros músicos, otras grabaciones, otras orquestas de cuerdas, otras agrupaciones que han logrado alcanzar lo sublime en la sencillez de lo musical. Disfruto y sonrío mientras se sucede El Gallo, La Caña y El Buscapiés. Detengo el disco allí, me pregunto si acaso puede el disco seguir sonando tan natural, tan bien producido, tan poéticamente elegidos sus versos, tan estremecedoramente interpretados por estas mujeres de voz en/cantadora.

Aparecen entonces otros sones y arreglos en el intermedio del disco que me hacen volver la atención al tráfico, al estruendo de los autos, a ese corre corre citadino, de los que por momentos me había olvidado y extraído. Vuelven otras piezas a provocarme caras sonrientes, unas más y otras menos, convencido incluso que el disco ha debido terminar con El Zapateado, si antes hubiera estado precedido por un Cascabel intenso y vibrante, pero el son de La Manta, al final de la grabación, me saca de esa conjetura dejando sólo en la imaginación ese otro final posible.

Concluye el disco, sonrío, me siento alegre, contento de reencontrarme en un disco con un sonido “clásico”. Se ve que hay estudio, se nota que hay calidad musical, arreglos, memoria de otras grabaciones, intensidad, excelentes voces y mucho sentimiento. Gracias a Adriana Cao y cómplices que la acompañan por compartirnos este disco que vuelve gozoso lo ya conocido. Pero también les agradezco por reconciliarme con mi añeja idea del TOP TEN de las grabaciones de son jarocho.

Y así, evocando algunas versiones memorables de Andrés y Pedro Alfonso (Las Pascuas), de los hermnanos González y el grupo Tacoteno (Siquisirí con fuga de Pascuas), de Tereso Vega y Monoblanco (El Gallo), de Rutilo Parroquín grabado por Hellmer (El Zapateado), de Andrés Vega y Monoblanco (El Camotal), de Patricio Hidalgo, Andrés Flores y Chuchumbé (Las Poblanas), del Alma Jarocha de El Blanco de Nopalapan (María Chuchena), de Arcadio Hidalgo (El Zapateado), de Salvador Tome y Dionisi Vichy grabados por Alec Dempster (El Zapateado) o El Fandanguito de Antonio García de León, me pregunto si incluir en mi lista personal de los clásicos del son jarocho El Siquisirí o La Petenera que acaban de grabar las Caña Dulce Caña Brava en su disco Sones Jarochos.

No debo pensarlo mucho. La respuesta es afirmativa, seguro alguna de las dos piezas se queda en mi lista. Y desde esta convicción saludo y felicito a tod@s y cada una de las personas que participaron en esta aventura musical. Especialmente a Adriana con quien me une una amistad de muchos años en el mundo del son jarocho.

Cañas dulces y Cañas bravas (incluidos aquí a los excelentes músicos que también grabaron), gracias por tejer el camino.

Alvaro Alcántara López Abril, 2015


Revista # 2 en formato PDF (v.2.1):

mantarraya

Dijera mi boca de Alvaro Alcántara

La Manta y La Raya # 1                                                                             febrero 2016


Óscar Hernández Beltrán

Texto leído el 14 de agosto de 2015 en la Sala de Usos  Múltiples del Instituto Veracruzano de la Cultura, en  Veracruz, Ver., en el marco del XX Festival Afrocaribeño.

Portada rec ch

Buenas tardes: debo iniciar agrade-ciendo al comité organizador del XX Festival Afrocaribeño el haberme invitado a estar con ustedes. Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir su produ-cción escrita, sabemos que hay varios Alvaros Alcántara. Uno de ellos es el historiador y pensador riguroso, de sólida formación académica y prosa disciplinada que, como tal, suele ofrecer a los lectores los arduos resultados de sus venturosas inmersiones en textos teóricos y archivos mexicanos y extranjeros, con los que arroja luz sobre aspectos muy precisos del pensamiento y de los aconteceres sucedidos muy antes en nuestras regiones; otro es el Alvaro cronista, observador curioso y notario acucioso de la vida y los hechos de nuestros pueblos, de los que ofrece una mirada risueña y solidaria; otro más sería el ensayista libre y desenfadado, que externa sus opiniones con la absoluta confianza de quien se ha ganado el derecho a echar por adelante sus convicciones, por la simple y sencilla razón de que, en su momento, ha sabido prestar atención respetuosa a los argumentos de los demás. Otro, finalmente, es el Alvaro guapachoso, fiestero, que sabe vivir y convivir con todos, que dedica toda su pasión al canto, al baile y a la charla grata, en minutos festivos que pueden convertirse en horas, o en días completos, si las circunstancias y el avituallamiento disponible lo posibilitan.

