Un huapango que se hizo domingo

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Un huapango que se hizo domingo

para Alec Dempster

 

Alvaro Alcántara López

 

El domingo había iniciado hacía apenas ocho minutos. Era una fresca noche tuxteca, una noche de huapango para alegrar, animar, a un músico memorable de Santiago Tuxtla que lastimosamente había sufrido una embolia algunas semanas atrás. Organizado por el Colectivo Tecalli que siguen comandando los hermanos Cruz Castellanos (Carolina y Joel), en aquel huapango se encontraban algunos de los músicos y bailadores más queridos y respetados de la región, bailadoras y músicos que habían sido invitados por los jóvenes de este Colectivo a la usanza de los de antes: yendo a su casa a hacer la visita. La convocatoria que habían hecho estaba pactada para las ocho de la noche de aquel sábado 20 de octubre del 2012, pero incluso desde un poco antes, bailadoras, bailadores y jaraneros habían empezado a reunirse en aquella calle empinada de la colonia Jardín y para las nueve y media el huapango ya había agarrado el calor de los buenos amores.

Aquella noche, sin instrumento, sin zapatos para bailar y sobre todo, con un ánimo propio de los fines de ciclos, me dediqué a mirar, a tomar fotos con la cámara de Joel y a tomar varios cafés con tamal. Venía yo de Loma Bonita (la famosa ciudad de las tres mentiras), de concluir una experiencia laboral intensa y enriquecedora al trabajar con arqueólogos y aprender a mirar y comprender el espacio de nuevas maneras, en un proyecto de sísmica y salvamento arqueológico que coordinaba mi amigo Alfredo Delgado. A Santiago Tuxtla había llegado aquel sábado poco antes de la comida y la tarde fue una charla interminable en casa de la familia Cruz Castellanos, que en aquella ocasión era un hervidero de personas, un entrar y salir de gente, con gritos, rejolina y risotadas muy al ambiente jarocho. Pasamos una tarde agradable que fue coronada con una siesta que se prolongó justo al límite de encaminarnos al fandango.

Consciente de la delicada salud de Vichi, traté de no perderle la vista durante aquella noche de huapango. Sentado a unos metros de la puerta de su morada y apoyado en un palo que hacía las veces de bastón, el viejo músico se dedicó a escuchar y medio mirar. Acompañado de algunas de las chicas que integran el Colectivo Tecalli o recibiendo las salutaciones y parabienes de sus compañeros de andanzas, aquel pequeño hombre de piel morena, ojos hundidos y mirar desconfiado, ensimismado en su propio cuerpo, seguía los fraseos de las guitarras, deleitándose con ritmos y tonadas de los que conocía muy bien las coloraciones e imágenes que producían al acariciar la noche. En algún momento superé la pena y me acerqué a saludarlo. Conversamos algunos minutos y volví a distanciarme, pero tratando de cuando en cuando de mirar cómo estaba, tratando de comprender cómo podría estar viviendo y sintiendo aquel huapango a las afueras de su casa, pero sin poder tocar ni cantar. Imaginaba cómo podría ser aquel huapango para él, tras un torrente innumerable de noches, semanas, meses, años y décadas de ser él mismo uno de los grandes animadores de la tarima, reinando sobre la tarima con su voz chillante y contindente, con su versada impecable y atinada y las pulsaciones retadoras y melodiosas de su guitarra.

Siendo muy consciente de la cercanía de la muerte –de la suya y de la mía, quizá más de la mía– y tratando de hurgar de vez en vez en sus silencios y discursos corporales, pude ver a Dionisio Vichi incorporándose con cierta dificultad de la silla que lo sostuvo mientras sones se sucedían transformando aquella noche. Alguien debió haberlo ayudado a alcanzar la puerta de su cuarto y así sin despedirse, sin hacer bulla, más bien en silencio y con la tarima exhalando la vida que él tanto procuró, desapareció en la penumbra de aquella habitación para irse a dormir. Busqué entre mis ropas y pude ver en mi teléfono el nombre engañoso de ese instante: eran las cero horas con ocho minutos de un domingo que empezó siendo sábado. Fue esa la última vez que vi a don Dionicio Vichi, guitarrero y versador mayor de Santiago Tuxtla, conocido en su pueblo como “León” y de quien tuve la fortuna de comprender el arte de la controversia en verso sabido.

II
Nunca fuimos amigos, ni siquiera cercanos, pero entre el 2000 y el 2005 tuve la posibilidad de compartir con él varios huapangos en su tierra natal. Había sabido de Vichi desde inicios de los años noventa (precisamente en aquellos años habían grabado en Pentagrama aquel cassette titulado “Son de Santiago”), junto con una camada de magníficos músicos, bailadores y versadores de la región de Los Tuxtlas, entre los que destacaban Isaac Quezada, José Palma “Cachurín”, Juan Zapata, Idelfonso Medel “Cartuchito”, Juan Pólito, Juan Mixtega, Carlos Escribano y muchos otros que no alcanzo a recordar o a los que simplemente no conocí o no tuve el acierto de valorar en aquellos años de juventud. Hoy sabemos bien, tras el trabajo de investigación y registro que han hecho Andrés Moreno Nájera, el Colectivo Tecalli, el médico Héctor Campos, la familia Campechano, Aldo Flores, Eduardo García, Ana Zarina Palafox, Antonio Castro y otros tantos promotores culturales, que aquella camada de músicos extraordinarios a los que pertenecía Vichi eran apenas la cúspide generacional de un conjunto más amplio y diverso de músicos ejemplares y poderosos que todavía hoy se pueden escuchar en las los velorios, procesiones, pascuas y huapangos en general que se realizan en las cabeceras municipales de Santiago, San Andrés y sus respectivas comunidades.

La posibilidad de interactuar con Dionisio, Ángel y Gonzalo, que entonces integraban el grupo “Los Vichi”, se la debo a una afortunada invitación que me hiciera Alec Dempster, el afamado grabador y músico jarocho, para participar en un proyecto suyo que se daría a conocer más tarde con el título de Y mi verso quedará. Son jarocho de Santiago Tuxtla (Anona music, 2001). Y mi verso quedará constituye una muestra muy interesante de músicos experimentados, como Juan Zapata, Idelfonso Medel, Dionisio y Ángel Vichi, Leonardo Rascón, Anastasio Gorgonio o Salvador Tome Chacha, junto a soneros sazones como Pablito Campechano, jóvenes como Humberto Victorio Comi o los muy chamacos Juan Manuel, Paola y Lorena Campechano. Vale la pena recordar que aquellos eran los tiempos de gloria de los grupos profesionales de son jarocho (Chuchumbé, Son de Madera, Monoblanco, Utrera, Siquisirí, etc.), con su presencia en festivales, arreglos y exploraciones musicales, grabaciones o experimentaciones escénicas y, en ese contexto, el trabajo de documentación que hizo Alec Dempster en aquellos años fue muy importante para recordarnos lo mucho que aún queda por conocer, valorar en el mundo alucinante del fandango y son jarocho.

Aquel 2001, habríamos ido desde Xalapa a Santiago dos o tres veces (Alec, Octavio Rebolledo, Mario Artemio, Kali Niño y algunos más que no recuerdo, juntos o por diferentes vías). Según creo recordar, la mayoría de las grabaciones ya estaban hechas, pero lo que tengo claro es que cada vez que íbamos había huapango. Fue en aquellas ocasiones que aprendí a reconocer las artes de Dionisio Vichi como versador y también las de Gonzalo, su sobrino y aprendiz. Quienes lo conocieron recordarán que a Vichi le gustaba cantar y que los demás lo oyeran. Receloso de su música, incómodo ante los fuereños, orgulloso como solo se puede ser cuando se sabe ser maestro en un oficio, Vichi empezó a cantar verso tras verso, menos para medir sus fuerzas y más para aplacarme de una buena vez, dejando claro quién era allí el cantador y que yo debía guardar silencio. Tardé algún momento en comprender que no sólo le disgustaba que yo me atreviera a cantar en su tierra – siendo él uno de los versadores estelares de allí – sino que algunos de sus versos iban dirigidos a mí, a aleccionarme con algunos de los innumerables versos que guardaba en su arsenal poético.

A mi parecía divertido provocarlo, exacerbar su afamado humor de gruñón y regañoso (sic) y le respondía de cuando en cuando con el atrevimiento y desparpajo de quien a nadie debe rendir pleitesía, pero sí con el gusto por palabrear y ser feliz el huapango. Si algunas de sus poesías me parecían magníficas, lo que más me emocionaba era oírlo frasear y estallar en los respiros de la música su voz fuerte y chillante, casi al punto del quebranto, pero nunca lo escuché “atravesarse” y menos desafinar. Desde aquellas primeras grabaciones hechas por Warman a finales de los años sesenta hasta los fandangos a los que asistí el verano pasado en Santiago Tuxtla (2016), siempre me ha maravillado esa capacidad de entrar “tarde” a cantar, luego encabalgar las palabras hasta el borde la incomprensión, tensar aún más el tiempo con un descanso antes de la última pisada, para terminar siempre puntuales cada vuelta, incluso antes. Ejemplos hay muchos y no viene al caso recordar alguno en particular, pero Vichi era experto en eso de estirar el tiempo al cantar. Un arte, a decir verdad, que se encuentra más cercano a la recitación y a declarar ensalmos, que al acto de cantar tal y como es común en la actualidad.

Para la segunda vez que nos encontramos ya era conocido por ellos como “el pelón” y Gonzalo Vichi, con quien compartía el gusto por la bebida que templa el corazón y las pasiones, fue con quien empecé a conversar y a tratarnos. A partir de allí, don Dionisio se abrió un tantito y aceptó platicar, pero siempre celoso antes sus saberes, especialmente si yo le pedía me repitiera algún verso que me había gustado mucho. Y tenía toda la razón en custodiar aquel conocimiento.

