El poder de una grabación

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El poder de una grabación

 

Daniel Sheehy

 

 

Las grabaciones musicales tienen el poder para conmovernos e, incluso, para   transformarnos. ¿En qué consiste ese poder y de dónde viene? Al igual que yo, muchos músicos recuerdan cómo un puñado de grabaciones provocó profundos cambios en sus vidas, lo que siempre me ha maravillado. Me pregunto cuál fue la causa: ¿qué hay en un track de un CD o en el surco de un LP que pueda tener un impacto duradero? Responder a esta pregunta es contar una historia tan personal como profesional y académica. Es una historia de búsqueda; del alegre hallazgo de un propósito en la vida y de su imprevisto significado gracias a la música. Esta búsqueda me ayudó a encontrar una directriz profesional en mi trabajo actual como director y curador del sello discográfico no lucrativo Folkways Recordings, que es una división del Instituto Smithsoniano, el museo nacional de Estados Unidos. 

Permítanme explicarme: una de las grabaciones que me transformaron fue el primer track del álbum Sones de Veracruz, el número seis de la serie de discos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) que ideó Arturo Warman y que, posteriormente, fue continuada por Irene Vázquez Valle. Fue en 1971, un par de años después de haber comenzado a estudiar y a ejecutar los sones jarochos al estilo de Lino Chávez y su conjunto Medellín. Se trataba de una excelente e interesante ejecución de El Fandanguito, atribuido al decano de los músicos jarochos, Arcadio Hidalgo, pero tocado y cantado por el joven músico y académico Antonio García de León. Las ejecuciones de los sones de Lino Chávez eran muy emocionantes, bien realizadas, con sonoros arreglos y muy ajustadas a los estándares requeridos en las grabaciones de los conjuntos durante aquella época: alrededor de tres minutos por canción.

 Chávez fijó los patrones para los conjuntos jarochos profesionales. Su música se tocaba en la radio, y la imagen del grupo —vestidos los integrantes con guayaberas, pantalones, zapatos.blancos y sombrero de palma— fue un producto tan comercial como la instrumentación, que incluía el arpa, el requinto jarocho, la jarana y la guitarra, al igual que la duración de las canciones, las cuales terminaban con un estilo cercano al jazz: con solos de arpa y requinto antes del último verso. Yo siempre fui un gran seguidor de la música de Lino Chávez y, en 1968, viajé al puerto de Veracruz para escuchar a los jarochos “verdaderos” tocar la versión original del son. 

Lo que nunca había escuchado era algo parecido a El Fandanguito. El tempo lento; la jarana tocando sutiles variaciones; el solo de voz de Antonio García de León, con su lastimoso estilo; la poderosa poesía colmada de pasión personal, que hablaba tanto de asuntos sociales como de amor profundo. Todo ello me sobrecogió con una fuerza que estaba más allá de las palabras. 

Parte de mi fascinación era estética y parte sociocultural. La grabación me provocaba un serie de preguntas: ¿era el sonido de este son jarocho tan diferente al de Lino Chávez? La ejecución no sonaba como si hubiera sido pesada para turistas o como puro entretenimiento para las fiestas, y duraba casi el doble de los tres minutos ya mencionados. ¿Por qué fue interpretada así? ¿Para qué? ¿Quién la tocaba, para qué ocasiones, y por qué sonaba tan vieja, tan clásica, tan directa en su forma de ver las cosas? ¿Qué conexión había entre Antonio García de León tocando El Fandanguito y la música de Lino Chávez? 

Voy a interrumpir a la mitad esta historia que, por cierto, todavía no acaba, porque esa grabación me permitió iniciar una búsqueda por encontrar el significado de la vida a través de la música. Pasé siete meses investigando en Veracruz, buscando las conexiones entre el son de los músicos profesionales del puerto —quienes se ganaban la vida tocando un repertorio de son jarocho que tiene una clara huella de los medios de comunicación y la industria disquera— y el que interpretaban los no profesionales, bajo las circunstancias sociales típicas de los ranchos y poblados de las regiones apartadas de Veracruz. 

Encontré las respuestas para la mayoría de mis preguntas, pero en ese proceso me di cuenta de que en esa búsqueda, provocada por El Fandanguito, habían surgido preguntas sobre mí mismo, ya que descubrir los valores y las prácticas de otra gente, inevitablemente, provoca la reflexión y la evaluación de uno mismo. Como etnomusicólogo entrenado, me siento a gusto con la noción de que la mera vibración de la música en el aire no tiene ningún significado inherente; sólo adquiere sentido si los hombres se lo dan o lo toman de la música misma.

Por lo general, la etnomusicología tiene la función de determinar cómo una comunidad valora, usa y crea la música que practica. El etnomusicólogo centra su mirada en la voz, las prácticas y las diligencias de la comunidad para descubrir significados. Así, se encuentra el significado musical en el contexto social y cultural y en la misma ejecución de la música. Pero, ¿dónde queda el significado personal para el etnomusicólogo? ¿Qué otro sentido constructivo puede tener la música más allá de aquel que está enraizado en los valores y las prácticas de la comunidad? ¿O se trata solamente de un fenómeno que debe estudiarse y entenderse tal y como ocurre al establecer su origen? Mi idea es que el proceso reflexivo para encontrar un sentido personal en la música, al intentar entender al otro, trae consigo una claridad mayor para la comprensión del tópico de estudio y fortalece el sentido académico. 

Con el fin de analizar mis propias actitudes, me di cuenta de que mi búsqueda para encontrar un significado en el son jarocho —llevado, entre otras cosas, por el poder afectivo que había percibido en El Fandanguito— fue también para que encontrara mis propios valores y diera significado a mi vida entera. Yo era el contexto que daba un significado personal a la música, y necesitaba entender mis propios valores y prácticas para poder comprender lo que significaba la música para mí. Haber estudiado y ejecutado el son jarocho de Lino Chávez (al igual que los tambores ashanti de África Occidental, el shakuhachi japonés, el setar persa y la música rusa de balalaica) me había colocado en la posición de poder cuestionar la jerarquía de mi propio entorno social, que favorecía la música europea, así como el estilo y las técnicas de la educación musical institucionalizada. El Fandanguito me había llevado a conocer otras personas, otras culturas, otros valores que me cuestionaban. 

En resumen, esa grabación tan bien ejecutada, con su excelencia musical y su sentido de otredad, provocó una serie de preguntas que me motivaron para descubrirme a mí mismo, junto con los aspectos sociales, culturales y musicales de la ejecución y sus orígenes personales. También me condujo a una carrera para vincular a las personas con su patrimonio, de forma que su propia música les fuera accesible, y para clarificar su manera de pensar al inducirlos con una música que suena diferente a la que están acostumbrados y que evoca valores de una cultura que es diferente a la suya. Así fue como el poder de las grabaciones me formó. Para mí, el poder se halla en la belleza que percibí en la música, al igual que en las preguntas que provocó. En verdad, para el académico, para el músico o para el hombre común, las preguntas intelectuales que tienen una relevancia personal, combinadas con la fuerza afectiva derivada del atractivo estético, pueden forjar uno de los más seductores y fructíferos caminos de la vida. Durante cerca de cuatro décadas de trabajo etnomusicológico, la experiencia solitaria vinculada a una grabación ha sido una de las más influyentes. 

Antes de terminar, quiero mencionar el efecto de algunas grabaciones en uno de los discos que coproduje para la serie del Smithsonian Folkways Recordings. Natividad Nati Cano es fundador y director del mariachi Los Camperos, una agrupación de Los Ángeles [California] que posiblemente sea una de las más relevantes entre los mariachis del mundo. El grupo toca ante miles de espectadores. Cano ve en el mariachi un medio para fortalecer el sentido de identidad entre los mexicanos —de gran importancia en un país multicultural como Estados Unidos—, y para recordarle a la gente sus amplios horizontes culturales, así como la riqueza y la diversidad de las creaciones tradicionales de México. Cuando él buscó un repertorio de Veracruz que contuviera un profundo sentido estético, que comunicara la identidad regional del jarocho y que a la vez fuera enérgico, creó una mezcla de sones jarochos para mariachi y abrió con El Fandanguito, seguido de Los Pollitos (también en el álbum del INAH) y El Toro Zacamandú. El resultado fue una impactante composición que se ha convertido en uno de los más poderosos números de su repertorio musical; fue una grabación nominada para un premio Grammy. Si no hubiera sido por la grabación de Antonio García de León para el INAH, eso jamás habría ocurrido. 