Dijera mi boca, el libro que hoy nos reúne, contiene, curiosamente, a todos estos Alvaros, de tal suerte que su lectura semeja un recorrido por la montaña rusa, que nos eleva primero a los laberintos de la con-frontación teórica entre la tradición y la modernidad, con la sutileza que caracteriza a los dialécticos, ya que sostiene que el “antes y el ahora” pueden coexistir sin problemas. Lo interesante de esta posición es que se toma la libertad de afirmar, sin ambages, que no es la modernidad la que incorpora a la tradición, sino que es ésta la que se apropia de aquella, para descrédito de los posmodernistas y estupefacción de los apolo-gistas de la cibernética. Una consecuencia de este proceso no es entonces que los tradicionalistas se modernicen, sino que los modernos vuelvan la mirada hacia lo tradicional, tesis que, me parece, puede comprobarse cada vez que un estudiante de sociología pasa con su jarana al hombro o una diseñadora de interiores se esfuerza en aprender el zapateado.

Luego de una batería de ensayos teóricos sobre el tema de la tradi-ción que se leen muy bien, la montaña rusa de Alvaro Álcántara nos lleva por los meandros de la historia del Sotavento, con la mano firme del historiador acucioso, que habla del color de la burra porque tiene los pelos en la mano. Con diáfana claridad, nos demuestra que

la ganadería sotaventina, con sus ires y venires, con su intenso intercambio de objetos, versos y tonadas, fue el gran propiciador del son jarocho y ha sido, además, el vehículo que hasta la fecha lo sostiene. El son es, simplemente, la forma en la que se divierten los jarochos. El ritual cotidiano que los reúne, los integra en familias y les otorga la dignidad y la alegría a la que todo mundo tiene derecho, lo mismo si vive en la gran urbe, que si habita en una comunidad dispersa y aislada.

En este punto la montaña rusa recala en Tlacotalpan. Todos sabemos que la vida en la Perla del Papaloapan transcurre sin sobresaltos. Cuesta trabajo imaginar, por ello, la intensidad con la que allí se discutió, y se discuten todavía, la vida y la muerte del movimiento jaranero. Como todos los mitos, el del movimiento jaranero no tiene un lugar de origen preciso, ni unos padres plenamente aceptados; lo que es seguro es que apeló a las convicciones de muchas mentes progresistas, despertó adhesiones entusiastas y, hasta la fecha, es motivo de intensos debates. Dijera mi boca podría considerarse, en este contexto, el testimonio de uno de sus actores más lúcidos y entusiastas, quien hace primero una crónica de los días aquellos en que la Fiesta de La Candelaria se presentaba ante los iniciados como un hechizo y refiere después una sincera preocupación ante la degra-dación sufrida por el Encuentro de Jaraneros. No se trata de un lamento por el son jarocho que actualmente se toca en Plaza Doña Marta, sino, más bien, por el son que allí mismo ha dejado de tocarse y que, de unos años a la fecha, se ha refugiado en los fandangos de barrio lo que, bien mirado, digo yo, podría considerarse como otro triunfo de la tradición sobre la modernidad.

En este tramo, Alvaro recorre diversos puntos de la geografía sota-ventina para rendir homenaje, lo mismo a grandes personajes del son jarocho, como Zenén Zeferino o Esteban Utrera, que a la gente anónima de las comunidades, que asiste a los fandangos, no porque quiera ser parte de la tradición sino, simple y sencillamente, porque quiere divertirse. Debe destacarse, de lo referido por Alvaro en estas semblanzas, la apertura de la gente jarocha ante los visitantes y curiosos, a los que albergan con generosidad y alegría, mostrando con sencillez que la tolerancia no es una prenda rara, sino que los raros somos quienes ante ella nos sorprendemos.

