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El Mono Negro

La Manta y La Raya # 1                                                                        febrero 2016


El Mono Negro

Arcadio - Tlaco 1982

A un poeta no me asemejo
porque no sé ortografía;
de ser poeta estoy lejos
pero guarden muchos días
estos versos que les dejo
de las ignorancias mías.

.

Alfonso D’Aquino

Ser extraño a la vista. Arcadio Hidalgo resulta impactante desde el primer momento. Mientras hablaba, nadie podía dejar de atenderlo, de celebrar sus interminables historias, de reír con sus chistes, con sus cambiantes tonos de voz para imitar a los demás, o para imitar-se a sí mismo. Gesticulaba, movía los brazos, parecía sorprenderse de lo que estaba diciendo, pero aquello era ya incontenible; y el seguía y seguía. Hablaba con todo el cuerpo y con todo rostro; sus ojitos, penetrantes y burlones parecían anticiparse a lo que él iba a decir. Su voz, a un tiempo, golpeada, cascada y melodiosa, a veces se aflautaba, se aniñaba, se opacaba. Repetía frases, movimientos, inflexiones, que había visto o escuchado décadas atrás, como si conservara una especie de memoria corporal, de una auténtica memoria de bulto de todo lo visto y vivido. No sé si la suya era una gracia recuperada en la vejez o una gracia que nunca había perdido, pero esa curiosa mezcla de anciano y niño, de niño y mono, que se daba en su persona era en verdad asombrosa. Su figura resultaba al mismo tiempo simple y percusiva. Su voz, resonante, bajo los oscuros techos de la casona de Juan Pascoe en Mixcoac, donde el Grupo Mono Blanco se gestó. La finura de su oído, su rapidez, su alcance a la hora de recordar cómo se había tocado tal o cual son, hacían de Arcadio un ser por entero musical. Como si todo aquello –voces, gestos, sones– tan sólo saliera de la caja de resonancia de un fino y viejo instrumento. Apreciación a la que contribuía el color de su piel –no negro propiamente dicho, sino más bien caoba, canela–, que por un momento hacía pensar en un ser tallado en madera. Simple y extraño ser, entre mono y hombre, que la media luz del techo nos dejaba entrever:

Yo soy como mi jarana,
con el corazón de cedro,
por eso nunca me quiebro
y es mi pecho una campana…

A la figura percusiva unía Arcadio una extraordinaria agilidad mental, una atención vigilante y una flexibilidad de espíritu que hacían de él alguien notable. Si a ello añadimos la experiencia de noventa años de vida y una especial capacidad (o voluntad) de simulación, no resultaba extraño, visto a la distancia, cuán fácil-mente parecía amoldarse a las expectativas y caprichos de sus compañeros de grupo, pero cuán fácilmente también tocar –casi arañar– las cuerdas más sensibles de los otros. Y de un rápido salto, además, resultar él el agraviado. Su gracia no tenía fin. “Yo no digo mentiras”, decía y era cierto en alguien tan cambiante, tan volátil. Sin embargo, a despecho del aplomo escénico del que hacía gala, el viejito era un manojo de nervios y aprehensiones, que de pronto le cerraban la garganta a voluntad, “con arte y maña”, como dice Pascoe. Decía también que de noche “se ponía a pensar en todo.” No sabemos lo que eso cabalmente quisiera decir, pero podemos imaginarlo bajo las sábanas, junto a la tibia madera de su jarana, concentrando sus pensamientos y sus deseos en pulsar lo más suavemente posible para no despertar a los otros, las cuerdas de su instrumento, una y otra vez, hasta alcanzar la nota más sutil, el pensamiento más sublime y en ese instante caer a un rápido y profundo sueño:

¿Para qué quiero yo cama,
cortinas y pabellones,
si no me dejan dormir
varias imaginaciones?