En mi propio trabajo, estas experiencias con El Fandanguito me han llevado a favorecer grabaciones que combinen una bien lograda técnica artística con un fuerte relato cultural. Por “relato” entiendo una música que, en su relación con el contexto, trae aunado un propósito social, una fuerte carga cultural de identidad o una atractiva historia que invita a los escuchas a explorarla de una manera más profunda y a aprender más acerca de ella y de la gente que la toca. Yo espero que ellos también, en ese proceso de descubrir la música y el sentido de los otros, se encuentren a sí mismos. 

Ay que me voy, 

Ay que me voy, 

Me voy prenda amada, 

Lucero hermoso 

De madrugada. 

Que me voy, 

Me voy prendecita, 

Lucero hermoso

De mañanita. 

 

Nota de los Editores

Daniel Sheehy es doctor en etnomusicología por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Su principal campo de investigación es la música regional de México, pero también ha realizado investigaciones en Centroamérica, el Caribe y Sudamérica. Es director del Smithsonian Folkways Recording. Asimismo es curador de Smithsonian Folkways Collections y director de Smithsonian Global Sound. Es co-curador del proyecto Nuestra música: Music in Latino Culture y fue co-editor del segundo volumen de The Garland Encyclopedia of World Music (1998), dedicado a Sudamérica, México, Centroamérica y el Caribe. Entre los años 1992 y 2000, fungió como director de la división de Tradiciones y Artes Folclóricas del National Edowment for the Arts. 

 

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Juan Rulfo y sus trabajos en la cuenca del Papaloapan

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Juan Rulfo y sus trabajos en la cuenca del Papaloapan *

 

Paulina Millán

 

 

La trayectoria fotográfica del escritor Juan Rulfo abarca treinta años, de 1932 a 1962, y consta de una producción de aproximadamente siete mil negativos de fotografías de paisaje, arquitectura y retrato. Sus imágenes se publicaron, entre 1949 y 1964, en las revistas América, Mapa, Mexico This Month, Sucesos Para Todos, Guía de Caminos, Ferronales y Acción Indigenista, así como en el suplemento “México en la Cultura” del periódico Novedades.(1)

Entre 1955 y 1957, cuando trabajaba en las tierras de la cuenca del Papaloapan,(2) Juan Rulfo realizó uno de sus trabajos fotográficos más sugerentes, pues incursionó en la fotografía aérea, en el retrato indígena y en el uso de la película a color. Además, utilizó algunas de sus fotografías para ilustrar un texto de su autoría titulado “The Papaloapan”, publicado en 1958 en la revista Mexico This Month.(3)

Varias de sus imágenes fueron publicadas entre 1955 y 1977 en las revistas Mexico This Month, Sucesos para Todos y Acción Indigenista; en el suplemento dominical “México en la Cultura”, en el informe de labores de la Comisión del Papaloapan de 1962 y en algunas publicaciones del instituto Nacional indigenista. Es decir, estamos ante el trabajo fotográfico más difundido de Juan Rulfo.

En Ciudad Alemán, Veracruz, el 1 de febrero de 1955, el señor Juan Rulfo Vizcaíno quedó contratado como director “G” por la Comisión del Papaloapan, representada por su vocal ejecutivo, el ingeniero Raúl Sandoval Landázuri, y el vocal Secretario, el ingeniero José Ramos Magaña. El sueldo estipulado para el escritor fue de $2,800 pesos mensuales, más dinero extra para gastos de permanencia y los traslados que hiciera fuera de la residencia oficial.(4)

Ocho meses atrás, Rulfo había concluido su segundo periodo como becario del Centro Mexicano de Escritores. Entre julio y agosto de 1954, entregó al Centro una copia al carbón del borrador final de la novela Pedro Páramo, con lo que el apoyo económico llegaba a su fin. Para septiembre, los editores del Fondo de Cultura Económica tenían en sus manos el segundo libro del escritor, que terminaría de imprimirse en marzo de 1955, con el número 19 de la colección Letras Mexicanas.

No enclavado en una vocación y sin una entrada fija de dinero, fue invitado por el ingeniero Sandoval a sumarse a la vasta lista de especialistas —ingenieros, arquitectos, economistas, agrónomos, biólogos, geógrafos, antropólogos y fotógrafos—, que conformaban el equipo de la Comisión del Papaloapan. El señor Rulfo Vizcaíno se integró al proyecto desarrollador durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, cuando ya tenía por lo menos ocho años de haberse creado.

Tras la gran inundación ocasionada por el desbordamiento del río Papaloapan, en 1944, el gobierno de Manuel Ávila Camacho vio la necesidad de crear un organismo secretarial consultivo que estudiara las necesidades básicas de los habitantes de la cuenca fluvial del Papaloapan. Pero fue hasta febrero de 1947, en los inicios del sexenio de Miguel Alemán Valdés, cuando se creó por decreto presidencial la Comisión del Papaloapan, un organismo dependiente de la Secretaría de Recursos hidráulicos que se encargaría de planear, diseñar y construir todas las obras requeridas para el desarrollo integral de la comarca y frenar los constantes desbordamientos del río de las Mariposas.(5)

El gobierno del licenciado Alemán tomó como ejemplo la Comisión del Valle de Tennessee(6) para crear el primer proyecto de cuenca fluvial en México, con el cual se haría la primera inversión pública a gran escala en el trópico, y se llevaría a cabo “el proyecto de desarrollo regional de mayor relevancia durante el periodo posrevolucionario en México”.(7)

El programa de desarrollo debía llevarse a cabo de forma general y unificadora en una superficie de aproximadamente 46,517 km², con 1,126,280 habitantes, en su mayoría indígenas, ubicados entre los estados de Veracruz, Oaxaca y Puebla; es decir, por todo el territorio que recorre el río Papaloapan. El progreso tenía que llegar tanto a las tierras altas, montañosas y abruptas de la Sierra Madre oaxaqueña como a las tierras bajas veracruzanas; debía atravesar por una gran diversidad de climas, vegetación y por un complejo mosaico cultural. La cuenca del Papaloapan se ubica exactamente sobre la vertiente del Golfo de México y comprende todas las corrientes que tienen su salida al mar a través de la Laguna de Alvarado.

Provisto de su inseparable Rolleiflex 6×6, Juan Rulfo colaboró en la Comisión del Papaloapan haciendo investigaciones sobre la situación social de la cuenca,(8) organizó programas de riego,(9) proyectó una revista para el organismo(10) y elaboró escritos sobre la comisión, la labor del ingeniero Sandoval y de los indígenas mixes, habitantes de la parte sur de la cuenca. También participó en la reubicación de la población indígena afectada por la| construcción de la presa Miguel alemán(11) y realizó el documental Danzas mixes al lado del cineasta y fotógrafo Walter Reuter.(12)

Trabajó para la comisión durante dos años (1955-1957), y aunque no fue contratado expresamente como fotógrafo, en sus andares por las tierras del río de las Mariposas produjo alrededor de trescientas cincuenta fotografías del paisaje, la arquitectura y los indígenas de la cuenca. En los trayectos, las visitas y los asesoramientos que realizó, Juan Rulfo no olvidó su Rolleiflex.

El grupo fotográfico más importante realizado por Rulfo en las tierras del Papaloapan, cuantitativamente hablando, es la serie de los mixes que hizo en la sierra del estado de Oaxaca, en la ascensión al cerro del Zempoaltépetl. Esta serie permite observar su interés por el retrato indígena, lo que es digno de subrayarse, ya que exploró este género por primera vez en aquella cuenca, sobre todo en el área mixe.

Entre los meses de febrero y junio de 1955, el escritor y fotógrafo viajó al lado de Walter Reuter(13) al distrito mixe del estado de Oaxaca. La Comisión del Papaloapan les había encargado realizar un documental sobre dicho grupo indígena, que se tituló Danzas mixes. Éste sería uno de los primeros trabajos de Rulfo en la comisión. Al respecto, Reuter recordó:

Viajé con Juan Rulfo por la sierra de Oaxaca. Él llevaba su cámara, era bueno…, casi no hablaba. Trabajaba en la Comisión del Papaloapan. No sé qué hacía, pero un día llegamos a un pueblo porque la comisión quería una película de 16 milímetros de las danzas de los indios mixes.(14)

Para llegar al territorio mixe, cineasta y fotógrafo debieron ir a la ciudad de Oaxaca, para de ahí trasladarse al distrito de Tlacolula, ubicado en la región de los valles centrales, pasar por la cabecera municipal y llegar al pueblo de Mitla. Transitar por una brecha hasta la agencia municipal de Santa María Albarradas, poblado zapoteco de donde parten las veredas que han de comunicar con los pueblos altos de la sierra mixe, Ayutla, Tamazulapan y Tlahuitoltepec.(15)

Durante este trayecto, Rulfo se dedicó a fotografiar el paisaje, pero sobre todo la arquitectura característica de cada uno de los sitios visitados. Como en años pasados enfocó su lente a las construcciones, a la serranía y a los valles, con la notable diferencia de que en esta ocasión implementó el uso de la película a color; con lo que captó el Convento de Santo Domingo, la iglesia de Santa María del Tule, el sabino milenario y el Palacio de las Grecas en Mitla.