El último tramo del libro es un catálogo de los sentimientos solidarios de Alvaro Alcántara, quien siempre está dispuesto a brindar apoyo a la difusión de un disco o la publicación de un libro, con textos no exentos de algunos toques de crítica. La suma de estos escritos lo erige, sin duda, en uno de los difusores más reconocidos de los mejores productos del movimiento jaranero; en uno de sus lectores y auditores más reclamados por los actores culturales jarochos. Estoy seguro de que los músicos y los escritores de Sotavento le piden a Alvaro que escriba las notas que acompañan a sus discos o prologan sus libros, no porque esperen un halago desmedido, sino porque confían en que sabrá ayudarlos a encontrar el lugar que su obra ocupa en el devenir de la cultura jaranera.

Estoy convencido de la buena ventura de Dijera mi boca. Estoy segu-ro que circulará de mano en mano entre los ciudadanos de la Repú-blica Jarocha, no porque sea un libro complaciente con el son y sus personeros, sino porque muchos de sus lectores encontrarán en él los efluvios líricos que su sensibilidad andaba acechando, los datos exactos que su investigación demanda o los relatos que empaten con sus añoranzas. Tantas veces Pedro, escribió Alfredo Bryce Echenique; tantas veces Alvaro podemos decir ahora ante Dijera mi boca, un compendio de lo jarocho que se puede empezar a leer desde cual-quiera de sus partes y es posible recorrer morosamente, porque semeja una charla en el bar “Los Amigos”, una travesía en lancha y, por qué no, un paseo por la montaña rusa.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

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Dijera mi boca

La Manta y La Raya # 0                                                                             octubre 2015


 

Alvaro Alcántara López                                                                                                       Dijera mi boca

Portada rec ch

Estos relatos surgieron inicialmente para ser escuchados e imaginados, antes que leídos. Son el resultado de poco más de veinte años de rumiar y gozar la vida en el alucinante mundo del son jarocho. A fines de la década de los años ochenta tuve la oportunidad de conocer los fandangos de tarima y desde entonces éste ha sido un espacio central de mi existencia y quehacer profesional. Cantadores, guitarreros, bailadoras y bailadores, jaraneros, campesinos, curanderos, soflamistas, tejedoras o ensalmadores de la palabra aparecieron de pronto frente a mis ojos mostrándome un mundo in/imaginado, un universo de otro tiempo y condición.

Estas textualidades son mi aporte a ese ejercicio, pero también una forma de agradecer a las personas que desde el mundo jarocho me han enseñado a valorar y disfrutar lo que importa de la vida.

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Lo popular ¿vuelto moda?

La Manta y La Raya # 0                                                                                          octubre 2015


 Alvaro Alcántara López

Reflexiones en torno a la emergencia de lo popular y                                         las culturas populares *

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Foto: Natse Rojas

Artículo en formato PDF:

Durante los últimos veinte años las regiones culturales han sido un tema a debate, tanto en la esfera político-social como en los espacios académicos. Hasta finales de los años setentas las políticas culturales del mundo estaban más orientadas a la construcción y consolidación de las ´identidades nacionales´ y al borramiento / ocultación de las diferencias de raza, etnia, lengua o territorio, bajo el aparente consenso de un “ser nacional” al que se colocaba por encima de cualquier tipo de diferencia entre los habitantes de un país. Los estruendosos fracasos de estos proyectos, visibles en las reivindicaciones ideológicas de los movimientos separatistas a lo largo y ancho del mundo demostraron que a pesar de décadas y décadas de adoctrinamiento nacional, las identidades regionales no sólo continuaban vigentes sino que demandaban su libre derecho a expresar y fortalecer sus respectivas matrices culturales. Fue a partir de las décadas de los años ochentas cuando la difusión de nuevas ideas en torno a la tolerancia y diálogo, la dimensión inmaterial del patrimonio o el respeto a la alteridad y reconocimiento de formas culturales alternas a la cultura ´occidental´ empiezan a influenciar el diseño de las políticas institucionales, dando origen a la creación de proyectos y programas para conservar, impulsar y mantener activas formas culturales alternas a los modelos seguidos hasta ese entonces.