A partir de allí, nos buscábamos para cantar, tanto con Gonzalo como con su tío. Fueron varias veces más las que coincidimos en fandangos santiagueros sin que existiera una fecha especial para fandanguear, donde los fuereños éramos pocos y se podían reconocer y disfrutar del protagonismo musical de las y los músicos que venían de las comunidades a hacer la fiesta. Igualmente interesante era llegar alrededor del 20 de julio a celebrar las fiestas patronales de Santiago Tuxtla y disfrutar, aún a comienzos del segundo milenio global y capitalista, de estilos, modos y usanzas de otra condición y tiempo; de otra naturaleza, sensibilidad y entendimiento. Llegados el 24 de julio aquellos huapangos se convertían en otra cosa, los de afuera éramos mayoría y terminábamos por avasallar a los locales. Pero aún en esas condiciones desfavorables, Vichi, Cartuchito y algunos otros veteranos de la vieja guardia daban la batalla con toda dignidad y fuerza, quizá para recordarnos que “allí estaban todavía” –como titularía Alec Dempster muy acertadamente, una grabación posterior en donde registró la casi extinguida (para ese entonces) tradición de los violineros de la región de Los Tuxtlas.

A la distancia pienso que aquellos primeros huapangos, Encuentros y velaciones a los que asistí en los primeros años de la década del noventa y que volví a disfrutar consistentemente a partir de aquella invitación hecha por Alec Dempster una década más tarde, me permitieron entrar en contacto con el huapango tuxteco desde la vivencia indígena contemporánea. Y no obstante esto, con el paso del tiempo he aprendido a reconocer los fuertes lazos que en la región de Los Tuxtlas –especialmente la gente del municipio de San Andrés–, se han establecido con la población afromestiza de los llanos de Nopalapan. De allí que la diversidad y riqueza de prácticas musicales de esta importante región encuentre también su explicación en los procesos de mestizaje y lo que ahora nombran interculturalidad.

Precisamente esa diversidad cultural y musical que puede encontrarse en la serranía de Los Tuxtlas obliga a cuestionar algunos estereotipos que se han construido en las décadas recientes sobre el son jarocho: desde aquellas historias jocosas de los llamados “mosquitos” y “chaquistes”, que en Santiago y otras zonas indígenas se les ha conocido como “requintos o requintas”; hasta el hecho que aquí se emplean de manera indistinta los términos huapango o fandango para referirse a la fiesta de tarima y cuerdas, a contrapelo de las versiones canónicas que reservan el término huapango para la música huasteca. Lo que en otros lugares son “terceras”, aquí apenas llegan a “tres cuartos”; las armónicas y los violines llevan la melodía en los sones; las Pascuas se dan más allá del 24 de diciembre (de hecho hasta el 2 de ferbero) y el güiro forma parte de la instrumentación de algunos músicos.

Los municipios de Los Tuxtlas (Ángel R. Cabada, Lerdo de Tejada, Santiago Tuxtla, San Andrés Tuxtla, Catemaco o incluso Rodríguez Clara) constituyen un espacio para re-aprender que no existe “un” son jarocho, que Sotavento es una región que se ha construido e inventado a través del tiempo y que aquello que funciona en otras localidades o micro regiones no necesariamente funciona así por estos rumbos.

Mucho de ese viaje por la memoria que ahora cuento fue el que me habitó aquella noche de octubre de 2012, mientras se celebraba aquel huapango en honor de Dionisio Vichi. Cuando me acerqué a conversar aquella noche con él, me contó que le había dado una embolia y que sintió como un tronido en el oído y pidió ayuda con un grito y cayó. De algunas notas aisladas, de algunos recuerdos brillosos y de las ganas que tenía por contar esta historia ha surgido este relato.

Dionisio Vichi falleció hace más de dos años. Su nombre y legado, como el de aquellos músicos de la vieja guardia a las que él perteneció siguen presente en la memoria de sus discípulos, alumnos y compañeros de parranda. Cuando voy a Santiago me da gusto escuchar sus nombres en boca de amigos y amigas, recordándolos como los maestros que fueron. En las pasadas fiestas de Santiago Tuxtla (2016) pude reencontrarme y saludar a Gonzalo Vichi y justamente cuando hablaba con él, con Héctor Campos y con Joel Cruz Castellanos, apareció la hija de don Juan Zapata, Juana Zapata, y fue un magnífico pretexto para recordar a su padre y hacernos una foto que debe estar por allí, esperando su turno para contar su historia.

.
III
El huapango de aquella noche terminó con el son de El Agualulco, que exhaló su último suspiro a la una de la mañana con veinticuatro minutos – al menos así lo asenté en mis notas – y aunque hubo un intento más o menos serio de volver a prender la mecha con un Zapateado éste no prosperó. Luego de levantar las sillas, la basura y las tarimas, estábamos llegando a la casa de Joel y Caro pasadas las dos de la mañana para prepararse para un nuevo día.

El despertar de aquel domingo llegó ya pasadas las diez. Se hacía tarde y me apuré a cumplir con la agenda proyectada para ese día, pues había tomado la decisión de visitar a don Idelfonso Medel “Cartuchito”, un guitarrero muy querido por mí, con quien he parrandeado en numerosas ocasiones, no sólo en el centro de Santiago, sino también en Vista Hermosa – donde él vivía – y a donde me gustaba ir para escuchar el rumor del río y refrescar mi cuerpo tras una larga noche de fandango. Tomar la decisión de ir a verlo había implicado un intenso debate en mí, pues Utrera, el viejo Utrera, también se encontraba delicado de salud (su corazón estaba muy débil), pero a don Esteban lo había visitado algunos meses atrás, de allí que resolviera para aquel domingo visitar a “Cartuchito” en su casa.

A don Idelfonso también le había dado un derrame cerebral que le restó movimiento a la mitad de su cuerpo, con la triste consecuencia de impedirle seguir emocionándose con la diversión de su vida: el huapango. Aquella mañana que estuve con él recordamos algunas de esas experiencias gozosas: de su participación con Son de Santiago, de tocar con el grupo Río Crecido y de los cientos de amigas y amigos que había ganado andando en el mundo de la música. Le pedí permiso para fotografiar algunas imágenes que tenía colgadas en su casa, donde Cartuchito lucía sonriente al lado de sus amigos tuxtecos, sorprendiéndome reconocer en una de ellas al querido Nazario Santos, “Charito”, uno de los baluartes del extinto grupo Alma Jarocha, de allá por los rumbos de Nopalapan.
En medio de aquellas palabras y recuerdos felices, de anécdotas chuscas y parrandas de epopeya, las lágrimas corrían a borbotones por su rostro, cuando se le imponía a su ser la lamentable realidad de ya no poder tocar su guitarra. Los ánimos y palabras de aliento que le di, siendo sinceras y llenas de mucho cariño, se ahogaban en la contundencia de saber que los daños físicos provocados por el derrame cerebral eran, con toda seguridad, irreversibles. Entonces no pude evitar preguntarme cómo llegaría yo a esa edad; cómo sería llegar a ese momento en que el cuerpo dice ya no más; cómo sería la tristeza mía.

Después de aquel viaje cobré mayor conciencia de la necesaria campaña de salud y cultura alimentaria que tenemos que emprender en el sur de Veracruz – y resto del país – con carácter de urgente, quizá porque la ascendencia social que en los años recientes han ganado los músicos comunitarios puede servir de estímulo para cambiar los malos hábitos alimenticios que nos están matando en el más alevoso silencio. El primer lugar en obesidad mundial que tiene nuestro país y las altas cantidades de consumo de azúcares, endulcolorantes y carbohidratos (comida chatarra, pizzas, refrescos embotellados o la dañina costumbre de endulzar exageradamente el café y las aguas de fruta) han hecho de la hipertensión y la diabetes dos de las principales causas de muerte en la región jarocha y me temo en todo México. Y los derrames cerebrales o embolias, como se les conoce popularmente, están relacionados precisamente con la diabetes. Y ya no se diga los problemas de riñones que martirizan a diabéticos e hipertensos, dos enfermedades que se encuentran muy relacionadas.

Aquel viaje y las visitas que hice a estos dos guitarreros enfermos me hicieron pensar que “la música” o incluso “la fiesta toda” constituyen una pequeña parte de un engranaje social, cultural, económico, político y de salud más grande y complejo, que exige ser abordado desde distintos enfoques y miradas. “Lo cultural” es apenas una parte, pero acaso no la más importante ante un panorama a futuro bastante sombrío en asuntos de salud y cultura alimentaria, en el que no sólo las tradiciones sino la vida misma se ven amenazadas por enfermedades y padecimientos que atentan claramente contra el derecho a vivir una vida saludable.

.
IV
Antes que se fuera a dormir hice el intento por animarlo a cantar, pues según me había contado con amenaza de lluvia en sus ojos, tras la embolia ya no podía componer su guitarra, pero cantar sí: “pero cantar mis versos parece que sí” – me dijo, quizá con más añoranza que ilusión. Y no se equivocó. El cantar de Dionisio Vichi sigue alegrando mi memoria cuando recuerdo aquellos maravillosos momentos que compartimos en torno de una tarima.

Aquel huapango que se hizo domingo fue la última ocasión que vi a Dionisio Vichi. No se equivocaba al decir que incluso con la embolia que le había pegado podría seguir cantando sus versos. Cumplió su ciclo en este mundo y se despidió de su pueblo, familia ya amigos hace un par de años. Se guardó su figura pero su voz se quedó en mi memoria y en la de muchos que tuvimos el privilegio de escucharlo. A quienes no, hoy pueden escucharlo gracias a la tecnología y a los esfuerzos que en aquellos años hiciera Alec Dempster por registrar la chispa de personajes como Vichi. Estudiarlo, aprender de su estilo y disfrutar de su estilo de cantar.