Fue hasta Santa María Albarradas cuando Rulfo empezó a dirigir la cámara de manera directa a los indigenas, donde, además de hacer fotografía del paisaje, realizó un retrato en el que el rostro de un hombre zapoteco ocupa casi la totalidad de la imagen. Por primera vez, Rulfo capta de frente a un hombre, aunque sus ojos miran hacia fuera del cuadro fotográfico.

De Santa María Albarradas, los fotógrafos anduvieron a caballo durante veintiséis kilómetros, para finalmente parar en “donde abundan las tortugas”, significado del nombre del primer poblado mixe del camino al Zempoaltépetl, San Pedro y San Pablo Ayutla. a diferencia de los otros sitios por los que habían pasado, en esta ocasión Juan Rulfo no se interesó por fotografiar la iglesia y tampoco el paisaje, su mirada se quedó detenida en un grupo de mujeres y niños ubicados debajo de un campanario, frente a una barda hecha con piedra y lodo.

Puso su atención en los rostros, en la gestualidad, tomó de pie a las mujeres y, en ocasiones, lo hace solamente de la cintura hacia arriba, en plano americano. Esta pequeña secuencia sería la primera realizada por nuestro fotógrafo de los habitantes de la región mixe; provisto de la Rolleiflex, con los ojos puestos en el visor de enfoque, se permitió entrar en mayor contacto con sus retratadas; en dos de las tomas algunas de ellas miran con detenimiento a la cámara.

A veces a pie y otras a lomo de mula, cineasta y fotógrafo recorrieron nueve de los dieciséis municipios que comprende el distrito mixe, mientras Walter Reuter filmaba con película a color sus travesías por la sierra, Juan Rulfo tomaba fotografías. La relación visual existente entre las imágenes de Juan Rulfo y el documental Danzas mixes filmado por Reuter es por demás sugerente. al ver el filme, pareciera que se están mirando las fotografías en movimiento y a color; a su vez, al observar las imágenes de Rulfo pareciera tenerse frente a los ojos los stills de la película del alemán.

En varias ocasiones hicieron encuadres desde posiciones contiguas; es difícil saber quién dirigía a quién, es casi seguro que primero uno tomaba una situación o un personaje y luego el otro hacía lo mismo; es decir, se contagiaban, se encontraban visualmente bajo el mismo ánimo gráfico-descriptivo. Como sucede con las imágenes de las mujeres de Cotzocón, trabajando la tierra, en particular la escena de la mujer que siembra con su niño en brazos, o aquellas de las representaciones dancísticas en Tlahuitoltepec, donde para tomar a los músicos uno se encontraba adelante, al lado o atrás del otro con sus respectivas cámaras.

En el viaje por la sierra oaxaqueña, Rulfo aprovechó la experiencia fotográfica de Reuter, quien se movía con gran soltura y naturalidad entre los músicos y danzantes para documentarlos; atrás o a un lado de él se colocó Rulfo con su Rolleiflex. Sin embargo, cada uno conservó su estilo fotográfico, Rulfo ponía mayor distancia entre el retratado y su cámara, tratando de pasar desapercibido, se colocaba por debajo o a un costado. Mientras que Reuter se hacía notar, con intención documental y cámara en mano, se ubicaba de frente o a la misma altura del músico que deseaba fotografiar.

Los recorridos por el distrito mixe y la interacción con sus pobladores resultaron fundamentales para que el fotógrafo se interesara en el retrato indígena, pero, sobre todo, para que rompiera las barreras que años atrás le impedían tomar a los indígenas de frente. En más de una ocasión, los mixes miran directamente a la lente de Rulfo, a diferencia de su trabajo anterior, en donde evitaba captarles la mirada.

De manera gráfica, muestra a los mixes enclavados en las montañas, dueños de su geografía, plantados en uno de los puntos más altos del paisaje, dominando la terrible superficie agreste a través de la mirada. Los mixes de Rulfo están integrados por completo a esas tierras montañosas, difíciles de transitar para el resto de la gente pero no para ellos, quienes, dueños de su lugar, posan para la cámara rulfiana.

De las mujeres de Tlahuitoltepec trabajando la tierra hizo una secuencia fotográfica de veinte imágenes. a través de la lente fotográfica de Juan Rulfo, observamos cómo se multiplican las subidas y las bajadas en la sierra, y a decenas de mujeres mixes que se suceden de manera interminable en las tierras de cultivo. Sobre un vasto terreno, al unísono, todas trabajan o todas descansan, manteniendo siempre la pala entre sus manos.

El rostro de cada una es anónimo. En esta ocasión Rulfo no está interesado en una mujer en particular, ahora ha quedado perplejo ante tal número de mujeres barbechando en una coordinación insospechada, tanto en el ritmo de trabajo como en su vestir, todas ellas podrían ser la misma, los bordados y los colores de sus ropas quedan unificados por la escala de grises de la fotografía.

En otra región de la cuenca, en Valle Nacional, Oaxaca, realizó una serie fotográfica de los procesos que implica la producción del tabaco, en la que también captó a los indígenas mirando a la cámara. inspirado, muy probablemente, por el México Bárbaro del periodista estadounidense John Kenneth Turner, escrito en 1908,(16) Rulfo tomó alrededor de treinta imágenes, en las que captó a niños y hombres trabajando el tabaco, a veces cortando la planta de la tierra y en otras ocasiones colgándola y exponiéndola al sol para su secado. Retrató en varios momentos a una niña, que con su instrumento de trabajo en la boca, posó para su lente.

En el sitio icónico de la esclavitud, de las malas condiciones de trabajo y del abuso del régimen porfirista sobre la población indígena del país, nuestro fotógrafo se concentró en capturar todos los procesos que implica la producción de tabaco: hizo tomas de la planta, de la recolección, pero lo que más llamó su atención fue el curado y secado de la hoja; su mirada quedó atrapada por las decenas de hileras de hojas de tabaco colocadas en palos de madera y puestas en los “secaderos”, construcciones arquitectónicas para que las hojas pierdan el agua y se sequen en las condiciones idóneas de humedad y temperatura.

En el área cercana a su residencia oficial, a cuatro kilómetros de Ciudad Alemán, a un lado del poblado Papaloapan, en la frontera entre los estados de Veracruz y Oaxaca, cruza el río un puente ferroviario de estructura metálica al que Rulfo no dudó en fotografiar. Realizó cuatro tomas del puente; en una de las imágenes se ve al ferrocarril avanzando sobre uno de los ríos más peligrosos del país, el que año con año causa terribles inundaciones, a veces tan graves como aquella en la que Tuxtepec, Oaxaca, quedó bajo el agua y que le hizo perder toda su arquitectura antigua. Juan Rulfo metió al cuadro fotográfico la naturaleza salvaje del agua en combinación con el progreso, representado por la locomotora de vapor.

De pie sobre las vías, captó por dentro y por fuera la gran estructura metálica del puente, enmarcando la secuencia geométrica que forman los marcos cuadrados que la componen. Rulfo nos traslada a la fotografía de vanguardia al estilo de Agustín Jiménez, interesado sólo en la forma y en cómo las cosas cotidianas podían convertirse en objetos estéticos cuando son captados por la lente fotográfica desde cierto ángulo, cierta distancia y un enfoque preciso.(17)

Documentó gráficamente cómo los indígenas mazatecos adaptaron a su vida cotidiana la presa Miguel Alemán, la gran obra de ingeniería hidroeléctrica del proyecto, construida en Temazcal, Oaxaca, entre 1947 y 1955. Registró, con la cámara, la labor social del ingeniero Sandoval en Vigastepec, Puebla, haciendo entrega de algunos documentos que bien podrían ser títulos de propiedad o algún contrato o convenio de la comisión con la gente.

En varias ocasiones recorrió en avioneta el territorio del Papaloapan. Desde los cielos, realizó fotografías de las tierras bajas del río de las Mariposas y del paisaje de la cuenca. Imágenes en las que, en el ángulo superior o inferior, puede observarse el ala o una parte de la avioneta. Al parecer, sería la única vez que Juan Rulfo practicara la fotografía aérea.