Dentro de estas tendencias México no fue la excepción. Las políticas culturales de las adminstraciones gubernamentales posteriores a la revolución mexicana se dieron a la tarea de construir un dicurso nacionalista que diera cuenta fehaciente de esa ´unidad de lo diverso´ que era la nación mexicana. El cine, la radio y los proyectos educativos sexenales contribuyeron a promover, consolidar e introyectar los símbolos de la mexicanidad: los charros, el tequila, el México bronco y bravío, la “amistosa” relación con la muerte, los héroes nacionales, la música de los mariachis, el culto a las madrecitas, símbolos patrios y un sin número de imágenes que supuestamente expresaban la esencia de lo mexicano permitieron construir los estereotipos culturales de ´lo mexicano´ que siguen siendo visibles al día de hoy. Al nivel estatal también se realizó este proyecto y cada entidad federativa produjo sus trajes, comida, música y formas de ser “típicas”, desconociendo de este modo las diversas culturas que convivían dentro de las fronteras y límites estatales.

Durante las últimas dos décadas –y en consonancia con las transformaciones que ha experimentado la noción de patrimonio cultural en todo el mundo– las estrategias actuales de la política cultural de México tienden no sólo a reconocer las diferencias regionales y a sus respectivas identidades, sino a reafirmar el derecho a ser distinto, a tener códigos de valores alternos a los de la pretendida “cultura nacional” y a ejercer el pleno derecho de expresarse según formas socioculturales relativas a muy particulares procesos históricos. De este modo se ha visto una emergencia de las culturas regionales y micro- regionales con la correspondiente recomposición de narrativas identitarias que han encontrado en la memoria histórica, las artes, el lenguaje, los oficios, las tradiciones festivas o la música los elementos cohesionadores de identidades regionales en franca recomposición.

Este retorno a discutir, respetar y consolidar la diversidad identitaria ha estado acompañado de un resurgir de ´lo popular´. Si hace algunos años la promoción cultural se orientaba hacia lo que se conoce coloquialmente como cultura de élite, hoy en día las expresiones culturales denominadas populares atraen la atención de programas sociales, proyectos culturales y de estudios académicos – aunque es justo decir que en una proporción bastante menor respecto a lo que se invierte en las aún llamadas “bellas artes”. Los medios masivos de comunicación poco a poco empiezan a dirigir su atención hacia la promoción de la música de corte ´popular´, como la norteña, cumbias, corridos, sones, huapangos, vallenatos, quebradita, etc.; expresiones musicales que antaño se pensaba eran de gente “corriente y vulgar” o se asociaban a borrachos y delincuentes, pero que hoy son programadas lo mismo en la estación más alternativa de la radio, que en cualquier discoteca afamada, sufriendo un proceso de masificación, al mismo tiempo que apropiación por parte de las clases medias y altas del país. **

Los jóvenes roqueros y raperos graban sus materiales discográficos con músicos tradicionales nacionales y extranjeros y adaptan las versiones de sus melodías a formas y estructuras musicales muy cercanas a los de la llamada música tradicional. Así mismo, el reconocimiento de las músicas tradicionales del mundo ha creado una nueva categoría en las tiendas llamada world music o música del mundo, modalidad que, por otro lado, resulta accesible sólo a un reducido sector de la población debido a sus altos costos de venta. A nivel mundial, el impacto en marketing de la producción discográfica “Buenavista Social Club” ilustra adecuadamente esta cuestión; y en general, el reconocimiento dado en la actualidad a las expresiones artísticas provenientes de los países de “economías alternas”, constatan que la cultura popular está de moda y constituye uno de los productos más rentables y comercializables del momento. En nuestro país resulta indudable que una de esas expresiones que han alcanzado notable popularidad y difusión es el son jarocho sotaventino, en sus diversas expresiones y en su rica variedad de estilos y modos de ejecución. El crecimiento y proyección de estos grupos de son jarocho reunidos en torno al llamado ´movimiento jaranero´, no sólo llamaron fuertemente la atención para pensar y discutir las matrices culturales de la región sotaventina, sino que estas agrupaciones musicales resultan indispensable para entender la reinvención de la identidad jarocha operada en los últimos diez años.