En lo personal me quedo con una grabación que aparece en el disco Del cerro vienen bajando, en donde se puede escuchar a “León” Vichi y a Salvador Tome Chacha versar, siguiendo el tema que el otro proponía. Nunca le he preguntado a Alec si él les pidió hacerlo así, entreverando uno a uno sus versos, versando por argumento…imagino que no. Que la espléndida muestra que dan en esta grabación de una controversia poética en verso sabido fue natural y espontánea, quizá queriendo decirnos que cantar es el arte de saber escuchar al otro, de devolver la palabra que otro nos ha regalado, pero con una alegría aumentada, con una emoción nueva. Como aquel domingo que se hizo huapango y cuando la voz chillante y determinada – casi a punto de reventar – de Dionisio Vichi se hizo una con el silencio y le propuso que cantara por él:

Al lado del estrumento (sic), suena la cuerda de acero/ si eres de buen acento/ les cantaré compañeros/ un versito de argumento/ del pájaro manzanero.

Y de todos los colores/ me gusta el tuyo me gusta el tuyo/ porque con tus amores/ linda bonita no quiero orgullo.

Fragmentos de la versada de Dionisio Vichi con Salvador Tome Chacha cantando El Zapateado.

Qué bonito es lo bonito/ a quien no le ha de gustar / Yo lo digo y lo acredito y lo vuelvo a acreditar/ todo cabe en un jarrito/ sabiéndolo acomodar.

Comienzo como la vela/ y ardiendo con fervor/ como muchacho de escuela/ también me gusta el olor/ de la esencia de canela.

De letras de oro tu nombre/ voy a mandarte un papel/ no quiero que de mí te asombre/ lo que le encargo a mujer/ que pronto me corresponda.

Te voy a mandar una carta/ buscarás quién te la lea/ uno que sea de confianza y que por nosotros vea.

Yo salí del escuadrón/ que reboleando mi mascada/ y como que soy varón/ que no me toquen retirada/ traigo versos de a montón/ para mí y mi prenda amada.

Mi amor no ha sido afligido/ por eso lo doy de prenda / me vas a dar un recibo/ antes que la muerte venga/ después de verme tendido/ harás lo que te convenga.

Al cortar un lirio blanco yo creía que era azucena/ Porque trascendió bastante igualito a una gardenia/ también de tu amor me encanto hermosísima trigueña

Y en un jardín de azucenas/ flores me puse a cortar/ que me gusta tu cadena/ cuando sales a bailar/ con el rocío del sereno/ de lejos se ve brillar

Desátame tu cadena porque estoy aprisionado, dale liberta a mi pena, porque está encarcelado dime trigueña hasta cuándo / que yo me veré a tu lado.

Desátame las cadenas/ con que tu amor me amarró/ quítame de andar en pena/ mira que te quiero yo/ porque tú eres la azucena/ que a tu jardín me llamó.

Quisiera ser el pañuelo, la sortija de tu mano/ porque este mi amor porfía que eres la flor del verano/ antes que otro te persiga/ qué dices negra ¿nos vamos?

Campestre Churubusco, Ciudad de México
primavera, 2017


Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

 

mantarraya 2

Cirilo Promotor Decena

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Cirilo Promotor
Decena:

Pilar del Son en
Tlacotalpan

Bernardo García Díaz

Laura Cohen

El Tlacotalpan de mediados del siglo XX no pasaba por el mejor periodo de su historia; más bien, vivía la fase terminal de un proceso de estancamiento económico, iniciado desde fines del Porfiriato cuando perdió la supremacía comercial que ejerció sobre una vasta región de las pródigas llanuras sotaventinas. En pocos años vio desaparecer la febril actividad de su muelle, al mismo tiempo que dejaban de deslizarse por las aguas de su servicial río, el Papaloapan, los veleros y goletas, con su colorida marinería extranjera que sacaban las riquezas de tierra adentro rumbo a Veracruz o con destino a ultramar. Esto fue consecuencia directa del desarrollo de un nuevo medio de transporte: el ferrocarril. Su funcionamiento le arrebataría a la perla del Papaloapan la mayor parte de su tráfico, al extender sus cintas de acero por la comarca que había sido su tributaria.

A lo anterior se sumaría la crisis y finalmente clausura del que fue su principal ingenio azucarero, el Santa Fe, la venida a menos de sus talleres tabacaleros y los trastornos provocados por el desorden y el bandolerismo que se desató en su rica y extensa llanura ganadera a partir de la revolución. Se puede entender así por qué la población resbaló por la pendiente de una decadencia irremediable de su comercio fluvial; al volverse obsoleto éste, se quedó Tlacotalpan, vestida y alborotada, como escribiría Ricardo Pérez Monfort, ante un ferrocarril que representando la modernidad se le acercó y llegó a Alvarado, a Cosamaloapan, a San Andrés Tuxtla y Tuxtepec, pero nunca cruzó su territorio.

Aún así, la población ribereña no se daría por vencida y conseguiría mantener al menos su jerarquía comercial en su inmediata región circundante. A ella continuarían llegando regularmente, por decenas, y a veces hasta por centenares, los pobladores de sus congregaciones para surtirse cada fin de semana de lo que la ciudad les ofrecía. Los rancheros llegarían por vía fluvial a aprovisionarse de arroz, frijol, café y de algunas frutas como los plátanos machos; a comprar unos pantalones de dril, una camisa, unos botines rechinadores o un sombrero de Tehuacán, a meterse a curiosear a una talabartería o tomarse unos tragos en alguna cantina, o incluso, para adquirir una jarana fabricada por un acucioso artesano como Melesio Vilaboa, mejor conocido como don Mele.

En los cayucos de nacaste y otras embarcaciones que surcaban el río de las Mariposas y sus afluentes, no sólo llegarían los productos de la tierra, del agua o del aire que traían a mercar los rancheros. También los sábados o domingos arribarían las briosas bailadoras de son jarocho y los animosos fandangueros desde las perdidas comunidades que se alzaban alrededor de la ciudad. Unas y otros llegaban atraídos por los fandangos que cada semana organizaba Miguel Ramírez, un comerciante popularmente conocido como Caballo viejo, quien jugaría un importante papel en la promoción permanente del fandango en la población a mediados de siglo pasado.

Uno de los que arribaría bogando, con su requinto al hombro, y remando a través del río San Juan, que se une al Papaloapan precisamente frente a Tlacotalpan, sería Cirilo Promotor, entonces un veinteañero oriundo de la pequeña congregación de Mata de Caña. Él habría venido años antes siendo apenas un adolescente, acompañando a su padre, a comprar su primer instrumento, un chaquiste (todavía más chico que el mosquito que es la más pequeña de las jaranas), y regresaría más tarde a adquirir del taller de don Mele un requinto, que le regaló también su progenitor. Esto sucedió décadas antes de que él mismo se convirtiera en un consumado artesano constructor de jaranas y terminara siendo reconocido, en 1996, como uno de los grandes maestros del arte popular en México.

Mario Cruz Terán

Pero en los años cincuenta, Cirilo Promotor era sólo otro habitante más del pantano, un campesino, un muchacho jarocho, es decir, un fruto racial y cultural del afromestizaje que se dio con profusión y hondura en la cuenca del Papaloapan, en los territorios correspondientes a los antiguos cantones de Veracruz y Cosamaloapan. Era el mayor de seis hermanos y nieto de Macedonio Promotor, un campesino fiestero por los cuatro costados, que no tenía empacho en abandonar sus instrumentos de labor agrícola y el trabajo mismo, atraído por la magia del fandango. A éste, le gustaba cantar, y tenía la voz para hacerlo, y si había tragos para entonarse, toritos de jobo o nanche, con más razón dejaba todo para participar en la fiesta jarocha: “pasaba por las rancherías, y si había fiesta ahí se quedaba, ya no llegaba a la milpa, al sembrado… Ahí guardaba su pala, su machete o hacha. La misma gente se los guardaba, ya los cuidaban ahí.” Y como le gustaba mucho el fandango: –“ese cantaba mucho verso” – le encantaba versar:

Bonita compañerita
se ha venido usted a encontrar
que parece una amapola
y acabada de cortar.
Ahora déjenmela solita
que la quiero ver bailar
le tocaremos El Colas
que tan bien lo ha de mudancear.

Tenía también un tío abuelo, Guadalupe Cruz, que tocaba el requinto, y quien le regalaría un viejo instrumento, y con el cual comenzó a aprender la tocada líricamente, como era habitual en el campo. Por si fuera poco, su madre era una asidua asistente a los fandangos.

Mario Cruz Terán

Cirilo Promotor provenía de un animado, y más bien privilegiado, entorno musical, no sólo por el ambiente familiar, sino por el mundo comunitario rural en el cual creció. El ambiente del que provenía, el nacido en Mata de Caña, era sobre todo campesino; aunque no exclusivamente, pues los agricultores también habitualmente pescaban, y con un poco de suerte y tesón, algunos de ellos llegaban a incursionar en muy pequeña escala en la cría de reses. La escuela que recibió fue la del trabajo agrícola desde temprana edad, así él se iría curtiendo en la siembra y cosecha de productos como el maíz, la sandía, el chile, la yuca, la calabaza y el tomate. Éstos eran cultivados en tierras ajenas, de terratenientes que las prestaban por tres años, con el compromiso de que al iniciar el cuarto las dejaban listas los campesinos para que el pasto creciera para el ganado: “la medida era por tres años, para no aburrir mucho la tierra, para no agotar mucho la fuerza de la siembra.”

… continua.

Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):


mantarraya 2

Lucien Biart

La Manta y La Raya # 4                                                                 marzo 2017


Los jarochos vistos por un francés
del siglo XIX:

Lucien Biart y sus Escenas de

la Tierra Caliente Veracruzana


 

Hacia mediados del siglo XIX, para viajeros de distintas partes del mundo, México se convirtió en un atractivo territorio lleno de enigmas y sorpresas. También en una tierra de sueños y de posibilidades para progresar e invertir. Viajeros europeos y norteamericanos recorrieron distintas partes de un país inmenso dejando interesantes testimonios de lo que vieron, pero también de con qué ojos (criterios, prejuicios, mentalidad, etc.) lo observaron. El testimonio que aquí presentamos del francés Lucien Biart se suma la de otros viajeros que recorrieron el sotavento veracruzano, dejándonos valiosos testimonios de la cultura ganadera, de las fiestas de tarima, las rutas de comunicación y la forma de vestir, entre otros muchos aspectos de interés. Lucien Biart (21 de junio de 1828 – 18 de marzo de 1897) llegó a México a los 18 años y vivió aquí por espacio de dos décadas, para luego regresar a Francia donde escribiría en varios libros las memorias de su estancia en el país.

.
El fragmento que aquí presentamos proviene de su conocido libro La tierra caliente. Escenas de la vida mexicana, publicado en Francia en 1862. Según asentó en la edición original, terminó de redactar la obra en Orizaba, en enero de 1862 y para ese entonces llevaba ya 13 años viviendo en México. Lo que aquí se publica lo hemos tomado de la edición que publicara Leonardo Pasquel en 1962 (Editorial Jus), con motivo del centenario de la primera edición de esta obra. Hemos querido darla de nuevo a conocer confiados que ayudará a despejar las dudas respecto del origen del vocablo “jarocho”, que tanto polvo levanta de vez en vez en tertulias, chats cibernéticos y fandangos de ocasión.

Los Editores


.
(p. 248)                                                                                                                                         Las sabanas producen el mismo espejismo que el mar abierto: por más que se avanza, siempre parece que no se da un paso. El guía caminaba sin vacilar y en línea recta, por un terreno sin huellas, lo que es mucho más difícil de lo que pudiera creerse. En las selvas vírgenes como en las sabanas, el viajero que se pierde describe fatalmente círculos estrechos de los cuales no puede salir. El indígena se orienta con precarias señales que no sabría explicar: inclinación de la hierba, dirección del viento, vuelo lejano de los pájaros. Débiles indicios que cambian según los lugares y de los cuales sólo la experiencia puede sacar partido. Sin embargo no hay que imaginarse que pueda errar a la ventura, en estas vastas soledades; fuera del radio que tiene costumbre recorrer y que se le ha vuelto familiar por la larga práctica, su sagacidad no le sirve (p. 249) sino para describir círculos más largos que el europeo. Se pierde, y conociendo mejor el peligro, pierde la sangre fía, y cansa su caballo, por huir del fantasma de la sed y el hambre, que cada hora que pasa va transformando en realidad. ¡Ay! La sabana como el océano, esconden en sus altas hierbas, tan móviles como las olas, el despojo de más de un desgraciado vanamente esperado.

Don Ignacio extendió el brazo hacia el horizonte y, a través de blanquecinos vapores que la tierra exhalaba, distinguí una mancha negra que destacaba sobre la amarillenta hierba. Tuvimos que caminar mucho para llegar a ese lugar. Era una choza adosada a una cerca, ante la cual nos apeamos.
Acostado sobre una hamaca de piel, un hombre se despertó a nuestra llegada, desabrochó los cinchos de los caballos, y alzó las sillas sin quitarlas. Su mujer nos ofreció dos calabazas de una agua fétida y fangosa, que sin duda había ido a sacar algunas leguas a distancia.

A lo lejos se descubría la inmensa llanura desierta. En vano busqué el perfil de las montañas que la reverberación del sol hacía invisible. Nada más triste que el aspecto de una enorme extensión, en donde la vegetación misma parece morir. Cuando ninguna brisa ondula la hierba marchita, reina un silencio que nada podría darnos una idea.
¿Estamos todavía en vuestras propiedades? – Pregunté a don Ignacio.

-Sí, y dirigiéndonos de este lado – su mano señalaba al sur -, podríamos caminar (p. 250) dos días sin salir de ellas.
-Y este hombre, dueño de un pequeño reino, de selvas llenas de caobas, de cedros, de liquidámbares, de ceibas y de veintes especies más de árboles preciosos por ellos mismos o por sus productos; este propietario de innumerables ganados, estaba lejos de ser rico. Sus rancher0s le pagaban un débil tributo por el espacio que ocupaban. Sacaba apenas 3, 000 pesos (15, 000) francos) al año, de sus veinte leguas de tierra: menos – comparativamente al valor del dinero – de lo que produce en Francia una granja de mediocre extensión.

 

 

-En mi país – le dije- una propiedad como la vuestra, os haría el hombre más rico del universo.

— ¿Qué? ¿Es la tierra tan escasa allá?
-Escasa, no; pero está cultivada, habitada, atravesada en todos sentidos por grandes rutas.
Sacudió la cabeza con aire incrédulo.
– ¿Qué tributo exigís de vuestros rancheros? – –
Los que crían caballos hierran cada año para mí un potro por atajo (cada atajo se compone de treinta a cuarenta cabezas); los que poseen partidas de toros hacen lo mismo. Los cultivadores me dan uno por ciento de la cosecha; pero estos últimos son raros. Prefieren los terrenos sin dueño, siendo de su propiedad mientras los cultivan, sin tener que pagar por ellos.

– ¿Y tenéis contratos escritos? (p. 251)
– No, a menos que se trate de una venta. Fuera de estos casos, la costumbre sirve de ley.
Aprovechando la buena voluntad de don Ignacio seguí el interrogatorio.
– ¿Trazáis límites y medías las tierras antes de entregarlas?
– Jamás: el recién legado escoge un sitio, construye su casa y mira como de su propiedad el espacio que puede vigilar a caballo en un día.
– ¿Y si se le ocurre a otro establecerse cerca de él?
– Nadie piensa en ello. No es tierra lo que falta sino hombres que la trabajen.

– ¿Nunca habéis pensado en explotar las selvas?
– ¡Que el cielo las arrastre! Esconden bajo su maldita sombra lo mejor de mis bienes. Toda la orilla opuesta a aquella donde vais a cazar, me pertenece; si en vez de estar cubierta de bosques, lo estuvieran de hierbas, los rancheros se pelearían por poseerlas. He oído decir que en Veracruz me comprarían muy caro ciertos árboles para llevarlos a bordo de los navíos de vuestro país; ¿pero cómo transportarlos, cuando busco en vano hombres para tirarlos o quemarlos?

Le pregunté cómo se deshacía de sus ganados en un país en el que todos tienen animales.

-Cada año – me respondió -. Rancheros y vaqueros se reúnen en el mayor número posible y atraviesan las llanuras empujando por delante a una docena de bueyes. Nosotros juntamos un millar de animales y tratamos de atravesar la sabana con este inmenso rebaño para llegar a la falda de la montaña. No sin trabajo, (p. 252) logramos que avancen los animales, instintivamente antes de volverse. Hay que vigilar de día y de noche y no tomamos reposo hasta que topamos con alguna cerca en donde pagamos la hospitalidad con una o dos cabezas de ganado. A pesar de todos nuestros esfuerzos, sólo llega a la meta la tercera parte de las bestias; algunas sucumben de fatiga y de sed, otras se matan en furiosos combates, la mayoría vuelve a sus antiguos pastos. A veces, a pesar de los bueyes que la dirigen, la tropa entera da la media vuelta, nos pasa por encima del cuerpo y galopa por donde vino sin que la detengan un los ríos ni la noche; ¡y he aquí un mes de trabajo perdido! Los fugitivos no se volverían a dejar coger en todo el año. Cuando podemos llegar a la cordillera encontramos compradores que nos han ido a esperan. Reconocemos nuestros animales por el hierro que llevan marcado en el anca. Se paga por cada bestia en buen estado de 15 a 20 francos. Las cuentas se pagan en especie y no en dinero, trayendo los compradores trayendo los compradores con esta intención sarapes, rebozos, cachirulos, en fin, todos los objetos que necesitamos. Ya hecho el trato volvemos a toda prisa a nuestra casa, pues las tierras templadas no son buenas para nosotros. En estas expediciones, los conductores van armados con unas lanzas muy largas llamadas jarochas; de aquí el nombre familiar de jarochos que se les da en la meseta y que desconocen la mayor parte de mis compatriotas.

Acabando de decir esto, el ganadero penetró en la cabaña de bambúes.

-¿Cuántos años faltarán – pensé – para que en este mundo virgen sea conquistado para la civilización? Para sanear (p. 253)

Artículo en formato PDF (v.4.1.1):

 

Revista # 4 en formato PDF (v.4.1.1):


mantarraya 2

Jaraneros mixes de Guichicovi


La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Jaraneros mixes de Guichicovi

Teodoro Juan García

 


 

I
Hablar de los jaraneros mixes de Guichicovi es hablar de la música de cuerdas en Guichicovi y esas tres vertientes que lo conforman: geográficamente pertenecen a la región del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca; étnicamente, a los mixes, siendo ésta de la parte baja (mixe bajo), y forman también parte de la extensión territorial del Sotavento.

Ubicado en la villa de San Juan Guichicovi, Oaxaca enclavada en la zona húmeda del Istmo de Tehuantepec, hablantes de la lengua “ayuuk” (mixe bajo), donde se practica la música de jarana por la tardes, después de la dura jornada de trabajo, contando con diversos tamaños y función lo cual los mixes de la parte baja tienen como instrumentación.

