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Los otros relatos de la memoria social

Paco Píldora: genio y figura

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


 Francisco Rivera Ávila,                                            Paco Píldora :  genio y figura *   

Horacio Guadarrama Olivera

A la memoria de Gregorio Rodríguez Terán, Goyo Mondongo, tlacotalpeño de nacimiento, jarocho de corazón.

Veracruzano soy del novecientos ocho,
del de Pepa Limón y Porfiriata,
del Veracruz aquel lindo y jarocho
que era todo retreta y serenata.

Del Veracruz aquel de carretela
de aquel de los tepaches de Tío Pico,
del de los bailes en La Ciudadela
y los calientes danzones de Albertico.

Del Veracruz aquel del cilindrero,
del de Mela Terán y Pepe Azueta,
del Veracruz aquel del pirulero,
de aquel de los domingos de retreta.                                                                    Paco Píldora

Don Francisco Rivera Ávila, mejor conocido aquende y allende las fronteras de la Heroica como Paco Píldora, era, ante todo, un hombre íntegro, franco como el que más, que nunca perdió piso ni sacó provecho de nadie y que llevó siempre una vida realmente modesta. Era un hombre alegre, que no un chistoso profesional; tenía gracia, zumba, pimienta fina, sin duda, pero todo ello lo llevaba con singular majestad: en él, la simpatía era un atributo natural, no una explosión de la que se hace gala.

Pero Paco Rivera fue mucho más que un personaje típico del puerto: fue, como sabemos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, un gran poeta vernáculo, un cronista sin par y un charlista notable, así como un gran estudioso y conocedor de Veracruz, su querida ciudad natal. Sus tres obras fundamentales son Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos (1957), Estampillas jarochas (1988) y Sobredosis de humor (1996), en verso, aunque también escribió un cuento corto, “La noche”, de corte erótico; un par de ensayos: “…y entonces nació la Bamba” (o “Así nació la Bamba”) y “Algo sobre el danzón”; algunas anécdotas históricas bajo el título de Sucedió alguna vez, así como un sinnúmero de versos –la mayoría epigramas y décimas– y una serie de textos autobiográficos.

En mi opinión, su obra versística completa, tanto la publicada en sus libros como la divulgada en los periódicos porteños, merece ser compilada, seleccionada, ordenada y editada en uno o varios tomos, en los que se incluya un estudio preliminar histórico-literario que la ubique y analice en el contexto de la décima sotaventina y caribeña.

En la segunda edición de Veracruz en la historia y en la cumbancha…, financiada por el ex presidente Adolfo Ruiz Cortines –la primera la sufragó un grupo de amigos de Paco Rivera, nombre éste, por cierto, con el que aparece en esa edición en la portada–, Francisco Ramírez Govea (quien fuera presidente municipal del puerto) escribió atinadamente en el prólogo:

Su obra poética es una clase de historia y geografía jarochas; de historia que habla de gentes sencillas que ya no existen, pero que en su tiempo fueron representación de la vida veracruzana; de geografía con estampas de colores tiernos donde las palmeras aparecen mojadas de rocío y las siluetas de los hombres se perfilan con extraordinaria nitidez. Paco Rivera tiene, además, la absoluta honradez y la cabal conciencia de su sitio en la lírica. Señor de su ciudad, dueño de los secretos de su fácil vivir, vigía de sus estrellas e intérprete de sus ansias, busca en ella su espiritual ubicación y responde magníficamente a su solemne compromiso de intérprete.

Por su parte, el poeta Jaime G. Velázquez, editor y prologuista de Estampillas jarochas –cuyo primer tiraje está agotado desde hace años–, sintetiza en unas cuantas líneas la actualidad y trascendencia de la obra de Paco Rivera:

Muestra ejemplar de periodismo limpio, los epigramas de Paco Píldora, su presencia cotidiana, no conducen a la amargura, no son blanco y negro del duelo nacional, ni son prueba de lo irremediable, sino una luz que llama la atención sobre el punto que debe discutir el ciudadano, pues, a pesar de imposiciones y reveses, la opinión pública todavía es importante aquí. Por ello, el epigramista se vuelve, de manera natural, cronista auténtico: la crítica de la sociedad sólo es admisible cuando surge de una conciencia histórica que no puede ser burlada.

En efecto, así como Joaquín Santamaría fue el fotógrafo veracruzano por excelencia entre 1920 y 1975, Francisco Rivera fue, con o sin título oficial (que, por otra parte, a él lo tenía sin cuidado), el cronista más genial, original y genuino del Veracruz del siglo pasado.

Cronista, poeta y conversador excepcional, a la vez personaje imprescindible de la vida cotidiana porteña, hombre de una sola pieza y sin ambiciones mezquinas, de una coherencia e independencia intelectual ejemplares, don Francisco Rivera Ávila representa lo mejor de la décima porteña y sotaventina –junto con Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Gastón Silva Carvajal, Manuel Pitalúa Flores, Guillermo Cházaro Lagos y un largo etcétera–, y del veracruzano que sabe disfrutar con sano alborozo cada uno de los momentos de su existencia, sin entristecerse nunca ante los avatares de la vida.

El 25 de febrero de 2008 se cumplieron cien años del nacimiento de Paco Rivera y el 1 de junio de 2009, tres lustros de su fallecimiento. Qué mejor ocasión para revisar, así sea someramente, algunos pasajes de la interesante e intensa biografía de este queridísimo e inolvidable personaje popular porteño; base sin la cual, por supuesto, su obra no puede entenderse del todo.

Los primeros años
Paco nació en la ciudad de Veracruz, a las 6:00 de la mañana del 25 de febrero de 1908, en la planta baja de la accesoria marcada con el número 34 de la calle Mariano Arista, propiedad de su tía, doña Manuelita Murga viuda de Rivera (“Nací por suerte y por fortuna mía / en este puerto bullicioso, / ¡veracruzano soy!, proclámolo orgulloso / y delante de un rey, lo gritaría”). Sus padres fueron Celestino Rivera Balcárcel, originario de la parroquia de Guimarey, municipio de La Estrada, provincia de Pontevedra, Galicia, España, de oficio pequeño comerciante; y Leovigilda Ávila Ortiz, oriunda de Paso de Ovejas, Veracruz, y “cantadora de huapango”.

Los primeros años del pequeño Francisco, quinto hijo del matrimonio Rivera Ávila (primero nacieron tres mujeres: Estela, Leopoldina y Natalia, y luego, tres varones: Celestino, Paco y Rubén), no serían precisamente fáciles. La situación económica de la familia Rivera Ávila no era desahogada, a pesar de que doña Manuelita Murga, generosa como era, les condonara la renta de la accesoria.

En 1910, año en que estalla la Revolución mexicana, su padre fue detenido y encarcelado por creerse que él mismo había provocado el incendio de su negocio de jarciería y locería El Navío, ubicado en el mercado Trigueros; incluso su madre, sin deberla ni temerla, fue involucrada en este sonado caso: “Aprehendieron a la esposa del gachupín incendiario”, rezaba una de las cabezas de la sección de nota roja de El Dictamen, que en aquella época era, sin duda, una de las más leídas debido a las detalladas y extensas crónicas que hacía de la vida de los bajos, y no tan bajos, fondos porteños. Poco después, don Celestino se tuvo que ir rumbo a La Antigua, al rancho de La Posta, donde instaló una pequeña fábrica de teja acanalada.

Además de la lejanía de su progenitor y de las penurias económicas de su familia, el niño Rivera Ávila sufrió por esos años un terrible ataque de paludismo con fiebres tercianas, muy común en el Veracruz de ese tiempo, a pesar de las mejoras que en el viejo casco urbano había realizado la omnipresente compañía inglesa Pearson & Son a principios del siglo xx. La quinina, en ese entonces único antídoto contra este mal, lo estaba dejando en los huesos, pálido y sordo, por lo que su madre lo mandó al rancho de El Salmoral, de su tío Lino Ávila Ortiz, para ver si por allá se mejoraba.

“¡Lino, cuida mucho a Paco, que no se asolee, que no vaya a meterse al río!”, ésas fueron las últimas recomendaciones que doña Leovigilda, casi a gritos, hizo al tío de Paco cuando éstos partían de la vieja casona de Arista rumbo al rancho. Lino era un buen tipo y buen jinete –contaba don Paco–, cabalgaba en el Parodia, un retinto, rejón entero, fuerte y de alzada, que al pasearlo a brida sujeta, se refistoleaba dando pasitos de lado y sacudiendo la cabeza con alegría; había acompañado al tío en la Revolución cuando [éste] militaba con la gente de Ponciano Vázquez por el norte del estado.

Además del tío Lino, en El Salmoral vivían su abuela materna, Lorenza Ortiz (mamá Lencha), “ducha en la preparación de brebajes y pócimas, además de experta en curar el ahogo y tronar el empacho”; su tío Prisciliano, sus primos Rogelio y Piedad, y Lébida, ahijada de la abuela, una “mulatita de ojos vivarachos” y “de no malos bigotes”, mejor conocida como la Piola, por aquello de que “hacía bailar a cualquier trompo”, quien al quedar huérfana había pasado a formar parte de la familia Ávila Ortiz. En el rancho, gracias a la vida campirana y a los platos de puchero gordo de pollo que su abuela le preparaba (café, salsas, picantes, huevos y sopas de pasta estaban prohibidos para él), el inquieto Francisco se recuperaría y embarnecería en un par de meses, tiempo en el cual, bajo la estricta supervisión de mamá Lencha, se encargaría de “darle maíz a la marrana y a las aves, ponerles agua y evitar que la marrana se saliera al camino, y por la tarde en el potrero, al pie del palo mulato, picar zacate hasta llenar la canoa y ponerle agua al bebedero”; actividades cuyo único fin era que a la hora de la comida Paco tuviera más apetito que un pelón de hospicio.

La letra con sangre entra
Su paso por la escuela no sería tampoco miel sobre hojuelas. Primero fue a una escuelita sin nombre que estaba en el Patio del Cañón,ubicado en 5 de Mayo casi esquina con Esteban Morales, en la cual enseñaba el Silabario de San Miguel una “negrita jovial, atenta y cariñosa” del rumbo de Medellín llamada María Huero, novia de Rogelio Hernández, conocido sastre cubano.

En la escuela –rememoraba el cronista– nos dejaban todos los días temprano por la mañana con nuestra silla de tule. [Era] una pequeña accesoria que daba a la calle en la que la sala estaba habilitada como salón de clases con un pequeño pizarrón y en el fondo, haciendo escuadra con la sala una cortina, habilitada una silla de tule con una amplia oquedad al centro y abajo una amplia bacinica de peltre; en ese lugar se desahogaban las necesidades fisiológicas de la chiquillería.

Luego de recibir las enseñanzas de la esforzada María, el pequeño Francisco fue inscrito en la escuela de La Campana, que dirigía el maestro Gerardo Rivero, donde ingresó al primer año de primaria. Inicialmente esta escuela estaba ubicada en la plazuela de la Campana, en la esquina que daba salida a la calle de Juan Manuel Betancourt (hoy Aquiles Serdán), pero después fue trasladada a la calle Benito Juárez, en los altos de un edificio en cuya planta baja había un negocio que abastecía a los pailebotes que hacían el servicio de cabotaje: “poco recuerdo –escribió el bardo jarocho– de mi estancia en esa escuela ni de mis maestros; sin embargo, no tengo en la memoria haber vertido el llanto a causa de un coscorrón, un jalón de orejas o un reglazo”. Aquí Paco Rivera viviría otra experiencia que dejaría honda huella en su memoria y que seguramente ayudaría a templar su carácter: la invasión y ocupación estadounidense de 1914, que tuvo lugar en medio del remolino de la Revolución y de la dictadura del inefable general Victoriano Huerta (“Se hizo funesta la hora / preludiando la invasión, / fue toda la población / una inmensa barricada, / que contestó a puñaladas / las injurias del cañón”), que el decimista recordaba de la siguiente forma:

El 21 de abril, como a las 10:00 de la mañana, se suspendieron las clases. Mi mamá me mandó a la tienda a comprar provisiones y cuando regresé a la casa, cerró la puerta, puso la tranca y nos ordenó a mis hermanos y a mí que nos metiéramos debajo de la cama. El bombardeo empezó como a las once de la mañana y hacia las cinco de la tarde salimos de debajo de la cama. El 23 ó 24 de abril los soldados gringos le permitieron a la gente salir a la calle. No había leche, no había carbón, éste lo tenían que traer de la ranchería de Vergara. Los soldados gringos […] tuvieron que abrir con hachas las tiendas de abarrotes para repartir víveres a la población; a mi mamá le dieron frijoles, azúcar, manteca, frutas y verduras; en la terminal del ferrocarril repartieron galletas que ellos traían.

Ante la escasez de alimentos y carbón, el cierre de las escuelas, así como la ausencia de su padre –en ese momento en Monterrey–, Francisco, ni tardo ni perezoso, se puso a vender chicles y tarjetas postales entre los aburridos y amodorrados infantes de marina norteamericanos para ayudar a su atribulada madre: “Chewing gum ten cents, post card ten cents” era el exitoso pregón del audaz niño Rivera, quien llegó a vender hasta cuatro cajas de chicles diarias.

Durante los siete largos meses que duró la ocupación norteamericana no hubo actividades escolares; en virtud de que los profesores acordaron no servir a las autoridades impuestas por las fuerzas extranjeras, se clausuraron las aulas y se perdió el año escolar. Así, Paco, junto a “la palomilla de la barriada”, se dedicó “a corretear libremente por la sabana y a pataperrear por la ciudad” (“Campamento en la sabana / en el médano y los Cocos / la ciudad duerme despierta / pues hay que prender los focos / y tener la puerta abierta”). Lo único digno de verse entonces era cuando algunas de las bandas de música de los barcos, una vez a la semana, desfilaban por Independencia y 5 de Mayo: “todo el conjunto uniformado y el director dirigiendo con un bastón muy adornado y con la chamacada acompañando el desfile”.

Al embarcarse las fuerzas estadunidenses y dejar la ciudad en manos de los constitucionalistas, a fines de 1914, los colegios reanudaron sus labores, pero el travieso Paco ya no regresó a la escuela de la Campana, sino que fue inscrito al primer año de la Cantonal (hoy Francisco Javier Clavijero), ubicada en el centro del parque Ciriaco Vázquez, y cuyo director era don Abraham Morteo, profesor “de buena estatura y presencia, reposado y de buen trato”. Ahí, el niño Rivera hizo íntima amistad con los hermanos Vendrell, Juan Rovira, el chamaco Caraveo y los hermanos Vargas: Luis, Francisco y Aurelio, conocidos como los Tres Mosqueteros e hijos de don Chico Vargas, acaudalado ganadero y agricultor. Este infernal grupo, en la primera oportunidad, se escapaba de la escuela para hacer de las suyas por los alrededores, como por ejemplo, vaciar los puestos de golosinas, frutas secas y helados que se instalaban en el Ciriaco Vázquez en la época de las loterías, hasta que un mal día los puesteros les cayeron en la movida y don Chico Vargas tuvo que “apechugar” el pago de la multa de diez pesos, suma a la que ascendía el producto de todas las fechorías de este grupito de enfants terribles, el cual, al final de cuentas, fue expulsado de la Cantonal.

Luego de esta bochornosa experiencia, y con la idea de alejarlo de la tropa de maloras del rumbo del parque, Paco fue inscrito otra vez al primer grado, en la escuela José Miguel Macías, ubicada en Esteban Morales número 15, a una cuadra de su casa, en los altos del Cuartel de Bomberos (de ahí que se le conociera como “la Bomberos”), donde hizo migas con Guillermo Betancourt, Alfredo y Alberto Lenz, Lorenzo y Juan Veytia, Lalo Cueto, el Chivo Matus, Antonio Campillo, Nacho Carmona, Rafael Lagunes, Polillo y Manuel Blanco Cancino, entre otros. En la Macías, dirigida a la sazón por el cuentista y novelista tlacotepecano Justino Sarmiento, su maestra era Estelita Fentanes, “bonita, delgada, bajita de cuerpo, de una agradable y fina voz, atenta y amable con sus alumnos […] Siempre con su carpeta a la hora de iniciarse las clases” (“Vine a dar a la Macías / en serio con nuevos planes / sin bullas ni correrías / con Estelita Fentanes”). Pero de ahí, más temprano que tarde, el rebelde infante sería nuevamente expulsado. Sólo en la Politécnica Minerva, del sabio profesor cubano Alejandro M. Macías, meterían en cintura al indomable Francisco, quien no sólo le tomó cariño al estudio sino que perdió la costumbre de “pataperrear” por todos los rincones del jarocho puerto:

Qué largo viaje había transcurrido –reflexionaba el juglar veracruzano–, cuánto tiempo perdido, maestros, compañeros, maldades y travesuras, qué largo viaje, pero siempre en el mismo lugar del pupitre viendo los pizarrones y sin entender el porqué de mi estancia en los salones. Eso fue […] lo que motivó mi cambio a esa escuela.

La Politécnica Minerva, situada en Arista esquina con el callejón de la Lagunilla, era una primaria donde, además de los “externos”, admitían alumnos “internos” y “medio internos”. El primero y segundo años los atendían Rosita y Eva Loperena, respectivamente; el tercero, Manuel Macías Loredo, hijo de don Alejandro, y este último se hacía cargo del cuarto al sexto años, en un amplísimo salón que daba a la calle de Arista. El maestro de taquimecanografía era don Humberto Sheleske, tlacotalpeño; el de música, don Faustino Saldaña; y el de inglés, don Valentín D’Othemar quien “tenía una hija de perfil helénico y cuerpo de Afrodita, Anita D’Othemar, muy admirada por los atributos que la adornaban”. Al respecto, relataba el Novo porteño:

En el primero y segundo año eran de uso los pequeños pupitres, con su asiento de banca para dos plazas; pero en el salón grande ya las carpetas particulares cubrían todo el espacio, amplias, con su tapa de escritorio y su cerradura, eran de dos plazas, pero los que carecíamos de ella nos acomodábamos en el asiento sobrante sin cuidado ni dificultades.

En esta escuela:

La población escolar era heterogénea, sin ser elitista, sí había una gran mayoría de alumnos de familias acomodadas, pero en lo general el ambiente era liberal y demócrata, guardando las distancias, había camaradería y respeto mutuo […] regaños y castigos, cuando se aplicaban, se repartían parejos, así como las calificaciones y reconocimientos.

Por otro lado, “no había recreo, ni receso entre las horas de clase, nos íbamos en un solo son desde las ocho hasta las doce, sin cambiar combustible hasta sonar el timbre de salida”. Paco, quien había sido admitido como medio interno por una mensualidad de 15 pesos, entraba a las 8:00 de la mañana y salía a las 6:00 de la tarde. De su casa le llevaban sus alimentos y, junto con los famosos hermanos Vargas (quienes también habían ido a dar a la Politécnica) y los hermanos Vera, compartía la mesa a la hora de la comida principal con la familia Macías.