Sin embargo cuando se observan con más detalle la efervescencia, impulso y difusión que han tenido en las últimas dos décadas los fenómenos culturales me pregunto ¿Hasta qué punto es real este reconocimiento a formas culturales alternas a las de la cultura occidental predominante? ¿Qué tipo de beneficio obtienen las comunidades tanto urbanas como rurales de esa revalorización que hacen las instituciones gubernamentales, medios masivos de comunicación y la industria de entretenimiento de sus expresiones cotidianas? ¿Este reconocimiento de “lo popular” implica la puesta al día de una mirada exótica que el mundo civilizado dirige a las sociedades ´atrasadas´ o en ´vías de desarrollo´? ¿La aceptación o inclusión que se da a las culturas tradicionales cuestiona o refuerza las imágenes estereotípicas que el discurso nacionalista ha construido sobre las culturas populares?

La duda aflora cuando se constata que este reconocimiento de lo cultural vuelve a plantear la trampa de concebir el quehacer cultural local y regional como un ámbito independiente de los procesos sociales y económicos que privan en todo el planeta. Si aceptamos la idea que la sociedad moderna está dividida al menos tres esferas de acción, a saber, la tecnológica-económica, el régimen político y la cultura, cada una con lógicas, normas y comportamientos diferentes, las contradicciones empiezan a florecer. Tenemos entonces al orden tecno-económico regido por las reglas de la competencia, la productividad, la eficacia y la eliminación de los contrarios; por otro lado en el ámbito de la esfera política prevalece –al menos en el discurso– la exigencia de igualdad, referida no tan sólo a la igualdad de todos ante la ley, el sufragio universal y la libertad de las igualdades públicas, sino a la igualdad de medios e incluso a la igualdad de resultados.
Mientras que en el ámbito cultural las idea de la tolerancia, el respeto a la alteridad y el derecho a ser diferentes se presentan como principios básicos de cualquier comportamiento. La cuestión de cómo combinar o hacer coexistir estas tres lógicas resulta un problema central de las sociedades contemporáneas (vid, Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo).

Este asunto, lejos de sumergirse en los terrenos de una bizantina discusión filosófica tiene implicaciones prácticas que se empiezan a observar en el territorio nacional. Por ejemplo, un asunto harto delicado que se esboza desde esta perspectiva es el de cómo preservar, reactivar y/o reproducir mediante talleres, cursos y proyectos especiales las expresiones culturales de una comunidad cuando las generaciones jóvenes están emigrando de sus localidades en busca de un mejor futuro. Entiendo perfectamente que no está en la competencia de las instituciones culturales asegurar los modos de reproducción económica de las personas, pero es precisamente esta situación lo que dificulta que las acciones culturales planeadas puedan impactar de forma decisiva en la población. Tengo la impresión que a veces se nos olvida que las expresiones de cultura están íntimamente ligadas a las actividades de trabajo, a los ritmos sociales de vida que establecen las diferencias entre el tiempo del ocio y el tiempo de trabajo, a los procesos históricos y contactos con otros grupos humanos, a los ciclos climáticos, así como a las peculiares expresiones de religiosidad características de la zona, por citar algunas variables.