La participación del fotógrafo en la Comisión del Papaloapan se vio truncada el 13 de noviembre de 1956 por un accidente aéreo. Mientras el ingeniero Sandoval realizaba un vuelo rutinario por la cuenca del Papaloapan al lado del fotógrafo Carlos Leal, la máquina falló y sufrió un accidente desastroso en el que murió el vocal ejecutivo.(18) Con la muerte de Sandoval llegaría a su fin la colaboración de Juan Rulfo, al parecer pocos meses después, en 1957.(19)

Las imágenes que Juan Rulfo realizó en la cuenca del río de las Mariposas son las de un fotógrafo consumado, ya tenía por lo menos veinticinco años trabajando con la cámara con una técnica precisa y con gustos definidos, y se atrevió a practicar la fotografía desde una avioneta, a meter a la cámara los ojos de los indígenas y a usar película a color en su Rolleiflex. Con ello podemos anotar que el escritor Juan Rulfo no fue un aficionado de la fotografía, sino que la ejerció como todo un profesional; de modo que logró espléndidos resultados en la práctica de escribir con luz.

Notas

1. Para mayor información sobre la trayectoria fotográfica de Juan Rulfo, y en específico de sus trabajos en la Comisión del Papaloapan, véase Paulina Millán, Trayectoria fotográfica de Juan Rulfo: una visión panorámica (1917-1962), tesis de licenciatura en historia, Universidad Nacional autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, México, 2008. Paulina Millán, Las fotografías de Juan Rulfo en la Comisión del Papaloapan, tesis de maestría en historia del arte, Universidad Nacional autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, México, 2010.

2. Papaloapan viene del náhuatl Papalotl (mariposa), y de apan (lugar).

3. Juan Rulfo, “The Papaloapan”, Mexico This Month, Vol. V, núm. 5, mayo de 1958, pp. 12-13, 18-19, 26.

4. Contrato de Prestación de Servicios celebrado por la Comisión del Papaloapan y el Sr. Juan Rulfo Vizcaíno, resguardado por la Fundación Juan Rulfo.

5. Informe que rinde la comisión de CC. Diputados y Senadores que visitó la Cuenca del Papaloapan, México, S/E, 1954, p. 8.

6. Valeria E., Estrada Tena, Gestión de cuencas fluviales en México. Un acercamiento a la historia de la Comisión del Papaloapan, 1947-1988, tesis de licenciatura en historia, Universidad Nacional autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, México, 2003, pp. 42-43

7. Ricardo Pérez Montfort, “Plátano, caña y piña (1910-1940). Economía y política regional durante la consolidación del Estado posrevolucionario mexicano”, presentado en el Seminario de Investigación Fronteras interiores: desarrollo regional y resistencia en la cuenca del Papaloapan, Tepoztlán, Morelos, octubre de 2005.

8. “Juan Rulfo: pescador de mares profundos. Entrevista a Walter Reuter”, México indígena, INI, núm. extraordinario, 1986, p. 57.

9. Alfonso Villa Rojas, “El secreto de don Juan”. México indígena, INI, núm. extraordinario, 1986, p. 34.

10. En la Fundación Juan Rulfo se conservan dos proyectos de revista para la Comisión del Papaloapan.

11. En la Fundación Juan Rulfo se conserva un documento de seis cuartillas en el que Rulfo anotó datos correspondientes al reacomodo de los indígenas mazatecos afectados por la construcción de la presa Miguel alemán.

12. Danzas mixes, Fotografía de Walter Reuter y guión de Juan Rulfo, México, Producción comisión del Papaloapan, 1955.

13. Walter Reuter desde 1951 había sido contratado por el ingeniero Adolfo Orive alba, presidente de la Comisión entre 1947-1952, para hacer un informe fotográfico sobre la cuenca y un documental sobre el río Temazcal titulado historia de un río (1953).

14. John Mraz y J. Vélez. “Walter Reuter. Entrevistas realizadas en la ciudad de México (enero-marzo de 1992). Walter Reuter. El viento limpia el alma, Barcelona, Lunwerg, 2009, p. 22.

15. La reconstrucción de la ruta seguida por Juan Rulfo y Walter Reuter para llegar al distrito mixe del estado de Oaxaca, se realizó a partir de un mapa resguardado por Reuter sobre los puntos a cruzar para llegar al Zempoaltépetl. La información arrojada por el mapa se corroboró en uno de los primeros estudios antropológicos realizados sobre los mixes, Salomón Nahmad en el libro Los mixes. Estudio social y cultural de la región del Zempoaltépetl y del Istmo de Tehuantepec registra de manera exacta el camino al área mixe y los trayectos en kilómetros y distancias entre un pueblo y otro.

16. John Kenneth Turner, México Bárbaro, México, Editores Mexicanos Unidos, 2007.

17. Para mayor información sobre el fotógrafo Agustín Jiménez véase Carlos Córdoba, Agustín Jiménez y la vanguardia fotográfica mexicana, México, RM, 2005.

18. Fernando Hiriart, “La muerte de un joven mexicano”, México en la cultura, 20 de enero de 1957, núm. 407, p. 2.

19. Juan Rulfo, Pedro Páramo, 1ra. Ed., Gallimard (La Croix du sud), 1959, pp. 7-8.

 

* Artículo publicado anteriormente en la revista Alquimia,  año 14, núm. 42 mayo-agosto 2011, INAH, México

 

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El son huasteco, identidad musical de una región

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El son huasteco, identidad              musical de una región

 

Jesus Camacho Jurado

María Eugenia Jurado Barranco

 

Carlos Arturo Hernández Dávila

 

Lo que se conoce como son huasteco no es el único tipo de expresión musical que caracteriza a la Huasteca. En ésta existe una gran diversidad de manifestaciones sonoras que son poco conocidas y menos aún valoradas. Los pueblos indígenas que habitan este espacio: teenek, nahuas, otomíes, tepehuas y totonacos son portadores de una herencia musical que se plasma generalmente en lo que se denominan sones de costumbre. Sin embargo, éstos no son reconocidos como parte importante de la identidad cultural de los grupos de la región, a pesar de que mantienen un diálogo musical constante con el son huasteco. Así, este trabajo tiene dos propósitos centrales: por una parte explicar por qué el son huasteco ha sido emblemático para definir una región cultural; y, por otra, analizar las características musicales de los sones huastecos y de los sones de costumbre con el fin de encontrar sus semejanzas y diferencias.

Es importante aclarar que el mundo musical de la Huasteca es tan amplio que sería ambicioso tratarlo en tan breve espacio, por lo que en este trabajo nos centramos en el estudio del son huasteco y de los sones de costumbre que tienen una dotación musical similar: violín, huapanguera y jarana. El análisis se limita a la música de la Huasteca hidalguense, en concreto de los municipios de Huejutla y Atlapexco, espacios en los que hemos realizado trabajo de campo y se han registrado diversas expresiones musicales entre sus pueblos indígenas.

1. Son huasteco y son de costumbre

La Huasteca es una amplia región que comprende porciones de los estados de Guanajuato, Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Tamaulipas y Veracruz. Se ubica en el noreste de la república mexicana, entre la costa norte del Golfo de México y la Sierra Madre Oriental, entre los ríos Cazones y Soto la Marina (Ruvalcaba y Pérez Zevallos, 1996). En la región, el son huasteco es sello de identidad de mestizos e indígenas. Sin embargo, los nahuas de la Huasteca hidalguense, en especial los de Huejutla y Atlapexco, consideran que es un género propio de los mestizos, que a pesar de que ellos también lo interpretan, es música alejada de lo religioso. Las categorías que utilizan los nahuas de estos municipios para referirse al son huasteco son: cuicatl chinaco y/o tatzozoncayotl; y para el son de costumbre la de cuícatl huehuetlanamiquiliztli o xochicuícatl (véase Camacho Jurado y Jurado, 2012). Uno refiere a los chinacos como sinónimo de mestizos, que en el siglo XIX lucharon para lograr la Independencia de México y en las diversas invasiones extranjeras que sufrió el país en el mismo siglo. No es gratuito que uno de los grupos en el que participó El Viejo Elpidio, Roque Castillo, Humberto Betancourt, Pedro Galindo y —más tarde, en 1934, Nicandro Castillo— llevara el nombre de Los Chinacos.(1) Mientras las categorías de los sones de costumbre refieren al pensamiento antiguo y a la música de flor.(2) Los nahuas de la región hacen una clara diferencia entre estos dos tipos de sones: el son huasteco y el son de costumbre. Para ellos, los sones de costumbre son de respeto y requieren seguir ciertas normas, como veremos en seguida:

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Surinam años 1770

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Surinam años 1770

Los cimarrones de Boni, el capitán John G. Stedman, Joanna y los instrumentos musicales de los negros africanos.