La jarana requinto o primera, ésta lleva el cantar o melodía. La jarana segunda y tercera, se encargan de llevar el acompañamiento. El marimbol, o marimbola, tiene como función llevar el bajo en la música de jarana. Anteriormente se ocupaba también un cántaro de barro (“majt”, en mixe bajo) que era percutido con las palmas de las manos y llevaba la parte rítmica, y, 50 años atrás, vino a suplirlo el marimbol, ya que algún mixe se la ingenió en fabricar un marimbol con la figura redonda inspirándose en la forma del tambor y colocarle cuatro flejes de fierro cortado, dándole así un sonido peculiar a nuestra música.

La música que se toca en Guichicovi está ligada a lo religioso, en las labradas de cera o vela y actos fúnebres. En las labradas de cera se ameniza con música de jarana tocando sones de la región, mientras los mayordomos elaboran las ceras que se ocuparán en las festividades en honor a San Juan Bautista, San Juan Degollado y San Martín Caballero.

En los actos religiosos la comunidad participa en el nacimiento del Niño Dios que se lleva acabo en la iglesia de San Juan Bautísta y la capilla de San Martín Caballero, este acontecimiento se realiza en tres partes: 24 de diciembre se reúne la comunidad en la capilla de San Martín Caballero para festejar la Noche Buena con música de jarana. En esta velada hay música de jarana a diferencia de otros festejos, en esta noche no se baila, sólo es una convivencia de paz y tranquilidad a la espera del arrullo del Niño Dios.

La segunda cita es veinte días después de la Noche Buena, la comunidad se reúne por la noche nuevamente en ambas iglesias, se hacen los ritos de ceremonia, agradeciendo así a la divinidad por todas las bendiciones brindadas y, de esta manera, pedir permiso para la convivencia y de que se lleve de manera pacífica; una vez hecho los rituales se ameniza con música de jarana donde, en esta ocasión, bailan todos los mayordomos y sus invitados, así como también todos los presentes.

Para finalizar a la mañana siguiente, después de la velada, se efectua la levantada del nacimiento y se saca al patio de la iglesia acompañado de un paso doble con jarana, se baila un son regional con todos los mayordomos para agradecer que se realizó dicha festividad con normalidad, acto seguido, se encamina con paso doble a casa del mayordomo en turno y en puntos de la población , donde lo marque el “chagola” (es quién lleva la batuta), se bailan otros sones hasta llegar a casa de los mayordomos en donde se ameniza de 1 a 2 horas más de música. Así es como se da por concluído esta celebración entre los mixes de Guichicovi.

 

 

Otra de las costumbres muy representativa en Guichicovi es la de los actos fúnebres, he aquí “cuando se nos adelanta”, como decimos en Guichicovi, una persona que no haya contraído matrimonio (soltero o soltera), un bebé o infante, se le considera angelito, ya que no cometió alguna falta en su estancia por la tierra, incluso a los jaraneros mismos por haber dado su servicio a la comunidad se les rinde el rito de ceremonia.

En este acto los jaraneros tocan un son titulado “Son del Angelito” que consiste en 6 partes, el cual es acompañado por una danzante que al compas de la música, a traves de la danza, va dando dirección al angelito para su encuentro con el todopoderoso, lugar donde va directamente el alma. Según nuestras creencias entre los mixes. Este acto se efectúa también a los 9, 40 días y cabo de años dando así por terminado dicho ritual.

La jarana mixe de Guichicovi es un instrumento que se considera como una herramienta de respecto, por la función que desempeña, y portar una jarana en Guichicovi es una responsabilidad porque cuando se presentan esos momentos de dolor, el jaranero no debe negarse, el cual debe ir a cumplir con la comunidad. Porque es un compromiso que se ha venido practicando durante largos años y se ha ido transmitiendo de manera oral de generaciones en generación.

 


II
En San Juan Guichicovi, Oaxaca, los jaraneros mixes, generación tras generación, han venido transmitiendo sus saberes de manera oral, de abuelos a hijos y nietos adentrándolos así a las actividades de la comunidad como en momentos de dolor y momentos de alegría… se escucha decir a los viejos afinen “por cinco” que es la afinación con la que uno se entrena para aprender a afinar y ejecutar el instrumentos. Después de comprender lo básico, los viejos nos enseñan afinar la jarana en “por seis” ya que en encuentros de jaranas o festividades de la comunidad de hace muchos años atrás se reunían varios grupos de jaraneros en la iglesia de San Juan Bautista, y la velada se ponía muy bonita porque toda la noche había música de jarana, ya que alternaban los grupos, he ahí cuando sacaban sus mejores Sones, unos (principiantes) tocando “por cinco”, otros (intermedios) en “por seis”, y ya los maestros (avanzados) lucían tocando sus sones en “por tada”.

Cuentan también los viejos que sus maestros les enseñaron a encordar con tripa de animales salvajes, cuando en ese entonces no conocían o aun no llegaban las cuerdas a Guichicovi, y entre ellas “la tripa del tlacuache” era la buena porque daba buena resonancia, además le daban un tratamiento para que resistiera al momento de pulsarla con la púa hecha con cuerno de res, éste era hecho con cuchillo y machete, así como la misma jarana, cuerda y púa.. Cuando ya el jaranero estaba bien entrenado se le conseguía una sonajita de la cascabel. Según ésto, era para darle más sonoridad y brillo a la jarana, pero tenía uno que tener mucho cuidado de no encontrarse con la cascabel dueña de la sonajita, ya que pelearía por su colita; esto según creencia entre los jaraneros mixes.

Mas tarde llegaron los instrumentos de vientos (banda tradicional) con la instrumentación de la cultura zapoteca como: saxofón alto, sax tenor, sax barítono, sax soprano, trompeta, tom-tom- y redoble o tarola. Dominando así en la región del mixe bajo con sones de la región del istmo de Tehuantepec, Oaxaca, con toda sus costumbres y tradiciones tales como en la pedida de mano, la boda, lavada de ollas, entre otras, con ella también se trajeron las velas. En Guichicovi se celebra la vela el primero de junio en honor al santo patrón San Juan Bautista, una fiesta muy bonita, desde la madrugada se acostumbra a dejar las mañanitas al santo patrono en la iglesia, en seguida a los encabezados o padrinos que participan en la fiesta, ya a medio día, se concentran en la plaza donde se hará la pachanga donde un grupo de la región comienza su compromiso musical con sones istmeños abriendo así dicha fiesta. En lo que van llegando todos los invitados a la enramada con botanas, encaminada por una banda tradicional con un paso doble.

 

 

Hasta la fecha sigue llevándose ambas actividades, tanto la música de jarana como la música de vientos que también ha sufrido sus cambios por la introducción de nuevos instrumentos de viento como: la tuba, el clarinete, el trombón.

En la jarana las actividades que aún se llevan a cabo según nuestras tradiciones mixes son:

– La práctica del velorio: esto cuando fallece un angelito, considerado así: a niños, solteros y solteras, como es un suceso repentino y por la falta de grupos de jaraneros, al ser el único grupo en la comunidad uno no debe negarse para dar dicho servicio. Para completar el ritual participa también una danzante que va coordinado con la música de jarana, danzando así lo que para nosotros los mixes es “La Danza de los Angelitos” una danza que está dividida por seis movimientos, participa también el chagola y rezadores que se encargan de llevar los rosarios y rezos.

– Labradas de ceras: en esta actividad se llevan a cabo la elaboración de las ceras o velas para las siguientes celebraciones de la comunidad, estas ceras son hechas por los mayordomos de la iglesia de San Juan Bautista y de la capilla de San Martin Caballero.

Desde tiempo atrás estas actividades son amenizadas por música de jarana, tocando sones de la región para estar en convivencia con los mayordomos y la misma comunidad.

– Nacimiento del niño Dios: en la noche se acude a ambas iglesias a la celebración de la Noche Buena y el arrullo del niño Dios, en esta velada donde participa la música de jarana la gente no baila, más bien es una velada de respeto por el nacimiento del niño Dios que después del arrullo se tocan unos 10 o 15 sones mas y la fiesta se da por terminado.
– Andada al viejo: este se lleva a cabo el 31 de diciembre. Es una fiesta que consiste en ir de casa en casa en la población despidiendo el año con música, danza y teatro, ya que salen a relucir muchos disfraces acompañados de música como sones, cumbias y una que otra marcha fúnebre. Una costumbre muy bonita llena de alegría, color, sabor, humor, y mucha música. Los jaraneros mixes por lo regular salen por la tarde, cuando esta calmada la cosa debido a que por la mañana y pasado el mediodía está lleno de música de viento, más aun, con la energía que tienen los jóvenes se llena de algarabía la fiesta. Es por ello que la jarana termina despidiendo el año por la tarde-noche.
La música de viento (banda tradicional) en Guichicovi regularmente se presenta casi en todos los ámbitos como: mayordomías, bodas, xv años, bautizos, funerales y en las fiestas patronales. Entre su repertorio cuentan con boleros, sones, marchas fúnebres de la región, danzon, pasadobles, entre otros. Participan en las Fiestas de Pascuas, vela San Juan, fiestas en honor a San Juan Bautista (24 de junio), a San Juan Degollado (29 de agosto) y San Martín Caballero (11 de noviembre), amenizando las respectivas mañanitas por la madrugada en la iglesia y capilla antes mencionado y en la encaminada.

Es así como disfrutamos de mucha música en Guichicovi, un pueblo donde a diario se escucha música saliendo de las ventanas de un hogar o de ensayos de las diversas agrupaciones… una comunidad llena de sonidos combinados hasta darle forma a sones como: Virginia que sí, el Guachito, el Guachacero. Y muchas más.

III
Así como lo enseñaron los viejos jaraneros de Guichicovi, Teo García retoma la laudería con técnica tradicional en la elaboración de instrumentos autóctonos, elaboradas a machetazos. Así también ha abierto un colectivo para nuevas generaciones de mixes que deseen introducirse, o retomar, su música, su cultura y su identidad.