Su condición de medio interno le permitió hacer buena amistad tanto con los alumnos internos como con los externos. Entre los primeros estaban Raúl Raymond Deschamps, Pedro y Carlos Salicrup, Domingo Kuri y Raúl Díaz Morales, de Tuxpan; Eugenio Collado y Ernesto Montessoro, de Gutiérrez Zamora, y Pancho González Jordán, Pepe Vior, José y Eduardo Lliteras Cárdenas, y Alfonso Mayans, de Campeche. Entre los segundos, los Llerena: Sebito y Ramón; los Alverdi: Manuel, Abelardo y Alonso; los De la Puente: Juan, Luis y David; los cuates Pasquel, Rafael Cuervo Hoffman, Raúl Sempé, Chicho Betancourt, Miguel Ángel Franyuti, Luis Méndez Rocha, Joaquín Tiburcio Pérez, Pepe Barba y una “pequeña guerrilla de la legión extranjera”: Guillermo Jedermann, cuyo padre era dueño del restaurante alemán Gambrinus, situado en Lerdo número 29; Ricardo Aigster, Adolfo Hegewisch, Pepe Lajud y Lorrimer Hogg, hijo del cónsul de Inglaterra.

En la Politécnica Paco terminaría la primaria, no sin sufrir más de un centenar de “arrestos”, los cuales consistían en que se tenía que quedar a dormir en la escuela sábado y domingo, y regresar a su casa hasta el lunes siguiente a las 6:00 de la tarde, donde sus preocupados progenitores le propinaban al llegar una “tremenda zapatiza”. En realidad, el único día de holganza que le quedaba al niño Rivera era el domingo: por las tardes, entre las 4:00 y 7:30, iba al nuevo Salón de Variedades –aquel de láminas de zinc, todo cerrado, donde hacía un calor sofocante a pesar de los ventiladores de techo, que regenteaba don Juan Ansesa– a ver la película de moda, francesa o italiana; y ya por las noches, en el comedor de su casa y a la luz del quinqué (porque en la accesoria donde vivía no había luz eléctrica) se “ponía a leer en voz alta algunos párrafos de novelas o fragmentos de poesías de un viejo tomo [de la colección] El Tesoro de la juventud”. Otro de los pasatiempos favoritos de Paco en aquellos años, y que mantendría a lo largo de su vida jugando en la “sabana” o en los llanos de la cuenca del Papaloapan o como simple espectador,
era el beisbol:

De chamaco jugué en la sabana en el equipo Dos Equis, aquí en Veracruz; cuando estuve en Papalopan [Oaxaca] jugué en el Stanfruco. Me acuerdo que en Veracruz había varios parques de béisbol: el parque Aguirre, en las calle de Arista y Xicoténcatl; Los Tocayos, en Pino Suárez y Progreso (hoy Cortés); Las Olas, que estaba por la arrocera; El Caballo Muerto, en Pino Suárez y Lerdo; La Bola de Cal, en Allende y Velázquez de la Cadena […] el parque Docurro, que estaba en Xicoténcatl y Barragán, donde jugaba El Águila de Veracruz. La barda de este parque era de madera y por los agujeros que tenía se podía espiar. Durante los juegos, si la bola salía del parque, la persona que la devolviera podía entrar gratis. Los lunes no había juegos, así que los chamacos aprovechaban para ir a escarbar en la arena, buscando monedas que los aficionados aventaban para premiar las buenas jugadas de los peloteros. La época de oro de El Águila fue en los años treinta, cuando Jorge Pasquel trajo excelentes jugadores norteamericanos y cubanos; entre estos últimos a Martín Dihigo, un jugador fuera de serie.

Aprendiz de todo, oficial de nada
Al concluir la primaria, a principios de la década de 1920, Paco se fue a vivir a la ciudad de México con su hermana Leopoldina, que ya estaba casada, con el objetivo de estudiar en la Escuela Libre de Farmacia y Química, pero esta institución resultó ser un fiasco, pues jamás iniciaron las anunciadas clases. No le quedó más remedio que inscribirse en la Escuela Nacional Preparatoria, a la cual se podía ingresar una vez terminados los estudios primarios. Dos años y medio después, por desgracia, tuvo que regresar al puerto debido a los problemas económicos de su familia; sin embargo, esta aventura capitalina sería a la postre trascendente en la vida de Paco, ya que en esa corta temporada en la ciudad de México se hizo aficionado a la poesía leyendo Hojas Selectas y en la Escuela Nacional Preparatoria aprendió las bases de la métrica, siendo alumno del poeta tuxteco Erasmo Castellanos Quinto. Pero sobre todo porque en 1924, en una casa de citas, donde se reunía a comer y a convivir la palomilla de veracruzanos en el “exilio”, conocería a un personaje singular y que sería, de por vida, uno de sus más íntimos amigos: el músico-poeta Agustín Lara.

Era una casa de citas de 1924 –contaba el poeta– donde no había baile, ni copa, ni nada. Se citaban ahí nada más y se iban: “Vengo por María Elena” y ya salía María Elena. “Vengo por Rosa” y ya salía Rosa. No había música, copa ni bulla […] ahí conocí a Agustín [Lara] porque él tenía la costumbre de ir determinadas veces, porque ahí se juntaba un grupo de veracruzanos, algunos de ellos amigos de él […] No había piano pero había guitarra y Agustín tocaba muy bien la guitarra, magníficamente. Y entonces empezaba a darle a conocer a la palomilla de ahí de esa época, sus canciones primitivas. Era muy dado a cantar música cubana de Sindo Garay, el más polifacético y más viejo de los compositores [isleños].

Ya en la ciudad de Veracruz, allá por 1926 ó 1927, el joven Francisco, ante la precaria economía familiar, iniciaría un largo periplo por el mundo del trabajo, como aprendiz de todo y oficial de nada, lo cual, andando el tiempo, no lo haría precisamente millonario pero sí inmensamente rico en experiencias y dueño de una muy sui generis filosofía de la vida.

Primero se incorporó como camarero a la Compañía Mexicana de Navegación, en la ruta Tampico-Veracruz-Progreso, ganando 150 pesos mensuales más las propinas que le daban los pasajeros que viajaban en primera clase; sin contar los “extras” que obtenía como producto de la venta clandestina de tortas de frijoles y café negro a los pasajeros de tercera clase, que él mismo preparaba con las sobras de la comida de los oficiales del barco. “Cuando entré a trabajar a la Compañía –rememoraba el vate jarocho–, pensé que con el tiempo la situación económica de mi familia mejoraría y podría regresar a la escuela, pero eso nunca sucedió.”

Dos años después, hacia 1930, cuando la Compañía le vendió su flotilla de barcos a la Cooperativa de los Alijadores de Tampico, el joven Paco regresó a Veracruz y entró a trabajar a la farmacia El Águila (propiedad de Elías F. Díaz y Ángel del Río Hinojosa, ubicada en avenida Independencia, número 197), como ayudante de farmacéutico. Al principio su trabajo consistía en lavar los frascos y morteros, pero muy pronto Francisco se convertiría en un hábil farmacéutico práctico, capaz de preparar píldoras, tintes, ungüentos y toda clase de menjurjes, pues en aquella época las medicinas de patente eran prácticamente inexistentes en México.

Así, luego de un tiempo de trabajar en El Águila, se fue un año a Cosolapa, Oaxaca, a atender una farmacia; regresó de nuevo al puerto y entró a trabajar a la farmacia Santo Domingo, de los hermanos Mares, ubicada en Independencia, número 36, en la cual estuvo dos años. Después, invitado por el doctor Nicandro Melo –abuelo del escritor Juan Vicente Melo–, se hizo cargo de la farmacia del sanatorio de la Standard Fruit Company, en Papaloapan, Oaxaca, donde se quedaría por siete largos años ahorrando dinero para casarse con su novia (y después compañera de toda la vida) Imenia Tiburcio Valenzuela, nacida en la ciudad de Veracruz (“Gracias por tu bondad amada mía / por la mirada de tus lindos ojos / por tus manos de lirio y tu alegría / por la sonrisa de tus labios rojos / que me brinda tu boca cada día”).

A su regreso al puerto, el 1 de marzo de 1939 (a los treinta y un años de edad), como había prometido, el apuesto Paco Rivera contrajo nupcias con la joven Imenia, con la cual procrearía dos hijas: María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio. Sin embargo, el dicharachero Paco no sentaría cabeza; al contrario, sus bodas eran apenas el inicio de una vida dedicada al jolgorio, la buena vida y la bohemia, para gloria y beneficio de la cultura popular del puerto.

Ya en la década de 1940, con la responsabilidad de mantener una familia, Paco Píldora siguió trabajando en las farmacias, primero en una que estaba en la esquina de Independencia y Miguel Lerdo, después en otra que instaló junto con el doctor Canales en la calle de Doblado, luego en la Farmacia del Portal, en Independencia esquina con Mario Molina, y más tarde, ya como negocio propio, en la farmacia Salud, en Zamora número 220, un local en cuya parte trasera vivía con su familia. La ventaja de trabajar en el corazón de la ciudad es que podía desplazarse con facilidad a cualquier punto de ella a aplicar inyecciones por la módica suma de un peso; pero sobre todo, podía escaparse a los bares –sus preferidos eran el del hotel Royalty, el del hotel Diligencias y el Palacio, en los Portales de Lerdo– y los cafés a cotorrear el asunto del día y a componer el mundo con sus amigos la Ranilla Ramos, los ingenieros Ortiz Castellanos, Raúl Rodríguez y Eugenio Meléndez, el profesor Bismark Ánimas, el contador Manuel Cuevas Sánchez, Manuel Villagómez, Andrés Negro Torres, el capitán Ochoa y el Manojo Lara.

Este grupo, cuyos integrantes, por cierto, eran en su mayoría profesores del Instituto Tecnológico de Veracruz (Paco impartiría ahí, durante varios lustros, clases de Literatura Española, Historia de México e Historia Universal para completar sus no muy jugosos ingresos como farmacéutico), se reunía todos los fines de semana con el único y exclusivo fin de divertirse a costa del prójimo. Al principio –recordaba don Paco– lo hicieron en casa de alguno de ellos: “el anfitrión ponía la comida, lo que tuviera a la mano, y los demás los ‘pomos’. Cotorreábamos, tocábamos el piano, etcétera […] Estas reuniones se terminaron porque nuestras esposas se enojaban por el desorden y lo sucio que dejábamos las casas”. Así, para poder continuar efectuando sus encuentros semanales, al grupo no le quedó más remedio que rentar un local, el cual poco a poco fueron acondicionando con una mesa larga, sillas, estufa, refrigerador y cubiertos; contrataron además a un par de avezados cocineros yucatecos, quienes servían a la mesa de estos sibaritas caldo de pescado, mondongo y toda clase de apetitosos antojitos regionales: hasta las 8:00 de la noche eran Los Inmortales, y luego de esa hora, a partir de la cual se proyectaban películas no aptas para menores de edad y personas de estrecho criterio, desaparecía la t y se transformaban en Los Inmorales. “Así –aseguraba el cronista– duramos seis o siete años; pero empezó a llegar gente nueva, amigos de los amigos; se empezaron a ‘perder’ las cosas que teníamos en el local, hasta que finalmente se dispersó el grupo.”

En esa misma época, Paco abandonó temporalmente las labores farmacéuticas para dedicarse a otros menesteres, aprovechando que su padre, don Celestino, se había sacado la lotería. Éste le regaló 6 mil pesos a Paco, quien se asoció con un amigo para comprar un camión de volteo, con el cual se fueron a prestar sus servicios en los trabajos de construcción de la carretera Veracruz-Alvarado; sin embargo, los contratistas resultaron ser unos auténticos embusteros y a Paco y su amigo no les quedó más remedio que buscar suerte por otra parte. Pero, como reza el dicho popular, “no hay mal que por bien no venga”: por un tiempo el camión de volteo le sirvió a Paco para llevar a pasear a su familia y a algunas amistades por los rumbos de Punta Gorda, el Penacho del Indio, Mocambo, el Tejar, Medellín, las Amapolas y Paso de Ovejas, entre otros lugares cercanos al puerto de Veracruz.

Sin desatender nunca sus clases en el Tecnológico, en 1959, siendo presidente municipal Tomás Tejeda Lagos, Francisco llegaría a ser (paradojas de la vida) ¡secretario de la Inspección de Policía de la ciudad de Veracruz! Empero, como “no le gustó el ambiente”, renunció al puesto y entonces le ofrecieron el de director de la Biblioteca del Pueblo, que “aceptó gustoso”.

Bohemio de tiempo completo
Pero si por un lado el joven Paco no daba pie con bola en su vida laboral, por otro, empezaba a mostrar sus dotes de cronista, de poeta popular y de bohemio de tiempo completo. Al principio colaboraba en revistas locales de efímera existencia, como las que dirigían Manuel Lengua Sánchez y Francisco Chico Aguirre: en la primera escribía la sección “El lado bueno de las cosas malas”, en prosa, y la columna “Cachetadas”, con un epigrama bajo el seudónimo de Don Q; en la segunda, la sección “Portaleando”, en broma, y la columna “Coscorrones”, con un epigrama bajo el sobrenombre de Pacorro.

Posteriormente, durante algún tiempo, incursiona en el teatro. Aunque escribió varias comedias de claros tintes locales, acaso sea la más memorable Don Juan Velorio, parodia de Don Juan Tenorio de José Zorrilla, “con situaciones, hechos y personajes del mundo conocido y popular del puerto”. Esta parodia, cien por ciento jarocha, se presentó por primera vez en 1950 en el teatro Carrillo Puerto (hoy Clavijero), con la actuación del grupo teatral La Farándula, y aunque fue un gran éxito artístico, económicamente resultó un rotundo fracaso. Dos años después (1952), los días 1 y 2 de noviembre, en el mismo recinto, La Farándula puso otra vez en escena esta parodia pero con un nuevo elenco, cuyos personajes principales eran: Don Juan Velorio, personificado por Juan Manuel Reyes, “extraordinario actor teatral y un magnífico declamador”; Doña Inés de Ulúa, por Lourdes de la Garza; Bufareli, por José Pérez de León Popocha; Don Luis Lejía, por M. de la Garza; Rígida, por Elsa Díaz; Don Gonzalo de Ulúa, por Mariano García, y el Capitán Botellas, por José E. Mendoza. Fue tal el triunfo de esta comedia, que la función no sólo se repitió los primeros tres días de la semana siguiente, sino que durante algunos años, en los Días de Muertos, La Farándula presentaría otras obras salidas de la aguzada pluma de Paco, como Don Juan Chilorio, con la actuación estelar de Concepción R. de Galván, alias la Chilorio (mote que le venía de vender cacahuates y naranjas con chile afuera de las escuelas de Veracruz), Un velorio en el barrio de La Huaca y La reina desfila a pie.

A partir de mediados de la década de 1950, y durante casi veinte años, Paco Rivera escribiría en El Dictamen una plana dominical titulada “Estampillas jarochas”, bajo el seudónimo de Párroco, después de P. A. Corro, luego de Fray Vera, posteriormente de Ciriaco Ferrans y finalmente de Paco Píldora.

Por esa época –relataba el bardo veracruzano– ocurrió que murió un humorista veracruzano [y cronista de la ciudad de Veracruz]: Pepe Peña, José María Peña y Fentanes, quien escribía en El Dictamen [su columna “Amenidades históricas”]; entonces, un día en el café me dijo el Cuate Malpica: “Oye Paco, se murió Pepe, ya tú lo sabes; yo quiero que vayas al periódico”. Yo le dije: “Mira, no voy a poder, Pepe escribía en prosa, no voy a poder, para qué más”. Pero de todos modos escribí algo que pensaba titular “El lado bueno de las cosas malas” y se lo llevé. Me recibió el que era jefe de redacción, Félix del Cantalicio Martínez, vio mi escrito y lo botó. No más así. Y me dijo: “Eso no sirve, lo tuyo es en verso. Tus cosas en verso, no en prosa”. Y pues me obligó y empecé a trabajar en verso.

La primera estampilla se la dedicó al bikini, “que entonces era algo cantinflesco, muy distinto al de ahora” (“Ha causado sensación / alboroto y faramalla, / ese modelo de playa / de reciente implantación. / Multas, sanciones, prisión / contra su uso se han dictado; / ha intervenido el papado, / los jueces, la policía, / pero con mucha alegría / las hembras lo han aceptado”); ya luego le pusieron un “monero” para que le hiciera una caricatura a cada estampilla que publicaba, y que resultó ser un yucateco, Mézquita, quien no “estaba muy al tanto” del mundo popular jarocho. “Yo tenía que llevarlo a que conociera un patio de vecindad para que dibujara los lavaderos –decía el decimista–, para que se ambientara. Él sabía de dibujo pero de caricatura nada. Yo tenía un libro de caricaturas de [Rafael] Freyre, veracruzano, y se lo di para que aprendiera: le sirvió mucho”.

En 1957 saldría de la prensa Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos, donde, con fina ironía y un humor inigualable, hace una historia puntual del acontecer del puerto desde su fundación hasta esa fecha. Sin esta obra ya clásica de la literatura popular porteña, reeditada después en varias ocasiones, como bien ha dicho el historiador Bernardo García Díaz, sería imposible imaginarse los salones de baile, los grupos musicales, los personajes y los barrios populares de antaño, recrear, en una palabra, la cultura popular de Veracruz de la primera mitad siglo xx.

Pero además –abunda García Díaz–, y mucho antes de que a decenas de sesudos estudiosos de la universidad se les ocurriera, tuvo el tino de colocar a Veracruz en el ámbito cultural que le corresponde, es decir, en su contexto cultural caribeño, al señalar enfáticamente [en aquella primera obra de su autoría] todo lo que de cubano ha tenido el puerto.

Y eso que, aunque parezca increíble, Paco Rivera ¡jamás puso un pie en la mayor de las islas del Caribe!

Posteriormente, como en todos los periódicos aparecían epigramas, Nillo Malpica le pidió a Paco que le hiciera unos para El Dictamen, entonces Paco empezó a publicar uno diario con el título de “Piquetitos”, primero, y con el de “Chinampinas”, después (“El epigrama ha de ser / el aguijón de una abeja / que vuela, pica y ahí deja / manifiesto su poder. / Claro que debe tener / en la rima aristocracia, / no ser procaz ni ofensiva / y ha de llevar muy arriba / ingenio, donaire y gracia”).