Francisco García Ranz

 

I  Surinam, la Guyana Holandesa

En los años 1770, un grupo de unos 500 esclavos fugitivos encabezados por el legendario mulato,  de padre holandés, Boni, libraron una prolongada guerra de guerrillas contra los hacendados holandeses en Surinam y su ejército mercenario colonial. La rebelión alcanzó su punto máximo en 1772. Sobre un banco de arena elevado en los pantanos entre Cassipera y el arroyo Barbakulba, los cimarrones habían convertido su aldea Buku (Boucou), al noroeste de la colonia, toda una fortaleza. Durante meses, los ejércitos de los plantadores no pudieron hacer mucho más que mantener a Buku bajo fuego desde el lado opuesto de un profundo canal. En consecuencia el gobernador general de Surinam, Jean Nepveu introdujo dos medidas. En primer lugar, el gobierno compró un contingente de 300 soldados de la población esclava. A este cuerpo de combatientes llamados “Neeger Vrijcorps” (“Black Rangers” o “Cazadores Negros”) se les encomendó el deber especial de localizar y destruir primero el fuerte Buku del clan Boni y luego otros pueblos cimarrones. Una segunda medida introducida por Nepveu fue la extensión de las tropas europeas en la colonia. Envió por un contingente extra de 1200 soldados de Holanda.

El Cuerpo de “Cazadores Negros”, el cual luchó desesperadamente contra los cimarrones, resultó ser un éxito: descubrieron un camino que conducía a Buku bajo la superficie del agua y su contribución a la toma de esta fortaleza en septiembre de 1772 fue de crucial importancia. Como resultado del éxito de la primera medida, la segunda en realidad se volvió superflua. Nepveu canceló el pedido de las tropas mercenarias europeas, pero el primer contingente de 800 hombres bajo el mando del coronel suizo Fourgeoud se había embarcado ya y se dirigía a Surinam. Cuando llegaron las tropas en febrero de 1773, el gobernador quiso enviarlas de regreso, pero pronto se hizo evidente que, aunque los cimarrones de Boni habían perdido Buku, estaban lejos de ser derrotados definitivamente. Una larga guerra de guerrillas de más de cuatro años estaba por delante. 

En el ejercito de Fourgeoud estaba John Gabriel Stedman (1744-1797), un oficial de la Brigada Escocesa en Holanda con rango de capitán, quien escribe un diario durante su estadía de cinco años en Surinam, el cual será referencia y punto de partida del más famoso libro que se ha publicado sobre el Surinam colonial, así como de las sociedades esclavistas del Caribe. 

En 1777, Stedman y Fourgeoud navegaron de regreso a los Países Bajos. Un año después Stedman comenzó a escribir: Narrative of a Five Years Expedition against the revolted Negroes of Surinam. Durante la Cuarta Guerra Anglo-holandesa (1780 – 1784), la Brigada Escocesa se disuelve y en 1784 Stedman y su esposa holandesa se mudan a Inglaterra.  

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El son y la muerte

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El son y la muerte

 

Andrés Moreno Nájera

 

 

La música del campesino tuxtleco tuvo una importancia relevante tanto en el génesis de la vida como en su ocaso. Costumbre era que cuando moría un angelito, los músicos se congregaran en la casa del finado para tocar, con la idea de que los niños no se habían divertido en los huapangos y tenían que irse al otro mundo contentos, para que su alma no vagara en las sombras de la eternidad. La música se tocaba pausada, bien marcada y asentada, como una forma de solidarizarse con el dolor que deja la pérdida de un familiar. Los sones obligados eran El Huerfanito, Los Enanitos, El Trompito entre otros, cantándose de vez en cuando.

Con música se llevaba al panteón una cruz hecha con mamón de plátano cubierta de flores blancas, así como coronitas, hojas, ramos y todo lo que se usaba en la ceremonia de la media velada, salían temprano rumbo al panteón antes que saliera el sol.

A los adultos rara vez se les tocaba, solo si habían sido músicos, cantadores o bailadores, y si sus familiares tenían gusto de hacerlo los compañeros músicos se acercaban, tocando en pausado y bien declarado cada son, cantando coplas de cuando en cuando alusivas al momento:      

No llores cuando me muera 

Ni cuando me veas tendido

Llórame cuando me lleven

Para el panteón del olvido.                                                                               

 

No llores cuando me muera

Ni cuando tendido esté    

Llórame cuando me arranquen                 

¡Ay, del corazón de usted!

 

Para el panteón del olvido                                                     

Ahí me conduce tu ausencia                               

Que me quieras no te pido                                  

Ni que me tengas clemencia                               

Porque un corazón herido                                  

Muere por la indiferencia. 

       

Escucha mi triste llanto                                                                          

Ya se ha quebrado mi voz                                     

Y comprende mi quebranto                               

Que son los deseos de Dios                                

De llevarte al camposanto.  

                                 

Si no me quieres hablar

Negra, yo no soy un santo

Si muero me has de llevar

Una flor al camposanto

No me vayas a olvidar.

 

Le pongo un real a mi suerte

Que esta noche has de llegar

Y apenas comience a verte

Más y más he de cantar

Aunque me lleve la muerte.

 

Si muerto me llego a ver

Solo te pido un favor

Nunca dejes de poner 

Sobre mi tumba una flor.

 

Antes de partir te aviso                                          

Cuál es la regla de amar                                         

Que si Dios me llama a juicio                                 

No te pretendas casar                                          

Si el Señor me da permiso

Te he de venir a buscar.

 

Adiós mi tesoro amado

Adiós radiante lucero

De ti, Dios, se ha acordado

Por eso decirte quiero

Ve tranquilo sin cuidado

Que al juicio final te espero.

 

Campanas tocan a duelo                                        

Van llamando a la oración                                  

El alma que sube al cielo                                         

Se lleva mi corazón                                                   

Dejando gran desconsuelo.  

 

No dejaré de quererte

Te lo digo desde ahorita

Si me castiga la suerte

Y tu presencia me evita

De los brazos de la muerte

Te arrancare mi negrita.

                               

Si tu nombre he ofendido                                     

Te pido que me perdones                                       

Y aquí donde estás tendido                                     

Que el cielo silencio impone                                 

Sea tu nombre bendecido.

 

Hoy le pregunté a la luna

Cómo le haría para verte

No dio respuesta ninguna

El silencio de la muerte

Me brindó como fortuna.  

                                 

Maldigo la mala suerte                                            

Que a ti te tocó cargar                                             

De los brazos de la muerte                                     

Ya no te pude arrancar                                            

Hoy te vine a saludar                                             

Y por última vez… a verte.

 

Maldigo mi mala suerte                                              

También mi mala fortuna                                          

Cómo no vino la muerte                                         

Cuando chiquito en la cuna                                   

Por haberte querido                                                  

Con esperanza ninguna. 

                                             

¡Ay! Papá lloro por ti                                                    

Le dije cuando murió                                                    

Porque la vida es así                                                   

Porque de mí te arranco                                              

Mi cielo se oscureció                                               

Cando yo te vi partir. 

 

Mi amor ha sido afligido

Por eso lo doy de prenda

Me vas a dar un recibo

Antes que la muerte venga

Una vez que esté tendido 

Harás lo que te convenga.    

                                             

Si yo me llego a morir                                                   

De mi muerte no hagas duelo                                

Triste te podrás sentir                                             

Y aumentar tus desvelos                                          

Pero nunca podrás decir                                              

Que mi muerte es tu consuelo.  

                                 

Si yo me llego a morir                                                    

Triste quedaran los llanos                                        

Y les digo a mis hermanos                                            

Lástima que me muera                                                 

Y me coman los gusanos.

 

Abrázame fuerte fuerte

Para sentir tu calor

El deseo de quererte 

Pudo más que mi dolor

Y los brazos de la muerte.

 

Si quieres que yo te olvide

Pídele a Dios que me muera

Porque vivo es imposible

Pedirme que no te quiera.

 

Por el temor de no verte                                           

Nunca te quise dejar                                                     

Solo el carro de la muerte                                             

De mí te pudo arrancar                                              

Y de mis brazos perderte.

                                             

Mis ojos lloran por verte                                                

Sin poderlo remediar                                                     

Tan negra ha sido mi suerte                                          

Que cuando te pude amar                                           

Con el velo de la muerte                                                                                  

De mí yo te vi alejar.

 

Tanto llegué a quererte

Como nadie sabe amar

Del carretón de la muerte

Loco te quise bajar

Por el temor de perderte.