Más allá del halo revolucionario que lo rodeaba y en el que curiosamente no se regodeaba, sino que sabía mantener vivo con enconada fuerza, y más allá también del carácter cuasimítico que ya para entonces tenía y de cierto lado caricaturesco del que no estuvo exento, sin embargo, en el constante trajinar de sus últimos años. Lo que entonces me parecía (y sigue pareciéndome) ejemplar de Arcadio Hidalgo era su natural sabiduría silvestre. Aplicada en todo momento, ya fuera para tocar la jarana, hacer agudas observaciones de la gente o salpicar su plática de anécdotas y consejos salaces, que hacían rabiar de risa al monerío. Era increíble a la hora de contar barbaridad y media. Sus ojillos brillaban en semipenumbra y él mismo parecía sorprendido de que éstos, negros y vivaces, una vez más se movieran por sí solos:

A una fuente corrientosa
temprano me fui a bañar;
al llegar a ese lugar
me supuse de varias cosas;
yo no te quise mirar
pero la vista es curiosa.

La particular sabiduría de Arcadio iba más allá de su voluntad, más allá de él mismo. Cierta vez que Juan lo reprendiera por tirar basura en algún sitio público, tras reconocer su falta de urbanidad, acotó: “Pero voy a aprender a andar entre la gente.” Y con su peculiar olfato encontraba lo que quería. En otra ocasión, cuenta Pascoe en La Mona, don Arcadio le entregó “dos cuadernos Scribe de coplas y décimas, escritos en su puño y letra, algunas cosas compuestas por él, otras nomás apuntadas. –A ver cuánto me sale para que me hagan un libro– dijo.” Es decir, que había más. Dos cuadernos de versos a partir de los cuales Juan Pascoe imprimió, bajo el sello del Taller Martín Pescador, la primera edición de La versada de Arcadio Hidalgo, en 1981. Cuatrocientos ejemplares impresos en papel Guarro color de rosa, con dos grabados antiguos y un epílogo de Antonio García de León; veinte ejemplares vendidos en la Ciudad de México. Hacia finales de 1985, a más de un año de la muerte de Arcadio, el Fondo de Cultura Económica la reeditó en su colección Cuadernos de la Gaceta, junto con algunas entrevistas y algunas otros textos sobre el viejo jaranero, en una edición realizada por Juan Pascoe y Gilberto Gutiérrez. Curiosamente en la portada de ese libro se reprodujo una décima de Arcadio, escrita por su puño, letra y accidentada ortografía, que por algún extraño designio editorial no está impresa dentro del libro. (así que la nueva edición tampoco la incluye.) Tampoco volvió a editarse el texto de García de León. Casi veinte años después se ha decidido volver a publicarlo. Sin duda traerá cambios y sorpresas, pero tengo la impresión de que fuera un libro que aún no acaba de tener una edición definitiva. Como decíamos, con Arcadio siempre hay algo más, y entonces el lector cae en cuenta de que sus versos no sólo son para los ojos, que hace falta la música que los acompañe. Quiero decir, que es tiempo también de que se decida editar o reeditar las grabaciones que se conserven de él.

¡Qué voluntad tan extraña
cuando ya no hay interés!
Esta vista no me engaña,
este mundo está al revés;
se me ha de quitar la maña
de hacer gente a quien no lo es.

Dice Juan Pascoe que para el público que asistía a los conciertos en los que Arcadio tocaba, el viejo jaranero “era el representante del México original de donde habían surgido todos los mitos… no era sólo un poeta campirano sino también la última reencarnación del Negrito Poeta.” También se acercaban a preguntarle si acaso él no era el mismísimo Mono Blanco. Arcadio gozaba de la leyenda que iba tejiéndose a su alrededor; más aún, contribuía a darle forma, actuaba su papel, con gran previsión se amoldaba a los hechos, aun cuando éstos lo desmintieran. Así su fama de poeta repentista, por ejemplo, puede ponerse en entredicho ante afirmaciones como ésta: “Después de la Revolución, por sufrimiento tan amargo que tuve, me vino al pensamiento componer versos. En la noche, cuando me iba a descansar, empezaba a darle vuelta a algunos pensamien-tos y así me quedaba dormido; y al despertar, pedía que me anota-ran algunas palabras de ese sueño, para después, en el campo, a la vez que le daba al azadón, recorrer con mi pensamiento hasta que completara el verso.” Su procedimiento está lejos de poder considerarse simplemente repentista, nos habla, por el contrario, de una versificación asumida como un trabajo mental continuo: versos pensandos a lo largo del día y de la noche, versos trabajados hasta alcanzar su forma, su diferencia. Hasta alcanzar el grado de refinamiento y consistencia de su versada. Sin soslayar, claro, aquellas ocasiones en que tanto el objeto inmediato de sus versos como la urgencia de sus contenidos coincidían en el tiempo y el espacio y, de repente, el viejo astuto tenía ya la copla adecuada para dedicársela a alguna mujer; su repentismo era sólo otra de sus habilidades:

Yo salí de Matamoros
y a este lugar llegué;
yo te guardé decoro
y cantando te diré
que tu dentadura de oro
qué bonita se te ve.

Recordemos aquello que dice Herder en una de sus cartas sobre las canciones de los pueblos antiguos: “ya sabe usted, que cuanto más primitivo, es decir, cuanto más activo sea un pueblo –que no otra cosa significa la palabra– tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas.” Por su parte Juan Pascoe afirma en su libro im-prescindible que “el fenómeno del son jarocho no es ajeno a la poesía.” Y cuenta cómo en su búsqueda etnomusical por distintas regiones del país, acaba descubriendo que, atendiendo a la letra el son jarocho era “superior a otros géneros: ahí se dialogaba, se decían las cosas, se cantaba poesía.” Había encontrado que en el son jarocho el lazo natural entre la palabra y la música no estaba roto todavía. En este sentido, Arcadio con su experiencia, su talento, su naturaleza doble, reunía en sí esa capacidad superior que le permi-tía no sólo transitar de un lado a otro, de la música a la poesía, sino vivir inmerso en su íntima unidad. Por eso es posible depurar su versada de todos aquellos valores ajenos a su propia naturaleza: desde los remanentes de cualquier tradición inventada (o impos-tada), las ideas preconcebidas sobre el qué y el cómo del son, o los elementos gastados por el uso, como pueden ser los temas mismos de alguna de sus coplas. (Ya las distintas versiones que se recogen de algunas de ellas nos hablan de variantes, de distanciamientos, tanto en sus propios versos como respecto a la tradición.) Lo que permanece tras ese fácil despojamiento, en toda su inmediatez y su pureza, es la expresión de un lenguaje sensitivo, vivo, natural, con un ritmo propio como sentimiento fundamental; que se traduce en motivos para cantar y que sólo a través de la música alcanza su propia forma. Y ésta, como afirma Cuesta en uno de sus ensayos sobre música, “no es un producto colectivo, un sedimento nacional; la forma es una creación personal.”

Mi gusto es, con la luna llena,
salir a cantar al campo.
A mí nadie me sofrena
y si en un lugar me planto
es para cantar sin pena.

Despojada de todo lo que pudiera interferir en su expresión, la voz profunda –seca y melodiosa– de Arcadio Hidalgo, llena de ritmo y dueña de su fuerza, modulaba de una manera natural –como puede serlo un grito de dolor o de alegría– aquello que Herder (una vez más) llamara “las exclamaciones primitivas del lenguaje natural”, a cuyo origen animal, la poesía sólo puede aspirar a aproximarse por imitación. La voz de Arcadio brotaba de las raíces mismas de un arte todavía inconsciente, sin significado alguno –ni expreso ni impuesto–, anónima en su portentosa naturalidad, terrible en su pureza. Bajo aquellos salientes techos de madera, que en la noche crujían como si estuvieran habitados no por insectos sino por fantasmas de insectos, en la semipenumbra en que se gestaba el mono, la voz de Arcadio resonaba (y sigue resonando en mi memoria) con toda su fuerza –ingenua y espontánea–, su rara cadencia y ese ritmo lento e inventivo que era su propio pulso. En aquella oscuridad, sólo sus ojos brillaban, saltones y humedecidos. De una viga del techo colgaba la colección de jaranas y liras de Juan Pascoe, que parecían estar como a la expectativa, las cuerdas tensas, a punto de sonar por sí solas. Más allá de lo que aquella voz decía, más allá incluso de que dijera o no dijera nada, esa voz se sentía, esa voz nos tocaba:

Pensando en mi suerte santa
de mi fortuna me quejo;
quisiera volverme planta
para no morir de viejo
porque la muerte me espanta.