En este colectivo de reciente creación han desfilado muchos niños y jóvenes participando con fiestas de la misma comunidad y en encuentro de jaraneros con los hermanos de la jarana jarocha en Veracruz y en muchos foros más…

Ahora es bonito sentirse un jaranero mixe de Guichicovi al saber que es un orgullo portar un sombrero, huarache y hablar el ayuuk, ahora se comunica uno con los viejos jaraneros mixes con su lenguaje y estar en sintonía con ellos.

A como me lo enseño mi padre de 85 añitos. Me dijo –Hijo, yo quiero en la vida que seas “UTIL A LA HUMANIDAD” (a las nuevas generaciones) aportándoles tu mucho o poco conocimiento en la música, pero siempre darlo con amor. Somos criaturas que siempre tenemos poco o mucho, pero con algo que dar.

Y esos consejos de mi viejo están convirtiéndose en hechos. Gracias al mëj teety (Dios Padre) por toda esta bendición, agradezco desde un consejo hasta una idea para mejorar como persona y como músico, a mis viejitos (padres) familia que desde mi decisión de ser músico han estado conmigo en las buenas y malas… amigos que han aportado para que esto siga adelante, mil gracias.

Redacción e investigación:
Teodoro Juan García (Teo García)

 

Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):


mantarraya 2

La danza de los líceres

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


La danza de los Líceres

Joel Cruz Castellanos

 

Colectivo Tecalli

 

Entre los arroyos que bajan de la sierra surcando los pedregales, de entre la humedad siempre verde, surge el encanto en medio del monte. En la noche cuando todo parece dormir, quienes se aventuran a andar en la oscurana, monte adentro han visto al jaguar dios viejo que va tocando su tambor, marcándole el paso a todos los animales para que lleguen hasta abajo al talogan, la casa del agua, donde habita la vida, el chaneco viejo. Aquí por estos rumbos llenos de agua crecimos en medio de un universo que se ha ido construyendo con el paso del tiempo, alimentándose de los antiguos ritos, de los rayos, de los lugares encantados, de los árboles inmensos, del canto de cientos de aves que acompañan al sol en su despertar.

Santiago Tuxtla se ubica en una región del sur de Veracruz que ha sido habitada desde tiempos muy antiguos, los olmecas se asentaron aquí; los teotihuacanos, los aztecas, los nahuas, los totonacas y los españoles. Cada grupo humano ha contribuido en la construcción de un espacio cultural mestizo que se ha ido transformando con el ir y venir de los tiempos. La danza de los Líceres surge en este contexto, en medio de una tradición mítica y ancestral en la que el culto al jaguar y a las fuerzas elementales de la naturaleza forman parte vital de la cosmología. Aunque sus orígenes parecen estar diluidos en los veneros del tiempo; los líceres, es una danza de las que más arraigo tienen en Santiago Tuxtla.

La danza de los Líceres, la danza del jaguar, es un ritual que está relacionado con los ciclos agrícolas y la llegada de las aguas particularmente. Aunque en los últimos años con el ocaso del mundo campesino y del universo de saberes que lo habitaban, ha quedado reducido a escombros, la danza ha devenido en un juego y nada más, un ritual que va naufrago, perdido en medio de la modernidad, los nuevos valores, los nuevos oficios, pero qué sin duda sigue manteniendo una vínculo muy fuerte con los ciclos agrícolas y el fin de la temporada de seca, por lo que la gente de Santiago tiene una expresión para la temporada de Líceres y ya desde mayo cuando se dejan caer los primeros aguaceros se escucha entre los tuxtecos la expresión “ya huele a líceres” mientras el vapor va dibujando la tarde, siendo este hecho cotidiano y para muchas y muchos irrelevante, un testimonio vivo de la relación que existe entre el jaguar y la lluvia.

Colectivo Tecalli

 

Algunas versiones sobre el origen de la danza

En Santiago como en todos los pueblos hay personas que afortunadamente buscan o investigan el origen de las expresiones culturales de la región. En relación a la danza de los Líceres, existe mucho conflicto entre dos posturas dispares. Por un lado Don Fernando Bustamante y Don Clemente Campos que la danza procede de la época prehispánica, apuntan que esta está relacionada con el culto al jaguar, animal asociado con la vegetación que renace, la fertilidad y con ciertas enfermedades de la piel; es el xipetotec venerado en las fiestas de tlacaxipehualiztle, en las que se capturaba un prisionero que era desollado, su captor se vestía con la piel obtenida y corría por las calles hasta caer extenuado con la lluvia (información del museo tuxteco), al igual que muchas danzas de tigres que se celebran en distintas partes de México en las mismas fechas. Por el otro lado esta la versión respaldada por el actual cronista de la ciudad, el Maestro Eneas Rivas Castellanos, quien plantea el nacimiento de la danza en un tiempo más cercano, relata que durante una celebración religiosa en el barrio de San Diego, un felino tomó por sorpresa a la muchedumbre mientras rezaba. Los que se encontraban en el lugar comenzaron a gritar ¡Al lince! ¡Al lince! Pues ellos no conocían el nombre del jaguar. Después de un buen susto, la gente se dio a la tarea de cazar ese animal. Dicen que al año siguiente, un señor, por mera curiosidad usó la piel de ese animal para conmemorar la ultima entrada de un felino al pueblo de Santiago.

Los Líceres
Esta celebración inicia el 13 de junio, día de San Antonio, el 24 día de San Juan y concluye el 29 día de San Pedro y San Pablo y las víspera de cada de santo, aunque también hasta hace algunos años salían los fines de semana que quedaban dentro de este período. Es una danza que realizan los hombres disfrazados. Con un traje que consiste en un dos piezas; una que cubre todo el cuerpo y se amarra en el pecho, la otra es una capucha que tiene forma de triángulo o a veces termina en dos puntas asemejando las orejas del jaguar, se hacen unos pequeños orificios en los ojos y en la boca. Los trajes se fabrican de tela de algodón, dicho material se consigue en los comercios cercanos a Santiago, generalmente en San Andrés Tuxtla, centro comercial de la región. Las telas tienen motivos floridos o de algún otro tipo como: la bandera mexicana, la virgen de Guadalupe o paliacate, entre otros, aunque lo que más se ocupa son colores fijos, en combinaciones de dos o tres colores; algunas personas dicen que antes los trajes se hacían de manta y les pintaban las manchas del jaguar con pintura, sin embargo, este modelo de traje está en desuso. La danza se realiza sin música, aunque existe un espacio sonoro que se genera a partir de los sonidos que emiten los disfrazados, quienes van por las calles del pueblo maullando, gimiendo y hacen asemejando los sonidos del jaguar. La representación consiste en ir bailando encorvado, con una mano atrás que va agarrando una reata, asemejando la cola del jaguar. La danza tiene distintas facetas, hay momentos en el que el lícer corretea a los que no están disfrazados, se le llama “echar carrera”, en otros casos se coquetea, se carga a “pilonche” y se baila alrededor de las personas, principalmente si son mujeres que no están disfrazadas. Cuentan que tiempo atrás, este era el único momento en el que los muchachos podían acercarse a las mujeres antes de contraer el compromiso, muchas parejas ya quedaban de acuerdo para platicar un poco más de cerca. Las personas que no están disfrazadas tienen un rol importante en la danza pues se mofan de los encapuchados, gritándoles versos burlones, alusivos al color del traje que llevan.

Ese de azul se mete en su baúl
Ese de rojo le pican los piojos
Ese de verde come mango verde
Ese de amarillo le pica su fondillo
Ese de blanco salta pa’l barranco

Desde las cuatro de la tarde se empiezan a agrupar los jóvenes en cada barrio, se juntan en grupos grandes, se pueden agrupar hasta 50 o más. Una vez que reúnen un número considerable, se van en pandilla a ponerse el cuero, –como le llaman al hecho de rentar el traje–. La renta se efectúa en distintas casas particulares que ya se sabe que prestan el servicio, la oferta de trajes se acomoda sobre la cama o sobre la mesa de la casa, ahí los jóvenes buscan y escogen el traje que mas le agrade. Es común que se los chicos intercambien los zapatos para que sea más difícil reconocerlos, la renta del traje vale aproximadamente $30 pesos mexicanos y se puede ocupar el traje toda la tarde. Los trajes están numerados en la parte posterior, la señora que los renta anota el nombre de la persona junto al número para saber la identidad de quien lo porta, esto facilita que en dado caso de que se violente algún disfrazado, se le pueda ubicar rápidamente. Toda la pandilla se disfraza al mismo tiempo, es un ritual, hay un ambiente de fiesta, todos lo muchachos gritan, ríen, hacen chistes sobre sus compañeros, se mofan de cualquier situación.

Marco Victorio de la Cruz

Antes las pandillas salían de cada barrio, ahora la mayoría se congregan en el barrio de Xogoyo. Aunque salgan de donde salgan, la pandilla debe recorrer todo los barrios del pueblo, en donde la gente les espera sentada en sus corredores o en la acera de las calles. Los jóvenes mayores que no se ponen el cuero esperan a los líceres en la plaza Cervantina o en el parque para “echar carrera”. Cuando se acercan los líceres, corren en estampida rumbo al parque, que ya se encuentra repleto de gente. Los correteados pasan rápidamente por la plaza avisando que detrás vienen los líceres, los niños se esconden detrás de las madres, algunas muchachas hasta se persignan del miedo que tienen al verlos. Todos comienzan a gritar, hay quienes despavoridos se refugian en la iglesia –lugar que los líceres respetan y no se meten–. Recorren todos los barrios del pueblo, saltan y arrastran las largas mangas de los trajes. Pareciera que caminan en cuatro patas, se suben a las jardineras de las casas, cuelgan de las ventanas, corretean automóviles y se mofan de la gente.