 

A Dios le pido la muerte

Y no me la quiere dar

Ábranme la sepultura

Que vivo me han de enterrar.

 

A los niños le celebraban la media velada a los siete días de fallecido y a los adultos el novenario y de la misma manera se invitaba a los músicos a tocar antes de iniciar la ceremonia litúrgica. Lo mismo se hacía a los cuarenta días en el levantamiento de la cruz y era al cabo de año cuando se despojaban del luto, llegaban los músicos con un ambiente festivo, los familiares ponían la tarima para desarrollar el huapango, entonces se alternaba los rezos y cantos de alabanzas con el baile en la tarima.

En la actualidad el son está presente en los acarreos de imágenes religiosas, que por lo regular es una celebración de cabo de año, manda o de otra índole, en los diversos velorios que se realizan en la zona, conjugándose lo profano con lo místico, pero todos haciendo la fiesta en torno a una imagen religiosa combinando cantos sacros de las rezanderas con música y cantos profanos de los jaraneros.

De esta manera se han despedido a los amigos soneros de este pueblo, a Juan Polito, Juan Mixtega, Clemente Mixtega, Sabino Toto, Manuel Arres, Severo Cortes, Nayo Baxin, Pedro Rosario. Pascual Toga, Chano Toga, Domingo Escribano, entre otros.

 

 

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El Negro Ojeda: fandango que no cesa

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El Negro Ojeda:                           fandango que no cesa

 

Raul Eduardo González

 

 

El 19 septiembre de 2009 Salvador el Negro Ojeda afrontó a su manera el llamado telúrico de la ciudad donde nació el 27 de enero de 1931, y para celebrar entonces nada menos que siete décadas como cantante se presentó en el Multiforo Ollin Kan de Tlalpan con un programa que hacía eco de la música antillana y de la trova latinoamericana al que tituló valientemente como “Monólogo… Va mi resto”, citando la canción de Silvio Rodríguez y aludiendo a la que puede ser la frase postrera de los jugadores de naipes; como él lo señaló en una entrevista a Tania Molina de La Jornada en los días cercanos al recital:

“Va mi resto es aventar todas las fichas, a ver si estoy blofeando… Al final del concierto, como vea la cara del público, sabré si habré ganado o no”.

Fruto de esa audición que congregó a multitud de personalidades y amantes de la música tradicional y popular de México es el disco del mismo título, en el que el cantor de 78 años a la sazón salía definitivamente airoso del lance: aquella tarde, acompañado por los músicos Rocío Gómez, César Machuca, Pepe de Santiago y Gonzalo Sánchez, puso de pie al auditorio en uno y muchos aplausos; en el disco, uno reconoce el corazón y el oficio de quien fuera poseedor de una voz inconfundible, de una vitalidad que el escenario simplemente potenciaba, de un oído sensible, puesto siempre al servicio de la armonía y el canto de voces e instrumentos.

La voz del Negro Ojeda conmovía y conmueve por su timbre dulce, que hace pensar en el viento manso de una tarde feliz, y que sin embargo posee la contenida tempestad del zapateado y el azote tenaz de la jarana:

Mocambo, Yanga y Mandinga

me hablan con el tambor. 

Así dicen los versos de David Haro que él interpretó tan a su manera. El aliento sonoro del Negro rezuma vida y pasión, con él aprendimos a escuchar zambas y boleros, sones montunos, canciones rancheras y de trovadores contemporáneos, sones jarochos… Poesía y tonadas que al materializarse en su voz hacían pensar a quien lo escuchaba que cantar era lo más natural del mundo, como pueden serlo el oleaje del mar, el vuelo de un pájaro, la sonrisa de un niño.

Y como cantar parecía muy fácil cuando el Negro lo hacía, y porque él siempre entendió la música como una irrenunciable forma de realizarse prodigando el don y el gusto a los demás, fue maestro de muchos músicos y cantantes a lo largo de algo así como medio siglo: ponderaba, ante todo, que la música fuera para quien la hiciera una necesidad vital y no tanto una obligación. En la conversación que sostuve con él en septiembre de 2009, me decía:

“no, nunca quise dedicarme a cantar; en mi juventud usaba la música para divertirme y, ¡bueno!, la necesitaba para vivir conmigo mismo y soportarme yo solito, porque tenía sembrada la cosa. La música me llamaba la atención demasiado. Entonces, siempre andaba yo buscando hacer música, con gente que estaba más o menos como yo”.

Así, fundó a principios de los años sesenta su hoy mítico café Chez Negro, un espacio abierto a la música tradicional la rumba, el son jarocho, la canción y el folclor latinoamericanos desde donde se fue delineando el gusto particular de un público de universitarios, profesionistas y amas de casa clasemedieros y urbanos muchos, como el propio Negro, de ascendencia provinciana, quienes ciertamente con un ánimo de resistencia cultural y con muchas ganas de cantar en su propia lengua retomaban los movimientos folcloristas que en Sudamérica y en Europa iban cobrando una gran importancia.

En el Chez Negro confluyeron músicos como el desaparecido René Villanueva, Pepe Ávila, Rubén Ortiz y Gerardo Tamez, quienes con el impulso de gente como Jas Reuter y Jorge Saldaña fundaron, bajo la dirección del Negro Ojeda, el grupo Los Folkloristas, que reunía y reúne hasta nuestros días gente que, como él, “sabía hacer música sin ser músicos, nada más lo hacíamos por diversión”, algo que el Negro buscó siempre a lo largo de su vida, como lo recordó en la conversación que sostuvo con Jesús Alejo Santiago para Radio Educación:

“lo que me interesaba era tocar, cobrara o no cobrara yo, por eso prefería tocar con gentes amateur, para que no anduvieran poniéndose moños de que ‘vamos a tocar sólo cuando nos paguen’; no, no, no, había que estar tocando todo el tiempo, y acá y acullá, y si no había dónde tocar, inventábamos a ver dónde”.

Hoy, luego de su partida, al escuchar su voz en discos, uno se pregunta adónde se ha marchado aquel hálito vibrante. Es un lugar común decir que ha quedado en el recuerdo, y que vive en cada uno de los que lo escuchamos y lo escucharemos; no cabe duda que hay mucho de verdad al pensar que vive en los corazones de quienes la estimamos entrañable. Antonio García de León ha dicho al respecto:

“te hemos puesto cerca de nosotros para que nos impregnes de futuro. Te vamos a embarcar, te vamos a largar a sotavento. Te pondremos en un barco de papel que desde el río de las mariposas te lleve hasta el mar, hasta el azul brillante del mar matutino. Te seguiremos por las dunas del Conejo y Chocotán hasta que te disperses en el mar profundo y desde allí veremos cómo te totalizas en el horizonte de las aguas y los rayos soberanos, mientras miles de aires, sones y tonadas retornen a tierra fertilizados por tu larga travesía”.        

Pienso además que aquella voz sigue vibrando, como vibra y late el eco de un fandango vital cuando uno ha decidido irse a dormir y los jaraneos, los cantos, el punteo del requinto y los taconeos siguen escuchándose en los oídos y siguen inundando todo el ser, como el licor que ha dejado en la boca un gusto que no sólo se resiste a desaparecer, sino que va acusando nuevos toques no percibidos en el paladeo ni en el trago. Como nuevas melodías que se van revelando en ese regusto del íntimo fandango de la duermevela, así la voz del Negro nos sigue cantando y vive porque alguna vez la escuchamos y aquí sigue y seguirá, para decirnos las cosas como nadie lo hizo.

Él mismo descubrió y fue víctima desde niño del hechizo del fandango y se apropió de su palpitación para toda la vida: a los cinco o seis años llegó a Tlacotalpan, donde conoció el ambiente del son jarocho tradicional: “me gustó tanto que en cuanto llegaba a Tlacotalpan me metía yo al fandango y de ahí no salía”.

En aquella ciudad aprendió a zapatear, en los fandangos que se hacían afuera de la cantina de Caballo Viejo, donde  “ponían un entarimado ahí enfrente; el fandango era por nada, simplemente por el gusto de estar oyendo trova y bailar, bailar; eso sí, el caso es que siempre estaba atascado, jueves y domingos estaba atascado”.

En aquellos bailes populares, el Negro fue conociendo el pulso de aquella música “de versos refocilantes”, como dijera su gran amigo, el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, con quien planearía en Tlacotalpan, ya por el año de 1978, la organización de un Concurso de Música jarocha durante las fiestas de la Virgen de la Candelaria, patrona de aquel pueblo singular donde el Negro, como Agustín Lara y como todo el que lo visita siente que nació con la luna de plata, trovador de veras; dejar aquel lugar es sentir la honda nostalgia de irse lejos de Veracruz.