También lo recuerdo silencioso, más bien, habría que decir, calladito, como a la espera; con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, sin recargarse en el respaldo de la silla que ocupaba. La Mona, entre sus piernas, en reposo también por un instante. Aun sus ojos parecían tranquilos, sólo el ápice de astucia que en ellos estaba siempre a punto de brotar delataban la vida que habitaba su figura sin pulir. Mono de madera con jarana, tallado de una misma pieza; el instrumento era apenas una simple extensión de un cuerpo. Sólo una de las manos del viejo, de dedos largos y negros, posada en la grácil y arquetípica figura de la jarana, no dejaba de moverse, acariciándola. Y uno no podía dejar de pensar que bajo la apariencia de aquel anciano de pelo blanquísimo un ser más oscuro aguardaba con fingida paciencia. Bajo la amarillenta luz del foco, aquella mano se irisaba de reflejos violáceos. Me hacía pensar en esas flores de color morado de las que su versada estaba llena. Y entonces, durante ese largo instante, de silencio sensible, capté su signo. Aquella tregua con el mono de adentro –entre el viejo eslabón intacto y el mono encontrado, es decir hallado y enfrentado– me revelaba otro Arcadio. No el revolucionario, ya lo dije, ni legendario, ni el literario –aquel “Don Arcadio” que inventaron los monos, pero del que él decía y en el libro de Pascoe está consignado: “Eso de don es solo en la capital” –; no, ni siquiera el jaranero ni el versador en medio de aquel silencio. Y él, que toda su vida había tocado la jarana para ejercer con su ritmo portentoso una fuerza mágica que alejaba los demonios y las enfermedades, que conjuraba el miedo y que, hacia el final de su vida, detenía incluso el momento de su muerte, ahora estaba sorpresivamente callado e inmóvil. En su extrema simplicidad campesina –simplemente vestido de blanco aunque no lo estuviera por completo–, Arcadio se mostraba por un instante como uno de los seres más misteriosos que yo hubiera visto. Sólo aquella mano oscura, como por sí sola seguía moviéndose sobre la mujercita de madera.

Fue entonces cuando empezó a escucharse –primero casi impercep-tible, pero luego con una intensidad creciente aunque no durara más que un instante– el rasgueo indistinto de una uña que arañaba y tamborileaba con impaciencia la caja y las cuerdas de La Mona. En los escrutadores ojitos del viejo había un último destello de ironía. Sé que uno de sus últimos deseos era construirse una torre arriba de un cerro pelado para subir por las tardes a tocar su jarana, ahora sí que a los cuatro “carriles del viento”. En realidad, al poco tiempo, murió de muerte vegetal. Se le gangrenó la pierna. Y, como cuenta Pascoe con hábil minucia, estando internado en el Hospital Civil, Arcadio le pidio a su mujer que le untara alcohol en la espalda, y al darse la vuelta para que ella lo hiciera, de pronto se murió. “Así de fácil”, concluye. Para mí toda la situación una vez más tiene algo simiesco. El acto de dar la espalda al morirse, con esa facilidad, nos advierte del pleno regreso de Arcadio a su mundo natural, primario, primitivo. Su gesto resulta así una muestra de astucia (y no sería la última), una nueva salida inesperada, una ocasión más para salirse con la suya y dar la espalda al mundo. Y así podemos verlo: oscuro y encorvado, alejándose, de regreso a su bosque encantado, bajando y subiendo de esa torre, que es su árbol y su faro, él mismo convertido en instrumento del viento.

Salí una tarde a pasear
por las calles de La Habana
y cuando me dio la gana
le tiré una piedra al mar.
La vi el espacio cruzar,
más tarde la vi caer,
vi una burbuja nacer,
ondas azules abrirse
y la piedra sumergirse
hasta desaparecer.

Publicado en Monogramas, Cuevas, D’aquino, [et al.]. 1ª ed. 2004, Taller Martín Pescador; 2ª ed., 2005, Universidad Veracruzana.


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mantarraya 2