Lo de Paco Píldora surgió –y dónde más pudo haber sido– en el curso de una de las tantas juergas que acostumbraba:

Un día que andaba yo de “picos pardos” –contaba divertido el juglar porteño– con un amigo [Luis Calderón] al que le decíamos el León Viejo, me fueron a vender, sacadas del muelle, a granel, píldoras de Foster que sirven para los riñones, y tiñen la orina de azul porque tienen “azul de metileno”. Mi amigo traía hipo, y yo para que se le quitara porque ya me tenía harto, y también para gastarle una broma, le insistía en que chupara una píldora para que se le disolviera en la boca, escupiera azul y se espantara; como él no se dejaba, lo molesté tanto, tanto, que ya cansado se tomó una y me dijo: “¡ya deja de estar chingando, tú, Paco Píldora”.

Y de ahí pa’l real. Pero Paco no se andaba por las ramas. Así que un día cualquiera, a principios de los años setenta, en el programa televisivo “Dimes y diretes” que se transmitía en el Canal 2 de Veracruz, y que conducían él y un amigo suyo, el ingeniero González, tuvieron la osadía de criticar a la Junta Local de Mejoras Materiales del H. Ayuntamiento por la cantidad de baches que había en las calles de la ciudad; hasta organizaron entre su teleauditorio un concurso, cuyo ganador sería quien descubriera el bache existente más grande y profundo. Como era de esperarse, el Decano de la Prensa Nacional, siempre del lado de los poderosos, los mandó por un tubo, sin más explicación de por medio que la que se exponía en un lacónico oficio:

Yo pienso –aseguraba el Novo jarocho– que por ahí vino la cosa. Era entonces el jefe de la Junta Local de Mejoras Materiales Alberto Tapia Carrillo. Y él ya me había echado muchos padrinos, pero yo le decía: “Mira Alberto que yo no masco ‘chapo’. Vete”. Pero yo no sé cómo le hizo él. El caso es que de El Dictamen me mandaron un oficio, hasta el mismo programa, dándome de baja. Por dificultades económicas, me dijeron. A mí, y al ingeniero González.

Entonces, de inmediato, Alfredo Salces, dueño de Notiver-Radio, siempre a la caza de “la noticia en el momento en que sucede”, contrató a Paco para que continuara escribiendo sus “Estampillas jarochas”:

Salces –recordaba el epigramista– me habló y me dijo:
—Oye, qué tal si faltando diez para las 7:00 a.m. te doy un telefonazo y me pasas la Estampilla.
—Bueno —le dije—, pues juega.
Y ahí empecé a colaborar hasta que se fundó el periódico [Notiver].

En éste Paco se integró como corrector de estilo y, desde luego, continuó escribiendo puntualmente, hasta el final de su vida, sus imprescindibles “Estampillas jarochas”, así como una sección titulada “Revolviendo papeles”, en prosa, de carácter autobiográfico:

Nunca había estado en un periódico. Siempre había sido únicamente colaborador. Nada más de enviar mi colaboración. Y ahí sí tenía que corregir, que hacer mi artículo, y todo, e irme a las dos de la mañana. Sin recibir sueldo, ni nada. […] Alfonso [Salces] escribía mucho. Tenía una maquinita eléctrica que no ponía acentos, ni comas, ni puntos. Ni casi nada. Nada más me pasaba las hojas para corregir. A veces le decía:
—Espérate, hombre, ya tengo aquí diez. Aguántame un ratito.

Paralelamente, a partir de septiembre de 1973, junto con el magnífico poeta satírico orizabeño Pancho Liguori y otros colaboradores, Paco empezó a publicar El Chakiste, periódico quincenal escrito en verso, financiado totalmente por Rafael Lechuga Mont el Chino, uno de sus íntimos amigos, y que en marzo de 1974 tomaría el nombre de El Chaquiste Versador. El subtítulo de este periódico (con formato de 30 centímetros de ancho por 40 de largo) era por demás elocuente: “Juguetón y Bullanguero”, y sus editores lo presentaban, no sin cierta sorna, como el “Órgano del Taller de Poetas y Aprendices de la Bohemia Veracruzana”. Tenía, además, un revelador epígrafe de Emilio Cantarel que ponía en entredicho un famoso verso del poema “Asonancias” del vate porteño Salvador Díaz Mirón: “En esta vida por desgracia nuestra / he comprendido ya con gran tristeza, / que sí tiene derecho a lo superfluo / quien de estrecha honradez / siempre carezca”. En el número 1 de El Chakiste, (publicado el 5 de septiembre de 1973) Liguori escribió siete “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”, que pintan de cuerpo entero y en forma admirable a este estampador del puerto; baste como muestra un botón: “Saludo a Paco Rivera, / jarocho de buena ley, / de los copleros el rey, / y vate aunque no lo quiera. / Porque con su guayabera, / su aspecto de hombre maduro / y su cigarro y su puro, / de su Veracruz amado / conoce bien el pasado / y vaticina el futuro”.

Asimismo, Paco redactaba y leía cada año el Bando Solemne del Carnaval, en el cual, además de dar a conocer públicamente el testamento de Juan Carnaval y de mandar línea sobre el comportamiento a seguir a todos los amantes de las fiestas carnestolendas, se pitorreaba sin ambages de las sacrosantas autoridades locales y de todo aquello que anduviera “chueco”, ante la presencia de sus amigos de juerga, todos disfrazados, entre ellos Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Chucho Herrera, Amado Reyes, Bibí Martínez, Rafael el Loco Oroza y el Chocho Perea, y de la alborotada plebe jarocha que abarrotaba el Malecón del Paseo, el zócalo o la calle de Morelos, frente a la Biblioteca del Pueblo.

Por si fuera poco, Paco Píldora se daba tiempo para involucrarse en aventuras absolutamente quijotescas, como fue, sin duda, la inolvidable “campaña” de Salvador Kuri Jatar, alias Sakuja, en 1958, por la presidencia municipal de Veracruz representando al “Partido Reformista Inmaculado”. La utópica como subversiva “plataforma de gobierno” de este conocido comerciante de telas de origen siriolibanés decía a la letra:

El Ayuntamiento se compondrá únicamente de: el presidente municipal, que tendrá labores de tesorero, un síndico que se encargará de la banda infantil del Hospicio y un regidor para los ramos de policía y educación, que trabajarán unidos, pues a mayor educación menos policía, todos los funcionarios que trabajen en palacio no cobrarán sueldo, y desaparecerán de inmediato los inspectores por ser su presencia del todo inútil en la ciudad, el orden y la vigilancia se hará por medio de los jueces de manzana, que atenderán las quejas de los vecinos; el agua, la luz y la limpieza será motivo del cuidado diario de la ciudadanía que turnándose ejecutará estas funciones.

Pero más que su “plataforma de gobierno”, lo que le preocupaba al Partido Revolucionario Institucional, que entonces gobernaba el país de manera autocrática, era que los mítines del popular Sakuja, realizados en la Plaza de la Constitución, eran cada vez más nutridos y sus miles de partidarios (hecho inédito) llegaban “por su propio pie y sin molestos y obligados acarreos”, entonando: “¡Puja, empuja y arrempuja!… ¿Quién? ¡¡Sólo uno… Sakuja!! ¡¡Tácaselo Salvador!!” Entre sus seguidores, por supuesto, no podían faltar personajes como la Chilorio, el Loco Amado, Tanislao, la Negra del Chongo y el Bombero. Así, ante el creciente arrastre que Sakuja iba adquiriendo entre los variopintos contingentes de trabajadores locales y la población en general, el pri-gobierno intentó, en un primer momento, boicotear los mítines del “Reformista Inmaculado” cortando la luz eléctrica en el circuito del Zócalo. Pero como los líderes de este “partido político de oposición” pretendían tomar el Malecón del Paseo, a la altura de las ruinas del quiosco Atlántida, para continuar haciendo ahí sus concentraciones multitudinarias, a las autoridades estatales no les quedó más remedio que echarles encima a la fuerza pública, montada y de a pie, para cortar de raíz esta “afrenta política”, que si bien es cierto había empezado como una broma, cada vez más iba adquiriendo ribetes de seriedad inadmisibles. “Ahí terminó […] la candidatura de Sakuja a la alcaldía –rememoraba el vate veracruzano– y me gané su enemistad y su rencor, pues le dijeron que [yo] ya me había vendido por 25 mil pesos, cosa ésta [que no era cierta] pero que jamás me perdonó y me alejó de su amistad”.

Ya en los años sesenta, cuando Agustín Lara vivía en Veracruz con Rocío Durán, Paco participaba en los programas de radio para la xew que se transmitían a control remoto desde la mágica Casita Blanca, la cual le había regalado al Flaco de Oro el entonces gobernador de Veracruz Marco Antonio Muñoz. En esos célebres programas participaron, además de Agustín y Paco, casi siempre en pareja, Pedro Vargas y Toña la Negra, Alejandro Algara y Rebeca, Pepe Guízar y Amparo Montes, entre otros famosos cantantes. Sobre el ambiente festivo que se respiraba en dichos programas, Coco Durán recuerda:

Desde la Casita Blanca mi papá [Agustín Lara] aceptó hacer unos programas de radio para la xew. El patrocinador era la Compañía General de Aceptaciones. Paco Rivera, el mejor pregonero de Veracruz, gran literato, periodista y colaborador del periódico El Dictamen, improvisaba, entre cada canción, un verso con sal y pimienta. Lo mismo hacía nuestro compadre Popocha. Cada semana llegaba el equipo que se comprendía del locutor Ignacio Santibáñez, dos cantantes y doce técnicos, en el vuelo de las 12:00 p.m. Había que darles de comer y de beber a todos. Aquello, más que transmisión del programa, era una fiesta radiada y amenizada por los Tigres de la Costa. Ensayaban y comían como benditos. El programa pasaba a las 8:00 p.m. Se ponían altavoces afuera de la Casita Blanca para que los tumultos [que había afuera] siguieran el programa. Todos los programas eran un éxito, pero quizá el más recordado fue en el que participaron Pedro Vargas, Pepe Guízar, Rebeca y mi papá. […] Afuera la gente se subía en los toldos de los automóviles, se subían a la reja de la casa y ensuciaban toda la calle, y no faltó la vez que temí que hasta se bebieran el mar. Cuando se presentó Amparo Montes con Alejandro Algara, la gente empezó a llegar una hora antes, a pie, en carro, en carretas, con sillas; y pidieron a gritos que pusieran una bocina más. Mi papá se condolía y solía abrir las puertas de la casa, y estas fiestas se prolongaban hasta el alba. Se hicieron quince programas maravillosos. Por otro lado, cada festejo le costaba a mi papá cinco mil pesos de aquella época. Era más caro el caldo que las albóndigas. Pero lo más importante era lo que estas transmisiones y muestras de cariño de su público veracruzano le aportaban a mi papá: ya no pensaba en su enfermedad, en el D. F. Más que el vino, lo que le embriagaba era su popularidad.

Camino hacia la inmortalidad
En 1981, la agitada vida de Francisco Rivera se ve interrumpida abruptamente por una severa trombosis que casi acaba con su vida. Un poco pesimista (aunque no amargado) ante el ambiente de inseguridad que según él se vivía en la ciudad de Veracruz en ese momento, decide irse con su esposa Imenia, en una especie de “autoexilio voluntario”, a Tuxtepec, Oaxaca, donde ya vivía su hija Dulce María con su esposo José Algimiro y sus cuatro hijos.

Me voy de aquí –declararía el cronista a un medio local– porque se ha deshumanizado la gente que vive en el puerto, vivimos una eterna zozobra, no hay seguridad; los pocos veracruzanos que quedamos nos sentimos extraños en nuestro propio lugar de origen y me voy a Tuxtepec a radicar definitivamente, porque creo que allá voy a ser útil y podré servirle desinteresadamente a ese pueblo que es ordenado, pacífico y donde creo que todavía no ha llegado la maldad. Quiero cuidar a mi compañera y vivir los últimos años que me quedan en paz y tranquilamente y sin esta angustia que vivo en Veracruz […] Ahí tengo ya planeado hacer mi “parroquia”, porque tengo amigos con quienes puedo fundar una peña para perder una o dos horas y platicar de lo que es nuestro.

Don Paco, un tanto nostálgico, se quejaba también de que a los jóvenes de fin de siglo ya no les interesaba el pasado y la cultura de Veracruz, y de que los lazos de solidaridad que caracterizaban a los habitantes de antes ya habían desparecido:
Tal vez por los años que tengo, setenta, yo esté mirando las cosas de otro modo, pero […] los jóvenes no conocen lo que es Veracruz, posiblemente porque no hemos tenido la capacidad y la paciencia de enseñarles nuestras tradiciones, nuestra historia y por eso vemos tantos desmanes […]

El Veracruz que yo viví creo que nunca volverá, porque están desapareciendo sus famosos patios de vecindad. Aquella llave de agua, los lavaderos, el inodoro, que eran servicios comunales y que se pudiera pensar fueran factores de envidia y pleitos, servían para unir más a los vecinos y para hacer más llevadera la convivencia. En la actualidad ya no es posible ver […] que los vecinos se ayuden mutuamente. Todo eso se ha perdido.

Sin embargo, y a pesar de todo, luego de siete años de “autoexilio voluntario” durante el cual sus familiares y amigos lo apapacharon, y relativamente repuesto de su enfermedad, aunque con algunas “contrariedades” en su salud por las medicinas que debía tomar y las secuelas que le dejó la trombosis, Paco regresó a su amado Veracruz. Y si bien ese exquisito poeta satírico que fue Liguori, afirmó en una sus “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”: “Él dice que ya no espera / ni permite que lo aclamen, / ni que poeta lo llamen / y que ya pasó a la historia, / ¡porque sabe que su gloria / no necesita dictamen!”, lo cierto es que al final de su fructífera, jocosa y sencilla existencia le llovieron las distinciones y reconocimientos, muy a pesar suyo.

Así, en 1988, justo cuando cumplía ochenta años de edad, su querido amigo Gregorio Rodríguez Terán (mejor conocido como Goyo Mondongo, ex monarca del Carnaval de Veracruz), con el apoyo de Adela Lagos Ramón, promotora del Instituto Veracruzano de la Cultura (ivec), le organiza un cálido y merecido homenaje, en el que participan Guillo Cházaro Lagos, Roberto Luis Prado Miravete, Félix Martínez González, Nayo Lorenzo Camacho, Rafael Lechuga Mont el Chino, Rodrigo Gutiérrez Castellanos, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Germán de la Maza Vázquez, Aurelio Morales Morales, Mariano Martínez Franco, Manuel Pitalúa Flores, Tolentino Díaz Carrera, entre otros poetas y trovadores amigos del bardo porteño.

Ese mismo año el ivec le publica Estampillas jarochas, una extraordinaria compilación de sus punzantes décimas aparecidas en los periódicos locales, en particular en El Dictamen y Notiver. En la “Nota preliminar” de este libro (cuya reedición es urgente), Jaime G. Velázquez escribió:

El título, Estampillas jarochas, implica tanto una dedicatoria: marbete del ingenio pegado en el sobre de las cuentas pendientes, como un reconocimiento: sello de origen, testimonio generoso de un lugar para coleccionistas. Es también una singular correspondencia entre porteños: guiños, palmadas y puntapiés; convenio entre diplomacia y franqueza, envíos de común acuerdo entre el satírico y los deudores de la ciudad. Locura a voces que es un pacto más entre los ciudadanos –lo inexplicable de remontar la vida a pesar de todo, ir triunfando, tratar de que no se pierda más si el Norte se lleva casi todo–: el humor es cruel, olvida los nombres de los lectores porque en las ciudades todo le pasa a otro, el de enfrente. Y la memoria es tenaz frente a las mentiras de los “empalagosos cronistas”, mentirosos. La sensación que producen estas estampillas es, entonces, algo familiar: el fragmento de una historia cuyo desenlace está a la vista, a veces bien, a veces mal.

Un poco antes, el 16 de diciembre de 1987, el presidente municipal de Veracruz Gerardo Poo Ulibarri lo nombra Cronista de la Ciudad; unos años después, el 22 de marzo de 1991, siendo alcalde Guillermo González Díaz, en sesión solemne de cabildo es declarado Hijo Predilecto de Veracruz, y finalmente, en 1992, el Gobierno del Estado de Veracruz, en manos del gobernador Dante Delgado Rannauro, le otorga la medalla General Ignacio de la Llave. Inclusive desde 1981, como un reconocimiento a su labor cultural y literaria, una calle de la ciudad lleva el nombre de Francisco Rivera Ávila.

Dos años después de haber recibido la medalla, el 1 de junio de 1994 Paco dejó de existir luego de librar y perder la última batalla contra la muerte, rodeado de sus seres queridos. “Murió el rey de la trovada, el coco de Sotavento / qué extraordinario talento / qué mente tan despejada”, escribió Tío Costilla, al inicio de unas décimas de cuarteta obligada, tituladas “Homenaje póstumo a Paco Píldora”, desde Lerdo de Tejada, el 16 de junio de ese año. Con Paco se iba el viejo Veracruz, que ahora, por desgracia, sólo permanece en sus crónicas versadas y en las fotografías de Santamaría, José F. Bureau, Manuel Bada, Manuel Reyna y Raúl Varela, entre otros artistas de la lente. Como atinadamente señaló Jaime G. Velázquez unos días después: “Al morir él, un enorme vacío, un gran miedo, una inacabable prisa nos empuja: quisiéramos sacar todo lo que hemos leído y todo lo que hemos visto para que toda la ciudad sepa que un enorme edificio natural ha caído, que un bosque de miles de hectáreas ha desaparecido, que una biblioteca se ha vuelto polvo ilegible”. Dos meses y medio después de su muerte, el 16 de agosto de 1994, acaso agobiada por la tristeza y la ausencia de don Paco, falleció la mujer que por más de medio siglo había vivido a su lado, en las buenas y en las malas: Imenia Tiburcio de Rivera, mejor conocida como doña Pico.

Don Paco ya no está con nosotros, ya no nos puede contar, con “ingenio, donaire y gracia”, una y mil historias del Veracruz de ayer y de hoy a través de sus versos portentosos, mientras se fuma un cigarro de marca Delicados y toma un café negro para reavivar su prodigiosa memoria. No nos queda más que abrevar en su vasta obra que nos ha legado; empero, estamos seguros de que en el más allá de las letras veracruzanas –donde debe estar haciéndole compañía a Miguel Lerdo de Tejada, Francisco del Paso y Troncoso, Manuel y Salvador Díaz Mirón, y Juan Vicente Melo– sigue escribiendo, bajo cualquier pretexto o circunstancia, sus “estampillas jarochas” para deleite de los habitantes de esa privilegiada dimensión literaria.