De raíz jarocha, el Negro tuvo la doble fortuna de ser un tlacotalpeño nacido en la ciudad de México, pues rindió culto y sin duda ha dado fama a sus dos tierras: en la capital del país fundó el Chez Negro, dirigió distintas agrupaciones y formó a cantidad de cantores y músicos. Un buen día, cumpliendo el sueño del Músico-Poeta, volvió hasta aquellas playas lejanas, hasta el llano sotaventino para fundar el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan, para promover su difusión por Radio Educación, y para formar parte de la vida de aquella fiesta como un músico destacado, ciertamente, que sabía departir con viejos y jóvenes para hacer sonar su jarana y su voz en la patria sonora que fuera para él el son jarocho; decía:

“me gusta mucho El Toro Sacamandú, porque tiene una fuerza, un ímpetu cabrón; me gusta El Cascabel, me gusta El Pájaro Cu, El Pájaro Carpintero me encanta…, y muchos más”.

Y al escuchar el canto del Negro resuenan los contratiempos, las síncopas, lo atravesado de aquellos sones que tanto le gustaban y cuyas coplas cantaba con picardía; recordaba de los fandangos de su infancia y juventud que “ya cuando se metía alguien con calidad, que llamaba la atención de toda la gente, pues obviamente tú parabas la oreja también, para oír, cuando se formaba, por ejemplo un duelo de versadas. Empezaba a versar uno y empezaba a picar al adversario. Entonces era cuando se ponía más sabroso el fandango. Entonces la gente tenía que estar al pendiente de lo que oía. Había gente muy callada ahí porque había que guardar silencio para oír las ocurrencias de los que están improvisando y que muchas veces no improvisaban: hay gentes que saben tanto verso que lo hacen pasar por improvisación, pero también la gente se da cuenta de eso y entonces los desenmascara: Oye, cabrón, este verso es sabido… Ya después, ya no se oían ese tipo de duelos”.

De aquellas coplas escuchadas en fandangos y controversias, decía: “muchas me las aprendí, pues yo nunca fui improvisador, yo era repetidor, recopilador de versadas, y recopilé muchas versadas, y así como he aprendiendo unas se me iban olvidando otras”.

Entre las que grabó, recuerdo aquella de “El Buscapiés” en que se reconoce el carácter de jarocho desenfado que el Negro forjó en su propia imagen:

Soy el peje tiburón

que vivo en la mar salada,

el que me quiera pescar

ha de poner de carnada

una pierna de mujer,

que si no, no agarra nada.

Versos como estos los cantaba nada menos que el Negro, pues, como él mismo se lo confesó a Jesús Alejo:

“Bueno, el Negro Ojeda es un desmadre, es un desparpajado, un cuate que no le teme a nada, que se sube al escenario y se muestra y se encuera, como es; pero el otro personaje, que es el creador del Negro Ojeda, se llama Salvador Ojeda, es tímido, es vulnerable, es terriblemente… ¿qué dijéramos?, muy sentimental también”.

Y aquel hombre tímido se imponía a fuerza de amor por su oficio y sentía la necesidad profunda de volver al escenario, que era a un tiempo su enemigo íntimo y su medio natural, así como un bálsamo, un remanso en la vida, según se lo refiriera a Tania Molina en la entrevista citada.

Haciendo lo que siempre le gustó de corazón, cantar, el Negro fue un amante profundo de la música, como pocos los ha habido en México, 

“cuando amas a la música, amas a la música más que a las mujeres, más que a todo”.

Se lo confesó a Jesús Alejo; tuvo la generosidad de hacernos cómplices de su largo idilio, sin esperar por ello reconocimiento ni fortunas, y con esa honda verdad que llevaba dentro y que regalaba con su voz, nos dio y nos dará momentos gratos al escucharlo. En cada frase, en cada inflexión sutil de su timbre, renace la maravilla de sus vivencias tlacotalpeñas de la infancia, el embrujo que retoñaría luego en escenarios por muchos lugares del mundo, donde el Negro recuperó su íntimo decir y enfrentó con aparente desenfado y con profundo compromiso el reto de presentarse en público, para vivir y hacernos vivir, para amar y hacernos amar, para sufrir y gozar con él, en fin. Personalmente, le agradezco por ese fandango que floreció de su voz y que sigue resonando.

 

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Recuerdos de un jaranero que no fue

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Recuerdos de un jaranero        que no fue

 

Para Luz Gayol

Victor Gayol

 

Mariana Yampolsky

 

Ayer fue cumpleaños de Luz, mi madre. Cumplió 92 años. Con ellos a cuestas, cada vez que suenan las jaranas se alegra, se levanta y se pone a bailar lo que el peso de los años le permite. Su bastón acompaña su zapateo. Lo disfruta. Un, dos (pies), tres (bastón); repica y redobla feliz mientras le pregonamos algún son tras la comida dominical familiar.

Escribo esto a escasos días de emprender el viaje desde el Bajío michoacano al XLIV Encuentro Nacional de Jaraneros y Versadores de Tlacotalpan. Una cascada de rememoraciones acuden a mi mente y me interpelan: ¿cómo demonios caí en las redes del son jarocho? Pues gracias a Luz, hace ya más de cuarenta y cinco años.

Porque fue justo antes de que se inauguraran los encuentros tlacotalpeños como los conocemos al día de hoy. Corría, creo, el mes de noviembre el año de 1978 y mi madre, gran melómana que aprecia tanto la música de concierto como la tradicional, me dijo: “Nos vamos a Tlacotalpan porque anunciaron por Radio Educación que el Negro Ojeda preparó algo allá como homenaje a Agustín Lara”. Y para allá nos fuimos. No está por demás decir que mi madre, a la menor provocación, agarraba su coche, me metía en él, y recorría una cantidad inmensa de kilómetros hasta llegar al destino que había elegido. Era característica de su personalidad, de su libertad e independencia que siempre he admirado, lo que nos llevó a recorrer una buena parte del territorio mexicano y centroamericano.

Llegamos a Tlacotalpan justo para comer después de haber pernoctado en el puerto y pasado parte de la mañana viendo los barcos entrar. La Flecha era el único lugar decente para comer y ahí caímos, para luego buscar la Casa de la Cultura que dirigía Humberto Aguirre. Cuando llegamos ahí era todo un desgarriate pues los técnicos de Radio Educación tenían problemas para colocar la antena y enlazar la transmisión. Creí reconocer la voz de Emilio Ebergengy, aunque luego nunca estuve seguro. Lo que sí puedo decir con seguridad es que el evento tardó en comenzar y a quienes nos alejamos un rato mientras se organizaban, nos tocó escuchar todo después desde la puerta. ¡No cabía ni un alfiler! En cuanto se arrancaron, la gente se apelotonó en la casa, que entonces era pequeña y residía en otro lugar distinto, más céntrico.

A pesar de que estábamos a pie de calle, lo que escuché ahí esa tarde cambió completamente mi idea del son jarocho, que solamente había escuchado en las grabaciones comerciales y en los portales del puerto. Algo me pasó en el cuerpo y en el alma. Y aunque me encontraba enojado por no haber podido escuchar y ver desde adentro todo lo que pasó, mi persona había cambiado.

Más tarde, después de oscurecer, fuimos a tomar algo a esos comederos construidos con tablones de madera que penden al lado del malecón, sobre el río. Yo me estaría comiendo una tostada o algo así cuando a mis espaldas reconocí una voz que me era familiar por lo que se escuchaba en casa. ¡El Negro Ojeda! Echándose unos toritos le sonsacaba a alguien que no puedo identificar versadas de diferentes sones.

Tan encantado estaba que a las pocas semanas yo estaba de regreso en Tlacotalpan para quedarme en casa de un compadre de mi tío Raymundo, don Manuel Naranjo Naranjo, que vivía al ladito de San Miguelito. Yo estaba dispuesto a aprender todo eso de la jarana y la versada. Pero eran vacaciones de diciembre. Los jaraneros que comenzaban a dar talleres en la Casa de la Cultura se habían regresado a sus localidades y no había nadie que te enseñara el rasgueo. Así, a mis catorce años me pasé una semana y pico llenándome los sentidos de las ramas tlacotalpeñas.

 

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Tejiendo luz en la Huasteca

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

Tejiendo luz en la Huasteca

 

Carlos Arturo Hernández Dávila

Tan descomunal como maravillosa, la Huasteca y sus diversas regiones interiores exigen a todos aquellos que pretendan describirla, sean consientes de su limitada capacidad para lograrlo. A los fecundos ríos que la surcan se han sumado ríos de tintas e imágenes que ayudan al mundo a reconocer parte de lo que este vasto territorio encierra. 