Si alguna de las personas que están en la calle es conocido, intentan cargarlo, lo manchan con carbón que llevan en las manos, se genera una atmósfera única, la gente les grita. Algunos niños observan desde la ventana, ese río de colores y sonidos pasando por las calles, sus mamás les gritan que salgan a la calle, que no teman, si algún niño llora por el miedo, se le pide a un lícer que se quite las máscara para que vea el niño que es una persona y que no tiene nada que temer. Después de su recorrido, se concentran en la plaza que poco a poco se llena de hombres tigre mientras el sol cae tras el Cerro del Vigía. Se convierte en un lugar mágico en el que todo queda dibujado por las imágenes de un pueblo que hace colores su sentimiento y su historia. Un recuerdo que difícilmente se desvanece, es como si flores o manchas de color caminaran al compás de un ritmo oculto en cada sonrisa, en cada juego. Los líceres caminan alrededor de las jardineras y calles repletas de niñas y niños que juegan y reinventan su historia, para acomodarla en estos tiempos. El pueblo se queda impregnando de esta magia, su espíritu habita en las paredes y los corredores. No hay silencio, los bramidos resuenan, chocan entre los callejones haciendo una música que no se termina, que se mantiene como una canción eterna, infinita.

Dicen los mayores que ahora las cosas son distintas, antes la cosa era danzar, bailar, jugar con la reata, sin embargo, resulta evidente que las nuevas generaciones no han logrado entender en su contexto la danza de los líceres, quizá porque el sentido agrícola que permeaba la vida de antes, se ha ido perdiendo cada vez más y más. Existen personas que aprovechándose de la máscara golpean muy fuerte con los chilillos, al grado que lesionan gravemente a quienes sólo salen a jugar. A veces cuando un lícer se propasa con algún bravo del pueblo, se genera una bronca, pero el que no esta disfrazado debe tener cuidado porque los líceres son muy solidarios, y ponerse con uno, es ponerse con todos, entonces, por esa razón y aunque duela, difícilmente muestran su descontento, han habido broncas muy grandes y hasta la policía ha tenido que intervenir para calmar los ánimos.

Karla Martínez

Los líceres cada año muestran una cara distinta, las cosas van cambiando, los procesos socioculturales que vive nuestro país influyen. La migración, la creencia de que fuera del pueblo puedes abrirte un futuro genera que año con año cientos de jóvenes partan al norte o las grandes ciudades. Se van no solo de Santiago, si no de toda la región, esto provoca que cada vez hayan menos personas que se disfracen, menos personas que participen y aunque todavía son muchos los que se quedan, antes eran más. En mis recuerdos de la infancia, hay pandillas que llenan calles enteras, recuerdo claro cómo desde el balcón de la casa de mi primo mirábamos esa bulla de colores y ruidos. Era impresionante ver el alboroto. Corríamos espantados a ponernos detrás de mi mamá o de mi abuela, y casi en silencio, mirábamos pasar la pandilla. Mi abuela se emocionaba, en sus ojos se dejaban ver los tiempos de antes, mi mamá nos decía que no tuviéramos miedo, hasta les hablaba y los dejaba pasar a nuestro escondite para que nos dieran de chilillazos. Les decía que nos enseñaran su rostro para que supiéramos quienes eran y entendiéramos que detrás de los encapuchados había personas conocidas.

En la actualidad existen muchas personas trabajando para que la danza no se pierda, para recuperar el sentido inicial de esta celebración. Para alejar los malos momentos que han enturbiado los días más felices de junio. Hay muchas actividades educativas en las escuelas y espacios públicos para informar sobre como se debe portar el traje, en años recientes surgió la organización “El lícer”, que congrega a todas las personas del pueblo ocupadas en el asunto. Una de las acciones a nivel institucional que se han emprendido en los últimos años es realizar un concurso para motivar a los barrios a organizarse y vestirse, este concurso si bien ha servido para llamar la atención y es muy apabullante el número de personas que se disfraza ese día, ha tenido también un efecto poco positivo en el sentido de que ya las pandillas se guardan para ese día y no quieren hacer el recorrido tradicional por todo el pueblo, el concurso generalmente se realiza el 29 día de San Pedro y San Pablo, ya será el momento de que la comunidad reflexione sobre el impacto de estas acciones en el desarrollo de la danza tradicional.

A pesar de todo esto, los líceres son orgullo y símbolo de identidad de nuestra tierra, las madres disfrazan a sus hijos desde pequeños, ellas mismas fabrican sus trajes, se sienten felices de que sus niños finalmente van a formar parte de la celebración. Aunque ya el baile que celebra las lluvias y el mundo campesino se encuentre agonizando, la danza nos conecta con la sabiduría ancestral, con lo que sigue vivo de aquel mundo, seguimos danzando para que llueva y se pueda sembrar el maíz, aun sin saberlo seguimos.

La danza de los líceres se ha mantenido porque genera lazos importantes entre las personas que participan, que recorren el pueblo, en esos momentos nacen los mejores recuerdos de sus vidas, ya sea vestidos o siendo correteados por alguno de las pandillas, buscando guarida en la casa de la abuela o en la casa de algún desconocido que les brinda asilo. En esta dimensión de lo real, es el pueblo el que se esmera en que la danza no se pierda porque es importante para la vida. Más allá del discurso de la cultura o la definición de nuestra identidad, aquí se visten por gusto, se aguarda el mes de junio para comer semillas de vaina y en el aguacero de la tarde convertirse en jaguar, el antiguo dios de estas tierras.

 

Karla Martínez

 

 


Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

 

mantarraya 2

 

 

 

“Ya huele a Líceres!”

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


“Ya huele a Líceres!”

Colectivo Tecalli
Santiago Tuxtla, Veracruz

Johanna Acevedo Herrera , Flor Martínez
Karla Martínez, Dolores Medel,
Marco Victorio de la Cruz

 

Aquí en Santiago Tuxtla, como en muchos otros lugares de América danzan los jaguares, los tigres. Los Líceres bailan en el mes de junio entre rayos y aguaceros, esta danza vinculada con los ciclos de la tierra y la antigua cosmovisión de los tuztecos recorre todo el pueblo y aunque el ocaso del mundo agrícola ha sepultado el sentido original de este ritual, reduciéndolo a un “juego” en lo mas profundo de nuestra identidad, seguimos danzando y bramando para que caiga el agua para renovar la tierra.

.
Estas fotografías se lograron en la celebración del día de San Juan y forman parte del primer Taller de iniciación a la fotografía documental, que se realizó en Santiago Tuxtla del 23 al 25 de junio, fue impartido por la fotógrafa Dolores Medel, quien generosamente vino a compartir sus conocimientos con nosotros, esta actividad es parte del proceso que encaminamos con el Colectivo para preservar nuestra memoria. Agradecemos al grupo “El Licer” que nos permitiera fotografiar el recorrido que hicieron por todos los barrios de Santiago y por la importantísima labor que están haciendo para preservar y recuperar la esencia de esta danza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

 

mantarraya 2

 

150 sones jarochos

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


150 sones jarochos,

 

Juan Meléndez de la Cruz
(recopilación y selección)

Prog. Desarrollo Cultural del Sotavento,                           Sec. Cult. Art. Oaxaca,  IEC Tabasco, IVEC,                         Asoc. Minatitlán 100 años. México, 2017.

Scriptura Iuvenum Musicorum

Bamba que fuiste domeñadora
en la ribera y en los plantíos
que acurrucaste los sueños míos
sino en la hamaca en la mecedora.

Tus requinteos suenan ahora
en puritanos salones fríos
y al darnos coba –sin alma y bríos–
te mixtifica la embajadora.

Fragmento del poema
¡Venga otro son!
Gonzalo Beltrán Luchichí

Ana Zarina Palafox

A fines de los años sesentas del siglo pasado existió un fervor por la música latinoamericana, aderezado con conciencia social, socialismo y esperanzas bolivarianas. Humberto Aguirre Tinoco, gran promotor y visionario del son y de Tlacotalpan, era condiscípulo de mi tío Jesús Palafox, en arquitectura en la UNAM. Allí fue irradiado de este fervor de la patria grande, Latinoamérica unida, y visionario, como era, se enfocó en su querido Sotavento.

Grabadora en mano recorrió las memorias de viejos músicos que, halagados por su interés, le compartieron versos. Nombró a su recopilación Sones de la tierra y cantares jarochos.

Yo conocí copias de ese trabajo –finalizado en 1976 y repartido por el mismo Humberto en fotocopias a los pocos interesados de ese tiempo. Salvo esa amistosa y esperanzada distribución, permaneció inédito hasta 1983 cuando una editorial leonina lo sacó a la luz en condiciones adversas para el compilador; posteriormente el IVEC lo reeditó, sin embargo, con pésimos resultados. Fue hasta diciembre de 2004 que, gracias a las entusiastas y justicieras gestiones de Honorio Robledo, Rafael Figueroa Hernández y Horacio Tenorio, se publicaron mil ejemplares a través del Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, esta vez con mejor distribución. Esta edición inicia con un invaluable material obtenido de las entrevistas realizadas a Humberto con el que se hace un recuento histórico. A Humberto se le dio la mitad del tiraje de esta edición con la finalidad de que los pudiera vender directamente y así paliar un poco las precarias condiciones económicas en las que estuvo durante sus últimos años de su vida. A pesar de estos esfuerzos la mayor parte del tiempo Sones de la tierra y cantares jarochos fungió como archivo secreto de sólo un par de grupos VIP del movimiento.