Bibliografía
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Loaeza, Guadalupe y Pavel Granados. Mi novia, la tristeza, México: Océano, 2008.
Mancisidor Ortiz, Anselmo. Jarochilandia, México: Talleres Gráficos de la Nación, 1971.
Reyes, Oscar Pedro. “Paco ‘Píldora’: el arte de escribir periodismo en verso”, en Diario de Xalapa, 1990.
Rivera, Paco. Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos, México: Imprenta Corona-Castilla, 1957.
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Silva Sosa, Leticia. “Paco Píldora: lo cronista lo soy de corazón”, en Perfil de Veracruz, abril de 1991.
Velázquez, Jaime G. “Francisco Rivera Ávila, inolvidable poeta”, en La Ventana Cerrada, núm. 26, 7 de junio de 1994.
____. “Las Estampillas jarochas de Paco Píldora”, en La Ventana Cerrada, núm. 26, 7 de junio de 1994.
Veracruz, Directorio No. 9, Ericsson, s. l., 1945, 278 pp.
Veracruz, Directorio Telefónico 21, Teléfonos de México, S. A., s. l., 1958, 114 pp.

Archivos
Fondo Francisco Rivera Ávila, Archivo y Biblioteca Históricos de Veracruz (ffra-abhcv), documentos varios y artículos periodísticos sueltos de El Dictamen y Notiver, principalmente, la mayoría sin fecha, así como algunos ejemplares de los periódicos El Chakiste y El Chaquiste Versador (1973-1974).

Entrevistas
María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio, Veracruz, Ver., 4 y 12 de diciembre de 2008, respectivamente.

Agradecimientos
En la elaboración de este trabajo fue esencial el apoyo, la confianza y la hospitalidad de la arquitecta Concepción Díaz Cházaro, directora del Archivo y Biblioteca Históricos de la Ciudad de Veracruz (abhcv), y de María del Rosario Ochoa Rivera, responsable del Fondo Francisco Rivera Ávila del abhcv. A ambas doy mi agradecimiento sincero.

*  Publicado en Personajes populares de Veracruz, Félix Báez-Jorge (coord.), Gob. Edo. Veracruz / Sec. Educación Edo. Veracruz / Universidad Veracruzana, México, 2010.


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

mantarraya 2

Del agua, los versos y la poesía

La Manta y La Raya # 6                                                                noviembre 2017


Sergio A. Vázquez Rdez, 2014.

Del agua, los versos y la poesía

Alvaro Alcántara López

Recuerdo haber escuchado, a inicios de los años noventa, una exaltada prédica de quienes integraban las nacientes agrupaciones profesionales de son jarocho, afirmando que los versos que se cantaban en los sones iban más allá del estereotipo de versos “picantes”, chuscos o groseros, que los conjuntos jarochos que tocaban en centros de recreación social, salones de baile, clubes nocturnos, cantinas o restaurantes habían empezado a fijar en el imaginario social de nuestro país desde mediados del siglo XX. La idea que se defendía entonces iba más allá: sostenía que la lírica que se cantaba en los distintos sones jarochos abrevaba en las mejores tradiciones poéticas del siglo de oro español, el barroco novohispano y el siglo XIX; por tanto, en el son jarocho residía una poesía popular de alto valor, que hacía aún más interesante cultural y estéticamente al son jarocho.

Aquel argumento no sólo era planteado por los distintos grupos de son jarocho “tradicional” –tal era la etiqueta que se empleaba en aquel entonces para diferenciarse del otro son jarocho que hacían los grupos que acompañaban a los ballets folklóricos– sino que fue apuntalado y documentado por una serie de artículos de investigación y divulgación, escritos en la década de los años noventa por Antonio García de León y Ricardo Pérez Montfort, autores a los que con el correr de los años se sumaron nombres como los de Alfredo Delgado Calderón, Ana Santos o Caterina Camastra, por citar sólo a algunos.

Algunos años más tarde, ya bien instalado en el correr del nuevo siglo y milenio, volví a toparme con esta idea en el magnífico relato de Juan Pascoe, titulado La Mona. Allí Pascoe comparte su experiencia de haber “redescubierto” al son jarocho, tras haber escuchado, a sugerencia de Adrián Nieto, el son de El Fandanguito, incluido en el ya clásico disco del INAH Sones de Veracruz.

Sabía del son jarocho lo que se escuchaba en el disco del Ballet Folklórico de México, o como música de anuncio en algunos anuncios radiofónicos, o como música de charola en un gran restaurante de Tlalpan. De las músicas regionales que comenzaba a identificar, ésta era la que menos me atraía. Se me hacía repetitiva, plagada de simpáticos chistes fáciles, autocomplaciente: no observaba en ella la gracia y la refinada poesía antigua de los sones jarochos, ni el vigor ni la sorpresa musical de los sones de Michoacán. Pero Adrián Nieto me dijo que para conocer el nuevo rumbo que podía tomar la nueva música mexicana escucháramos con atención el son El Fandanguito, incluido en el disco Sones de Veracruz y que nos fijáramos en el jaraneo y canto de Antonio García de León.

Tras haber escuchado aquella grabación la opinión de Juan Pascoe en torno al son jarocho cambió. Aquel disco se volvió, según sus propias palabras, “en una obsesión” y aunque las piezas eran, en general, las mismas que ya conocía y valoraba bastante poco, en aquel fonograma había reconocido una manera y actitud “completamente distintas” de interpretar los sones jarochos. “El Fandanguito” ejecutado por Antonio García de León, –anotó Pascoe– trascendía la literatura gauchesca, la de Jorge Luis Borges o la nueva trova latinoamericana, tradiciones éstas poético – musicales con la que se encontraba bastante familiarizado.

La idea del alto valor poético de la versada que se canta en el son jarocho no ha dejado de estar presente en los discursos pronunciados desde los distintos entornos sociales que hoy confluyen en el mundo jarocho, aún cuando en ocasiones me ha parecido que los ejemplos utilizados no siempre han sido los mejores.

En la puesta en valor de la dimensión poética de la lírica popular jarocha resulta imposible no evocar aquí la presencia del grupo Chuchumbé desde mediados de los años noventa, particularmente por el trabajo desarrollado en este aspecto por Patricio Hidalgo y Zenén Zeferino. La importancia creciente que adquirió el performance poético en las actuaciones de este grupo, contribuyó enormemente no sólo a visibilizar la fuerza poética de la versada, sino también a trazar un horizonte de creación poética a futuro que refrescara las temáticas, convicciones y sensibilidades de la música jarocha. Proceso, hay también que decirlo, en que agrupaciones como Monoblanco, Siquisirí, Tacoteno, Los Parientes de Playa Vicente (encabezados por los hermanos Ramírez) o Son de Madera venían haciendo fuertes contribuciones o aproximaciones dignas de tomarse en cuenta.

La aparición o reedición de recopilaciones de versada jarocha fue también un aliciente para este proceso de recuperación de la poesía. Imposible no mencionar al vuelo Sones y cantares jarochos de Humberto Aguirre Tinoco, La versada de Arcadio Hidalgo, Soy como peje en marea o El hilo de mis sentidos; dejando para otra ocasión el recuento de trabajos provenientes directamente del mundo académico. La proliferación, en la década de los años noventa, de grabaciones de grupos de son jarocho, tanto en casettes o disco compacto, ayudó a socializar muchos versos grabados en estudio por los grupos y que empezaron a repetirse canónicamente en los fandangos y tocados por aquí y por allá acompañando los sones en los cuales habían sido grabados. Los efectos didácticos en materia de versos, de discos como Al primer canto del Gallo y Sin tener que decir nada de Monoblanco, Antiguos sones jarochos de Zacamandú, Caramba niño de Chuchumbé o el disco homónimo (el primero de hecho) del grupo Son de Madera dejaron bien claro que era importante saber qué versos cantar y que los aprendices jaraneros debían ocupar un tiempo significativo de su aprendizaje a fortalecer el conocimiento de las estructuras poéticas y a conocer el espíritu y color de los versos que se podían cantar. Pero es justo decir que el afortunado encuentro de los integrantes del grupo Monoblanco con Arcadio Hidalgo había revelado a los entonces jóvenes de aquel grupo la fuerza y poderío de la palabra y la poesía rimada en la tradición jarocha. Este aprendizaje quedaría plasmado en el cuidado puesto en la versada que apareció en los discos del grupo y, a lo largo del tiempo, ha sido reforzado por los vínculos entre Monoblanco y el Taller Martín Pescador del afamado impresor antiguo Juan Pascoe, también miembro fundador del grupo.

La creciente popularización de un nuevo tipo de composición en el entorno del mundo jarocho, al que en otro lugar he denominado balada – son, ha contribuido a generar, de muchas maneras, una confusión mayúscula entre la condición o aspiración poética de la versada jarocha hasta convertirla en sinónimo de versos “de amor”, que en no pocas ocasiones rayan en los cursi.

Un repaso a los piezas musicales de nueva creación de grupos de son jarocho o cercanos al son jarocho que han gozado de mayor aceptación entre el público, durante los últimos 15 años (nos siempre sones; de hecho cada vez más bajo el formato de “canciones”) permiten reconocer que se tratan de 1) nuevas versiones de sones ya conocidos a las que se ha cambiado la rítmica; 2) estribillos contagiosos en ritmos binarios acompañados por versos de larga data y ya grabados (sextetas, quintillas o décimas); 3) Pese a los contextos sociales cambiantes del país, la predominancia de versos que aluden al entorno natural, la vida campirana, la flora y la fauna; 4) versos “patrimonialistas” que exaltan las bellezas de los lugares pero no las contradicciones socio económicas o violencia social de esos mismos espacios; 5) excepcionalmente, piezas de nueva creación que han empezado a experimentar con estructuras poéticas y de composición musical que vale la pena dar seguimiento.

¿Se encuentra la versada jarocha de reciente creación en una crisis de la que aun no es capaz de darse cuenta? ¿Cuáles son los temas, características y figuraciones de esta versada? ¿Está la versada jarocha de nueva creación cumpliendo con cierto compromiso histórico de narrar y recrear los escenarios sociales, sensibilidades, contradicciones o expectativas de la vida cotidiana del país y del mundo en general? ¿Qué ha sido de las pretensiones poéticas que hace algunas décadas llamaron la atención de unas y otros, al encontrar en la versada jarocha maneras “novedosamente antiguas” o “nostálgicamente refrescantes” de narrar la vida, de ficcionar la realidad?

Tengo la impresión que algunas de las respuestas o alternativas a estas inquietudes personalísimas (sic) pueden encontrarse en las propuestas de músicos y agrupaciones que no pertenecen en sentido estricto a la comunidad jaranera. Los esfuerzos de compositores como David Haro o Rafael Campos; de poetas/escritores como Samuel Aguilera, Fernando Guadarrama y Alfredo Delgado; o de agrupaciones como Los Aguas Aguas podrían ser motivo de estudio, análisis y reflexión, al respecto de la clase de letras que se han empezado a proponer para cantar en los sones o canciones (no siempre son versos con rima y métrica fijos). Incluyo también en este abanico de espejos creativos en los cuales observar(se) al trabajo poético de Patricio Hidalgo, pero pensando en aquellas composiciones que en los últimos años ha hecho para ser interpretados como boleros y congas y no tanto sones jarochos –aunque quizá esto se deba más a mi desconocimiento.

Lo cierto es que las observaciones o críticas que podrían hacerse al estado actual de la versada de reciente creación podrían extenderse a la parte musical. Los logros y éxitos del movimiento jaranero en general y de algunos grupos en particular quizá sólo han llevado a postergar una reflexión profunda sobre la calidad artística, estética y capacidad de comunicar emociones en lo que se está haciendo y lo que se quiere seguir haciendo desde la tradición jarocha. El hecho que tras cuarenta años y al menos tres generaciones de soneras y soneros jarochos los índices de escolaridad, las condiciones de vida o laborales dentro del mundo de la música no hayan cambiado demasiado en todo este tiempo tendrían que obligarnos a reflexionar con seriedad y profundidad a dónde estamos llevando a nuestra tradición. Aunque plantear lo anterior no me hace olvidar ni dejar de reconocer las decenas de proyectos sociales que en este momento se siguen desplegando por distintas geografías del mundo y que han abierto nuevas opciones y perspectivas de vida niños, jóvenes y adultos.

La fuerza, contemporaneidad e imágenes vitales que han ofrecido por tanto tiempo los versos que hemos heredados de las y los mayores siguen intactos: Los borrones que anuncian en las cartas las lágrimas derramadas ante la ausencia; la pena de un puente que añora al agua que transcurre; los desprecios que se han sufrido por ser “negro” el color de la piel; el abrazo que se pide a una chinita para ver si así se espanta al dolor de la muerte; o la libertad que se envidia a los pájaros advertidos que vuelan felices en el monte.

¿Cómo nos toca narrar este mundo actual? Este vivir de urgencias desenfrenadas, de conversaciones a distancia, de amores que duran lo que dos peces de hielo… de héroes que se han ido con la juventud. ¿Cómo narrarlo en versos? ¿Cómo resguardar la palabra y la memoria? ¿Cómo honrar la tierra, la familia o los amigos que lo han inventado a uno?

Hace varios años escuché unos versos que desde entonces, además de gustarme, constituyen la inspiración poética a la que se puede aspirar, incluso en estos tiempos:

Mariquita quita quita
quítame de padecer
que el agua que se derrama…
no se vuelve a recoger.

Y de cuando en cando me repito estos versos, admirando esa compleja sencillez con la que se puede representar la vida toda, evocarla, es decir inventarla en sus alegrías y tristezas.

 


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Bendito Beno

La Manta y La Raya # 5                                                                   julio 2017


Bendito Beno

 

Federico Arana

Cuando termine la música              apaguen las luces.                                     La música es tu amiga especial.     Danza sobre el fuego                    mientras  es intensa.                                La música es tu única amiga            hasta el fin.                                                                                 Jim Morrison

Cuando lo conocí no tardé en percatarme de que aquel hombre delgado, ni alto ni chaparro, de abundante cabellera canosa y bigote de pulquero tenía un perfil no precisamente griego ni etíope, ni tártaro. Como eran tiempos en que el maniqueísmo y el sectarismo encabezaban el orden del día, pensé que de aquel local asignado por la dirección de la Facultad de Ciencias de la UNAM uno iba a salir cantando Hava Nagila y Shalom aleijem. Craso error: lo primero que hizo fue asignarme la voz de bajo –cuando soy un triste barítono atenorado- para cantar un espiritual negro cuya letra aún recuerdo:

The Virgin Mary had a Little baby                                                     Oh oh, glory hallelujah                                                                        Oh oh pretty Little baby                                                                  Glory be to the new born King

Antes de referirme a su espíritu genuinamente internacionalista, añadiré que Virgin y Mary las escribía con mayúscula, mérito digno de elogio porque lo más trillado en aquel entonces era degradar a Dios escribiendo su nombre con minúscula. En verdad, este hombre irrepetible era un judío absolutamente dionisiaco, no sé si capaz de guardar los ayunos señalados por el calendario hebreo, aunque puedo asegurarles que celebraba el Hanuka y el Pésaj a rajatabla. Sin embargo, lejos de lo que pudiera imaginarse, no sufría ninguna conmoción por comer tacos de trompita, ostiones en su concha o camarones al mojo de ajo, por citar sólo tres viandas que tendrían vedada la entrada a cualquier menú kosher que se respete. En resumen: era un hombre del mundo fascinado por su diversidad y convencido de su unicidad. En un momento veremos que, tratándose de gozos musicales, seleccionaba las canciones únicamente en función de su belleza intrínseca.

Mi relación con Beno se inició en tiempos en que la genuina música folclórica no convencía más que a algunos espíritus selectos que actuaban tímidamente en el ámbito universitario, ámbito que, contra lo que indica su nombre, no abarcaba a toda la universidad sino a unas cuantas personas y a contadas facultades –Ciencias y Filosofía– y escuelas –Antropología e Historia.

De la Facultad de Ciencias surgió el Bob Dylan mexicano –Beno Lieberman– y de Antropología la Joan Báez autóctona –Victoria Novelo–, a quienes, por supuesto, la realidad del país se encargaría de cortar las alas. Porque, entre presentarse en El Pesebre y lanzarse a conquistar el mundo desde el Club 47 de Cambridge hay un abismo insalvable.

De cualquier manera, Beno se nos casó en 1965 y, a duras penas, hubo de posponer sus inclinaciones bohemias por algún tiempo. Eso sí, una vez resuelto el problema principal de todo proveedor medianamente burgués, el señor Lieberman consiguió reunir a un grupo de aficionados dispuestos en teoría a cantar por cantar sin preocuparse por los dineros ni por el qué dirán: dos cantantes maravillosas –Diana López y Victoria Novelo– dos guitarristas medio trespiedras –el inolvidable Alonso Martín y servidor–, un portorriqueño cumplidor -¿Ismael?– y un hombre del todo negado para la música pero bastante conocido como organizador de subversiones y teórico marxista quien siempre me pareció muy desinformado de cuanto ocurría dentro de los países alegre e irresponsablemente denominados socialistas –Alberto Híjar. Huelga decir que la mezcla de tan dispares elementos era dinamita pura porque esencialmente éramos, por un lado, dos portorriqueños y una mexicana justamente indignados por la política exterior del gobierno gringo, un convencido de que la lucha de clases terminaría por… etcétera, un chilango más bien conservador y del todo indiferente a las cuestiones políticas, un hidalguense que, además de ser hijo de víctimas de la santurronería dizque comunista, había leído a Orwell, a Koestler, a Camus y a Malraux y, para terminar la promiscuación, un bendito que había huido del kibutz anhelando una vida menos sacrificada luego de haber sido señalado como frívolo, decadente y burgués por poseer una bicicleta marca Patito. Y puedo asegurar que su corazón no guardaba rencor alguno porque había asimilado ese trago amargo con mucho sentido del humor y, sobre todo, se las había arreglado para poner de por medio no sólo bastante tierra, sino incluso la mar océano.

Entonces, como ha quedado dicho, la mezcla era dinamita pura y todo parecía indicar que iba a producirse un estallido el día en que el ala radical apareció en el ensayo con un disco del uruguayo Daniel Viglietti más la exigencia de montar cuatro números que les parecían punto menos que sublimes: A desalambrar, Yo nací en Jacinto Vera, Cruz de luz –dedicado a Camilo Torres, el cura guerrillero– y Soldado aprende a tirar –sobre un poema de Nicolás Guillén. Las canciones nos resultaron ligeramente panfletarias pero malas no eran, así que Beno echó mano de su enorme vocación conciliadora para buscarle la cuadratura al círculo y no tardó en tener listos los arreglos. Luego de unos cuantos ensayos, todo parecía indicar que estábamos listos para presentar ante nuestras amistades finas los gorgoritos y guitarrazos de tan discrepante grupo.