Multicultural, plurilingüe, étnica y religiosamente diversa, con un patrimonio biocultural sobresaliente, la Huasteca no ha permanecido indiferente a conquistadores misioneros, viajeros, exploradores, gambusinos, y sin fin de profesionales de casi todas las ciencias penosa e inútilmente divididas aún en “sociales” o “naturales”, que son atraídos a sus más insólitos rincones. Estas miradas ajenas, si bien aún se consideran necesarias, afortunadamente ya no son las únicas: resulta refrescante comprobar que existen antropólogos, historiadores nacidos en rancherías o cabeceras municipales y formados en las universidades estatales, muchos ya con posgrados cursados lo mismo en la ENAH, la UNAM, el CIESAS que en universidades de Francia o estados Unidos. Así, si antes las investigaciones etnohistóricas sobre las comunidades otomíes, tepehuas, nahuas, teenek, ya sea que versaran sobre la conquista, la reconfiguración del territorio, la evengalización, o sobre las luchas por el territorio, los estudios sobre la diversidad lingüística o acerca del patrimonio musical o textil estaban comandadas por los expertos venidos de fuera, al día de hoy una legión de jóvenes investigadores e investigadoras está revolucionando la mirada y el debate sobre esta región del México profundo. 

Pero también llama la atención que a estos jóvenes profesores e investigadores, se les suman otros jóvenes quienes, ajenos al mundo académico, mantienen vivos los saberes ceremoniales, asumiendo las complejas tareas de especialistas rituales, y que se han convertido en expertos recortadores de papel, músicos, tejedores y promotores culturales. 

He caminado la Huasteca desde mi adolescencia, pero desde el 2020, en plena pandemia y cuando emprendí un proyecto sobre máscaras y otros objetos rituales, mis viajes han sido más entrañables. Desde ese año mi interés profesional se centra en hacer fotografía hasta donde sea posible y pertinente. Fue así que, con la cámara entre las manos, puedo decir que disfruté estar en el taller del mascarero Juan Hernández, en Atlapexco, y de Fredy Hernández en Humotitla, ambos en Hidalgo. Me deleito en recordar haberme sumergido en ríos de diáfanas aguas, para luego peregrinar para escuchar el canto y las profecías de la sirena (en otomí llamada xumpho dehe), allá en el paraje semiselvático de La Joya, entre tucanes y loros. Suspiro al recordar que he presentado mis respetos al diablo-compadre o zithū, en el carnaval de Cruz Blanca, o a Santa Rosa en Ojital Cuayo. Y sé muy bien que algunas veces recuperé fuerzas contemplando los irrecuperables luces del atardecer en Tamiahua. Me veo claramente viajando mientras escuchaba al grupo Tlacuatzin, o en silencio y con los oídos aún llenos del deleitoso paisaje sonoro de los sones de costumbre. En estos años me ha envuelto la niebla en Pahuatlán, luego de visitar a don Alfonso Margarito García Téllez en San Pablito, o a la tejedora Irma Hernández en Zoyatla, pero también mi cuerpo ha experimentado el trepidante calor de Xochitlán, al lado del genial Genaro T. Sánchez, siempre enmascarado en las fiestas del apóstol San Bartolomé. 

Yo deseaba registrar en fotografía la vida ritual en la Huasteca, pero la Vida, con mayúscula, me concedió más cosas, y ahora ese hermoso trozo del país se me revela como un complejo, enredado y tenaz textil que se urde y trama en mi memoria, en la que habitan muchos nombres de amores que me reconfiguran la existencia. 

Cada quien hablará de la Huasteca como le haya ido en ella. A mi, por lo que leo, me fue muy bien.

 

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Como un sonoro arroyito

Como un sonoro arroyito

de Enrique Martín Briceño

                                                                 Libros en red

 

Hace algunas décadas que Enrique Martín Briceño (Mérida, Yucatán, 1964) se ha convertido con todo merecimiento en uno de los conocedores y difusores más importantes del quehacer cultural y artístico de nuestro país. Si esto es rotundamente cierto a escala nacional, adquiere dimensiones sobresalientes cuando nos referimos a la cultura y música popular de su querida Yucatán.

Publicado en 2020, el año de inicio de la pandemia, Como un sonoro arroyito reúne un conjunto de artículos y textos diversos publicados por Martin Briceño en La Jornada Maya que, como se anota en la contraportada del libro, abundan en “aspectos de la historia regional, la cultura maya, la música, el teatro, la cocina y otras expresiones culturales de Yucatán, con erudición e indudable amor por el legado cultural de esta singular región mexicana.”

Se trata de una compilación de textos deliciosos, rebosantes de conocimiento y vida, además de sensibles e impregnados de la generosidad necesaria, para compartir con sus lectores lo que se ha aprendido, escuchado, leído, visto o vivenciado en primera persona. Los sesenta textos que conforman Como un sonoro arroyito se encuentran distribuidos en seis secciones: Música (11 textos), Teatro (6), Cultura maya (10), Otras expresiones patrimoniales (10), Historia 11 y Ensayos (2).

En particular, los amantes de la música yucateca encontraran en este estupendo libro (publicado por la editorial Libros en red www.librosenred.com), más de un estímulo para seguir sumergiéndose en los veneros de la música yucateca que, como anota su autor, constituye “un sonoro arroyito con el que Yucatán ha alimentado el caudal de la música mexicana, sobre todo en el terreno de la canción.” Antropólogo, musicógrafo, melómano, cantante, promotor cultural, escritor, amante de su tierra y muchas otras pasiones y talentos más, Enrique Martín Briceño es uno de los autores a los que es preciso seguir leyendo.

Los Editores LMyLR

 

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El sueño del armadillo 

El sueño del armadillo 

Refranero apócrifo de

Juan Charrasqueado 

de Raúl Eduardo González

 

Siendo uno de los investigadores y practicantes más prolijo, versado y entusiasta de las tradiciones orales y lírica popular de México, Raúl Eduardo González irrumpe nuevamente en la escena editorial con El sueño del armadillo. Refranero apócrifo de Juan Charrasqueado, publicado en Morelia en 2021. Se trata de un vasto poemario confeccionado a partir de refranes, frases y proverbios que Raúl Eduardo glosa ingeniosa y certeramente, apelando a la estructura de la décima espinela. 

En esta ocasión y, como ya lo hiciera en un trabajo previo (La vihuela en el llano, 2018), el libro constituye una afortunada colaboración con el artista plástico Alec Dempster, quien es el autor de las ilustraciones que fungen como contrapunto visual de los dichos, sentimientos y opiniones que el autor de las décimas ha hecho despuntar de la boca de Juan Charrasqueado -ese personaje ficticio de la canción ranchera al que González convierte en la encarnación humana del sagaz armadillo.

Acercarse al trabajo poético que Raúl Eduardo González nos comparte en este libro significa sumergirse en una antiquísima tradición poética de la cual El sueño del armadillo es una venturosa y bien lograda actualización. Al respecto el mismo autor nos dice: “En aras de la comunicación y de la efectividad del mensaje, ayer y hoy los decimistas han sido refraneros; sus estrofas ponen los dichos en contexto, y estos les sirven para expresar con precisión y belleza lo que quieren decir”. No sería extraño que el lector reconozca en algunas de estas décimas, el influjo del afamado versador jarocho Constantino Blanco Ruiz, “Tío Costilla”, cuya obra R.E.G., admira y reconoce. Pero, sin duda, también encontrará en estos refranes glosados, el talento, oído musical y contundencia poética que acompañan, por ejemplo, al verso de fundamento; y todo ese universo lírico, González lo expande y reinventa haciendo eco de una pasión y conocimiento refranero que le viene de familia y, a la cual, rinde homenaje haciendo presente la memoria de los suyos:

Mi abuelo decía pausado/que había que reflexionar/y que no se había de dar/ningún hecho por sentado. /Decía: “piensa en lo pasado/y haz tú mismo tu consejo/de nada sirve estar viejo/sin madurar cada vez/la memoria sólo es/la cultura del pendejo.

Los Editores LMyLR.

 

[«El sueño del armadillo. Refranero apócrifo de Juan Charrasqueado», por Raúl Eduardo González, a la venta en Librerías Gandhi, Mercado Libre (México), Casa del libro (España), Librería de la U (Colombia), entre otros puntos de venta alrededor del mundo. Más información y links de compra en: bit.ly/suenoarmadillo]

 

Revista núm. 15  en formato PDF (v.15.1.0):

 

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