Las actividades que las personas hacemos todos los días tienen siempre una utilidad y proporcionan un sentido a nuestras vidas, aunque este beneficio o sentido sea muchas veces de tipo inmaterial. Muchas actividades cotidianas que por convención llamamos tradicionales caen en desuso porque las acciones individuales o colectivas que le daban sentido y las organizaban entraron en crisis o desaparecieron. Querer reactivar actividades culturales que han caído en desuso sin reactivar las dinámicas de trabajo, de asociación o de comunicación que les dieron origen tiene un handicap en contra que se antoja muy difícil de superar. Entiendo que planteadas de este modo las expectativas sobre la puesta en marcha de proyectos y procesos culturales e identitarios puede parecer poco exitoso. Todo lo contrario. Las constantes muestras de reacción y adaptación por parte de los grupos humanos me permiten tener una gran confianza en la creatividad de las personas para sacar el mejor provecho de situaciones aparentemente adversas. Cierta tradición paternalista nos ha hecho pensar a las comunidades y grupos humanos sin mucha capacidad de respuesta, pero lo cierto es que en la práctica ocurre todo lo contrario y las sociedades, de las más grande hasta las más pequeñas, continuamente se reinventan y reorganizan para responder a nuevas situaciones.
Lo que intento es abrir a la discusión que si nos concentramos en la esfera cultural disociándola de las dinámicas económicas, los procesos migratorios, la reestructuración social o de la presencia e impacto de los medios masivos de comunicación en la vida cotidiana de ciudades y pueblos se corre el riesgo de confundir nuestras expectativas e ideas con las de la gente que viven en los lugares en donde queremos echar andar un proyecto o alguna investigación. Hasta donde puedo observar las políticas gubernamentales continúan aislando los proyectos culturales respecto de la generación de programas que permitan a las personas no tener que emigrar de su lugar de origen porque el producto de su trabajo se devalúa hasta niveles realmente vergonzantes, porque los ríos donde solían pescar están contaminados o porque una concesión de eucalipto ha dejado inútiles sus tierras por varios años.

Utilizo el término “domesticación de lo popular” para referirme a la tendencia de reconocer, promover y difundir las diferentes identidades culturales –y las expresiones derivadas de ellas– están atendiendo sólo los productos y menos las condiciones que generan tales producciones. La comercialización de lo popular y tradicional crea paulatinamente diferenciaciones al interior de las comunidades y colectividades construyendo nuevos estereotipos que parecieran ser útiles y necesarios preferentemente a las expectativas de compra y venta del intercambio cultural. Lo cierto es que la diversidad cultural del mundo sólo es accesible a quienes pueden pagar los caros discos compactos, asistir a conciertos en mega ciudades, pagar suscripciones de televisión por cable, para así poder conocer, vía canales culturales, las maneras en que individuos de otras regiones culturales expresan sus ideas sobre el mundo. Estamos domesticando lo popular si convertimos en exótico a un versador o músico de fandango sotaventino, y le producimos un material discográfico pero no somos capaces de asegurar –institucionalmente– que las generaciones jóvenes aprendan de él y hereden parte de sus enseñanzas, asegurando de esta forma que una parte significativa de sus saberes y técnicas puedan ser transmitidas a las generaciones venideras.

Quizá sea pertinente que aquellos que nos sentimos identificados con o participamos en ese universo lúdico de la cultura popular nos preguntemos si todo este boom de lo ´popular´ y los discursos a favor del reconocimiento a la alteridad y la diferencia están convirtiendo a las prácticas culturales en mercancías que se ofertan en el mercado, en la medida que se les desliga de los entramados sociales y comunitarios (mundos de vida) que les han dado sentido.

Pero incluso, aun en este supuesto, vale la pena tener fresco en la memoria que las culturas tradicionales, formas de vida y concepciones del mundo a las que están asociadas confirman que otras maneras de convivir y existir en el mundo son posibles, confrontando el individualismo y consumo que desde el poder económico quieren hacernos creer como la única forma posible de gozar la vida.

Notas

*  Estas ideas fueron presentadas en el marco del Primer Foro del Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, realizado en la ciudad de Tlacotalpan, Veracruz durante el mes de noviembre del 2001. Hago patente mi reconocimiento a las Unidades Regionales de Culturas Populares de Acayucan y Xalapa, al Instituto Veracruzano de la Cultura y a la Dirección de Vinculación Regional del CONACULTA por haberme invitado a aquel evento. La versión que aquí se presenta forma parte de un texto más amplio que aparece en mi libro Dijera mi boca. Textualidades sonoras de un Sotavento imaginado, de próxima publicación.

** Al momento de escribir este texto (2001) no imaginaba el impacto que en la difusión de las culturas musicales tendría la internet.

Revista # 0 en formato PDF (v.0.2):

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