Tocamos algunas piezas y, cuando el ágape estaba llegando a la culminación –eso que actualmente, gracias a la Real Academia de la Lengua, hasta los más cultos llaman el punto álgido– Alberto tomó la palabra y, esencialmente, planteo que había llegado el momento de sacar al folclor de las yertas vitrinas o de los fríos sepulcros y ponerlo al servicio de la revolución y del “hombre nuevo”. Una vez terminado aquel pequeño mitin, Beno volvió a tomar la palabra y dijo: “Continuaremos con una canción ecuatoriana, la Chagrita caprichosa” y al decirlo representó la mirada y los gestos de la tal Chagrita en el trance de cumplir su capricho.

Con algunas caras más largas que un discurso de Fidel Castro terminamos la tocada, la indignación era tanta que, casi sin despedirse, presentaron a Beno su irrevocable y densa renuncia, izaron las banderas, empuñaron los sables, blandieron la hoz y el martillo y, si te he visto, no me acuerdo.

En verdad la dimisión del teórico marxista tendría que habernos llenado de un entusiasmo rayano en el frenesí, pero la salida de Diana y Victoria nos hundió en una profunda depresión que fue desapareciendo con los años a medida que se incorporaron elementos como Jas Reuter, Patricia Fitzmurice, Héctor Ugalde, Mónica Preux y Joaquín Gamboa. Con ellos hicimos un disco donde figuran canciones mexicanas, argentinas, irlandesas, francesas, yugoslavas, israelíes, sefarditas e incluso villancicos anónimos del XVI español. Lástima que por aquellos tiempos aún no habíamos montado un numerito que revelaba la ausencia de rencores hacia la ideología con que años atrás habíamos topado –que era tanto como topar con la iglesia en tiempos de Cervantes–: el himno soviético.

Soyuz nerushimi respublik svobodnij
Unión inseparable de repúblicas libres

Splotila naveki velikaya Rus’
Gran Rusia ha sellado para siempre proteger

Ciertamente la letra, como suele ocurrir con la de todos los himnos, no decía más que una sarta de patrañas destinadas a enmascarar la ferocidad nacionalista del régimen, pero la música era y es bellísima, al grado de que la Rusia de Putin sigue cantándola aunque, obviamente, con otra letra, porque la tal unión resultó tan inseparable como aquel discrepante grupo dirigido por Beno que solía reunirse en Amsterdam 218.

 

(*) Texto para el homenaje a Beno Lieberman que se celebró en la Fonoteca Nacional de la Ciudad de México el 18 de septiembre de 2015.

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¿Quién diablos fue ese Beno Lieberman?

La Manta y La Raya # 5                                                                   julio 2017


¿Quién diablos fue ese Beno Lieberman?

 

 Francisco García Ranz

El reciente reconocimiento que la UNESCO¹ otorgó a los Documentos sonoros de Baruj “Beno” Lieberman, Enrique Ramírez de Arellano y Eduardo Llerenas. Un legado de la música tradicional mexicana a la Memoria del Mundo, ha reunido a este importante y singular acervo sonoro en la Fonoteca Nacional, tanto para su resguardo y conservación, como para darlo a conocer al público en general. Todo ello nos conduce a repasar la gran aventura que envuelven a estas grabaciones de campo y una oportunidad para adentrarnos y delinear con mayor exactitud la obra y figura de un tal Baruj, Beno, Lieberman (1932-1985), a 32 años de su prematura muerte.

I . Antecedentes

La punta del iceberg de este acervo lo fue el álbum de 6 discos de acetato (LP), con notas de Federico Arana, publicado en 1981: Antología del son de México.² Una obra que ganó inmediatamente la atención y el reconocimiento internacional y que marcó un hito en la discografía de la música tradicional mexicana. En la Antología se presentan algunas de las joyas del acervo registrado durante los primeros 10 años de la saga iniciada por Lieberman: interpretaciones ejemplares y representativas de ocho variantes fuertemente diferenciadas y características del son mexicano, registradas entre 1971 y 1981 en 9 estados de la República Mexicana.³

Antología del son de México, 1981, 1ra edición.

Nuestro conocimiento del auténtico son mexicano, a través de la discografía publicada en México hasta 1980, no era tan extenso ni tan variado como alguien pudiera suponer. Sin duda un recuento a detalle de la discografía del son mexicano (1960-1980) queda pendiente, sin embargo, hago un primer breve apunte.

En la década de los años 60 (s.XX) se publican en México 4 discos LP con grabaciones de José Raúl Hellmer (1913-1971). Uno de ellos dedicado exclusivamente al son jarocho, mientras que la selección de grabaciones incluidas en los otros 3 discos publicados, tenían la intención de mostrar un panorama amplio de la música indígena y mestiza tradicional de México; en estos se incluyen algunos ejemplos de sones huastecos, jarochos y terracalenteños de Michoacán.(4) En 1967, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) re-edita Testimonio Musical de México con grabaciones de Thomas Stanford (1929), Arturo Warman Gryj (1937-2003) e Irene Vázquez Valle (1939-2001), el cual se convertiría  en el primer disco LP de una serie temática (por regiones o géneros musicales) que se empezará a publicar,  de manera sistemática, a partir de 1970.

Panorama mexicano, 200 años en canciones folkloricas. Hellmer, 1960.
Testimonio musical de México, INAH. Stanford, Warman y Vázquez, 1967.

A esta discoteca básica (del joven folclorista de los años 60), habría que añadir The Real Mexico in music and song, un disco importado que se distribuyó en México hacia finales de la década, con grabaciones realizadas entre 1964 y 1966 por Henrietta Yurchenco (1916-2007) en Michoacán, éste, además de música y canción purépecha, incluía algunos sones terracalenteños.(5)

En los años 70 aparecerán los primeros 20 títulos de la serie Testimonios Musicales de México del INAH, entre ellos, 8 discos dedicados al son mexicano,(6) y compuestos, en su mayoría, por  grabaciones de Warman realizadas entre 1964 y 1974, así como grabaciones de Vázquez, de sones de Jalisco registrados entre 1974 y 1975,(7) y de Stanford, realizadas entre 1963 y 1974 en la Costa Chica. Otras referencias importantes lo fueron: Maestros del Folklore Michoacano. Vol. 2 Música mestiza terracalenteña, con grabaciones de 1967 (publicado en 1973); y Música Veracruzana, Conjunto Tlacotalpan, Voz viva de México, UNAM, grabado al finalizar la década.(8) Esta sería la colección de grabaciones de campo que habíamos reunido y atesorábamos hacia 1980.

Con excepción de Thomas Stanford, el INAH deja de hacer grabaciones de música tradicional de regiones previamente registradas (esto es, por su parte no hubo nuevas grabaciones de sones huastecos, jarochos, etc.), para continuar grabando y publicando música de otras tradiciones musicales poco conocidas.(9) El son mexicano que empezamos a conocer a través de los discos del INAH, registros valiosísimos e inolvidables, muestras de las diferentes formas regionales y sonoras del son mexicano, no fue más que un primer acercamiento y una excelente introducción, que invitaba y despertaba el interés por conocer más y más del diverso son mexicano. De ahí que la publicación de la Antología en 1981 fuese tan celebrada y agradecida; en una época, habría que recordar, cuando la música folclórica latinoamericana aún estaba en su apogeo y se escuchaban en México mucha más música folclórica sudamericana (andina, venezolana, argentina,… ), canciones de protesta, nueva trova cubana, etc., que sones de la tierra.

II.  Lieberman et al., el despegue (1971 – 1975)
Lieberman empieza a grabar a varios tríos huastecos, en diciembre de 1971, en Ciudad Valles, San Luis Potosí, acompañado de Carlos Perelló, para  así comenzar una historia de 14 años de grabaciones de campo y viajes, singular y notable. Una actividad que Lieberman llevaría a cabo de manera casi obsesiva y pasional, durante los periodos vacacionales que aprovechaba casi sin excepción, o haciendo viajes relámpago de fines de semana; y todo ello por cuenta propia. Nunca estuvo patrocinado por institución o fundación alguna.(10) 

En 1972 Beno graba a 6 diferentes tríos huastecos en San Luis Potosí, Querétaro, Veracruz e Hidalgo; en Guerrero, al virtuoso Juan Reynoso y su conjunto, y al Póker de Ases de Zacarías Salmerón; en la Tierra Caliente michoacana, a Los Caporales de Apatzingán; en Tixtla, al conjunto Los Azohuastles y, en la Costa Chica, al legendario arpista Eduardo Gallardo Tormés y al Dueto Damián-Calleja. Todo ello en el lapso de un año, con una grabadora marca Ampex, primero, y una Revox prestada, un poco después. Además de Perelló, quién acompañó a Lieberman en varias giras hasta 1974, habría que mencionar a Radamés Vallejo, acompañante frecuente en 1972, y a Federico Arana, en 1975. En el segundo viaje de grabaciones que hace Lieberman a la Huasteca, en enero de 1972, lo acompañan Enrique Ramírez de Arellano, Carlos Perelló y Eduardo Llerenas. A partir de ese viaje, Enrique Ramírez de Arellano (1937),(11) será el compañero de Lieberman, casi inseparable, en todas las giras por venir hasta 1985, quién “se convertiría en un miembro imprescindible, por sus conocimientos en electroacústica, así como por su amistad y complicidad con Beno, a partir de ese momento y hasta su muerte.(12) Por otra parte, Eduardo Llerenas (1946),(13) un joven de 26 años en ese entonces, regresará tres años más tarde, en 1975, para unirse a Lieberman y Ramírez de Arellano de manera definitiva y así consolidar al célebre terceto formado por un músico y dos científicos.

En 1973 Lieberman y Ramírez de Arellano apuestan por el mejor equipo de grabación en el mundo: Beno adquiere una grabadora estéreo de campo (carrete abierto) Nagra y Ramírez de Arellano, por su parte, un juego de micrófonos de condensador Neumann. Con este equipo, una mezcladoras de campo de 6 canales y equipo de monitoreo profesional, empiezan las grabaciones de alta calidad sonora (labor de Ramírez de Arellano la mayoría de las veces), que caracterizan a la colección. Ese año las incursiones se concentran en la música del Balsas, a donde Lieberman y Ramírez de Arellano regresarán  con Juan Reynoso y con el Poker de Ases; en 1974 vuelven a Tixtla y a la Huasteca, y comenzarán las primeras grabaciones en Veracruz.

Grabadora (estereo, de carrete abierto) Nagra IV S.

En 1975, ya con Llerenas de vuelta de Inglaterra,  en donde hizo estudios en bioquímica, se llevan a cabo registros en la Huasteca, Michoacán y Veracruz. Y así Beno, con astrolabio en mano y deseoso de salir de la ciudad, se encargaba de llevar la nave –sabía a qué músicos buscar y dónde encontrarlos–, decidir a cuáles grabar, y sobretodo, cuidar la calidad musical de las interpretaciones. En ausencia de Ramírez de Arellano, Beno volvía al puesto de ingeniero de grabación. Ramírez de Arellano era el ingeniero de sonido por default, mientras que Llerenas se encargaba, entre otras cosas, de tratar y atender a los músicos durante las grabaciones.(14) Hacia 1978, Ramírez de Arellano compra otra grabadora Nagra, y el equipo empieza a trabajar de una manera más versátil. Para finales de la década y principios de los años 80, Lieberman, Ramírez de Arellano y Llerenas (L,R y LL) harán grabaciones de sones arribeños en la región de Río Verde (1978 y 1980), sones abajeños purépechas (1979), sones jaliscienses y música del Istmo (1981), y continuarán haciendo registros en la Huasteca.

Como resulta evidente en la Antología, los dados están cargados hacia el son huasteco, tanto por el número de ejemplos incluidos en el álbum como en la variedad de excelentes tríos huastecos registrados entre 1971 y 1981. Sin dejar de sobresalir en particular, las grabaciones realizadas en Guerrero (1972-1978) y Michoacán (1972-1977), y la inclusión de sones de Río Verde, poco conocidos hasta entonces. No parece exagerado considerar al conjunto de grabaciones realizadas entre 1971 y 1978 como el hardcore del acervo de L, R y LL; esto se refleja también en otras colecciones de grabaciones publicadas posteriormente. (15)

Beno Lieberman, Ramírez de Arellano y Llerenas; 1975, El Ébano, San Luis Potosí.

III . Tierra adentro, mar en fuera  (1976 – 1985)

Sin dejar las grabaciones de música mexicana, Lieberman ahora conduce la nave hacia otros mares. En 1976 comienza la primera gira de grabaciones a Santo Domingo, República Dominicana, para continuar, junto con Ramírez de Arellano y Llerenas, a Belice (1978, 1985), Costa Rica (1981), Panamá (1984), Antigua y Barbuda (1981), Guadalupe y Martinica (1982) y Haití (1983). Algunas grabaciones de estos trabajos de campo fueron publicadas en 1987 y 1989 en disco LP, y posteriormente re-editadas en disco CD.(16) Valga la comparación con Henrietta Yurchenko, quien empieza haciendo registros sonoros en México y terminará grabando décimas, aguinaldos, plenas y guarachas en Puerto Rico, en 1967. Ramírez de Arellano recuerda a Lieberman en estas incursiones caribeñas, particularmente en Santo Domingo, viviendo cada momento del viaje intensamente; tan excitado que muchas noches no podía dormir, y salía de madrugada a caminar, aprovechado cada segundo de su estancia, para conocer e impregnarse de los lugares, nuevos mundos, a los que había llegado.

La colección de música caribeña y centroamericana que L, R y LL, llegan a reunir –grabaciones de excelentes interpretaciones en alta fidelidad– está compuesta por documentos sonoros importantes y de gran valor para la memoria musical de los lugares (países) en donde el trío mexicano de etnomusicólogos llegó a trabajar. Lieberman así cumple un sueño y retoma un proyecto que se había planteado en 1965 cuando conoce y graba, en su primer viaje a América Central, la música afromestiza de esa región.

Después de la muerte de Beno, Enrique Ramírez de Arellano y Eduardo Llerenas continuaron trabajando juntos por algunos años más, grabando en México y en el Caribe. Eduardo Llerenas por su parte, además de haberse convertido en un productor de discos muy importante, continúa –contagiado del mal de Lieberman– trabajando intensamente hasta la fecha, haciendo grabaciones de música mexicana, así como de música caribeña (cubana, principalmente) e inclusive africana.(17) Pocos meses antes de la muerte de Lieberman, en octubre de 1985, se publica una re-edición de la Antología, en el mismo formato y bajo un nuevo sello discográfico, Música Tradicional, fundado por Ramírez de Arellano y Llerenas.

Antología del son de México, 1985. Música Tradicional (with spanish-english booklet).

IV.  Los meros inicios (1959 – 1970)

Pero regresemos al principio. Lieberman, antes de lanzarse a esta gran aventura, conocía bien la música que quería grabar y contaba con cartas de navegación precisas. Aguascalentense de nacimiento y de ascendencia judío-polaco, Lieberman, de 27 años de edad, regresa a México en 1959, después de una estancia en Israel de 10 años. Se inscribe en la Facultad de Ciencias de la UNAM con la intención de estudiar la carrera de Física, la cual no termina, pero sí funda El Coro de la Facultad de Ciencias, su primera agrupación musical; ahí conoce a Federico Arana, quien sería uno de sus más cercanos amigos y colaboradores.

Beno tocando la guitarra durante el concierto de Cantos Nobles, c. 1976.

El gran gusto e interés que tenía Lieberman por la música tradicional lo lleva primero a fundar, en 1961, junto con Rubén López, la Asociación Mexicana de Folklore A.C., y poco después El Pesebre, la primera peña folclórica en la Ciudad de México; un foro musical, con servicio de cafetería (todo lo que pueda comer y beber por 10 pesos), donde todos los sábados y por muchos años, se llegó a reunir el pequeño mundillo de estudiosos, investigadores, intelectuales así como una nueva generación de músicos folcloristas. Hablar del Pesebre con detalle, es un tema que merece muchas páginas y que dejo aparte. Pero sí debe destacarse que ese espacio cultural, único en los años 60, fue un lugar de encuentro de antropólogos y musicólogos; frecuentado por el profesor José Raúl Hellmer así como por los jóvenes antropólogos Arturo Warman e Irene Vázquez, entre otros. Lieberman mantuvo siempre fuertes vínculos con todos ellos, y en particular, una gran amistad con Hellmer. Todos ellos referencias fundamentales e inspiradores del trabajo que Lieberman emprenderá más tarde por cuenta propia.

Beno Lieberman deja algunos escritos y muchas historias y anécdotas sin contar. Para una nueva edición de la Antología, una edición de autor que estaba preparando, deja entre sus borradores este pequeño texto:

“Como dicen los huicholes: el día que se olviden las costumbres de los padres, cuando se dejen el vestido blanco y las cruces cardinales, no volverá jamás a salir el sol. O para expresarlo de otra forma: si hemos de gustar de nuevas valores culturales y artísticos y abandonar las tradiciones, primero conozcámoslas… Que este no fue el motivo que nos llevó en innumerables fines de semana  a abandonar la rutina del trabajo y la familia, y la ciudad enajenada y su absurda disposición de centros de consumo y producción y deslizarnos primero velozmente por carreteras alejantes, luego ya con calma, por caminillos verdes de terracería, con la mirada alerta, los oídos atentos y el olfato, ya por fin liberado de los vahos de azufre, en actitud sibarita, en espera de la próxima brisilla perfumada. Rastreábamos… Detrás de que recodo de verde trópico hemos de oír el mejor de los fandanguitos? ¿Será en ese pueblecito de lejos, que se ve tras del cerro de la Luz, donde se esconde el son, ese que nombran del “Emperador”, o del “Adiós”? Ese, realmente era el motivo –buscábamos la belleza, y lo cierto es que la encontramos, la capturamos y la hemos revivido en múltiples ocasiones de tertulia, saboreando ese recio y sobrio, orgulloso y tenue “sabor de antiguo” que nos cuenta de valores fundamentales.” 

Beno Lieberman

Octubre 1973
Enrique Ramírez de Arellano y Eduardo Llerenas.

Reconocimientos

Agradezco a Ilán Lieberman, hijo de Beno, quien de manera generosa ha compartido conmigo muchas anécdotas, historias, información y datos precisos sobre ese Beno Lieberman. Es a Ilán a quién también está dedicado este texto.