Casi dos años antes, en febrero de 2003, escribí un texto llamado “Las letras del son” del cual pongo un extracto:

Al son en México no se le puede dar el tratamiento de “canción”. Yo defino al son mexicano como “una estructura rítmico-armónica con una melodía base definida”. Esta estructura puede incluir una predefinida modalidad literaria (coplas, seguidillas, octosílabos o no, cómo se repetirán, la posible existencia de un estribillo, etc.). Si hablamos del son jarocho o huasteco, las libertades creativas e interpretativas son enormes. Un son se parece más a una pieza de jazz (tema, armonía base, desarrollo, improvisación) que a una canción. Además es cíclico (un formato de estrofa-interludio que se repetirá un número indefinido de veces, entre la entrada y el fin). Alguna vez, escribiendo sobre el violín tradicional en México para una revista gringa (Fiddler Magazine), titulé parte de mi artículo como “Son Doesn´t Mean SONG” (son no significa canción).

Personalmente, cuando intento explicar esto a músicos que tocan otros géneros, mi ejemplo favorito es decir que, en un fandango, lo correcto sería “vamos a tocar UNA guacamaya” (frase que además escuché en fandangos, hace años), porque “vamos a tocar LA guacamaya” implicaría que sólo hay una manera de interpretarla. Lo valioso de los sones es su mutabilidad, que les garantiza una actualización constante. Y una manera de entenderlo es escuchar todas las versiones que nos sea posible de un mismo son.
¿Por qué hablar de otro libro y de un texto mío cuando se trata de prologar el de Juan Meléndez? Porque la sincronicidad existe. Los historiadores analizan los hechos; como soy bruja, me doy el lujo de decir que es el Cosmos y sus efluvios lo que induce a acciones concretas a través del inconsciente colectivo. 25 años antes provocó la génesis de un movimiento y en 2004 decidió dotar de más herramientas al mismo para un discurso textual más elaborado.

Entonces es cuando el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan y el Movimiento Jaranero cumplían 25 años, que Juan Meléndez decide socializar el trabajo de compilación que ya venía realizando desde sus inicios, con fines ilustrativos para él mismo y sus allegados.

Además de ser una colección muy vasta (suficiente y hasta sobrada en relación al corpus de estrofas que necesita cualquier jaranero o cantor de oficio), propone un par de formas de clasificación de los sones por el baile y por el canto, además de hacer la diferenciación entre sones y canciones (de autor con letra fija).

Algo que valoro mucho de este acucioso y casi impecable trabajo, es la inclusión de todo el panorama actual del son jarocho campesino o estilizado, antiguo o recién compuesto, cultural o comercial. Para efectos de esta recopilación, todas son estrofas y merecen ser consignadas en este memorial que Juan puso en las manos de quien lleve gusto de cantar. Juan se basa en muchas fuentes académicas, orales y fonográficas y da cuenta de una selección –como él mismo aclara– personal y subjetiva pero, a mi ver, muy atinada.

Algo más importante aún es lo extenso de la distribución de este material. En manos de muchos jóvenes (y otros no tanto) he visto la edición original nuevecita, destartalada, reencuadernada, en hojas sueltas, en fotocopias arrugadas y, en algún momento aciago, hasta escaneado y pirateado en la red. Legalmente o piratamente, su función social es ser la biblia de los jóvenes jaraneros.

Celebro, por lo mismo, esta reedición e invoco que tenga dos cometidos principales: el primero es recuperar las memorias textuales enfatizando las temáticas y la ilación de las estrofas para no cantar desordenados en el fandango –diría Andrés Moreno.
El otro cometido se parece a lo que menciona un profesor en el documental Bertsolari (versadores del País Vasco):

“Para ser improvisador debes de aprenderte todos los versos que existen en tu tradición.Ya que los memorices y analices, olvídalos.
Sólo hasta que ese momento llegue, serás capaz de hacer los tuyos”.

Enhorabuena, Juan Meléndez. Gracias a tu esfuerzo –que se suma al de los ancestros trovadores medievales– hoy podrán empezar a hacer sus versos los hijos del Movimiento.

Ana Zarina Palafox
septiembre de 2016.

Notas
(1) En latín, la biblia de los jóvenes músicos.

 

Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

 

mantarraya 2

Jaraneros de Guichicovi, 2007

La Manta y La Raya # 4                                                                             marzo 2017


Jaraneros de Guichicovi, 2007

grabaciones de campo
Producciones  Cimarrón
texto y producción
Tomás García Hernández

CONACULTA / Programa de
Des. Cultural del Sotavento,
Sec. Cult. Oaxaca, IVEC, IEC.

 

Nosotros sí cumplimos.

La música de jarana de Guichicovi, Oaxaca.

Francisco García Ranz

Para los pueblos indígenas de Oaxaca lo natural es cultural: la naturaleza y la sociedad tienen una lógica y un orden comunes o estrechamente vinculados. Su sociedad se basa en la vida de familias en comunidad: la naturaleza funciona para la colectividad, y las fuerzas sobrenaturales actúan en conjunto, para intervenir tanto en el mundo natural como en el social. (1)

La música en la vida y tradiciones de los ayuuk ja’ay (gente de la palabra sagrada) es indispensable y apreciada; ocupa un lugar muy especial entre sus artes. La música de banda de alientos es un común denominador en la región mixe, la cual, respaldada por una auténtica institución comunitaria, es reconocida dentro y fuera del estado de Oaxaca.(2) La segunda escuela de música de enseñanza superior más importante de Oaxaca se encuentra en la (sierra) mixe alta.(3) Casi el 90% de los mixes en México habitan en Oaxaca, una de las macroetnias del estado con más de 100,000 hablantes en cuatro variantes dialectales.

Sin en embargo una tradición musical propia de los mixes de las Tierras Bajas (mixe baja), la música de jarana de Guichicovi, representa un caso particular. Una tradición musical local poco conocida hasta los inicios de este nuevo milenio. Si bien, a través del Atlas Musical de Guillermo Contreras, publicado en 1988, conocimos la marimbola de los mixes de Guichicovi, poco sabíamos de su música de jarana, una tradición inexistentes en otras partes de la región.

Sin duda la producción y publicación de Jaraneros de Guichicovi, un documento por muchas razones excepcional, representa un gran logro en el campo de la etnomusicología mexicana. Este trabajo documenta y extiende nuestro conocimiento musical hasta los confines del sureste sotaventino, a la región istmeña del estado de Oaxaca. En la zona del istmo, la sierra mixe baja reparte las aguas hacia los dos oceanos; conforma, junto con la sierra atravesada, el parte aguas entre la cuenca del Coatzacoalcos y la del Tehuantepec.

Esta producción en formato digital (CD) está compuesto por grabaciones de campo y fotografía realizadas entre 2004 y 2006 por Producciones Cimarrón –Rubí Oseguera R., Marco Amador y Liche Oseguera R.– quienes también realizaron las investigaciones de campo,  y texto (cuadernillo adjunto) de Tomás García Hernández. Jaraneros de Guichicovi, un álbum con 10 sones tradicionales y conversaciones con músicos, grabados in situ, integra un trabajo que documenta y registra a tres diferentes conjuntos (tríos) musicales del municipio de Guichicovi, Oaxaca: Jaraneros de Pachiñé, Jaraneros de San Juan y Jaraneros del Ocotal, quienes interpretan algunos de los sones más importantes del repertorio mixe: Son de los Angelitos (velorios), Son Martinilla, Son Guachacero,…

Producciones Cimarrón
Producciones Cimarrón
Producciones Cimarrón

Los tres tríos comparten un repertorio musical común y emplean, “esencialmente”, la misma instrumentación. La jarana primera o requinto del conjunto, se puntea con un pequeño plectro y lleva la melodía, mientras que una jarana tercera, o segunda, ejecuta un acompañamiento rasgueado. La marimbola de forma de tambor, en el caso de los Jaraneros de Pachiñé, o de forma cajón de los Jaraneros de San Juan, un instrumento de registros bajos que hace la función de bajo armónico, completa la dotación de estos conjuntos. Sin embargo Los Jaraneros del Ocotal no usan marimbola, es un trío de cuerdas compuesto por dos jaranas y un bandolin.

Las jaranas de Guichicovi son variantes locales, o si se quiere, derivaciones directas de las jaranas y requintos jarochos del Sotavento, en las que se conserva la misma construcción y forma de ejecutarse. Musicalmente, sin embargo, esta relación es contrastante, el repertorio de sones mixes de jarana, todo un complejo musical aparte, es diferente al de sones jarochos. Con excepción del son mixe Cielito Lindo y su correspondencia directa con el El Butaquito jarocho, la influencia sotaventina no resulta evidente en una parte importante del repertorio de Guichicovi. Posiblemente sea fácil rastrear la influencia de otras etnias indígenas (principalmente zapotecas) que confluyen en esa parte del istmo. Sin embargo, en los sones en modo menor, Virginia que sí y Son fandango, que interpretan Los Jaraneros del Ocotal sí es posible identificar muchos elementos musicales característicos de los sones jarochos.

La música indígena de cuerdas de Guichicovi es sin duda, como escribe Tomás García Hernández en las notas del CD, “una isla cultural en las márgenes de la región sotaventina”. Resulta no solamente interesante, sino graficicante conocer este trabajo y esta música. Jaraneros de Guichicovi, un CD por demás recomendable.

Notas
(1) Los pueblos indígenas de Oaxaca, Atlas Etnográfico, 2004. Barabas, Bartolomé y Maldonado. INAH, FCE, México.
(2) La Banda Mixe de Oaxaca, Premio Nacional de Ciencias y Artes en el campo de Artes y Tradiciones Populares, 2000.
(3) Centro de Capacitación Musical y Desarrollo de la Cultura Mixe (CECAM), enfocado en promover las expresiones culturales y artísticas de los pueblos indígenas de México.

Ejemplos musicales (incluidos en el disco CD) de     cada uno de los tres conjuntos antes mencionados, se pueden escuchar en la Fonoteca.

 


Revista completa en formato PDF (v.4.1.1):

mantarraya 2