Notas …


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Cirilo Promotor Decena

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Cirilo Promotor
Decena:

Pilar del Son en
Tlacotalpan

Bernardo García Díaz

Laura Cohen

El Tlacotalpan de mediados del siglo XX no pasaba por el mejor periodo de su historia; más bien, vivía la fase terminal de un proceso de estancamiento económico, iniciado desde fines del Porfiriato cuando perdió la supremacía comercial que ejerció sobre una vasta región de las pródigas llanuras sotaventinas. En pocos años vio desaparecer la febril actividad de su muelle, al mismo tiempo que dejaban de deslizarse por las aguas de su servicial río, el Papaloapan, los veleros y goletas, con su colorida marinería extranjera que sacaban las riquezas de tierra adentro rumbo a Veracruz o con destino a ultramar. Esto fue consecuencia directa del desarrollo de un nuevo medio de transporte: el ferrocarril. Su funcionamiento le arrebataría a la perla del Papaloapan la mayor parte de su tráfico, al extender sus cintas de acero por la comarca que había sido su tributaria.

A lo anterior se sumaría la crisis y finalmente clausura del que fue su principal ingenio azucarero, el Santa Fe, la venida a menos de sus talleres tabacaleros y los trastornos provocados por el desorden y el bandolerismo que se desató en su rica y extensa llanura ganadera a partir de la revolución. Se puede entender así por qué la población resbaló por la pendiente de una decadencia irremediable de su comercio fluvial; al volverse obsoleto éste, se quedó Tlacotalpan, vestida y alborotada, como escribiría Ricardo Pérez Monfort, ante un ferrocarril que representando la modernidad se le acercó y llegó a Alvarado, a Cosamaloapan, a San Andrés Tuxtla y Tuxtepec, pero nunca cruzó su territorio.

Aún así, la población ribereña no se daría por vencida y conseguiría mantener al menos su jerarquía comercial en su inmediata región circundante. A ella continuarían llegando regularmente, por decenas, y a veces hasta por centenares, los pobladores de sus congregaciones para surtirse cada fin de semana de lo que la ciudad les ofrecía. Los rancheros llegarían por vía fluvial a aprovisionarse de arroz, frijol, café y de algunas frutas como los plátanos machos; a comprar unos pantalones de dril, una camisa, unos botines rechinadores o un sombrero de Tehuacán, a meterse a curiosear a una talabartería o tomarse unos tragos en alguna cantina, o incluso, para adquirir una jarana fabricada por un acucioso artesano como Melesio Vilaboa, mejor conocido como don Mele.

En los cayucos de nacaste y otras embarcaciones que surcaban el río de las Mariposas y sus afluentes, no sólo llegarían los productos de la tierra, del agua o del aire que traían a mercar los rancheros. También los sábados o domingos arribarían las briosas bailadoras de son jarocho y los animosos fandangueros desde las perdidas comunidades que se alzaban alrededor de la ciudad. Unas y otros llegaban atraídos por los fandangos que cada semana organizaba Miguel Ramírez, un comerciante popularmente conocido como Caballo viejo, quien jugaría un importante papel en la promoción permanente del fandango en la población a mediados de siglo pasado.

Uno de los que arribaría bogando, con su requinto al hombro, y remando a través del río San Juan, que se une al Papaloapan precisamente frente a Tlacotalpan, sería Cirilo Promotor, entonces un veinteañero oriundo de la pequeña congregación de Mata de Caña. Él habría venido años antes siendo apenas un adolescente, acompañando a su padre, a comprar su primer instrumento, un chaquiste (todavía más chico que el mosquito que es la más pequeña de las jaranas), y regresaría más tarde a adquirir del taller de don Mele un requinto, que le regaló también su progenitor. Esto sucedió décadas antes de que él mismo se convirtiera en un consumado artesano constructor de jaranas y terminara siendo reconocido, en 1996, como uno de los grandes maestros del arte popular en México.

Mario Cruz Terán

Pero en los años cincuenta, Cirilo Promotor era sólo otro habitante más del pantano, un campesino, un muchacho jarocho, es decir, un fruto racial y cultural del afromestizaje que se dio con profusión y hondura en la cuenca del Papaloapan, en los territorios correspondientes a los antiguos cantones de Veracruz y Cosamaloapan. Era el mayor de seis hermanos y nieto de Macedonio Promotor, un campesino fiestero por los cuatro costados, que no tenía empacho en abandonar sus instrumentos de labor agrícola y el trabajo mismo, atraído por la magia del fandango. A éste, le gustaba cantar, y tenía la voz para hacerlo, y si había tragos para entonarse, toritos de jobo o nanche, con más razón dejaba todo para participar en la fiesta jarocha: “pasaba por las rancherías, y si había fiesta ahí se quedaba, ya no llegaba a la milpa, al sembrado… Ahí guardaba su pala, su machete o hacha. La misma gente se los guardaba, ya los cuidaban ahí.” Y como le gustaba mucho el fandango: –“ese cantaba mucho verso” – le encantaba versar:

Bonita compañerita
se ha venido usted a encontrar
que parece una amapola
y acabada de cortar.
Ahora déjenmela solita
que la quiero ver bailar
le tocaremos El Colas
que tan bien lo ha de mudancear.

Tenía también un tío abuelo, Guadalupe Cruz, que tocaba el requinto, y quien le regalaría un viejo instrumento, y con el cual comenzó a aprender la tocada líricamente, como era habitual en el campo. Por si fuera poco, su madre era una asidua asistente a los fandangos.

Mario Cruz Terán

Cirilo Promotor provenía de un animado, y más bien privilegiado, entorno musical, no sólo por el ambiente familiar, sino por el mundo comunitario rural en el cual creció. El ambiente del que provenía, el nacido en Mata de Caña, era sobre todo campesino; aunque no exclusivamente, pues los agricultores también habitualmente pescaban, y con un poco de suerte y tesón, algunos de ellos llegaban a incursionar en muy pequeña escala en la cría de reses. La escuela que recibió fue la del trabajo agrícola desde temprana edad, así él se iría curtiendo en la siembra y cosecha de productos como el maíz, la sandía, el chile, la yuca, la calabaza y el tomate. Éstos eran cultivados en tierras ajenas, de terratenientes que las prestaban por tres años, con el compromiso de que al iniciar el cuarto las dejaban listas los campesinos para que el pasto creciera para el ganado: “la medida era por tres años, para no aburrir mucho la tierra, para no agotar mucho la fuerza de la siembra.”

… continua.

Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):


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Nicolás Sosa: informante y amigo de Gerónimo Baqueiro Foster

La Manta y La Raya # 3                                                                             octubre 2016


Investigaciones del huapango
veracruzano, 1937-1947 

Jessica Gottfried

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Nicolás Sosa, 1990. Foto Ricardo Pérez Montfort.

En este trabajo se ofrece un breve resumen de las situaciones que compartieron Gerónimo Baqueiro Foster, musicólogo, erudito y docente del Conservatorio Nacional de Música y el arpista alvaradeño Nicolás Sosa. Sin profundizar particularmente en alguno de sus encuentros, esta presentación tiene como objetivo señalar los momentos de intercambio entre estos dos personajes claves de la historia del son veracruzano.

Gerónimo Baqueiro Foster es una personalidad de gran trascendencia para la historia de la música mexicana del siglo XX. Desafortunadamente, no se ha reconocido su trabajo y aportes tanto a la obra de Vicente T. Mendoza como a la de Carlos Chávez, pues al contrario de otros eruditos, Baqueiro Foster muestra en su trabajo una apreciación de la música popular mexicana más allá de los estereotipos, con todo lo que ello implica. De hecho, algunos de los estereotipos creados en la época del nacionalismo surgen como lecturas secundarias del trabajo de este gran musicólogo, compositor y profesor.

Para resumir brevemente la trayectoria de Baqueiro Foster, habría que mencionar –además de su trabajo en diversas instituciones educativas como docente, inspector, creador de programas de estudio y autor del método de solfeo por el que es conocido actualmente entre estudiantes de música– los medios en que plasmó su acuciosa mirada como comentarista y crítico de las presentaciones de música culta y popular, determinando con ello la formación de públicos a mediados del siglo XX.

En 1924 colaboró con Julián Carrillo en la administración de la revista El Sonido 13, y a partir de ese momento sus escritos tuvieron una fuerte influencia en el mundo de la crítica musical del país hasta 1967, cuando se suspenden sus colaboraciones en la Revista de Cultura Mexicana, suplemento dominical del periódico El Nacional.

También fue autor de decenas de programas de mano de los conciertos en Bellas Artes y el Conservatorio Nacional, y colaboró con diversos medios nacionales y estatales, como El Universal, Excélsior, La Prensa, El Diario de Jalapa, El Dictamen, Diario del Sureste y muchos más. Además fundó y editó la Revista Musical Mexicana; su reflexión y especialización también podía llegar a través de la radio, pues fue productor de la XEX, la XEQ, participaba en programas televisivos de la XHTV y fue asesor de La hora nacional. Indudablemente su mirada, comentarios y conocimiento sobre las manifestaciones de música mexicana –y sobre las posibilidades de su desarrollo– se profundizaban por su contacto con estudiantes de música, tanto en el Conservatorio Nacional como en instituciones no estrictamente centradas en la música.

En 1937 este importante maestro, inspector, musicólogo, compositor y arreglista se encontraba en un huapango en Alvarado cuando un arpero –así como al que toca la jarana se le llama jaranero, en el Sotavento veracruzano suele llamarse violinero al que toca el violín, arpero al que en las ciudades se conoce como arpista, y requintero a quien toca el requinto– llamó su atención, haciéndole burla por la forma de hablar. Baqueiro Foster, yucateco, respondió a la broma y procedió a entrevistarlo sobre el arpa jarocha. A partir de ese momento inicia una gran amistad con Nicolás Sosa, arpero originario de Alvarado, Veracruz.

Nicolás Sosa es reconocido como uno de los legendarios músicos del son jarocho. Aunque no es tan recordado como Lino Chávez o Andrés Huesca, su huella en la formación del estereotipo del jarocho sotaventino, los sones jarochos, el arpa y la versada tuvieron un peso equivalente al de los más afamados jarochos de mediados del siglo XX.

En 1937 Nico Sosa e Inocencio Gutiérrez hicieron un primer viaje a la ciudad de México, gestionado por Baqueiro Foster. Con esto Nico Sosa inició una carrera en la industria musical que se consolida a partir de 1943, cuando un tal Manuel Ortega –enviado por Francisco Barradas– lo invita, con sueldo y contrato, a tocar en la ciudad de México. Nico Sosa estuvo entre la palomilla de huapangueros que eventualmente participaron del auge del son jarocho en las ciudades durante el sexenio alemanista: Chico Barcelata, Andrés Alfonso, Inocencio Gutiérrez, Lino Chávez, Julián Cruz, Álvaro Hernández, Miguel Ramón Huesca, entre otros.

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Artículo completo en formato PDF (v.3.1):

Revista #3 en formato PDF (v.3.1):

Este trabajo fue publicado anteriormente en la revista Antropología, Boletín Oficial del INAH, mayo-agosto 2009,  núm. 86, México.

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El son jarocho en Nueva York. Retos y oportunidades

La Manta y La Raya # 2                                                                             junio 2016


El son jarocho en Nueva York:

Retos y oportunidades de una tradición
reinterpretada

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Paula Sanchez-Kucukozer

El tratar de recrear una tradición cultural de cualquier tipo en un contexto distinto al original siempre conlleva una serie de retos y dificultades. A la vez, estos retos se convierten en oportunidades de re-pensar dichas tradiciones y adaptarlas a nuevas necesidades. Es por eso que en lugar de hablar de una “recreación”, o sea, una repetición, sería conveniente expresarnos en términos de una “reinterpretación.” ¿Qué factores han afectado la reinterpretación del son jarocho en el contexto cultural, social y geográfico de la ciudad de Nueva York?

Para empezar, lo más obvio: la región geográfica y climática. Nueva York está ubicado en el noreste de los Estados Unidos, cuyo invierno, de diciembre a mediados de marzo, tiene temperaturas de -2ºC a 11ºC, con nevadas ocasionales. Sin embargo, desde mediados de octubre hasta finales de abril, la temperatura varía de -3ºC a 18ºC. Los veranos son muy húmedos y calurosos, lo que en los meses de julio y agosto en cierta forma los asemeja al sur de Veracruz. Así que el reunirse para tocar y convivir en un fandango al aire libre se limita a los meses mayo a septiembre. El clima templado también afecta otro elemento primordial: los instrumentos. La mayoría de las jaranas y requintos son producidos con maderas de climas más cálidos, como el cedro que, sin embargo, son muy sensibles a las temperaturas, tanto interiores como exteriores de esta gran ciudad. Más de una jarana ha sufrido la encorvadura de su tapa e incluso su desprendimiento repentino debido a los cambios bruscos de temperatura (en el invierno la calefacción interior y en el verano el aire acondicionado producen un ambiente muy seco que no es propicio para los instrumentos importados de ciertas zonas de México). Para esto, hay varias soluciones: ser cuidadoso al transportar los instrumentos, protegiéndolos adecuadamente del clima; colocar humidificadores dentro de las cajas de las jaranas; y producir instrumentos localmente con maderas de la región. Esto último ha sido fomentado por Sinuhé Padilla-Isunza, músico profesional y promotor del son jarocho, a través de talleres de laudería que ha impartido en Nueva York y en Filadelfia, en los cuales se han elaborado aproximadamente unas quince jaranas en los últimos dos años y unas veinticinco más que él ha producido por encargo. Los maestros Andrés Flores y Leopoldo Novoa también han ofrecido talleres de elaboración de panderos y marimboles, respectivamente, con maderas de la región.

La ciudad de Nueva York es una ciudad con muchos espacios públicos al aire libre que pueden ser utilizados para realizar fandangos cuando el clima lo permite. Debido a la demanda que hay por el uso de esos espacios, hay reglamentos que pueden complicar la realización de fandangos. Por ejemplo, si uno desea reservar un área en particular en un parque para un evento de más de 20 personas, hay que solicitar un permiso con un mes de antelación (y pagar una cuota correspondiente). Nuestros fandangos en parques públicos tienden a atraer a los transeúntes, así que aunque haya unas 10 personas al comenzar (y por lo tanto, no requerir permiso), pronto el grupo crece y excede el número inicial de participantes (y por cierto, los fandangos han crecido al punto de que en ocasiones se ha contado con poco más de 30 jaraneros y bailadores). Hasta ahora no ha habido ningún inconveniente, ya que en esta sociedad multicultural los fandangos son un evento que llaman la atención de manera positiva, pero a medida que la comunidad ha crecido esto se hace un poco más complicado. En el Parque Sunset, en el condado de Brooklyn, hemos encontrado que la fuerte presencia de la comunidad hispano hablante de la zona es muy receptiva a los fandangos y se unen con alegría a la fiesta. Otro factor es que los parques se cierran al público cuando oscurece el día, así que dichos fandangos tienen que llevarse a cabo a la luz del sol, en horas adecuadas.
La falta de lugares apropiados y gratuitos o a bajo costo (en particular que sean amplios y aptos para fandangos), nos ha brindado la oportunidad de establecer colaboraciones con organizaciones y negocios locales que tienen acceso a ese tipo de espacios y que buscan estimular la presencia de la cultura mexicana en Nueva York. Negocios como Carlitos Café en Harlem (ya cerrado), Casa Mezcal en Manhattan (restaurante y centro de eventos), Terraza 7 en Queens (bar y sala de conciertos), Jalopy Theatre (sala de conciertos) y El Kallejón Botanas Lounge también en el Harlem (restaurante y centro comunitario), han brindado su apoyo constante a través de los años, fomentando la realización de talleres, presentaciones, encuentros de soneros y fandangos. Más recientemente, organizaciones culturales como Mano a Mano Cultura Mexicana Sin Fronteras (dedicada a promover la cultura mexicana) y City Lore (dedicada al folklore mundial y las artes tradicionales) también han abierto sus puertas y han convertido al son jarocho en parte esencial de su programación, ya sea por medio de talleres o eventos culturales.

En ocasiones, se han empleado espacios privados, como el estudio de Calvin Burton (jaranero y requintista), la casa de Claudia Valentina (bailadora y cantante) y el jardín de Paula Sánchez-Kucukozer (promotora cultural y jaranera) para la realización de fandangos y talleres. Cabe mencionar que la mayor parte de la población en Nueva York vive en departamentos o viviendas de tamaño reducido, por lo que los fandangos caseros son una rareza.

Estas colaboraciones han resultado en una mayor exposición del son jarocho en la región, de la que se han beneficiado tanto grupos musicales locales y extranjeros, como la comunidad jaranera en general. Aunque el son jarocho ha estado presente por casi 14 años en Nueva York, en los últimos cinco se ha incrementado la demanda por la presencia del son jarocho en eventos públicos y privados y la necesidad de talleres relacionados con el son ha crecido a la par. Actualmente, Cecilia Ortega y Julia del Palacio, bailadoras con larga presencia en la comunidad, imparten un concurrido taller semanal de zapateado, mientras que Sinuhé Padilla-Isunza ofrece un par de talleres de jarana y guitarra leona en diversos niveles; esto además de los talleres que maestros visitantes imparten por temporadas. Desde hace dos años, SonJarocho.MX, organización local e independiente dedicada a fomentar el son jarocho en esta región, realiza fandangos familiares mensualmente (antes de eso los fandangos eran esporádicos y dependientes de presentaciones de grupos musicales) y desde hace cinco años organiza el “Encuentro de Soneros de Nueva York”, contando con la participación de grupos locales de son jarocho o que incluyen son jarocho en su repertorio, como Jarana Beat, Radio Jarocho, México Beyond Mariachi, Villalobos Brothers, Son de Montón y Son Pecadores. Además, estas colaboraciones nos permiten educar de una manera sistemática al público sobre la historia y tradiciones de México y la relevancia social del son jarocho.

Asimismo, esta demanda ha motivado a figuras relevantes del son jarocho a visitarnos e impartir talleres, ofrecer conciertos y ser parte de nuestros encuentros. Nada más en los últimos cuatro años hemos contado con la presencia de Andrés Flores, Los Vega, Mono Blanco, Rafael Figueroa Hernández, Joel Cruz Castellanos, Annahí Saoco Cruz, Zenén Zeferino Cuervo, Leopoldo Novoa, Rubí Oseguera Rueda y Laura Rebolloso y su Ensamble Marinero, por mencionar los más recientes. Algunos han venido por su propia cuenta o, como parte de giras internacionales; otros con el apoyo de grupos locales como Radio Jarocho y muchos más han sido patrocinados por SonJarocho.MX. La presencia de dichas figuras del son jarocho es primordial para fortalecer el aprendizaje y crecimiento de esta tradición cultural en Nueva York. Nuestra comunidad sonera es diversa, cultural y económicamente hablando. Una gran parte son inmigrantes mexicanos o son méxico-americanos. Otros tienen lazos familiares o profesionales con México y sus tradiciones. Algunos son músicos o artistas profesionales y para otros es un pasatiempo importante. Aunque varios miembros de nuestra comunidad han tenido la oportunidad de visitar la región del Sotavento (en el sur del estado mexicano de Veracruz); de asistir a talleres y seminarios; y, de vivir la cultura del son en su contexto original, para un gran número de nuestros miembros esto es imposible debido a razones económicas y/o migratorias. Es por eso que tanto la presencia física en Nueva York de soneros reconocidos como el intercambio cultural que se da cuando maestros y jaraneros de Nueva York visitan Veracruz es parte imprescindible de nuestra reinterpretación del son.

Otro desafío ha sido la procuración de recursos financieros para solventar los gastos que conlleva la realización de encuentros, talleres e intercambios culturales. En Nueva York hay cientos de organizaciones promotoras de las artes que concursan por becas y patrocinios, por lo que la competencia es reñida por esos recursos. Partiendo de la premisa de que “el fandango no se cobra”, los eventos son gratuitos pero se aceptan donaciones en dinero y en especie. Los talleres sí tienen un costo dependiendo de quién los imparta. SonJarocho.MX realiza presentaciones y talleres durante el año para recaudar fondos para el Encuentro de Soneros, mientras que Son Pecadores también ha contribuido con el pago de boletos de avión y viáticos. Esto, sin incluir el hospedaje gratuito frecuentemente ofrecido por miembros de SonJarocho.MX.

El son jarocho es una tradición cultural con roles de género claramente establecidos y esto ha representado otro reto en la sociedad abierta y tolerante de Nueva York. La presencia de personas transgénero nos ha hecho re-evaluar esos roles y adaptarlos a fin de que todos los participantes se sientan incluidos y seguros durante los fandangos y demás eventos.
Como se pude ver, la reinterpretación del son jarocho en Nueva York ha sido un proceso comunitario de constante evaluación y crecimiento. Hay otros retos que superar, además de los mencionados, pero de igual manera hay muchas oportunidades de participación y desarrollo para todos. El son jarocho en Nueva York está consolidado y tiene un gran futuro.


Revista # 2 en formato PDF (v.2.1):

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Desde las tierras del sur del continente

La Manta y La Raya # 2                                                                             junio 2016


Desde las tierras del sur del continente

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Soneros del Calamaní
Lautaro Merzari

Seria imposible olvidar que a finales de año de 1998 decidí aventurarme a conocer tierras lejanas. Y por algún motivo ahí estaba yo aterrizando en el aeropuerto internacional Benito Juárez, de la Ciudad de México dispuesto a conocer lo que me tocara en suerte. Por aquellos tiempos mi profesión era la de ser un juglar, un malabarista, un comediante callejero; y andando en esos trotes rápidamente seguí la ruta que miles de trotamundos como yo realizan cuando vienen por primera vez México y, para los primeros días de enero, me encontraba en Mazunte, Oaxaca sorprendido por uno de los mas bellos paisajes que jamás había visto. Por aquellos días había entablado una amistad con Robert Marshall Steward, otro joven viajero de profesión fotógrafo que había sido atrapado por las mismas bellezas naturales.

Pocos días después, en medio de un partido de futbol en la playa, Robert corrió un balón y como si un rayo lo hubiera alcanzado se desplomó en la arena ante la mirada atónita de todos los demás jugadores. En el intento más desesperado por salvarlo apareció en la escena un hombre llamado Fernando Guadarrama, quien condujo la camioneta en la cual tratamos de llevar a Robert hasta el hospital más cercano, en el pueblo de Pochutla.

Cuando llegamos al hospital, era demasiado tarde, mi nuevo amigo había fallecido. En medio de esa zozobra y desconcierto, Fernando se acercó y luego de ayudarnos a realizar los primeros trámites burocráticos que la muerte trae consigo me dijo: “vamos, volvamos a la playa, vayamos al lugar donde él murió y prendamos un fuego, hay que despedirlo con música, hay que acompañar el alma de este muchacho. Así fue que llegamos de nuevo a la playa, Fernando fue hasta su palapa y regresó con el instrumento mas extraño que yo había visto hasta ese momento… una jarana.

Pocas semanas después, ahí estaba yo, previo paso por la ciudad de Oaxaca, en las fiestas de La Candelaria, Tlacotalpan 1999. Recuerdo como si fuera hoy la sensación que me produjo llegar al primer fandango en mi vida, fue pararme, mirar, escuchar y, acto seguido, pensar para mis adentros: “Yo quiero jugar a esto… ¿Cómo se hace?”

Nunca había imaginado que tanta gente pudiera comunicarse, de una manera tan natural, tan comunitaria y, cuando digo comunitaria, me refiero a “haciendo todos algo en común” y que el resultado de ese encuentro sea tan hermosamente musical.

El resto de mi historia en México por aquellos años fue un hermoso paisaje de amistades, de oportunidades, de conocer grandes amigos, grandes músicos; de compartir con personas como Elías Meléndez, Alonso Borja, Alvaro Alcántara, Gerardo Alcántara, Quique vega, la familia Raíces de Oaxaca, la Familia Barradas, Camerino Utrera, entre tantos mas.

Varios años pasaron (siete) hasta mi regreso a La Argentina. Recuerdo claramente que al volver, lo primero que hice fue reunirme con mis amigos “los músicos”, para mostrarles todo lo que había intentado aprender en aquellos años pasados. Fue increíble como a ellos también les atacaba una especie de “virus jarocho” y no parábamos de tocar día y noche jaranas, guitarras de son, marimbol… toda una dotación de instrumentos con los que había regresado a mi tierra natal. José Lavallén y Juan Pablo de Mendoça fueron con quienes llevamos adelante la formación de Alegrias de a Peso, primera agrupación que intentaba interpretar sones jarochos en Buenos Aires.

Recuerdo que los primeros conciertos que dimos tenían mucha presencia de mexicanos y “Argenmex”, como se denomina generalmente a la generación del exilio político argentino en México. Con Juan Pablo decidimos viajar a México y durante el transcurso de un año estuvimos grabando con su estudio móvil a muchos de los amigos y conocidos: familia Campechano, Elías Meléndez, Son de Piña, Isidro Nieves, entre otros.

De regreso en Buenos Aires continuamos con las presentaciones de “Alegrías de a peso”. No paso mas de un año, para que de estas presentaciones surgieran interesados en aprender a tocar, uno de ellos Nicolas Kunhert –quien Junto a Edgar Cortes (oriundo de Oaxaca)– insistieron en iniciar un taller de sones jarochos en la capital argentina. Ese taller comenzó en el año 2009 y existe hasta la actualidad. Por él han pasado poco más de setenta alumnos, de los cuales muchos hoy en día tocan, conocen, procuran, investigan y tienen un conocimiento bastante importante acerca del son. Han pasado por el taller amigos como Diego Corvalán, Mariel Henry, Leopoldo Novoa, Pablo Emiliano García, que han compartido los conocimientos aprendidos en su contacto con la cultura del son jarocho.

De este mismo taller (llamado “Rezumbasones”) han surgido los primeros fandangos en la ciudad de Buenos Aires y así también otro proyecto musical llamado “Soneros del Calamaní”, en el cual participo activamente y con quienes hemos viajado a México en dos oportunidades para grabar y presentar nuestro primer material discográfico.

La experiencia que al día de la fecha me toca me hace reflexionar acerca de un género que mas allá de sus características puntualmente musicales, conserva en sí mismo, una dinámica colectiva e inclusiva que no conoce, fronteras ya que habla con el idioma de la comunidad.

Antes de comenzar los talleres trato de decirles a los muchachos y muchachas que se están acercando que, para empezar, el son no te pide grandes destrezas, con muy poco ya estas participando, bailando, tocando o cantando… pero si quieres entenderlo… entonces puedo con una sonrisa decirles que por suerte, quince años después, aun me falta mucho por aprender.


Revista # 2 en formato PDF (v.2.1):

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Fortaleciendo las raíces culturales más alla de las fronteras

La Manta y La Raya # 2                                                                             junio 2016


Fortaleciendo las raíces culturales
más allá de las fronteras

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Foto: Silvia González de León
Eugene Rodríguez

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Artículo completo en formato PDF (v.2.1):

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Aprendí acerca del fandango jarocho cuando conocí al Grupo Mono Blanco en 1989. Yo soy méxico-americano de tercera generación que tiene una conexión familiar a la música. Me crié con mis tías y tíos que tocaban la música de mariachi en las fiestas familiares. Mi hermano y yo tocamos canciones de rock en inglés.

Después de sacar una maestría en 1987 en guitarra clásica, sentía la necesidad de indagar más sobre las raíces de la música mexicana, más allá de las ofertas comerciales en las tiendas de discos. En 1989 empecé a enseñar la música mexicana a un grupo de niños y adolescentes en Richmond, California, ubicada en el área de la bahía de San Francisco. Éste grupo se convirtió en Los Cenzontles.

Durante esa época buscaba instrumentos jarochos y me presentaron a un salsero local llamado Willie Ludwig. Él había desarrollado una pasión por el son jarocho rural y empezó a promover al Grupo Mono Blanco apasionadamente. Resulta que el grupo estaba por llegar a su primera visita al norte de California. Entonces los ayudé a reservar fechas para dar conciertos en las escuelas y el centro comunitario de Richmond, California. Los integrantes del grupo eran el jaranero y director, Gilberto Gutiérrez, el requintero, Andrés Vega, el jaranero Patricio Hidalgo y el arpista, Andrés Alfonso. El grupo era una maravilla de energía. Mirando atrás, en mi opinión fue posiblemente la mejor configuración de Mono Blanco. El grupo grabó un disco para la casa discográfica, Arhoolie Records. Años después, incentivé a la casa discográfica a lanzar el disco “Soneros Jarochos” y escribí los comentarios para el disco.

Cuando escuché por primera vez a Gilberto Gutiérrez hablar del fandango no entendía plenamente el concepto, pero tuve la sensación que tenía la clave a muchas de mis preguntas sobre las conexiones entre la música y la comunidad. De todas las funciones que la música provee, su papel participativo en la cultura tradicional me fascina por varias razones. La recuperación del fandango jarocho en Veracruz era un ejemplo vivo del poder cultural de la música y yo quería descubrir más sobre ella.

Basado en las grabaciones que hice de la primera visita de Mono Blanco estudié las figuras de Don Andrés Vega en la guitarra de son. El aún es uno de mis músicos favoritos de la música jarocha. De esa manera poco a poco empecé a aprender sobre las matices del son. Mis estudiantes se hicieron mis colaboradores en este descubrimiento y otros estilos de danza y música mexicana.

En 1991 invité a Mono Blanco de vuelta a California. Esa vez el grupo estaba compuesto por Gilberto Gutiérrez y su hermano, Ramón Gutiérrez. Gilberto y yo empezamos a conspirar para construir un puente entre Veracruz y California. Ese año organizamos un viaje para que mis estudiantes jóvenes estudiaran con Mono Blanco en el Instituto Veracruzano de la Cultura (IVEC) y que participaran en el fandango de Santiago Tuxtla. Fue una gran experiencia estar entre los pocos extranjeros que habían en el fandango. Mis estudiantes eran Chicanos urbanos que hablaban inglés principalmente. Yo dirigí a mis estudiantes y a sus padres en varios esfuerzos para recaudar fondos para el viaje. Tocamos música en las calles y en los mercados de pulga y vendimos grabaciones en cassette del grupo. Uno de los padres manejó una casa motorizada a México con los jóvenes. Yo fui en avión con los demás.

Mi esposa y yo grabamos en vídeo una parte del fandango en Santiago Tuxtla. Al volver compartí el vídeo con unos etnomusicólogos californianos. Para casi todos, el descubrimiento del movimiento de recuperación de la música jarocha fue una revelación de las raíces profundas y la importancia de reclamar la herencia de uno. Empecé a construir argumentos que explicaran la necesidad de acercar al fandango a los méxico-americanos. El contexto social del fandango y su dosis de improvisación eran los elementos que, en mi opinión, permitirían revitalizar la música tradicional entre la población méxico-americana, una práctica que hasta ese entonces se encontraba dominada por lo teatral y coreográfico. Entonces creé una serie de propuestas para establecer talleres de fandango en el área de la bahía de San Francisco.

No era fácil vender el mensaje en esa época. Había bastante resistencia entre los presentadores, los proveedores de fondos y los artistas. Sin embargo, se convirtió en mi pasión, así que insistí. Establecí el Proyecto “Fandango” bajo el patrocinio de la organización Instersection for the Arts, en San Francisco, y apliqué para que me dieran fondos para apoyar el proyecto. Íbamos a patrocinar visitas y residencias artísticas para varios músicos jarochos en el área de la bahía. Invité a Gilberto Gutiérrez y a la fotógrafa Silvia González de León a vivir y trabajar en San Francisco de 1992 a 1995. Con el dinero recibido de una beca que gestioné ante la “Fundación Estados Unidos – México para la Cultura”, organizamos talleres semanalmente en varios espacios culturales, incluyendo La Peña Cultural Center, el East Bay Center for the Performing Arts, Los Lupeños de San José, el Centro Cultural de la Misión en San Francisco y el Exploratorium, donde Gilberto Gutiérrez enseñaba laudería tradicional. Más tarde, conecté a Gilberto para que enseñara laudería en la cárcel del estado de California en Vacaville, donde entonces yo enseñaba la guitarra.

El Proyecto “Fandango” patrocinó los visados, las actuaciones y los talleres para las primeras visitas – y las que luego se dieron – de muchos músicos jarochos, incluyendo a Ramón Gutiérrez, Tacho Utrera, Dalmacio Cobos, Octavio Vega, Rubicela Cobos y Licha Cobos. Busqué oportunidades para actuaciones y patrocinio para que todo esto se hiciera posible. Los músicos se quedarían en mi casa y en la casa de Gilberto, quien vivía a una cuadra de la nuestra en San Francisco.

En 1993 los estudiantes de Los Cenzontles organizaron un segundo viaje a Veracruz. Esta vez asistimos a un campamento de son jarocho en Pajapan, un pueblo nahua ubicado en el sur de Veracruz. Convivimos con niños mestizos, nahuas y popolucas durante una semana. De nuevo fue un viaje especial que profundizó nuestra conexión con la música. También invité a Phillip Rodríguez, mi hermano cineasta quien filmó el campamento que se destacó en nuestra película, Fandango, Buscando al Mono Blanco, proyecto que hicimos varios años después.

Al mismo tiempo a mediados de 1990, California se transformó debido a la inmigración histórica de México. La gran cantidad de mexicanos recién llegados creó una masa crítica de aquellos que llevaban su mexicanidad con orgullo. Los jóvenes hablaban principalmente el español y llevaban sombreros y botas mexicanas y tocaban música de banda, norteña y de mariachi. El baile de la quebradita reinaba en el barrio. Estos nuevos inmigrantes trajeron con ellos la revitalización de una cultura participativa que yo quería mostrar a través del “Fandango Project”. La cultura viva cobró vida en las calles de manera natural. Una de las jóvenes inmigrantes era Lucina Rodríguez. En ésa época, ella tenía quince años y se integró a Los Cenzontles. Ya era campeona de la quebradita. Con el tiempo, Lucina también se convirtió en una experta maestra de son jarocho.

En 1994, Los Cenzontles se convirtieron una organización sin fines de lucro porque yo necesitaba una plataforma permanente para expandir nuestro trabajo. En la primera semana de clases se inscribieron 175 jóvenes para tomar clases de son jarocho, mariachi, banda, artesanía y cocina. Hubo una energía increíble en nuestro barrio, como en el resto del país, debido al proceso de aculturación en masa. Muchos vieron los cambios demográficos (la oleada migratoria) como una amenaza. Esto incluía a muchos méxico-americanos. Y de hecho había muchos problemas sociales, como las tensiones entre las pandillas que agravaban el ambiente de un vecindario cambiante. Pero yo lo vi como una oportunidad. Solo teníamos que enfocar la energía y creía que la cultura era la clave para hacerlo.

Entre otros, los primeros miembros de nuestra facultad fueron Gilberto Gutiérrez y Silvia González. En 1994 o 1995 empezamos a trabajar en el disco “Se Acaba el Mundo”. Les presenté a mis amigos músicos que venían de diversas formaciones musicales al proyecto. Para mí, este era uno de los primeros proyectos en fusionar el son jarocho tradicional con otras culturas mundiales que incluía a Cuba, Venezuela, África occidental y la Europa barroca.

También en esa época invité a Gilberto a participar en un disco para niños que yo estaba produciendo para Los Lobos y Lalo Guerrero, en Los Ángeles, California. Creo que en ese disco, nuestra interpretación versión fandango de La Bamba, nominado para un Premio Grammy, era la primera grabación de estilo del fandango en Los Ángeles.

En 1997, Los Cenzontles patrocinaron el Festival de la Juventud en la Tradición que presentó música de mariachi y son jarocho. Entre los participantes estaban Lalo Guerrero, Yolanda del Río, Graciela Beltrán y bandas y mariachis locales. En la representación del son jarocho participó el Conjunto Hueyapan, del sur de California; Mono Blanco, y un grupo de jóvenes que trajimos de Veracruz: Gisela Farías y César Castro estaban entre los jóvenes que se estrenaron en la visita. Poco después invitamos a Gisela Farías a participar en una residencia artística en California. Durante ese tiempo grabamos un disco de son jarocho y un disco de Alabanzas a La Virgen, que Gisela le enseño a nuestros cantantes.

En 1998, llevamos a un tercer grupo de estudiantes de Los Cenzontles a estudiar en Santiago Tuxtla. Dentro de dos años volvimos a Veracruz para el aniversario de Mono Blanco, que se celebró en la casa de Esteban Utrera y Juana Cobos en El Hato, Mpio. de Santiago Tuxtla, Veracruz. Por esas fechas, mi esposa y maestra de artesanía, Marie-Astrid, compartió su desarrollo de crochet para las blusas jarochas y presentó nuevos colores y diseños.

Debido a que la mayoría de los mexicanos en el área de la bahía tienen raíces en Michoacán o Jalisco empecé a buscar maestros que nos podrían enseñar el enfoque “fandango” en sus tradiciones. El fandango era prevalente en todo México en el siglo XIX y aún antes, no sólo en Veracruz. Por lo menos queríamos encontrar músicos mayores con fuertes conexiones familiares a sus tradiciones.

En 2001 lanzamos nuestra gira de los “Cuatro Maestros” representando a las cuatro culturas con la participación de Los Cenzontles y experimentados maestros regionales. Estuvieron el mariachi tradicional con Julián González; el Conjunto Tejano con Santiago Jiménez Jr; la pirekua y el son abajeño P’urepecha de Michoacán con Atilano López, y el son jarocho con Mono Blanco, representado por Gilberto Gutiérrez, Andrés Vega, Gisela Farías y Cesar Castro. En la gira hubo actuaciones en toda California, incluyendo Fresno, Sacramento, Monterey, Berkeley y La Plaza de California, en Los Ángeles. Dentro de poco años volvimos a Los Ángeles con la actuación de Mono Blanco y Los Cenzontles en el Skirball Cultural Center.

A lo largo de esos años continuamos ayudando a los músicos jarochos mediante la presentación de conciertos y la contratación de grupos que incluyeron a Son de Madera y Los Cojolites. Y durante esta época, los músicos de Los Ángeles que empezaron a descubrir la música de fandango, visitaron a Gilberto Gutiérrez en la academia de Los Cenzontles cuando él venía de visita.

Durante todo ese tiempo Los Cenzontles cultivaron sus propios jaraneros y bailarines incluyendo a Hugo Arroyo, conocido por ser un jaranero y cantante maravilloso, a Lucina Rodríguez, quien se ha convertido en una bailarina talentosa, jaranera, cantante y maestra de generaciones de Los Cenzontles, a Emiliano Rodríguez, un músico excelente en el león y el bajo del son jarocho y otros estilos regionales. Los Cenzontles continuamos desarrollando nuestras propias variaciones del son. Compusimos sones originales y fusionamos el estilo jarocho con otras culturas del mundo, incluyendo las leyendas irlandesas, Los Chieftains. También trabajamos en numerosos proyectos con Taj Mahal, Ry Cooder y David Hidalgo de Los Lobos, incluyendo la exploración de las conexiones históricas entre Veracruz y la Luisiana criolla. Los Cenzontles han grabado a la fecha veinticuatro discos y cientos de vídeos.
En 2004 Los Cenzontles hizo su visita final a Veracruz para filmar nuestro documental titulado Fandango, Buscando al Mono Blanco. Fue dirigido por Ricardo Braojos. También dirigió dos documentales hermanos nuestras titulados, Pasajero, Un Viaje de Tiempo y de la Memoria y otro titulado, Vivir. Durante esta visita, estaba claro que la vía entre Veracruz y California se estaba conociendo mejor y que el fandango estaba disfrutando de una gran popularidad. Nos sentimos especialmente agradecidos de haber estado en aquellos años, cuando los matices y el sabor rural del son estaban en plena flor.

Hoy en día el grupo de gira y los estudiantes de Los Cenzontles continúan explorando la belleza y el poder del son jarocho, entre otros maravillosos estilos, y haciendo música original en nuestra academia cultural y a través de las actuaciones y proyectos mediáticos. Nuestra organización sigue aumentando su presencia dentro y fuera de la comunidad. Me siento agradecido por lo que hemos podido aprender de las maravillosas culturas tradicionales que hemos estudiado. Y ha sido nuestro privilegio apoyar a tantos artistas a lo largo de estos años. De eso se trata el intercambio de cultura.


Revista # 2 en formato PDF (v.2.1):

mantarraya

El Mono Negro

La Manta y La Raya # 1                                                                        febrero 2016


El Mono Negro

Arcadio - Tlaco 1982

A un poeta no me asemejo
porque no sé ortografía;
de ser poeta estoy lejos
pero guarden muchos días
estos versos que les dejo
de las ignorancias mías.

.

Alfonso D’Aquino

Ser extraño a la vista. Arcadio Hidalgo resulta impactante desde el primer momento. Mientras hablaba, nadie podía dejar de atenderlo, de celebrar sus interminables historias, de reír con sus chistes, con sus cambiantes tonos de voz para imitar a los demás, o para imitar-se a sí mismo. Gesticulaba, movía los brazos, parecía sorprenderse de lo que estaba diciendo, pero aquello era ya incontenible; y el seguía y seguía. Hablaba con todo el cuerpo y con todo rostro; sus ojitos, penetrantes y burlones parecían anticiparse a lo que él iba a decir. Su voz, a un tiempo, golpeada, cascada y melodiosa, a veces se aflautaba, se aniñaba, se opacaba. Repetía frases, movimientos, inflexiones, que había visto o escuchado décadas atrás, como si conservara una especie de memoria corporal, de una auténtica memoria de bulto de todo lo visto y vivido. No sé si la suya era una gracia recuperada en la vejez o una gracia que nunca había perdido, pero esa curiosa mezcla de anciano y niño, de niño y mono, que se daba en su persona era en verdad asombrosa. Su figura resultaba al mismo tiempo simple y percusiva. Su voz, resonante, bajo los oscuros techos de la casona de Juan Pascoe en Mixcoac, donde el Grupo Mono Blanco se gestó. La finura de su oído, su rapidez, su alcance a la hora de recordar cómo se había tocado tal o cual son, hacían de Arcadio un ser por entero musical. Como si todo aquello –voces, gestos, sones– tan sólo saliera de la caja de resonancia de un fino y viejo instrumento. Apreciación a la que contribuía el color de su piel –no negro propiamente dicho, sino más bien caoba, canela–, que por un momento hacía pensar en un ser tallado en madera. Simple y extraño ser, entre mono y hombre, que la media luz del techo nos dejaba entrever:

Yo soy como mi jarana,
con el corazón de cedro,
por eso nunca me quiebro
y es mi pecho una campana…

A la figura percusiva unía Arcadio una extraordinaria agilidad mental, una atención vigilante y una flexibilidad de espíritu que hacían de él alguien notable. Si a ello añadimos la experiencia de noventa años de vida y una especial capacidad (o voluntad) de simulación, no resultaba extraño, visto a la distancia, cuán fácil-mente parecía amoldarse a las expectativas y caprichos de sus compañeros de grupo, pero cuán fácilmente también tocar –casi arañar– las cuerdas más sensibles de los otros. Y de un rápido salto, además, resultar él el agraviado. Su gracia no tenía fin. “Yo no digo mentiras”, decía y era cierto en alguien tan cambiante, tan volátil. Sin embargo, a despecho del aplomo escénico del que hacía gala, el viejito era un manojo de nervios y aprehensiones, que de pronto le cerraban la garganta a voluntad, “con arte y maña”, como dice Pascoe. Decía también que de noche “se ponía a pensar en todo.” No sabemos lo que eso cabalmente quisiera decir, pero podemos imaginarlo bajo las sábanas, junto a la tibia madera de su jarana, concentrando sus pensamientos y sus deseos en pulsar lo más suavemente posible para no despertar a los otros, las cuerdas de su instrumento, una y otra vez, hasta alcanzar la nota más sutil, el pensamiento más sublime y en ese instante caer a un rápido y profundo sueño:

¿Para qué quiero yo cama,
cortinas y pabellones,
si no me dejan dormir
varias imaginaciones?

Más allá del halo revolucionario que lo rodeaba y en el que curiosamente no se regodeaba, sino que sabía mantener vivo con enconada fuerza, y más allá también del carácter cuasimítico que ya para entonces tenía y de cierto lado caricaturesco del que no estuvo exento, sin embargo, en el constante trajinar de sus últimos años. Lo que entonces me parecía (y sigue pareciéndome) ejemplar de Arcadio Hidalgo era su natural sabiduría silvestre. Aplicada en todo momento, ya fuera para tocar la jarana, hacer agudas observaciones de la gente o salpicar su plática de anécdotas y consejos salaces, que hacían rabiar de risa al monerío. Era increíble a la hora de contar barbaridad y media. Sus ojillos brillaban en semipenumbra y él mismo parecía sorprendido de que éstos, negros y vivaces, una vez más se movieran por sí solos:

A una fuente corrientosa
temprano me fui a bañar;
al llegar a ese lugar
me supuse de varias cosas;
yo no te quise mirar
pero la vista es curiosa.

La particular sabiduría de Arcadio iba más allá de su voluntad, más allá de él mismo. Cierta vez que Juan lo reprendiera por tirar basura en algún sitio público, tras reconocer su falta de urbanidad, acotó: “Pero voy a aprender a andar entre la gente.” Y con su peculiar olfato encontraba lo que quería. En otra ocasión, cuenta Pascoe en La Mona, don Arcadio le entregó “dos cuadernos Scribe de coplas y décimas, escritos en su puño y letra, algunas cosas compuestas por él, otras nomás apuntadas. –A ver cuánto me sale para que me hagan un libro– dijo.” Es decir, que había más. Dos cuadernos de versos a partir de los cuales Juan Pascoe imprimió, bajo el sello del Taller Martín Pescador, la primera edición de La versada de Arcadio Hidalgo, en 1981. Cuatrocientos ejemplares impresos en papel Guarro color de rosa, con dos grabados antiguos y un epílogo de Antonio García de León; veinte ejemplares vendidos en la Ciudad de México. Hacia finales de 1985, a más de un año de la muerte de Arcadio, el Fondo de Cultura Económica la reeditó en su colección Cuadernos de la Gaceta, junto con algunas entrevistas y algunas otros textos sobre el viejo jaranero, en una edición realizada por Juan Pascoe y Gilberto Gutiérrez. Curiosamente en la portada de ese libro se reprodujo una décima de Arcadio, escrita por su puño, letra y accidentada ortografía, que por algún extraño designio editorial no está impresa dentro del libro. (así que la nueva edición tampoco la incluye.) Tampoco volvió a editarse el texto de García de León. Casi veinte años después se ha decidido volver a publicarlo. Sin duda traerá cambios y sorpresas, pero tengo la impresión de que fuera un libro que aún no acaba de tener una edición definitiva. Como decíamos, con Arcadio siempre hay algo más, y entonces el lector cae en cuenta de que sus versos no sólo son para los ojos, que hace falta la música que los acompañe. Quiero decir, que es tiempo también de que se decida editar o reeditar las grabaciones que se conserven de él.

¡Qué voluntad tan extraña
cuando ya no hay interés!
Esta vista no me engaña,
este mundo está al revés;
se me ha de quitar la maña
de hacer gente a quien no lo es.

Dice Juan Pascoe que para el público que asistía a los conciertos en los que Arcadio tocaba, el viejo jaranero “era el representante del México original de donde habían surgido todos los mitos… no era sólo un poeta campirano sino también la última reencarnación del Negrito Poeta.” También se acercaban a preguntarle si acaso él no era el mismísimo Mono Blanco. Arcadio gozaba de la leyenda que iba tejiéndose a su alrededor; más aún, contribuía a darle forma, actuaba su papel, con gran previsión se amoldaba a los hechos, aun cuando éstos lo desmintieran. Así su fama de poeta repentista, por ejemplo, puede ponerse en entredicho ante afirmaciones como ésta: “Después de la Revolución, por sufrimiento tan amargo que tuve, me vino al pensamiento componer versos. En la noche, cuando me iba a descansar, empezaba a darle vuelta a algunos pensamien-tos y así me quedaba dormido; y al despertar, pedía que me anota-ran algunas palabras de ese sueño, para después, en el campo, a la vez que le daba al azadón, recorrer con mi pensamiento hasta que completara el verso.” Su procedimiento está lejos de poder considerarse simplemente repentista, nos habla, por el contrario, de una versificación asumida como un trabajo mental continuo: versos pensandos a lo largo del día y de la noche, versos trabajados hasta alcanzar su forma, su diferencia. Hasta alcanzar el grado de refinamiento y consistencia de su versada. Sin soslayar, claro, aquellas ocasiones en que tanto el objeto inmediato de sus versos como la urgencia de sus contenidos coincidían en el tiempo y el espacio y, de repente, el viejo astuto tenía ya la copla adecuada para dedicársela a alguna mujer; su repentismo era sólo otra de sus habilidades:

Yo salí de Matamoros
y a este lugar llegué;
yo te guardé decoro
y cantando te diré
que tu dentadura de oro
qué bonita se te ve.

Recordemos aquello que dice Herder en una de sus cartas sobre las canciones de los pueblos antiguos: “ya sabe usted, que cuanto más primitivo, es decir, cuanto más activo sea un pueblo –que no otra cosa significa la palabra– tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas.” Por su parte Juan Pascoe afirma en su libro im-prescindible que “el fenómeno del son jarocho no es ajeno a la poesía.” Y cuenta cómo en su búsqueda etnomusical por distintas regiones del país, acaba descubriendo que, atendiendo a la letra el son jarocho era “superior a otros géneros: ahí se dialogaba, se decían las cosas, se cantaba poesía.” Había encontrado que en el son jarocho el lazo natural entre la palabra y la música no estaba roto todavía. En este sentido, Arcadio con su experiencia, su talento, su naturaleza doble, reunía en sí esa capacidad superior que le permi-tía no sólo transitar de un lado a otro, de la música a la poesía, sino vivir inmerso en su íntima unidad. Por eso es posible depurar su versada de todos aquellos valores ajenos a su propia naturaleza: desde los remanentes de cualquier tradición inventada (o impos-tada), las ideas preconcebidas sobre el qué y el cómo del son, o los elementos gastados por el uso, como pueden ser los temas mismos de alguna de sus coplas. (Ya las distintas versiones que se recogen de algunas de ellas nos hablan de variantes, de distanciamientos, tanto en sus propios versos como respecto a la tradición.) Lo que permanece tras ese fácil despojamiento, en toda su inmediatez y su pureza, es la expresión de un lenguaje sensitivo, vivo, natural, con un ritmo propio como sentimiento fundamental; que se traduce en motivos para cantar y que sólo a través de la música alcanza su propia forma. Y ésta, como afirma Cuesta en uno de sus ensayos sobre música, “no es un producto colectivo, un sedimento nacional; la forma es una creación personal.”

Mi gusto es, con la luna llena,
salir a cantar al campo.
A mí nadie me sofrena
y si en un lugar me planto
es para cantar sin pena.

Despojada de todo lo que pudiera interferir en su expresión, la voz profunda –seca y melodiosa– de Arcadio Hidalgo, llena de ritmo y dueña de su fuerza, modulaba de una manera natural –como puede serlo un grito de dolor o de alegría– aquello que Herder (una vez más) llamara “las exclamaciones primitivas del lenguaje natural”, a cuyo origen animal, la poesía sólo puede aspirar a aproximarse por imitación. La voz de Arcadio brotaba de las raíces mismas de un arte todavía inconsciente, sin significado alguno –ni expreso ni impuesto–, anónima en su portentosa naturalidad, terrible en su pureza. Bajo aquellos salientes techos de madera, que en la noche crujían como si estuvieran habitados no por insectos sino por fantasmas de insectos, en la semipenumbra en que se gestaba el mono, la voz de Arcadio resonaba (y sigue resonando en mi memoria) con toda su fuerza –ingenua y espontánea–, su rara cadencia y ese ritmo lento e inventivo que era su propio pulso. En aquella oscuridad, sólo sus ojos brillaban, saltones y humedecidos. De una viga del techo colgaba la colección de jaranas y liras de Juan Pascoe, que parecían estar como a la expectativa, las cuerdas tensas, a punto de sonar por sí solas. Más allá de lo que aquella voz decía, más allá incluso de que dijera o no dijera nada, esa voz se sentía, esa voz nos tocaba:

Pensando en mi suerte santa
de mi fortuna me quejo;
quisiera volverme planta
para no morir de viejo
porque la muerte me espanta.

También lo recuerdo silencioso, más bien, habría que decir, calladito, como a la espera; con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, sin recargarse en el respaldo de la silla que ocupaba. La Mona, entre sus piernas, en reposo también por un instante. Aun sus ojos parecían tranquilos, sólo el ápice de astucia que en ellos estaba siempre a punto de brotar delataban la vida que habitaba su figura sin pulir. Mono de madera con jarana, tallado de una misma pieza; el instrumento era apenas una simple extensión de un cuerpo. Sólo una de las manos del viejo, de dedos largos y negros, posada en la grácil y arquetípica figura de la jarana, no dejaba de moverse, acariciándola. Y uno no podía dejar de pensar que bajo la apariencia de aquel anciano de pelo blanquísimo un ser más oscuro aguardaba con fingida paciencia. Bajo la amarillenta luz del foco, aquella mano se irisaba de reflejos violáceos. Me hacía pensar en esas flores de color morado de las que su versada estaba llena. Y entonces, durante ese largo instante, de silencio sensible, capté su signo. Aquella tregua con el mono de adentro –entre el viejo eslabón intacto y el mono encontrado, es decir hallado y enfrentado– me revelaba otro Arcadio. No el revolucionario, ya lo dije, ni legendario, ni el literario –aquel “Don Arcadio” que inventaron los monos, pero del que él decía y en el libro de Pascoe está consignado: “Eso de don es solo en la capital” –; no, ni siquiera el jaranero ni el versador en medio de aquel silencio. Y él, que toda su vida había tocado la jarana para ejercer con su ritmo portentoso una fuerza mágica que alejaba los demonios y las enfermedades, que conjuraba el miedo y que, hacia el final de su vida, detenía incluso el momento de su muerte, ahora estaba sorpresivamente callado e inmóvil. En su extrema simplicidad campesina –simplemente vestido de blanco aunque no lo estuviera por completo–, Arcadio se mostraba por un instante como uno de los seres más misteriosos que yo hubiera visto. Sólo aquella mano oscura, como por sí sola seguía moviéndose sobre la mujercita de madera.

Fue entonces cuando empezó a escucharse –primero casi impercep-tible, pero luego con una intensidad creciente aunque no durara más que un instante– el rasgueo indistinto de una uña que arañaba y tamborileaba con impaciencia la caja y las cuerdas de La Mona. En los escrutadores ojitos del viejo había un último destello de ironía. Sé que uno de sus últimos deseos era construirse una torre arriba de un cerro pelado para subir por las tardes a tocar su jarana, ahora sí que a los cuatro “carriles del viento”. En realidad, al poco tiempo, murió de muerte vegetal. Se le gangrenó la pierna. Y, como cuenta Pascoe con hábil minucia, estando internado en el Hospital Civil, Arcadio le pidio a su mujer que le untara alcohol en la espalda, y al darse la vuelta para que ella lo hiciera, de pronto se murió. “Así de fácil”, concluye. Para mí toda la situación una vez más tiene algo simiesco. El acto de dar la espalda al morirse, con esa facilidad, nos advierte del pleno regreso de Arcadio a su mundo natural, primario, primitivo. Su gesto resulta así una muestra de astucia (y no sería la última), una nueva salida inesperada, una ocasión más para salirse con la suya y dar la espalda al mundo. Y así podemos verlo: oscuro y encorvado, alejándose, de regreso a su bosque encantado, bajando y subiendo de esa torre, que es su árbol y su faro, él mismo convertido en instrumento del viento.

Salí una tarde a pasear
por las calles de La Habana
y cuando me dio la gana
le tiré una piedra al mar.
La vi el espacio cruzar,
más tarde la vi caer,
vi una burbuja nacer,
ondas azules abrirse
y la piedra sumergirse
hasta desaparecer.

Publicado en Monogramas, Cuevas, D’aquino, [et al.]. 1ª ed. 2004, Taller Martín Pescador; 2ª ed., 2005, Universidad Veracruzana.


Revista # 1 en formato PDF (v.1.1.5):

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